Prefacio
Su primer recuerdo es difuso al igual que una acuarela esparciéndose por una aguada. Se expande e invade, se difumina en el húmedo papel dejando un color borroso y translúcido, sin forma, abstracto.
Su segundo recuerdo es nítido, el punzante y posterior dolor de cabeza se aseguró de que así fuese. Era una habitación como la nieve, con un penetrante y dulce olor que llegaba a ser molesto al cabo de las horas. Los primeros sonidos eran el movimiento de la segundera del reloj de pared y el pitido del monitor cardíaco. Cuando fue consciente, comprendió que estaba en un lugar donde trataban a los enfermos. No he dicho un hospital, pues aquel quien no recuerda desconocía ese término.
Pasaron unos minutos en los que no se movió. La mente de la paciente era del mismo color que la habitación, no comprendía su situación y quiso recordar. Flores cayendo y dolor era todo lo que tenía. Se levantó con esfuerzo quedando sentada pero con las sábanas, también blancas, cubriéndole las piernas. Le dolían, aunque no tanto como la cabeza. Pensando en dolor, también lo tenía en los brazos, en el cuello, en la espalda y en el vientre. Quiso buscar el origen de esa sensación pero la extraña túnica que llevaba puesta le molestaba e intentó quitársela, sin éxito, todo le dolía al mínimo esfuerzo.
Entonces suspiró y miró sus manos pequeñas pero llenas de moretones, arañazos y heridas leves. A su lado una tercera mano estaba sana y no le dolía, y por supuesto que no le dolía porque no era su mano. Se percató de que había un chico a su lado, dueño de la tercera mano, durmiendo en una silla pero con la espalda encorvada y la cabeza recostada en la cama.
«No le conozco», son las palabras que llegaron a su mente blanca, contaminándose de gris. Un gris que se quedaría ahí para siempre, a veces más claro y a veces más oscuro, pero ya nunca blanco.
Tras comprender ese pensamiento, los ojos comenzaron a escocerle y lagrimones resbalaron por sus mejillas, en silencio. Su mente estaba vacía y tenía miedo.
Cerró los parpados refugiándose en el negro, sin embargo las flores volvieron a caer y el dolor de cabeza apareció de nuevo. No aguantó y dejó salir toda esa preocupación en forma de llanto.
La histeria despertó al chico que estaba en la silla de al lado y éste, preocupado llamó a la enfermera. La niña no comprendió el lenguaje y lloró con más fuerza. ¿Habría olvidado también cómo hablar? El niño, de unos diez años, quiso calmarla con dulces palabras pero no servía de nada.
El dolor se apoderó de su cabeza y sintió frío súbitamente. Se relamió los labios que tenía secos y notó un amargo sabor en su boca. Devolvió la nada que tenía en su estómago y ese acto le asustó, entrándole ganas de huir a cualquier sitio. Quiso levantarse, pero el brusco movimiento le provocó un mareo y cayó en la cama de nuevo con los ojos muy abiertos y pupilas dilatadas, se sentía débil. Su piel perdió color, se tornó fría.
La habitación blanca se volvió gris, luego negra. Los ruidos que aparecieron en la habitación fueron disolviéndose hasta parecer un zumbido. Luego llegó el silencio.
Cuando la niña despertó de nuevo, el chico no estaba a su lado. Estaba en una cama diferente, en una habitación diferente y con una túnica diferente, pero todo era igual de blanco.
—Doctor, la paciente recobró la conciencia —comentó la mujer de su lado.
La niña se tensó con el extraño lenguaje, pero se calmó al ver a la enfermera. Era una joven de rasgos delicados con cabello brillante y negro. La niña pensó que su cabello era hermoso y queriéndolo acariciar alzó el brazo, pero fue interrumpida por la persona que llamó aún más su atención.
El doctor era un hombre mayor, de cabellera gris, ojos grises y bata blanca. Su corbata también era gris. Fue en ese entonces cuando comenzó a tener fobia a los doctores.
Un incómodo silencio invadió la nueva sala. El doctor la miró fijamente y así aguantaron la mirada. El anciano perdió esta batalla al hablar primero.
—¿Cómo os encontráis?
—Desca —repitió las tres últimas sílabas que logró escuchar claramente.
—¿Comprendéis lo que os estoy diciendo?
—Masca —repitió de nuevo la niña.
—¿Do you understand me?
—¿Tenmi?
El doctor suspiró, pues la niña sólo repetía lo que le decía. El hombre se levantó de su silla y se acercó para comprobar su estado físico, pero la niña le apartó el brazo con el que sujetaba una pequeña linterna de un manotazo, se acurrucó en la cama alejándose de ese hombre de blanco y gris. No tiritaba pero su mirada mostraba una clara desconfianza.
La enfermera, que tenía un curioso vestido del mismo repulsivo color que el del doctor, le palmó en la cabeza suavemente y le sonrió haciendo que la niña se calmase. Se dejó inspeccionar por ella.
—Está estable —comentó hacia el hombre—, no parece que hace unas horas hubiese entrado en shock.
—Físicamente sólo tiene heridas superficiales, pero me preocupa que no nos entienda. Ni tan siquiera existe legalmente.
—El señor Hanazono, quien se la encontró, dijo que pagaría toda su estadía pero no parece familiar suyo. La policía no sabe nada tampoco.
Ambos, enfermera y doctor, comenzaron a hablar sobre la extraña paciente que recibieron hace una semana, en un fuerte día lluvioso... y gris.
***
Aquel día, un huracán amenazaba con arrancar de raíz incluso los árboles milenarios del templo supervisado por los Hanazono.
El shinsoku1 del templo, el señor Masaki Hanazono, volvía corriendo al ser atrapado en medio de la tempestad. Le costó mucho llegar hasta la base de la montaña donde se encontraba el templo, teniendo que sujetarse en varios postes y vallas. La carretera se había vuelto resbaladiza y era imposible entrar por el lago, pues las aguas estaban tan revueltas que amenazaban con hundir al barco más resistente, por suerte se trataba de un lago y no de un mar. Por el camino, el señor Hanazono decidió desviarse al atravesar un parque cercano para evitar la subida empinada que daba cara a la tormenta, buscando refugio entre los árboles para que el viento no se le llevase lejos. Pero aquel día no regresó al templo.
Unas horas después, su familia quienes estaban preocupados por la ausencia del anciano, recibieron una llamada del hospital diciendo que el hombre se encontraba allí. El susto de la nuera fue terrible y se desmayó, golpeándose la cabeza con un jarrón al caer y siendo ingresada en el mismo hospital media hora después de la llamada.
Leve sólo resultó ser la pobre mujer, pues el anciano sólo tenía un poco de frío debido a la lluvia. Quien resultó grave fue la niña que el señor Hanazono se encontró a los pies de un cerezo enorme, anormalmente florecido fuera de temporada. La niña, según el testigo del anciano, estaba sola y cubierta por una manta roída, sucia y empapada. Cuando él se acercó a socorrerla, el viento amainó y el chubasco se calmó. Al llegar al hospital, ya había dejado de llover. Pero el viento continuó hasta el cuarto día, cuando la niña dejó de tener fiebre alta.
En las noticias de la tarde, se mencionó la aparición de un nuevo árbol en el parque: "creció de la nada" o "ayer no estaba ahí" decían los vecinos entrevistados por la cadena local. La policía y guardias del parque rodearon el enorme cerezo impidiendo el paso del personal no autorizado hasta que se demostrase no era un peligro ecológico, y más de uno hubiese deseado que se tratase de una broma de muy mal gusto.
Pasada una semana, los únicos rastros de la terrible tormenta eran algunos postes de luz caídos o árboles arrancados de raíz. Y el cerezo, que sigue ahí, en flor, fuera de temporada.
***
—Flores caen. Fuego. —Éstas son las primeras palabras que la niña, quien había estado escuchando atentamente la conversación de doctor y enfermera, dijo claramente. La pareja de adultos ahí presente cesó su conversación para posar su mirada en la extraña niña—. Flores de fuego caen —repitió con más seguridad.
—¿Fuegos artificiales2 que caen? ¿Qué quieres decir, pequeña? —preguntó la enfermera.
—Yo recordar. Flores caen. Fuego.
El doctor, pensativo, susurró unas palabras a la enfermera y se fue de la habitación. Puesto que la niña tenía la cabeza intacta de heridas y moratones, sólo le hicieron un chequeo superficial para descartar traumatismo. Pero no hicieron ninguna prueba para comprobar si tenía alguna deficiencia mental o enfermedad.
—¿Recuerdas algo más? ¿Tú nombre o... tus padres?
La niña negó con la cabeza. La enfermera se apoyó en el borde de la cama y abrazó a la chiquilla para darle ánimos con la esperanza de que mejorando el humor de la niña, mejoraría su memoria.
El doctor volvió de nuevo con unos documentos plastificados en sus manos. Se trataba de unas simples ilustraciones infantiles. El hombre quería que la niña le dijese los nombres de los objetos para ver el estado de su memoria y la niña comenzó a decir los objetos más naturales: una flor, un árbol, un pájaro. Pero no reconocía los inventos modernos del hombre. Se quedó mirando el dibujo de la televisión y el móvil sin comprender la función de dichos objetos. Tampoco reconoció los fuegos artificiales. Abría los ojos y fruncía el ceño. Pero lo que más le impacto fue el dibujo de un espejo. El dibujo describía a un infante reflejado en una superficie cuadrangular, lisa... y gris.
La enfermera al ver la reacción sacó de su bolsillo un espejo pequeño y redondo y se lo entregó. La niña se observó por primera vez. Tenía los ojos grandes y de tonalidad gris cálida. Su cabello era de un rubio cenizo muy claro, beige. Gris. Su piel era pálida, sus labios agrietados, las ojeras marcadas y las mejillas chupadas. Claro síntoma de desnutrición.
—No conocer a esta persona —sentenció.
*****
Notas de traducción y aclaraciones
1Shinsoku: Lit. Empleado de Dios. Es el monje en jefe a cargo de un templo sintoísta. Se encargan de cuidado del templo y de labores religiosas.
2Fuegos artificiales: En japonés es hanabi y seescribe con los caracteres de flor (hana)y fuego (hi, que se pronuncia bi por unas normas gramaticales). Laniña quiere decir "flores de fuego" (hanano hi) pero lo dice mal y la enfermera se confunde. En castellano se pierdeel doble sentido.
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