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SEGUNDAS OPORTUNIDADES (1/2)

—¡Sigan corriendo! No se detengan— gritaba en coronel a sus muchachos, la mayoría entre 19 y 18 años de edad, pero sólo uno de 16 años, y, aun así, saltaba como los demás, esquivando las piedras flotantes de la superficie de la zona de maniobras, cargando con su arma y mirando el suelo para no pisar ninguna de las minas. El coronel Tomás Mendoza, dirigía las maniobras de división en Carabobo. Era un excelente estratega y un hombre muy astuto, por eso le habían puesto el nombre, «El héroe de la selva». Durante su carrera, había llevado  misiones especiales, todas con éxito, había conseguido los mayores logros contra el tráfico de marihuana y la que era aún peor droga, Krokodil, conocida como la heroína de los pobres o droga caníbal, es una de las drogas más peligrosas del mundo. Pueden causar una amplia gama de problemas de salud graves. Era gracias a él que su cultivo estaba erradicado en un porcentaje alto y los capos en prisión, desactivados o en el exilio. Ahora, con casi 67 años de edad y sin conflictos bélicos en el horizonte, había solicitado ser destinado al entrenamiento de reclutas, y se le había concedido la petición.

Tomás era joven, todavía podía prestar servicios por otros años más hasta que le llegase la edad de jubilarse. Para sus muchachos, era poco menos que un héroe, era una leyenda viva. Estarían dispuestos a seguirle hasta los confines del universo si él se lo pidiese.

—Muchachos, por favor. Tengan cuidado dónde pisan— gritó, corriendo junto a ellos, agachándose para esquivar las piedras flotantes y saltando sobre ellas — ¡Atentos a la zona minada! — les alertó. Mirando trotar a los chicos, el coronel no podía evitar recordar a su hija. Tomás se había casado muy joven, tenía menos de 20 años, todo el mundo lo consideró una locura, pero él y Milagros habían sido muy felices hasta que su prematura muerte se la arrebató, dejándole con dos hijos varones de 15 y 18 años, y una niña de solamente 11 años. El coronel no había querido que ninguno de sus hijos siguiese sus pasos como militar, y menos aún después de la muerte de su esposa, pero fue inevitable cuando su pequeña hija, la chiquita con trenzas y cabello rojizos le dijo a su papá que quería ser soldado.

Mendoza, pegó el gritó al cielo y se negó rotundamente. Le explicó a su hija por activa y por pasiva, la vida del soldado era ingrata y durísima, ¿quería morir como su madre? ¿Vivir constantemente en peligro, en lucha permanente por conseguir un lugar? Pero la pequeña Sabrina era tan terca como él mismo, no dejaba de insistir, y Tomas, pensó en convencerla a la, fuerza, y se la llevó un día de maniobras de entrenamiento, dispuesto a que viese lo duro que era, a que se cayese e hiciese daño y quedase lo bastante agotada para que se le quitasen para siempre las ganas. Sabrina corrió, trepó, saltó, se dejó caer, se arrastró y cargó peso, todo en unos tiempos de pena y con unos resultados miserables, pero no se le ocurrió abandonar, ni siquiera quejarse. El coronel la vio luchando con todas sus fuerzas, con los ojos casi a reventar a lágrimas de pura impotencia, molesta consigo misma por ser tan pequeña y débil, pero sin abrir la boca ni para gemir, y sacando fuerzas de su misma terquedad. Y fue cuando supo que no había nada que hacer. Sabrina quería ser soldado, y lo sería, con el apoyo de su padre o sin él. Cuando cumplió los 18 años se inscribió en una escuela militar.

Su hija entrenaba y estudiaba como una bestia, y fue la primera de su promoción todos los años, muy pronto la nombraron Cabo Estudiante. Ahora, la niña era toda una mujer, ostentaba su mismo cargo, teniente coronel y ya estaba casada.

Ahora y con 67 años, el coronel se dedica principalmente a logística, pero había pedido su traslado a educación, al entrenamiento de nuevos reclutas. Aún era joven, le quedaban años hasta la edad del retiro, y los jóvenes estaban encantados de ser instruidos por alguien como él. En Fuerte Tiuna había sido recibido con todos los honores y se pasaba los días trotando con los muchachos, trepando y saltando como el primero, e inculcándoles no sólo esfuerzo, sino también compañerismo, valor... y recordándoles día tras día que, aunque sea imprescindible para un soldado ser fuerte y ágil, entre inteligencia y fuerza bruta, vencerá siempre la inteligencia.

Un día de entrenamiento cualquiera mientras miraba a los jóvenes saltar y esquivar obstáculos. De vez en cuando, saltaba una mina del suelo con estrépito, pero los muchachos sabían reconocer las señales de suelo explosivo que podían encontrar en el exterior, y las esquivaban ágilmente. Un muchacho iba un poco rezagado del grupo, y Tomás aminoró el paso para esperarlo, corriendo hacia atrás. Y entonces, todo pareció ir en cámara lenta. El chico se acercó a una zona explosiva, el coronel pensó que la esquivaría, como hacían todos, pero trastabilló y en su intento de recuperar el equilibrio, cayó sobre ella y Tomás gritó para advertirle, pero fue demasiado tarde, con ojos desencajados de terror, sobre la zona pelada, apenas la rozó con las manos, y saltó por los aires en medio de un estruendo ensordecedor.

El coronel corrió hacia el muchacho herido mientras pulsaba en su muñeca el llamador de auxilio médico. —Sigan corriendo, no se paren— les decía a los muchachos, pero ellos al ver la situación prefirieron no seguir. El chico, tirado de espaldas en el suelo, apretaba los dientes para no gritar de dolor. Tenía enrojecidas las manos y la cara, nada serio, porque sus ropas eran ignífugas, lo serio, era la herida de la pierna. El suelo explosivo es una trampa mortal de las arañas mina.

—No es nada, hijo. No te preocupes— Tomás sonrió animosamente al muchacho, quién le miró intentando contener el gesto de dolor. No obstante, el coronel sabía que sí era serio, la esquirla había seccionado una arteria. Si el médico no llegaba pronto, el chico estaría muerto en pocos minutos. En un intento desesperado por ganar tiempo, arrancó tela del traje roto y le ató el muslo con él, tan fuerte como pudo, haciéndole un torniquete. Sabía que esa práctica era peligrosa, que podía gangrenar la pierna... «mejor cojo que muerto», —pensó— pero siguió dando ánimos al chico y diciéndole que no era nada, que enseguida estaría bien... y sintió un alivio infinito al oír el suave silbido del antigravedad que traía al médico.

—Médico— dijo la figura delgada que saltó del antigravedad.

—¿Usted? — preguntó el Coronel con cierta sorpresa. Tomás no era un machista, no le extrañaba la presencia de un médico femenino, lo que le extrañaba, era verlo en Fuerte Tiuna. Nunca había habido mujeres en Tiuna, era un fuerte masculino.

—Sí, yo— contestó la mujer, sin apenas mirar a Tomás. Se arrodilló junto al muchacho y examinó la herida —¿¡Quien ha hecho éste torniquete, si se puede saber!?— se escandalizó.

—Pues, yo. Perdone que no sepa de medicina, no se me ocurrió otro medio para intentar conservarle la vida. — Tomás solía ser amable con todo el mundo, pero no le gustaba que vinieran a enmendarle la plana mientras uno de sus reclutas se desangraba.

—Dejándole cojo, ¡Qué buen sistema! ¿Por qué nadie me dijo que era una urgencia con riesgo de muerte? — la doctora apretó su propio pulsador, para pedir transporte para el herido, no cabría en su pequeño antigravedad.

—Tal vez, porque no quería asustar a mi soldado más de lo preciso, ¿le parece que hice mal? — La mujer le miró por primera vez y suspiró.

—No te preocupes, hijo. Ya estoy aquí, todo va a salir bien— sonrió al soldado, le inyectó un sedante y miró al Coronel con cara de desencanto.

—El transporte estará aquí en diez minutos. No antes.

Tomás resopló, el joven no tenía tanto tiempo, antes de que llegasen estaría desangrado si aflojaban el torniquete y cojo si lo dejaban en su sitio.

—Se podrá hacer algo... —susurró— Algo, además de ponerle morfina. — La doctora pareció luchar consigo misma y finalmente habló.

—En su equipo... ¿Usted lleva pasta plástica para reparar fusiles? — Por toda respuesta, Tomas sacó el aplicador, la doctora lo tomó y colocó una pequeña cantidad de pasta blanca en la arteria rota.

—¿Es seguro eso? – preguntó él.

—¿Quiere que le sea sincera? ¡No! Es tóxica, puede morir envenenado, pero nos dará tiempo para llevarle al hospital y curarle como es debido... y entre morir y morir, esto nos da más oportunidades que no hacer nada. — Tomás la miró casi por primera vez. Era joven, más que él, debía ser sólo algo mayor que su hija. Tenía el cabello castaño claro, igual que los ojos, era delgada y daba cierta impresión de fragilidad, de delicadeza, aunque su habilidad y la rapidez de sus decisiones dieran un toqué a ese aspecto. — No intentaba una curación tan disparatada desde Afganistán.

—¿Estuvo en Afganistán?— sé asombró Tomás y le sonrió, al tiempo que una creciente sensación de respeto le invadía. La doctora lo miró a los ojos para asentir, y algo debió ver en ellos, porque permaneció mirando los ojos azules del Coronel un segundo de más, y enseguida agachó de nuevo la cabeza, quizá más rápido de lo que hubiera querido.

La doctora limpiaba lo mejor qué podía la herida, cuidando de no tocar la zona de pasta para evitar qué se abriese de nuevo, pero las manos le temblaban, por más qué quisiera ocultarlo. La mirada del Coronel la ponía nerviosa, ¿tanto le asombraba que una mujer hubiera estado en el cuerpo médico del ejército Afganistán? No había pasado miedo bajo el fuego enemigo, pero ahora estaba experimentando una sensación muy parecida a él, bajo la penetrante mirada de Tomás. «Por favor, que llegue pronto el transporte...» —suplicó— y pocos segundos después, llegó el vehículo sanitario. Un joven intentó bajarse para ayudar, pero antes de que pudiera impedirlo, el coronel cargó al muchacho a la espalda y lo metió en el vehículo, sentándose junto a él y la doctora. Apenas se sentó, suspiró tranquilo, pero la mujer no compartía su optimismo.

—No se entusiasme tan pronto, Coronel.... Este chico ha perdido mucha sangre, va a necesitarla para reponerse, y deprisa...y no va a ser fácil encontrarla. No de su grupo sanguíneo.

—¿Tiene agujas esterilizadas aquí, doctora? — la mujer asintió, y Tomás se arremangó la chaqueta del uniforme, mostrándole el brazo —Empiece cuando quiera.

—No es así de sencillo – sonrió con cierta superioridad.

—Doctora— Tomás le devolvió la sonrisa con la misma vaga superioridad— mi grupo es cero negativo (0-) donante universal. Así que cuando usted quiera.

Tomás casi no había terminado de hablar cuando la mujer ya estaba sacando trastos de su instrumental, dispuesta a empezar la transfusión, efectivamente allí mismo.

—¡¿Por qué no me lo dijo antes!?— protestó la doctora mientras le ataba el brazo con una goma para resaltar las venas —¡túmbese!

—No lo necesito, puedo hacerlo sentado.

—No me venga con gestos machistas, vamos a necesitar una cantidad importante de sangre, ya tengo bastante con una persona inconsciente, así que ¡túmbese!

«Hacía mucho que una mujer no me pedía algo así» El Coronel había intentado aguantarse. Lo había intentado de veras, pero la doctora era la primera mujer en muchos años que le llamaba la atención. Después de perder a su esposa, había estado convencido de que nunca más volvería a interesarse, ni menos aún volvería a amar a otra mujer, y por primera vez desde entonces, se había sentido juguetón y con ganas de un leve tonteo. La doctora lo miró con expresión de regaño, y no se dignó ni en contestarle, todo su semblante le estaba llamando inmaduro. Pero las manos le temblaron ligeramente cuando le inyectó. —¿Cómo se llama, doctora?

—Léa— contestó ella. Intentó hablar fríamente, pero cuando lo miró a los ojos para decir el nombre completo, se le escapó una minúscula sonrisa que arruinó todo el efecto. —Capitán Léa Urquía.

—Urquía... conocí a un oficial llamado Nelson Urquía, ¿lo conoce usted?

—Tercera vez ¡Túmbese, Coronel! y no, no lo conozco, es mi nombre paterno, hay muchos apellidos en el universo que se repiten— contestó la mujer, y mirando la blanca sonrisa de Tomás, le invadió la sospecha de que quizá no le importaba un pimiento saber si el tal oficial era o no su esposo, sino tan sólo saber si tenía un esposo. "No... no puede ser. Es el Coronel de la base, el Coronel Tomás Mendoza, una leyenda viva... no va a interesarse por mí, sólo quiere vacilarme, ponerme nerviosa, nada más". Pero la doctora Urquía no pudo contener una sonrisa al mirarle de nuevo. Es cierto que el oficial le sacaba casi veinte años, pero aun así... era bastante atractivo. Tenía el cabello casi encanecido del todo, pero abundante y de apariencia suave, con ciertos reflejos claros que delataban que había sido rubio en su juventud. Tenía los ojos de color azul oscuro, muy brillantes y sabía mirar con picardía. De hecho, no dejaban de mirarla, y se le escapaba una sonrisa cada tanto.

 Tomás sintió sus rodillas dar un ligero temblor, pero no pudo acusarlo a la pérdida de sangre. La doctora le gustaba. Por primera vez en muchos años, en muchísimo tiempo, una mujer volvía a gustarle y despertarle sensaciones. Otro tipo de hombre quizá se hubiera puesto a hablar de sí mismo, a echarse flores, ya que, con su currículum, podía hacerlo; o le hubiese preguntado por ella, o hasta le hubiera pedido tomar algo cuando acabase aquél jaleo y el chico estuviese ya fuera de peligro... Tomás, no. Él no esperaba que las circunstancias fuesen favorables o intentaba propiciarlas. Él, directamente moldeaba la realidad a su antojo.

—Do... Doctora...— musitó Tomás, y la mujer lo miró. Se había puesto blanco como un papel y sudaba, parecía a punto de perder el sentido. Léa casi se lanzó sobre él y le agitó.

—¡Coronel! ¿Está usted bien? — la mujer sabía que la pérdida de sangre podía generar esa debilidad, pero no tan rápidamente ni en tal proporción. El coronel intentó negar con la cabeza y la agarró con la mano libre.

—No.... no interrumpa la... transfusión... salve al chico. —susurró el coronel apenas audiblemente, y perdió el conocimiento. Le pareció oír de muy lejos la voz de la doctora, y se dejó arrastrar a la negrura cálida y agradable que le caía sobre los ojos. El brazo del que le extraían sangre casi rozaba el suelo, y de su mano cayó una ampolla que rodó bajo su camilla. Al chocar contra la pared del vehículo, pudo leerse la etiqueta: Yodocaína.

Continua...

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