Alegría
Sonreíste a pesar de lo vivido
y debo admitirlo,
me dejé atrapar por el tentador idilio.
Me tomaste la mano
y después sonreíste despreocupado.
Tengo que confesarlo,
empezó a gustarme estar a tu lado.
Supuse que era algún efecto secundario,
algún trastorno que había desarrollado.
Pero,
maldita sea,
tú eras tan obstinado
y no desistirías hasta que te hubiera perdonado.
Yo me negaba porque estaba reacia a no soltarlo.
Creía que,
si lo olvidaba,
nadie sabría cómo controlarlo.
Aferrarlo era mi método de gritarle al mundo
que debía tener cuidado,
que no podían herirnos y salir huyendo,
que poseíamos una obligación
y que entre todos debíamos protegernos.
Poco a poco parecía disminuir la pena,
pero tú eras experto en volverme la persona más obscena.
Sin darnos cuenta comenzamos a imitar al otro.
Éramos una competencia que no requería de exhorto.
¿Recuerdas el intercambio banal de palabras rebuscadas?
Nadie nos entendía,
pero tú y yo éramos expertos en lexicología.
Es lamentable que no supiéramos nada sobre la alegría.
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