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SEGUNDAS OPORTUNIDADES (2/2)

A Tomas le parecía que lo mecían dulcemente al tiempo que la estancia se hacía más y más clara... pero cuando estuvo plenamente consciente, fue como si le hubieran golpeado la nuca con un mazo y no pudo evitar un gesto de dolor. «El pecado lleva en sí mismo la penitencia», se dijo. La Yodocaína era un sedante que además producía sudor y aumento de la temperatura controlados, una especie de fiebre artificial para matar los virus, pero si coincidía que uno estaba donando sangre, lo dejaba totalmente knock out. No obstante, apenas su gemido de dolor fue audible, notó una presencia muy cerca de él, y el aroma de su perfume delató a la doctora, así que había valido la pena. Con esfuerzo, abrió los ojos y enfocó la vista.

—Doctora...— intentó hablar, pero ella siseó suavemente para que no hablase y le tomó el pulso. No le pasó desapercibido al coronel que, en lugar de usar el medidor automático, ella simplemente le tomó de la mano y buscó los latidos en su muñeca.

—No haga esfuerzos. El chico está bien. — Tomás sonrió. Ahora también podía estar tranquilo por la suerte de su recluta. —¿Qué hace?, ¿No irá a intentar levantarse?

—Doctora Léa, sé que usted lo hace todo por mi bien, pero yo he dicho siempre que el día que pasase una noche en la enfermería, sería la última de mi carrera, así que mañana mismo me jubilo— dijo mientras intentaba incorporarse y retirar las sábanas de la cama.

—Ni se jubilará mañana, ni va usted a salir de aquí. —contestó ella de forma terminante, poniéndole una mano en el hombro y presionando. –A lo mejor se piensa, coronel Mendoza, que no sé tratar con militares tercos como usted.

—¿Qué quiere decir...?

—Quiero decir que ya me conocía esa frase idiota antes que usted me la dijera, y las estúpidas aptitudes machistas que ha hecho más de una vez, ¡Fugarse de la enfermería estando herido, en una ocasión de un disparo láser que casi se le lleva medio costillar...! Debería darle vergüenza hacer cosas semejantes.

—Es curioso, no suelo considerar como digno de vergüenza el interponerme entre un láser y uno de mis hombres y tener tiempo aún, mientras caía con un lado del cuerpo abrasado, de abatir al tirador.

—Es que no hablo de eso, y lo sabe. Habló de su irresponsabilidad por negarse a recibir cuidados médicos adecuados y preferir volver como si nada con sus soldados.

—Doctora, ya me han injertado, cosido, vendado y demás... lo de hacerme pasar la noche en la enfermería como si fuera un colegial, no era más que una pequeña tontería. Si a esas alturas no me he muerto, será difícil que lo hiciera ya curado, y si lo hacía, prefería que me viniese la muerte estando borracho perdido celebrando la victoria con mis hombres, que solo como un perro en la cama de un hospital. Y lo siento mucho, pero es lo mismo que voy a hacer ahora. Si es tan amable de quitarme la mano del hombro, no tendré que agarrarla, tumbarla en la cama y atarla a usted a ella.

—¡Coronel...!

—Bueno, mejor aún, deje ahí la mano, de hecho, la idea de atarla a la cama, me resulta bastante excitante.

—Coronel Mendoza, técnicamente, podría denunciarlo por hablarme así.

—Y yo a usted por retención indebida. Créame, deje que me marche. No es culpa suya, se lo aseguro, si fuera usted otro médico cualquiera, también me iría.

—No escucha usted cuando le hablan, ¿verdad? Le he dicho que ya le conocía, he tomado mis medidas. ¡Coronel! A lo que me refiero, es que he dado órdenes de que no dejen salir a nadie de la enfermería esta noche, he cerrado todo con llave electrónica cuyo código sólo yo conozco y todas las puertas, incluida la de ésta habitación tienen doble sistema de seguridad. Al menos por esta noche, puedo estar segura que va a reposar, tomarse su cena tranquilamente para recuperar sangre y dormir como un bebe.

Por un momento, Tomás pareció derrotado. No se esperaba aquello. Y con voz de profunda consternación, contestó:

—Vaya... es usted astuta. Me está diciendo.... Que estamos encerrados aquí, sin modo de salir hasta mañana, donde nadie puede ni entrar ni salir para molestarnos. Los dos solos. — A Léa le temblaron las rodillas casi con violencia cuando vio que la mano derecha de Tomás se había cerrado en torno a la mano que ella todavía conservaba en el hombro de él. —¿Es eso lo que me está diciendo?

—Coronel... no... ¿no irá a...? – pero Tomás la tomó del brazo con una rapidez prodigiosa y la tumbó sobre sus rodillas, plantándole un beso en los labios. Léa, desorbitó los ojos, cogida en su propia trampa, y sólo tuvo sensatez para intentar conservarse fría, para no devolver el beso... para no cerrar los ojos y dejarse derretir. — ¿Se supone que esto es un ataque viril directo? ¿Debo sonrojarme y pedir auxilio, suplicar piedad? — La, doctora Léa, no quería ser consciente de que le temblaba la voz.

—Eso, depende. —susurró Tomás, con su nariz casi rozando la de la doctora

—¿De qué depende?

—Del tipo de rollo que te guste. — el coronel la besó nuevamente, y en esta ocasión, la doctora le golpeó torpemente el pecho, intentando apartarle, pero al tercer golpe, su mano pasó directamente por el cuello de Tomás hasta abrazarlo.

—¿Qué estamos haciendo? —musitó, con la voz casi ahogada, mientras Tomas la acomodaba mejor sobre la cama y él salía de entre las sábanas para pegarse a ella. — Por Dios, ¿Qué estoy haciendo yo? Esto no está bien, no está bien...

—Mujer, antes de decir eso, espera a ver cómo lo hago... —bromeó el Coronel.

—¡Hablo en serio! — se lamentó la doctora, intentando ignorar cómo su cuerpo se humedecía vertiginosamente al notar el miembro del coronel, ya erecto, frotarse contra ella, aún con la ropa puesta. —Eres mi paciente, yo tu doctora, esto es poco menos que un delito por el que podrían denunciarme y perder mi licencia, mi currículum, mi carrera.

—¿Y quién te va a denunciar, si estamos solos? —las manos de Tomás se habían perdido bajo la camiseta blanca de la doctora, acariciando la suave espalda, cuya piel se erizaba de sensaciones increíbles bajo el roce mágico de sus dedos —Y lo mejor, ¿quién te va a denunciar?... Si el Coronel de la base, soy yo.

Léa no parecía haber reparado en ése detalle y por un momento, se quedó desconcertada... en el acto, lo abrazó y le apretó contra ella, entre la sonrisa de Tomás. "Estoy loca, completamente loca", se dijo, notando que le sacaba la camiseta por la cabeza y sus pechos, libres de cualquier sostén quedaban al descubierto. Aquello era una irresponsabilidad terrible, el Coronel estaba débil, acababa de perder mucha sangre y ella estaba cediendo a tener sexo con él, ¿Qué clase de profesional era ella...? Una profesional que acababa de perder la cabeza, pero desde que era una adolescente había estado platónicamente enamorada del mítico Coronel Mendoza, el gran Tomás, el héroe militar... Léa sólo había tenido dos novios en su vida, y con el primero solía cerrar los ojos e imaginar que a quién tenía encima, era a Tomás. Ahora que realmente le tenía sobre ella de verdad, no era capaz de renunciar, no podía... «Oh, Dios, qué bien besa».

También el coronel pasaba por sus inseguridades. Desde la muerte de su esposa, se había negado tajantemente a buscarse una nueva compañera, ni siquiera había tenido aventuras o líos, por más ocasiones, se le habían presentado. Sus desahogos habían sido siempre en solitario, ninguna mujer le había vuelto a llamar la atención, hasta ahora con la doctora Léa que, por cierto, no se parecía en nada a su mujer, de hecho, era casi su opuesto, tan modosita, tan tímida, tan miedosa... pero le gustaba, le gustaba mucho. Quizá fue porque llevaba muchos años sin una mujer o el que ella fuese la única mujer soldado que él conocía, y además tan joven, o que simplemente se hubiera tragado el anzuelo y la caña de su plan, pero le gustaba más de lo que podía imaginar, y no iba a echarse atrás. Se despojó de la chaquetilla de su pijama, dejando ver un pecho prácticamente lampiño, con sólo algunas trazas de vello rubio y la misma doctora le acarició bajo la cinturilla del pantalón blanco, gimiendo adorablemente mientras lo bajaba.

Tomás, más ansioso que ella, metió la mano en el pantalón de su compañera y bajó éste y las bragas apenas lo justo para acariciar su sexo, húmedo. Léa se tapó la boca con ambas manos para reprimir el gemido de placer que llenó la habitación, mientras el coronel se reía, deseoso, y apretó su sexo con muy poco cuidado.

—¡Auh! Con... con cuidado, despacio— pidió la doctora. También en eso, era distinta a su mujer, pensó el coronel, y acarició más suavemente, casi haciendo cosquillas. Léa suspiró, cerrando los ojos.

—Ahora, sí que te has puesto colorada— dijo él, en un susurro hambriento, y Léa le sonrió, ofreciéndole la boca. Tomás jugueteó con su lengua en los labios entreabiertos de la mujer, tomándolos con mucha suavidad mientras su mano derecha no cesaba de acariciar los labios vaginales y con la misma ternura que su lengua, hacía leves incursiones, esparciendo la humedad, convirtiendo cada caricia en una dulce tentación. El clítoris tembloroso parecía esperar ansioso sus mimos, y cada vez que lo rozaba, parecía que la doctora perdía el alma en gemidos que se le escapaban.

—Más por favor, más...Un poquito más rápido...—qué linda estaba, era como si suplicase, como si le diese una vergüenza tremenda sentir placer, como si fuese una tímida adolescente virginal. Tomás sentía su erección reventando los pantalones del pijama blanco, pero quería hacer que ella terminase primero, quería ver cómo se corría, quería verla estremeciéndose de gusto entre sus brazos, poner los ojos en blanco y gozar hasta que no pudiera más, hacía mucho tiempo que no veía el orgasmo femenino, quería saborear la visión, y le dio lo que pedía, subió su dedo al clítoris y centró las caricias en la rosada perla, haciendo círculos breves, rápido y la doctora empezó a temblar.

Tomás sonrió, acariciando sin cesar, viendo como la joven gemía, le tomó el cuello al coronel y empezó a ponerse tensa, con los ojos cerrados y las piernas juntas, apresando entre ellas la mano de su compañero. Las caricias maravillosas la estaban sacando de quicio, «¡Qué placer!» Cada roce la electrizaba, tenía un feroz deseo de ser penetrada, pero ahora, no quería que parase. Sus gemidos subían de tono por más que ella intentase contenerlos, y el placer se iba volviendo deliciosamente insoportable, le ardía todo el sexo, ya no podía soportar más esa sensación, el estallido estaba próximo, las cosquillas le subían más y más, sus caderas daban golpes y sus piernas se tensaban, y entonces una oleada larga de placer le laceró el cuerpo y pareció estallar en la base de su columna.

Tomás quiso estallar de felicidad y una gran sonrisa se asomó en su boca cambiando todo ese semblante duro a de éxtasis. La doctora apretaba la boca, intentando contenerse, pero el placer fue superior a todas sus fuerzas y finalmente gritó de gusto, entre convulsiones, curvando la espalda, mirándole con ojos, como si quisiera preguntarle qué le estaba haciendo. La explosión de gozo se expandió de forma dulcísima por su sexo y su cuerpo, como una corriente de cosquillas hormigueantes que llegaron hasta los dedos de sus pies, hasta su nuca, y la hicieron temblar como si tuviera fiebre, y finalmente relajarse entre sonrisas, mientras su sexo aún latía, y cada latido era una suave caricia que recorría su cuerpo, proporcionándole un bienestar indescriptible.

Léa recuperaba la respiración cuando Tomás se despojó de los pantalones y, en medio de gemidos ansiosos, le retiró por completo los suyos, la deseaba ahora mismo, ya no era capaz de esperar más. La doctora le abrió los brazos y el coronel se dejó deslizar sobre ella. Apenas su miembro erecto rozó la piel, cálida y húmeda, del sexo de la mujer, se creyó desmayar de placer, pero cuando al colocarse, su miembro pensó por él y él solito encontró la entrada y conquistó el interior, introduciéndose en aquella cavidad estrecha y tórrida, Tomás sintió que su pecho se rasgaba por el gemido de gusto que se le escapó del cuerpo, y estuvo a punto de correrse de golpe como un primerizo. «¡Dios! ¡Qué sensación!» Era la maravilla suprema, hacía más de veinte años que no estaba dentro de una mujer, y casi se le había olvidado lo delicioso que era. Durante unos segundos no se movió, sólo disfrutó de la dulzura de sentirse abrazado por dentro y por fuera, su respiración chocando agitadamente con la de la doctora Léa, que lo mantenía pegado a su pecho, apretándolo, y su pene siendo aplastado, exprimido, por su delicioso sexo palpitante.

Tomás empezó a mover las caderas, y un escalofrío de gusto recorrió su espina dorsal en un calambre juguetón que le hizo contraer hasta las nalgas y empujar con los pies sobre la cama, «¡Qué increíblemente bueno era!» Léa se rió al ver la cara de inmensa satisfacción de él, la sonrisita tonta y los ojos en blanco, mientras le acariciaba las piernas con las suyas, animándole a que siguiera moviéndose, a que terminase y se quedase a gusto, tan a gusto como ella. Tomás no se hizo rogar, y aceleró, sintiendo que su bajo vientre se derretía a cada movimiento. Su miembro estaba en la gloria, aprisionado en una inmensa suavidad y un calor enloquecedor. Apoyado sobre los codos, sus caderas se meneaban cabra vez con más fuerza, y la doctora se retorcía entre risas debajo de él, encantada con su manera de penetrar, ¡Umm! acababa de correrse y estaba a punto de hacerlo otra vez, —¡Oh, sí! Qué bien el punto exacto, ahí, ahí. Más, más...— Tomás estaba entregado, sus testículos parecían arder y le picaba hasta el agujero del trasero de lo bien que lo estaba pasando, adoraba el modo en que a ella se le escapaba esa risita tímida, miraba lo tensa se estaba poniendo, iba a acabar otra vez, no podía aguantar más, no podía, iba a estallar.

El coronel sintió que su cuerpo se preparaba para la explosión, pudo sentir su semen ardiente recorrer todo el tronco, incapaz de contenerlo, y en ese preciso momento, las manos de la doctora se atornillaron sobre sus hombros y sus piernas se entrecruzaron a su espalda, tensa como un cable de acero, y mirándole con expresión desmayada, mientras su sexo se cerraba violentamente, tirando de su pene y Tomás gimió, notando que su semen era literalmente aspirado por el cuerpo de su compañera, una sensación ardiente se apoderó de él, una explosión que le hizo vibrar desde los pies hasta la cabeza, y el estallido le hizo dar escalofríos y estremecerse dentro de ella, mientras todo su cerebro parecía un castillo de fuegos artificiales y sus manos se cerraban, crispadas sobre la colcha, y su ano se contraía, ayudando a expulsar la descarga que le dejaba sin fuerzas, exhausta y en la gloria. Un bordoneo de cosquillas traviesas le recorría el pene mientras él gemía, con la cabeza apoyada en los hombros de Léa.

—Debes pensar que soy una loca que lo hago con cualquiera, pero te aseguro que no es así, te lo aseguro— le decía Léa con la cabeza apoyada en su pecho, los dos dentro de la cama, cubiertos por la colcha térmica, mientras Tomás se encendía un cigarro. No es que fumase mucho, pero un purito de vez en cuando, le gustaba. —Esto ha sido... excepcional. Ha sido un error, de hecho, no creo que estuviese bien que lo repitiéramos.

—No estoy de acuerdo. Mientras tú y yo estemos de acuerdo en hacerlo, no estará mal que lo hagamos siempre que nos dé la gana.

—Pero, Coronel... No... ¿No se da cuenta que, si alguien se entera, puede denunciarnos?

—De nuevo, ¿Quién van a denunciarnos, si yo soy el Coronel de la base? ¿Y de qué nos van a denunciar? Tener una aventura, no es delito.

—Pero... pueden acusarme a mí de...

—De amor... o si lo prefieres, el pasar de vez en cuando un rato agradable, no es delito ni motivo para que te acusen de nada. — Léa intentó replicar, pero Tomás la cortó.

—Escúchame, no eres ninguna loca, ni nada que se le parezca. Mi mujer y yo nos conocimos teniendo yo apenas veinte años y ella diecisiete, y ninguno de los dos llegó virgen a los brazos del otro. No éramos unos degenerados, simplemente sabíamos que éramos soldados, teníamos una profesión de riesgo, y si encontrábamos algo bueno, lo sensato era agarrarlo cuanto antes, porque mañana podría no seguir ahí. Puede que de jóvenes fuéramos un poco cabezas locas los dos, pero cuando nos casamos, no hubo matrimonio más fiel que el nuestro. No voy a pensar mal de ti porque te hayas acostado conmigo. Si así fuera, no lo habría...— se cortó, y sonrió.

—¿No lo habrías qué? — preguntó ella con mirada de sospecha, pero Tomás se limitó a sonreír más, con el puro en un lado de la boca. Léa pensó y ató cabos rápidamente – —¡Oh! No...yodocaína, me faltaba una ampolla de yodocaína en mi maletín, no le di importancia, pensé que la habría gastado y no lo recordaba, o que se me habría caído cuando salí deprisa por la llamada... y sabías que yo intentaría hacerte descansar por todos los medios, y como conocía tu fama, intentaría retenerte y vigilarte... te has drogado con un anestésico que produce fiebre sólo para engatusarme... ¡Y yo, caí en la trampa como una idiota!

—Bueno, no tan idiota, lo has descubierto tú sola— sonrió, mientras Léa ponía un cómico gesto de indignación, con las mejillas brillantes de enfado. Estaba tan adorable, que Tomás la apretó contra sí, por más que ella intentara resistirse —¡Es genial ver que la astucia, nunca pierde!

MRJ

                                                                           ***FIN DEL RELATO***

Nota: Practica sexo seguro. Recuerda sin globo no hay fiesta

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