Capítulo IV - March of the marauders
CENIZAS DE OBLIVION
— CAPÍTULO IV —
❝ M a r c h o f t h e m a r a u d e r s ❞
🗡
Lo primero que experimentó fue el abrasante calor. A medida que se precipitaba hacia el abismo que aguardaba el inmenso portal, podía sentir sobre su propia piel cómo la calidez se convertía en un ardor capaz de calcinarla en cuestión de segundos, pero eso no la detuvo. Ni tan siquiera flaqueó en cuanto fue absorbida por una luz cegadora al cruzar la barrera incandescente que la conduciría hasta los infiernos, sintiendo como sus pies perdían contacto con el suelo al ser elevada por una fuerza sobrehumana.
Con el aliento agitado y los ojos cerrados, Alaia supo que se había adentrado en Oblivion aún antes de descubrir su alrededor, tocando de nuevo el suelo y sintiendo cómo el caluroso abrazo no cesó sino que pareció aferrarse a ella con más intensidad. En cuanto inspeccionó su alrededor se percató de que se encontraba en una especie de plano gemelo de Nirn, pero apocalíptico, como si una guerra lo hubiese arrasado por completo. En el paraje, desolado e infestado de inmundicia, reinaba un gran lago de fuego que rodeaba y carcomía las ruinas de piedra, y en la lejanía distinguió la única torre ingente que aún se alzaba. De su punto más álgido emergía una poderosa fuente de luz que se elevaba en dirección a los cielos y se perdía entre la humareda putrefacta. ¿Sería aquello lo que alimentaba el portón?
Rápidamente se percató de que lo que se encontraba frente a sí, corroído y tragado por la lava, era un largo puente rocoso del que apenas quedaban unas pocas partes en pie separadas entre sí, lo suficientemente cercanas como para que la muchacha se planteara la posibilidad de poder llegar a cruzarlo para alcanzar la torre.
Intentando ignorar el bochorno que se cernía sobre ella y su armadura, Alaia emprendió su camino a través de las plantas de sujo que brotaban de la tierra y se aproximó al gran lago de fuego que bullía incansablemente. Al encontrarse al borde de la lava, presenció los cadáveres de varios diablillos flotando en su superficie a medio mascar, y tuvo la certeza de que aquellos despojos eran recientes. Decidida, levantó sus ojos celestes e intentó divisar cualquier tipo de movimiento en el horizonte, recordando el grupo de incursión que Savlian había mencionado. No sabía si los encontraría con vida, pero estaba dispuesta a averiguar su paradero.
En el primer salto estuvo a punto de ser engullida por la lava: no se había parado a considerar que la armadura, si bien sabía que le pesaba, no le permitiría saltar a tanta distancia como usualmente lo lograba, y cayó irremediablemente de bruces sobre la losa de piedra requemada, agarrándose a ella con su única mano libre para no caerse y logrando enderezarse de nuevo sobre la superficie. Apartándose el sudor de la frente, tomó toda la carrerilla posible y saltó hacia la segunda losa, logrando caer sobre ella con cierto titubeo. Sin detenerse y con mayor agilidad, alcanzó la tercera, la cuarta y la quinta, pero se vio obligada a detenerse en la sexta al reconocer un par de cadáveres que vestían el uniforme de la guardia de Kvatch y que ocupaban la séptima y la novena losa, evidenciando el fatal desenlace que habían sufrido contra las bestias de aquel infierno.
Alaia atravesó las últimas losas evitando tropezarse y por fin se encontró frente a unos escalones que conducían a la entrada de la gran torre, un portón de varios metros de altura con doble puerta sobre las que había tallado un curioso símbolo rojizo. Hubo un detalle que no pasó desapercibido para ella: la entrada se encontraba entreabierta, y al acercarse hasta ella escuchó unos alaridos que provenían de su interior. Con la cuchilla aún en mano y toda la convicción posible, empujó una de las puertas de una patada y se adentró en el lugar.
Se encontró en un gran vestíbulo oscuro y vacío, únicamente ocupado por el nacer de aquella curiosa fuente de luz que ascendía por un voluminoso agujero trazado a través de las múltiples plantas que conformaban el torreón. Alaia quedó rápidamente absorta por la magnificencia de lo que veía, pero su ensoñación perduró poco: corroboró que no se encontraba sola en aquella gran estancia, y siguiendo los alaridos presenció la batalla que mantenía uno de los guardias de Kvatch contra dos atronachs de fuego enfurecidas. Sin pensárselo dos veces, Alaia se abalanzó sobre una de ellas y le atravesó la cabeza con la cuchilla, apagándola en el acto; al retirar el arma de sus restos, tomó firme la cuchilla y giró sobre sí misma con maestría, partiendo el torso de la segunda con el mismo resultado.
Habiéndose deshecho del peligro, enfundó la cuchilla en el correaje que le rodeaba la cintura de su armadura e imitó el gesto de su acompañante, que la analizaba de pies a cabeza: estaba frente a un hombre de mediana edad, en el rostro del que se evidenciaba el paso del tiempo, que se encontraba muy falto de aire.
—¡Gracias a los Nueve! Nunca pensé que vería otra cara amigable —suspiró él, clavando su espada en el suelo y apoyándose vagamente en ella—. Los otros... ¡han muerto! ¡No he podido hacer nada por salvarles!
—Tranquilízate. La culpa no les hará volver —le instó Alaia con toda la convicción posible—. Cuéntame qué es lo que ha pasado.
El hombre suspiró, notablemente apesadumbrado.
—El capitán Matius nos envió a intentar cerrar la puerta —comenzó—. Éramos cinco. Menien encabezaba la expedición y logramos abrirnos paso por el puente de piedra en ruinas hasta que esos malditos daedra nos emboscaron. ¡Nos arrasaron! Menien fue el último al que vi con vida a medida que corríamos hacia la torre, y le esperé escondido entre las sombras... pero no llegó.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—¡No lo sé! He perdido la noción de la realidad —gritó desesperado—. ¡Todo esto es una pesadilla! ¡Estamos muertos y no hay escapatoria posible!
Alaia pegó una puntada de pie sobre el suelo, haciendo resonar el sonido del acero de sus botas.
—¡Escúchame bien! Somos los únicos supervivientes en una catástrofe sin precedentes. ¡Tenemos que acabar con esta mierda de una vez! —le exigió ella, acallando su pánico—. ¿Te quedarás aquí lamentándote, esperando a ser el siguiente, o piensas acompañarme hasta la cima?
Los ojos del superviviente, infestados en el pavor más absoluto, se iluminaron con fervor en una esperanza que Alaia jamás hubiera imaginado presenciar. A pesar de que se encontraba absolutamente abatido y desolado, parecía dispuesto a concederle hasta su último aliento de ser necesario.
—Soy Ilend Vonius —se presentó él, alzando de nuevo su espada con la poca fuerza que le restaba—, y te seguiré hasta las cenizas de Oblivion si es necesario.
Una media sonrisa acudió a los labios resecos de la muchacha.
—¿Tienes idea de cómo podemos subir?
Ilend asintió convencido con la cabeza, y sin mediar palabra se fundió cautelosamente en la oscuridad que envolvía los bordes de la sala circular hasta tocar con la mano uno de los muros. Alaia, que apenas le veía, le siguió el paso de cerca para asegurarse de que no le perdía, y ambos empezaron a recorrer la estancia pegados a la superficie. La chica se percató de que el lugar era mucho más grande de lo que parecía, y se encontró a punto de volver a perder el equilibro en cuanto chocó contra la espalda de Ilend, que se había detenido en seco y palpaba esmeradamente el muro hasta encontrar lo que buscaba.
—Es por aquí —sentenció, y clavó un puñetazo sobre la pared que dejó al descubierto una sinuosa abertura.
Ambos se colaron por el hueco y descubrieron una serie de innumerables corredores vagamente iluminados que ascendían, conectando diversas antesalas infestadas de criaturas daedra y numerosas trampas con proyectiles ígneos y aguijones ocultos. Si bien Ilend sufrió graves quemaduras en la espalda y el brazo derecho por varias bolas de fuego que impactaron sobre él a mitad de batalla y Alaia terminó con una de aquellas púas traicioneras atravesándole el trapecio, que le quedaba descubierto al irle grande la armadura, ambos alcanzaron el vestíbulo superior con el aliento atorado en la garganta y sintiéndose al borde del desfallecimiento. Hallaron sobre sus cabezas el núcleo de aquella poderosa fuente de luz: una gran piedra de Sigil que flotaba al son de la energía que desprendía el resplandor.
Alaia sintió un poderoso impulso recorrerle las venas al encontrarse hipnotizada por la visión.
—Tenemos que tomar la piedra —sentenció sin apartar sus ojos celestes de la orbe flotante—. Sin ella, todo se desmoronará.
—Puede que tengas razón... —murmuró Ilend, algo más desanimado—. Pero me temo que no será fácil alcanzarla.
La muchacha no tardó en comprender el motivo de su temor, otorgándole la razón: junto a la piedra, alzado sobre la losa que les quedaba a varios metros de altura, se descubrió un dremora. Ambos lo contemplaron de pies a cabeza con estupefacción: se trataba de un daedra humanoide de gran tamaño, de piel cetrina y ojos rojos que vestía una armadura de ébano y les mostraba sus colmillos con una ferocidad desmesurada, alzando su maza.
Alaia, echando a correr en su dirección a medida que ascendía una de las dos pendientes que conducían hasta la plataforma en la que se encontraba la piedra, se abalanzó sobre él con la cuchilla en alto, haciendo chocar sus armas y empezando así la pelea. El humanoide poseía una fuerza considerable, hecho que la chica descubrió cuando éste fue capaz de derrumbarla de una estocada sobre el pecho de su armadura, hundiendo ligeramente el acero.
Encontrándose tirada en el suelo de piedra, Alaia esquivó como pudo los golpes que el daedra hacía caer sobre ella con la firme intención de aplastarle la cabeza, haciéndose a un lado y rodando hacia otro al son de su furia. Pronto, el dremora la tomó por el cuello de la armadura con su fuerza descomunal, alzándola frente a sí y alejándola notablemente del suelo. Ella, sintiendo los latidos desbocados de su corazón sofocándola por completo, contempló los ojos impávidos y gélidos de aquella bestia inhumana y se preparó para recibir a la muerte con la dignidad de una verdadera guerrera. Sin embargo, el último suspiro no fue el suyo, sino el de el daedra que cayó muerto en el acto al ser su cuello atravesado por la espada de Ilend, que había atacado por la retaguardia.
Cayendo de nuevo sobre el suelo una vez la mano inerte del dremora la soltó sin aviso, Alaia sintió fluir en ella la adrenalina de sentirse viva después de encararse a la muerte, y en cuanto Ilend le ofreció su ayuda para levantarla, ella, aceptándola, se irguió con poderío.
—Hundamos este infierno hasta los cimientos —conminó con voz firme.
Decididos, se acercaron hasta la fuente de luz, encontrándose al borde de la plataforma, y al concluir una cuenta atrás que resultó eterna, abalanzaron sus manos sobre la piedra. Ambos compartieron un grito de dolor al sentir cómo aquel contacto les quemaba la piel de las palmas a pesar de la protección que vestían, y la orbe flotante empezó a vibrar, como si pretendiera deshacerse del agarre. La oscilación alcanzó su punto álgido en cuanto la piedra estalló, liberando de nuevo una luz cegadora que envolvió a los dos combatientes y los elevó del suelo, sumiéndolos en un limbo en el que se sintieron incorpóreos durante unos instantes a medida que escuchaban cómo el mundo que les rodeaba se desmoronaba en su totalidad.
Alaia supo que había aterrizado de nuevo en la realidad a la que verdaderamente correspondía en cuanto la tierra apisonada amortiguó su caída, cayendo de espaldas. Al abrir los ojos, presenció cómo a escasos metros de ella el portón caía hecho trizas, y los daedra que aún restaban en el plano de Nirn emitieron un agudo y ensordecedor chillido antes de desaparecer, calcinados por una combustión espontánea.
Aún arrojada sobre el pavimento, la muchacha se deshizo de los guanteletes que cubrían sus manos y se observó las palmas rojizas y quemadas como la prueba más fiel a que habían logrado su cometido: no sólo habían acabado con aquella pesadilla sino que seguían vivos para contarlo. Sin poder evitarlo, soltó una risotada que provenía directa de su estómago, sintiéndose completamente liberada.
—Nunca, en todos mis años, había presenciado nada tan descabellado y tan rematadamente irracional —suspiró una voz conocida, recibiéndola afablemente—. Es asombroso tenerte de vuelta, Alaia.
Se encontró de forma inmediata con el rostro afilado de Jauffre, que se había acercado hasta ellos junto con Savlian y la guardia que aún permanecía con vida. Entre todos les ayudaron a alzarse, felicitándolos a su vez por su inmenso logro.
—Debo admitir que no creí que salieras con vida de ese abismo —exclamó el capitán, estrechándole la mano con fervor.
—Yo tampoco —sonrió Alaia, ignorando el dolor abrasante de su piel quemada.
—En ocasiones, la temeridad conduce mucho más lejos de lo que la racionalidad es capaz de imaginar —añadió Jauffre, cruzádose de brazos y admirándola satisfecho.
—Nunca pensé que llegaría a estar de acuerdo con algo así —admitió Savlian, acercándose a los restos del portón caído—. Ni tampoco creí que vería lo que estoy viendo ahora...
El suceso trajo consigo la expectación de los supervivientes, que alertados por el estruendo creado por la destrucción del portón, acudieron al lugar a toda prisa y contemplaron el escenario con emoción. Muchos tuvieron el valor de acercarse hasta ellos para agradecerles su logro, entre los que se encontraba una curandera vestida de harapos que apuntó hacia Alaia las palmas de sus manos. En ellas se arremolinaba una energía diáfana que la curandera condujo sobre su cuerpo, envolviéndola en una calidez que absorbió la fatiga que sentía y que no eliminó pero sí redujo el dolor que emanaba de sus heridas. No era la primera vez que Alaia experimentaba la magia, pero sí en la que se sintió más reconfortada por ella. La muchacha articuló un gracias que no logró oírse, y la curandera le regaló una sonrisa.
El capitán Savlian acalló la celebración posicionándose frente a la multitud con la espada en alza.
—¡Hermanos, no cantemos victoria! ¡La lucha no ha terminado! —exclamó con los ojos ardientes—. ¡En la ciudad siguen atrapados muchos de los nuestros! ¡Hagamos por ellos este último sacrificio!
La multitud enfervorizada compartió un mismo rugido y se preparó para enfrentar los peligros que aguardasen al otro lado de las puertas de la ciudad. Alaia, que se regocijaba de aquella reacción y contemplaba a los presentes a medida que empuñaban sus armas, no vio venir a quien llegaba a sus espaldas. De un momento a otro, se quedó sin aliento al notar un dolor agudo atravesándole de nuevo el trapecio, como una punzada, y al girar sobre sí misma descubrió a Ilend, que con una sonrisa de oreja a oreja le mostraba libre el aguijón que había quedado atrapado en sus carnes.
—Tu herida empezaba a ponerse fea.
Obviando la molestia de su hombro, la muchacha le devolvió la sonrisa.
—Gracias, Ilend.
—Gracias a ti por infundirme tu coraje —expresó él—. Creo que estoy listo para darles muerte a esos cabrones.
—¡Ahora te escucho!
Ambos tomaron sus respectivas armas, empuñándolas con fuerza, y cuando las puertas de la ciudad se abrieron fueron de los primeros en cruzar para reconocer el paraje desolado en el que combatirían: Kvatch había sido saqueada y destruida por los daedra. Los edificios se habían convertido en ruinas sobre las que se levantaba una extensa capa polvo que se mezclaba con la ceniza, y el fuego aún se alzaba, carcomiendo las partes supervivientes. En el extenso terreno se podían distinguir los cuerpos, tanto de humanos como de seres del inframundo, que habían perecido en la batalla, y sobre éstos mantenían su lucha unos pocos valientes.
La resistencia no tardó en actuar, uniéndose a la contienda. Alaia, con la cara manchada de sudor y ceniza, aplastó furiosamente su cuchilla sobre el primer diablillo que se interpuso en su camino; prosiguió con sus estocadas, dando muerte a tres dinosaurios, y mientras mantenía su combate contra otro diablillo enfurecido, pudo distinguir unos lamentos por encima del sonido del acero que emanaba de las espadas. Inspeccionó con rapidez su alrededor y pronto descubrió que, de espaldas a ella y prácticamente oculto entre las ruinas, un dremora rugía feroz hacia su presa, a quien no conseguía distinguir.
La muchacha se precipitó hacia el lugar tan velozmente como su armadura se lo permitió, y con los dientes apretados y el mango del arma tomado con fuerza entre sus manos, embistió contra la bestia, aplastándole la cabeza. El humanoide cayó muerto en el acto, y al quedar abatido en el suelo, Alaia descubrió a su presa, ante el que quedó estupefacta durante unos segundos: se encontró frente a frente con un hombre de ojos claros, nariz romana y mandíbula cuadrada que aspiraba el aire con necesidad, notablemente asustado. Lucía una melena corta y clara que caía elegante sobre sus hombros y una barba cuidada, y su piel, apenas cubierta por una fina capa de polvo, era clara y brillante. Alaia pensó que era un hombre realmente atractivo, y sin ningún pudor le inspeccionó de pies a cabeza: vestía un grueso sayo azabache que le cubría el torso hasta la cintura; las mangas sobresalían escarlatas, llegando a los codos, y le cubría la espalda una larga capa; debajo del sayo podía distinguirse la túnica que le llegaba hasta los tobillos, y se descubrían unas botas negras manchadas por la tierra. La efímera ojeada le sirvió a la muchacha para percatarse que de sus hombros se distinguían las correas de las que prendía un gran escudo redondo.
—¡Eso se lleva en el pecho, no en la espalda! —sentenció Alaia con voz firme, ligeramente indignada.
El hombre se quedó callado durante unos instantes en los que pareció preguntarse si realmente habría oído bien.
—¡Pesa demasiado! —se quejó él, mostrándole la espalda—. Me es más útil así.
—Pero será posible —refunfuñó ella—. ¡Dámelo!
—¿Qué?
—¡Así verás cómo se usa!
Dándole el tiempo justo antes de que Alaia se lo arrancara de su propia espalda, el hombre retiró las correas de sus brazos con suavidad y se lo entregó. Ella, con pleno conocimiento, tomó la embrazadura y lo sostuvo con un solo brazo, mostrándoselo.
—Tienes que alzarlo con fuerza, a la altura del pecho, y...
—¡Cuidado!
Una centella prácticamente imperceptible se abalanzó sobre ellos, y Alaia obedeció a sus reflejos posicionándose delante de él, cubriéndoles a ambos con el escudo. El proyectil ígneo impactó contra la superficie redondeada, y ella, habiendo aguantado el golpe, sacó la cabeza por encima del escudo, descubriendo la atronach en llamas que les atacaba. Con su característico grito de guerra, echó a correr en su dirección y embistió el escudo contra ella, aplastándola bajo el peso del acero y el propio al caerle encima. Habiendo comprobado que su luz se había apagado, se alzó victoriosa con el aliento atorado en la garganta y una sonrisa pretenciosa esbozada en su rostro sucio que dedicó al hombre que la admiraba.
—¿Lo ves? —alardeó, devolviéndole el escudo—. Recuerda: en el pecho, no en la espalda.
Él lo tomó con firmeza sobre su brazo, haciendo esfuerzos más que evidentes por mantenerlo a sitio.
—Lo recordaré.
Alaia rió, y pensando que ya se había distraído demasiado, se dio la vuelta para comprobar el campo de batalla. Para su suerte, los hombres habían vencido las bestias y la danza de las espadas había cesado con su más que aplastante victoria. Savlian, con el uniforme ensangrentado, se situó en el centro del tumulto.
—¡Supervivientes de Kvatch! ¡Soldados! ¡Informe!
Una de los combatientes se acercó a él. A pesar del deplorable estado en el que se encontraban sus ropajes, se podía distinguir a la legua que formaba parte de la guardia.
—Señor, sólo quedamos nosotros. Berich Indian, unos pocos ciudadanos y yo.
—¿Eso es todo? ¿No hay nadie más?
—Había otros, señor —alegó ella—. Intentamos convencerles de que era peligroso, pero se negaron a quedarse en la capilla y lucharon hasta la muerte.
—¿La capilla? ¿Hay más supervivientes?
—Así es.
—Bien —suspiró Savlian—. Ahora que hemos despejado el área, hay que llevar a esta gente a un lugar seguro. Les escoltaremos hasta el campamento.
—¡Sí, señor!
Antes de que la guardia procediera con las órdenes del capitán, Jauffre, habiendo resguardado su arma, les detuvo.
—¡Un momento! —vociferó él—. ¿Dónde está el hermano Martin?
Se formó un silencio ensordecedor entre el tumulto de gente, hasta que el nombrado decidió romperlo. Junto a Alaia, el hombre que había sido salvado alzó su mano.
—Soy yo.
La muchacha, completamente estupefacta ante lo que acababa de oír, viró en su dirección y le miró directamente a los ojos.
—¿Tú eres... eres el sacerdote?
El hombre le sonrió con humildad, como una luz esperanzadora que opacaba la desolación.
—Por la gracia de los Nueve, sirvo a Kvatch como su pastor.
Aún observándole estupefacta, una epifanía atravesó la cabeza de la muchacha como un rayo desaforado. Había oído una frase prácticamente idéntica de los labios del mismísimo Uriel Septim días atrás, y al recordarla, grabada a fuego en su mente, sintió como una palpable emoción se apoderaba de su razón.
Resiguiendo con detenimiento los rasgos faciales de aquel hombre, se dio cuenta de que no podía ser más cierto: Martin era la viva imagen de su padre.
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