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IV


"Hasta que el Cielo y la Tierra no se reunieran de nuevo,

consideraba que nuestro vínculo de amor debía perdurar como irrompible collar de cuentas.

Ahora sólo puedo contemplar su hogar."


***


—Estás llorando —comentó una voz femenina e infantil.

—Claro que lloro —afirmó otra voz—, las cenizas me molestan y me escuecen los ojos.


Una niña, tratando de calmarse, alzó la mirada para contemplar el firmamento. Pero frunció más el ceño. «Hoy se ve demasiado rojo», pensó intranquila.

Nadie allí sabía que era un atardecer, pues nadie nunca había visto ese efecto atmosférico pese a vivir siempre bajo uno. Tampoco sabían que era el día y que era la noche. El tiempo previo a la noche era siempre eterno y en aquella región se caracterizaba por tener un tono similar al oro. Los días nublados podían verse como si las nubes fuesen lava flotando en el firmamento. Pero no aquel día.

Aquel día era diferente a los demás y será siempre recordado: rojo y negro. El fuego consumía la vida y el humo contaminaba el oro, volviéndolo sangre. Sangre al cielo y muerte a la tierra.

Los intentos de un niño apagando las llamas eran en vano. Estaba cansado y herido, pero lo que más le dolía era el alma. Un cadáver a escasos pasos tras él estaba siendo devorado y él intentaba, con las pocas fuerzas que le quedaban, protegerlo del fuego. Cadáver que antaño fue la persona que más admiró, y ahora no era más que dos pedazos de carne quemada.


­­—Deberías dejar este lugar cuanto antes. —Pero no recibió respuesta.


La niña, tan sólo un par de años mayor, continuó observando como el niño intentaba proteger el cuerpo. No dijo nada más.

El niño era fuerte, el niño era valiente, pero no dejaba de ser eso: un niño.


La niña entonces dio media vuelta y comenzó a subir una escalinata que tenía tras ella. Se detuvo al subir unos peldaños para dar otro vistazo al niño. Esa situación le estaba poniendo enferma, el olor a quemado le revolvía las tripas. Ella controlaba sus emociones con esfuerzo, pero era muy difícil. Miró más allá, como si la infinita vista le fuese a ayudar, pero no fue buena idea.


Desde el monte donde se hallaba el templo principal de Kirsse podía verse una vasta región de tierra, excepto en el norte. Ese monte se decía era el último del reino, el más septentrional, pues más allá de él comenzaba una tierra explorada por muy pocos y nunca en su totalidad. Desde la cara norte, sólo se veía montañas tras montaña, cada una más alta que la anterior, y sierra tras sierra, hasta arañar el cielo con sus picos nevados. Sólo una mujer en todo el reino pasaba su eternidad contemplando ese paisaje kárstico recubierto de matorrales. A pesar de que de ese páramo se podría conseguir material para construir las bases de muchas edificaciones importantes, la mujer, de gran poder, nunca dio el consentimiento para ello. Decía que era blasfemo.

La mujer, conocida como la Gran Sacerdotisa y de la que nadie sabía su nombre, vivía en aquel templo y administraba desde allí las tierras que veía desde los otros puntos cardinales. La cordillera norte se desplazaba hacia el sureste y ahí se dividía. Una continuaba su camino y la otra giraba hacia el oeste. Esa era la natural frontera este de Kirsse. Muy al oeste había otra cordillera, aún más alta que las del norte, se decía que era el fin del mundo pues nadie las había cruzado. Tan altas eran que atravesaban el cielo, tan altas eran que daban sombra a medio reino, tan altas eran que parecían decir que nunca serían atravesadas. Jamás.

En cambio, al suroeste, las vistas eran infinitas. Valles invadidos de oscuros bosques y altiplanos de tonalidades ocres y pardas no tenían fin, y en días más despejados, hilos de oro alimentaban los lagos. En días nublados los púrpuras invadían la región.

Hoy había comenzado como uno de esos días purpúreos, muy ventoso por desgracia. Hoy era un día trágico para muchos. Ya hacía un par de años que se rumoreaba una guerra entre los reinos del sur. Rumores que se volvieron reales al hallarse en las bocas de los refugiados que comenzaban a venir. Inicialmente no era algo que preocupaba a las gentes, pues casi parecía algo de orden natural y el reino de Kirsse a menudo se convertía en refugio de muchos. Nadie nunca se imaginó que la guerra también llegaría a este pacífico país.

A la distancia podían verse figuras volando. No eran pájaros, estos habían huido hace tiempo, como si supiesen lo que estaba por suceder. Fuegos iniciados tanto por desastre natural como por alientos cálidos. Y el desgraciado viento meridional empujaba las llamas al norte.


La niña dejó de mirar el paisaje antaño tan hermoso y cabizbaja continuó subiendo por la escalinata. No paraba de darle vueltas al asunto. «¿Tan débil aparento ser, que mi señora madre eligió a mi hermana?» No es como si la diferencia de edad fuera a ayudar en algo.

Se detuvo al darse cuenta que a una mujer bajando por ella, con un rostro tan frío como la nieve. La niña hizo una rápida reverencia y observó a la adulta frente a ella, y ésta afirmó muy leve con la cabeza tras observar al niño. La niña comprendió la mirada de la mujer y, a su pesar, con una máscara de arrogancia se giró hacia el crío.


—¡Oye! —Se dirigió con clara voz—. Será mejor que te marches de aquí. Ahora. Tu presencia atrae a los kurat.


El niño de nuevo no respondía, es más, ni la escuchaba.


—¡Te estoy hablando! —Continuó llamándole la atención—. ¿No sabéis ante quién os mostráis? ¡Su Santidad está presente!


El niño seguía a lo suyo, ignorándola. El cadáver ya no tenía llamas, pero estaba irreconocible. La niña se molestó por tal osadía y preocupada de que la mujer tras ella decidiese intervenir, apretó la mandíbula y frunciendo el ceño de nuevo, comenzó a bajar los escalones con fuerza, haciendo resonar sus pisadas.


—¡¡Oye, mocoso!! —Se acercó al niño—. Muéstrale más respeto a... —interrumpió su rabieta al ver el rostro.


Ira y tristeza en el mismo rostro. Las lágrimas no paraban de salir a pesar de los esfuerzos del pequeño para impedirlo. El niño le apartó el brazo que le sujetaba por el hombro y se volvió, mirando el cadáver de nuevo. La niña apretó los puños, mezcla de rabia y dolor. Ese cadáver perteneció a uno de esos odiables kurat y no comprendía porque el niño lloraba su perdida. Quizá fue alguien cercano: un tío, un hermano... o el propio padre. Pero no dejaba de ser el cadáver de un ser caído en desgracia, no tenía que mostrar compasión. Aun así, no dijo nada.

Hubo un momento de quietud mas no silencio. Se escuchaban las llamas crepitar cerca, se escuchaban los sollozos. Pero el niño oía más cosas. Oía el rechinar de los dientes de la persona tras de él, oía a los animales intentando huir en vano, oía guturales gruñidos a lo lejos, oía la respiración de la mujer de las escaleras aunque no la hubiese mirado. Oía el latir de su corazón que, con fuerza, impulsaba la sangre junto con un torrente de sensaciones amargas. Sentimientos como espinas que desgarraban los vasos sanguíneos y un ardor en el vientre que le provocaba mareos. Necesitó una gran cantidad de energía para hablar sin trabarse debido a los sollozos que amenazaban con salir.


—¿Qué me marche? —Su voz sonaba débil—. ¿Ya no tengo nada que hacer aquí?


La niña le miró fijamente y suspiró. Él no tenía la culpa.


—No, nada.

—¿Y la princesa? —preguntó rápidamente.

—A salvo.

—A salvo, ¿dónde? —inquirió.


El niño le devolvía la mirada fijamente. La niña tragó saliva, no sabía si contestarle o no. Giró su rostro hacia la mujer de la escalinata. La mujer miraba a ambos chiquillos. Y los chiquillos cruzaron miradas nuevamente.


—A salvo —vociferó.


El niño apretó con fuerza sus puños, clavándose las uñas, hiriéndose. Pasaron unos momentos en los que se concentraba para calmarse. Durante un instante, las lágrimas que le caían por las mejillas se volvieron de hielo, pero se volvieron a fundir por el calor ambiental. La niña se sorprendió, parpadeó, como si no hubiese visto bien.

Fijándose mejor, comprendió lo que había visto. La niña pensaba era alguien que pasaba por ahí pidiendo refugio, ganándose el favor al ayudarlas, aunque no le saliese bien. En realidad no era alguien cualquiera. Era conocido incluso en Kirsse que el heredero de Kôrv era un bicromo. Un hecho increíble a la vez que aterrador pero, ¿qué daba más miedo? ¿Poseer dos elementos que pudiese manejar como le diese en gana, o aprender un poco de todos?

Aquella época sería recordada por los milenios de los milenios. Si ya eran escasos, que coincidiesen dos en el mismo tiempo era atroz.


—Mi señora —se dirigió a la mujer de la escalinata—, me temo que este niño es...

—¡Cállate! —interrumpió—. No digas nada.

—Sé muy bien quién sois —habló al fin la mujer—, su majestad.


El niño pareció sorprenderse un momento, apartando la mirada. Entonces era cierto lo que murmuraban algunos antes de que saliese de palacio: el rey había muerto. Se sentía confundido, nunca le tuvo afecto a su rey, si no se tratase de las actuales circunstancias, estaría sonriendo.


—Parece que conocíais esta noticia.

—Desde hace unos años atrás.

—¿¡Por qué no dijisteis nada pues!? —Alzó su voz, no podía aguantar más lo que sentía—. ¿Sabéis cuánto dolor habéis provocado por mantener en secreto tal hecho?

—No os veo muy triste por la pérdida.


El joven rey comenzó a correr hacia la mujer, pero fue atrapado por la persona detrás suyo, cayendo de cara al suelo. Parecía una mocosa que sólo sabía chillar, pero no era el caso.


—¡Suéltame!

—Mi señora, debemos hacer que se vaya ya —comentaba mientras forcejeaba con el crío—. ¡Estamos poniendo en peligro a todos los refugiados del templo!

—No temas pequeña Arac, ningún ser maldito más cruzará los dominios de esta tierra.


El niño se removía en el suelo, protestando. La mayor le había dejado boca abajo y le sujetaba la cabeza con la mano, haciéndole comer polvo. A duras penas giró la cabeza un poco para seguir hablando.


—¿Qué clase de Gran Sacerdotisa usa su don para fines propios?

—¿Acaso vuestra madre, si siguiese con vida, no usaba sus poderes para su propio reino?


La mujer hacía más grande la herida del pequeño rey, pero no parecía hacerlo con la intención de sentir placer del dolor ajeno. Comenzó a bajar las escaleras y, pasando de largo del niño, se arrodilló ante el cadáver.


—¡Ni se os ocurra! —chillaba—. ¡No le toquéis!

—Este cuerpo perteneció a alguien importante para usted.

—¡Estate quieto, mocoso, no le deis órdenes a mi señora!

—¡Quítate de encima!


Mientras los dos críos comenzaron una pelea para dominar al otro prestaron menos atención a su alrededor, la gran sacerdotisa posó su mano sobre el cadáver. En pocos segundos, el cuerpo se recuperó de las quemaduras y sus dos partes se unieron, dejando ver a un hombre que rondaba los cuarenta. Su cabello era gris y estaba suelto, éste se recogió por si solo en una coleta baja. Sus ropajes también quedaron impolutos, libres de cualquier desperfecto.

La mujer se levantó y dando una fuerte palmada llamó la atención de los dos niños que en el acto dejaron de pelear.


—Su majestad —bajó de nuevo su voz—, regresad a vuestro reino y dad sepultura a este hombre —señaló el cuerpo que ahora parecía dormido.


El niño empujó a la niña sobre suyo y se abalanzó hacia éste, pero por más que lo sacudiese o le llamase éste no se movía.


—Disculpadme su majestad, pero el don de devolver la vida no existe. Sólo pude hacer que luciera así.


El niño bajó sus hombros y las lágrimas le amenazaron con salir de nuevo, intentó por todos los medios no volver a llorar. Se quedó en el sitio, sin moverse.

La gran sacerdotisa se alejó, con sus prendas rojas y blancas arrastrando el suelo y ensuciándose de hollín.


—¿No vas a dar las gracias? —comentó la niña, despeinada y con algún que otro arañazo. Se había sentado al pie de la escalinata cuando el crío dejó de prestarle atención. Observaba en silencio el actuar de la mujer.

—No, porque me voy con las manos vacías.


La niña chasqueó su lengua y siguió a la mujer de rojo y blanco. Pasados unos minutos, el niño se levantó y salió corriendo tras ellas. La gran sacerdotisa se detuvo a media escalinata y el chico, casi sin aliento, pudo atraparla de nuevo. Se aferró a las sedas del vestido y, comiéndose el orgullo, le suplicó que le dijese donde estaba la princesa. La niña ya estaba harta, y de un bofetón apartó las sucias manos del ahora rey.


—¡Ahora eres un rey! —chilló, al borde del llanto—. Compórtate como tal. Regresa y pon orden en tu reino. No te atrevas a quejarte más. —Las lágrimas comenzaron a caer—. No eres el único que ha perdido a alguien importante...

—Arac —interrumpió la mujer, pero la niña siguió llorando y dejó atrás el protocolo.

—¡Yo también! Nunca más volveré a ver a mi hermana, ella cuidará por ti a la princesa y tú no te volverás un ser maldito. Tu princesa está en un lugar seguro y vivirá hasta que a ambos os llegue el momento. Podrás gobernar justamente sin miedo a volverte un...

—¡Aracer! —La mujer gritó el nombre completo de la niña. Ésta tardó un rato en serenarse y luego se marchó hacia el interior del templo, corriendo—. Su majestad, la princesa está a salvo y no se hable más. Al menos ten respeto por aquellos que se sacrificaron para poner su vida a salvo.


La sacerdotisa se apartó y dejó ver tras de ella unas espinas de metal clavadas en un borde de la escalinata. Las espinas estaban manchadas de sangre y un gran charco se escurría entre la piedra, bajando. Unos pétalos de cerezo se dejaban arrastrar por el charco rojo. El niño sabía muy bien a quién pertenecías esas espinas. Su maestro había matado a una kirss de alta cuna que viajaba con la princesa. No obstante, la sacerdotisa no entregó su furia a su reino y continuó aceptando refugiados, fuesen de donde fuesen.


—La princesa no lo sabrá nunca, pero la persona más cercana a ella también perdió su vida. Y no estoy obligada a decir nada más. —Acercó sus oscuros labios rojos al oído del joven rey y suave pero severa, dio advertencia—: Lárguese.



*****

Notas de traducción y aclaraciones.

Ninguna.

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