Capítulo III - Through the valleys
CENIZAS DE OBLIVION
— CAPÍTULO III —
❝ T h r o u g h t h e v a l l e y s ❞
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—Que Talos nos ampare... —suspiró Baurus, arrodillándose frente al cadáver de Uriel—. Hemos fracasado. He fracasado... los Cuchillas juraron proteger al Emperador y ahora él y sus herederos están muertos.
Sus ojos reflejaban un profundo pesar: era obvio que sus palabras no eran ni una justificación ni un embuste, sino un evidente sentimiento de derrota.
—No todos —se levantó Alaia con el Amuleto en sus manos, abrazándolo entre sus dedos con fuerza—. Ya has oído sus palabras. Hay un último sucesor.
Baurus asintió con parsimonia.
—Eso dijo, sí —objetó él, sin apartar la mirada de los restos de Uriel—. Nunca había oído nada sobre ello, pero si alguien lo sabe, es Jauffre. Es el gran maestro de mi orden. Lleva una vida monacal en el Priorato de Weynon, al sur de la ciudad de Chorrol.
—¿Cómo se llega hasta allí? El Emperador insistió en que se lo entregase personalmente a tu maestro.
—Cierto. Algo vio en ti... confió en ti. Dicen que es la Sangre de Dragón, que fluye por las venas de todos los Septim. Ven algo más que simples hombres —alegó, y finalmente se levantó, encontrándose con los ojos de la muchacha—. Te mostraré cómo llegar hasta el Priorato, pero antes debemos salir de aquí de una pieza.
—¿Cómo?
—Los sectarios nos han tendido una emboscada. Imagino que pensaron que ninguno de nosotros sobreviviríamos, así que no se molestaron en atrancar el portón de nuevo. Ahora ya tenemos acceso hacia donde nos dirigíamos: la entrada de las alcantarillas.
Alaia frunció el ceño con cierta incredulidad.
—¿Las alcantarillas?
—Es un camino secreto para salir de la Ciudad Imperial... o se suponía que era secreto —aclaró él, enfundando su cuchilla en el correaje que le rodeaba la cintura—. Hay ratas y trasgos ahí abajo. Después de lo que hemos pasado, no creo que resulten ninguna amenaza.
—Está bien —murmuró Alaia—. Lo único que me preocupa ahora es el Emperador... ¿qué debemos hacer con él?
Baurus se tomó unos instantes antes de dictaminar su respuesta, una orden que no aceptaba reproches ni condiciones.
—Debemos llevarlo con nosotros —sentenció finalmente.
Guardándose el Amuleto en uno de los roñosos bolsillos de sus pantalones de lino, Alaia ayudó a Baurus a cargar el cuerpo del Emperador: entre ambos lo alzaron del suelo, descubriendo que no era excesivamente pesado, y lo auparon sobre la espalda erguida del Cuchilla, que asegurando el agarre al sujetar sus rodillas con una mano y los antebrazos con la restante, pudo mantenerlo sobre sus hombros.
—¿Seguro que podrás cargarlo tú solo? —no pudo Alaia evitar preguntarse, viéndole en aquella tesitura.
Baurus pareció esbozar una efímera sonrisa, a pesar de que la mueca de esfuerzo parecía abarcar todo su rostro.
—No te preocupes por mi. Hazlo por todo aquello que se interponga en nuestro camino.
No queriéndole hacer esperar más, Alaia asintió firmemente, y de un movimiento ágil tomó el mango de la cuchilla que Glenroy le había cedido y la arrancó limpiamente de la cabeza del sectario que había dado muerte al Emperador.
—Que así sea.
Encabezando desde entonces la expedición, la muchacha, acomodándose al paso tosco de Baurus, cruzó el pasadizo, apartó la puerta de barrotes y se enfrentó al baño de sangre que se les presentaba en aquel gran vestíbulo: frente a sí halló los numerosos cadáveres de los sectarios, todos ocultos bajo sus túnicas escarlatas, y no le fue difícil distinguir entre ellos el cadáver de Glenroy, tendido boca abajo en el suelo de piedra. Por un instante sintió como el corazón se le encogía en el pecho.
—Alaia —la llamó Baurus, sacándola de su ensoñación—. La armadura... Glenroy ya no la necesitará.
Sus palabras eran frías pero no carecían de razón. Sabiendo esto, y aún con pesadumbre, la muchacha se acercó hasta su compañero, esquivando los restos de los cultistas, y le dio la vuelta para quitarle debidamente la armadura: el rostro de Glenroy se encontraba completamente ensangrentado, y sus ojos se mantenían cerrados. Ahora descansa en paz, se repitió Alaia para sí misma en un tímido susurro que no llegaba a oírse, y aquel sencillo pensamiento la ayudó a seguir adelante mientras le arrebataba la pieza del torso, las botas y los guanteletes, así como la cuchilla.
A pesar de que Glenroy no era un hombre especialmente voluminoso, la muchacha comprobó que la indumentaria le iba algo grande una vez se hubo equipado con ella, aunque hubiera intentado ajustarla a su cuerpo tanto como pudo.
—Supongo que esto es mejor que nada —sonrió ella, ignorando su sentido del ridículo.
—Eso es —le devolvió Baurus la sonrisa—. Será mejor que sigamos.
Sin tiempo que perder, ambos accedieron al pasillo a través de la puerta de barrotes, que se encontraba abierta tal y como había predicado el Cuchilla, y se hallaron en una pequeña habitación completamente vacía en la que solo podía distinguirse un agujero redondo en el suelo de piedra, custodiado por una gruesa reja que se mantenía cerrada.
Encontrando la llave en uno de los bolsillos de la armadura de Glenroy, Alaia se acercó hasta la cerradura y la colocó, haciéndola girar y abriendo la reja. Echó un vistazo fugaz a lo que se encontraba debajo de ella y descubrió una serie de anchas manijas ancladas a la pared que les servirían de escaleras.
Baurus, dejando delicadamente el cadáver del Emperador a un lado, las descendió primero y esperó al pie de estas, mientras Alaia, tomando a Uriel con todas sus fuerzas, lo dispuso por el agujero. Agarrándolo por ambos brazos, la muchacha empezó a empujarlo hacia abajo, donde Baurus lo tomaba por los pies, aligerando la carga, y la ayudaba a hacerle descender. Cuando más de la mitad del cuerpo del Emperador ya había atravesado la reja, el Cuchilla pudo volver a tomar su peso entre sus brazos, y una vez Alaia hubo quedado libre y bajó rapidamente por las manijas, volvieron a cargarlo sobre sus hombros.
El olor fétido de las alcantarillas no tardó en acariciar el olfato de la muchacha. Si bien no era de los peores hedores que había tenido la desgracia de experimentar, no fue capaz de evitar que una mueca de repugnancia acudiera a su rostro ovalado.
Intentando hacer caso omiso a aquella peste, ambos volvieron a ponerse en marcha, y avanzaron entre los sombríos pasadizos que se encontraban inundados por el agua y el barro. Alaia se encargó sin problema de las diversas ratas y trasgos que se cruzaron en su camino, matándolos de una sola estocada, y pronto se encontraron con la luz que el sol emanaba al atardecer, siguiendo su rastro a toda prisa. Frente a ellos se presentó al fin la salida, una gran reja circular anclada a la pared de aquel último túnel que se abrió gracias a la llave, una vez más.
Como si hubiera estado presa durante siglos, Alaia se llenó los pulmones del aire puro que les recibió en el exterior en una profunda y curativa bocanada. La visión de Cyrodiil, después de haber estado recluídos durante tanto tiempo en aquellos pasillos angostos, era gloriosa: frente a sí se extendía el río, donde el reflejo del sol se posaba y danzaba al son de su agua, y su caudal rodeaba toda la Ciudad Imperial, volviéndola inexpugnable. Podía distinguirse con suma facilidad la gran Torre Blanca y Dorada, la antigua estructura ayleid ubicada en el distrito del Palacio Imperial, justo en el corazón de la ciudad, que se imponía en el horizonte.
—Tienen que estar por aquí... —murmuró Baurus, preso por su propia falta de aliento tras aquel recorrido infernal—. Ven, Alaia...
Aún con las fuerzas que le restaban, el Cuchilla los condujo, a ella y al cuerpo inerte del Emperador, a través de los matorrales que les adentraban hacia los bosques de las afueras, y rápidamente se encontraron con tres caballos atados a un robusto roble.
Satisfecho, Baurus se acercó a uno de ellos y, habiéndole calmado mediante suaves palabras, colocó el cadáver de Uriel sobre su lomo, liberándose de su peso.
—Una vez supimos que el Emperador se encontraba en peligro, le hicimos llegar a la dueña de los establos un mensaje y unas cuántas monedas para que nos cediera algunos caballos y nos esperara aquí, con ellos, para facilitar nuestra huída... —le explicó pausadamente, a medida que recuperaba la respiración—. Imagino que debió escapar ante la llegada del Amanecer Mítico... pero al menos pensó en esconder los caballos aquí.
—Es de gran ayuda —asintió Alaia, algo más animada—. ¿Cuánto tardaremos hasta el Priorato de Weynon?
—Tres días a lo sumo, si es que te detienes a descansar —dijo Baurus, acercándose a otro de los caballos y asegurándose de que estuviera bien ensillado—. Pero no tenemos tiempo. El enemigo avanza a pasos agigantados: debes llegar al Priorato a la mayor brevedad posible.
—¿No me acompañas? —preguntó ella, ligeramente confundida—. ¿Qué harás entonces?
Girándose de nuevo hacia su caballo, Baurus suspiró con pesadumbre, contemplando la figura solemne del Emperador.
—Lo sepultaré. Es lo menos que puedo hacer —exclamó con total convicción—. En cuanto a ti, deberás seguir el camino que rodea la Ciudad Imperial, dirigiéndote hacia el noroeste. Chorrol está bien señalizado, así que no creo que tengas ningún problema.
Tomando las riendas del caballo junto al que se encontraba, Baurus se las entregó a la muchacha, que las acogió entre sus manos, observando al animal: se trataba de una elegante yegua de un precioso pelaje color crema y de crin blanca como la nieve.
—Maya —exclamó ella, y a sorpresa de Baurus, la yegua pareció también reconocerla, acercando su hocico y dejándose acariciar por la muchacha—. Conozco los establos desde hace muchos años. No es la primera vez que me llevará sentada en su espalda, y espero que tampoco sea la última.
El Cuchilla no pudo evitar sonreír, complacido.
—El Emperador hizo bien al confiar en ti, Alaia.
La muchacha, sorprendida por sus palabras, le agradeció el gesto devolviéndole la sonrisa.
—¿Volveremos a vernos, Baurus?
Afablemente, el Cuchilla le ofreció su mano, y Alaia la correspondió estrechándola con fuerza.
—No me cabe la menor duda —dijo él antes de deshacer el agarre.
Ambos se observaron durante unos breves instantes antes de partir, y cuando se vieron capaces de separarse se despidieron con un ligero asentir con la cabeza, montaron sobre sus caballos y marcharon en direcciones opuestas por el camino trazado entre la maleza. Alaia no pensó en preguntarle dónde enterraría los restos del Emperador, ni qué rumbo tomaría después: se limitó a mantener las últimas palabras del Cuchilla como una promesa.
A la luz del atardecer, cabalgó por el sendero a toda prisa, sin importarle que el aire cada vez más frío que se abalanzaba sobre ella le empezara a congelar las carnes. Había tenido suerte: Maya no era una yegua excesivamente rápida, pero sí poseía una prodigiosa resistencia. Así, convencida de que debía seguir las indicaciones de Baurus, decidió que no se detendrían hasta alcanzar el Priorato más que para beber agua del río, aunque el frío, el cansancio o el hambre se lo imploraran.
Fue testigo de cómo los cielos se oscurecían, presenciando cómo todas las estrellas del firmamento se dibujaban en ellos, y contempló la salida del sol a la mañana siguiente aún subida en la yegua, con los ojos entreabiertos y sintiendo los músculos entumecidos. A pesar de que cada cierta distancia encontraban tablones de madera que les indicaban el camino a seguir, cada vez le recurría más el pensamiento de si les quedaba mucha distancia, y de si realmente Baurus había sido realista con sus indicaciones. Llegó a creer que quizá habrían pasado de largo sin darse cuenta, prolongando más si cabe la travesía, y comenzó a sentirse atosigada por sus propias preocupaciones.
Hacia el mediodía decidió ofrecerle a Maya un descanso de su propio peso, y continuó el camino a pie, con la yegua trotando a su lado. Caminaron durante varias horas en las que Alaia recuperó la movilidad, sintiendo de nuevo sus músculos, e invitó al frío a abandonarla a medida que aumentaba su calor corporal en cada paso.
El atardecer se presentó, anunciándoles que ya había pasado un día entero desde su partida, y la muchacha empezó a sentirse decaída. Ya hacía un par de kilómetros que la oscuridad las había atrapado cuando decidió que, en vista de que no era capaz de distinguir los rótulos, harían un alto en el camino. Sin querer desviarse del sendero, ató las riendas de Maya a uno de los árboles más cercanos y se dispuso a hacer un fuego junto al que cobijarse. La yegua pudo saciar su apetito con la hierba que crecía a su alrededor, y Alaia, comprobando que el Amuleto seguía aún en su bolsillo, lo sacó al exterior para admirarlo con detenimiento. Tuvo el impulso de querer atárselo al cuello para divertirse, fingiendo ser una noble, pero por más que lo intentó el nudo se deshacía, como si una fuerza sobrenatural le impidiera colocárselo. Rindiéndose con suma facilidad, volvió a resguardar el Amuleto en su armadura y se durmió profundamente bajo el árbol.
Los primeros rayos de la mañana la despertaron con una grata sorpresa. Tras frotarse los ojos con las manos en un intento por librarlos del cansancio acumulado, divisó en la lejanía el próximo tablón de madera que les indicaba las direcciones y que no había sido capaz de discernir la noche anterior: grabado sobre la madera aparecía por primera vez el nombre de su destino, el Priorato de Weynon. Dejándose invadir por la euforia, volvió a tomar las riendas de Maya de un salto ágil y la condujo por aquel nuevo sendero, subiendo a toda velocidad una cuesta de tierra que concluía en una llanura sobre la que estaban construidas una sencilla granja, con establo y huerto particulares, y una curiosa capilla frente a la que conversaban dos monjes de apariencia joven.
Alaia, deslizándose del lomo de Maya para tocar de pies al suelo, se acercó con ella hasta los monjes, que la recibieron con los ojos plagados de curiosidad.
—Perdonad —se excusó con el aliento atorado en la garganta—. ¿Sabéis dónde puedo encontrar a Jauffre?
El que parecía el mayor de los dos la examinó de pies a cabeza.
—El hermano Jauffre está en la granja, pero no es conveniente molestarle —aseguró él—. No creo que sea adecuado que reciba visitas: no está pasando por un buen momento.
—Lo sé —respondió Alaia con toda la convicción posible—. Sé lo que ha sucedido. Yo estaba allí cuando ocurrió.
—¿Cómo es posible? ¿Tú estabas presente cuando...?
—Cuando el Emperador murió, sí —lo interrumpió ella—. Y es de vital importancia que me reúna con tu maestro lo antes posible.
El monje no necesitó hacerle más preguntas para sentirse convencido.
—Piner, encárgate del caballo de nuestra invitada. Dile a Eronor que lo alimente —le ordenó a su compañero, y el monje más joven asintió, tomándole las riendas de Maya—. Ven. Te acompañaré al interior de la granja.
Siguiendo apresurada los pasos del monje, Alaia se adentró en la finca admirando todo cuanto pudo a su alrededor, y ascendiendo por unas sencillas escaleras de madera se encontró rápidamente en presencia de otro monje que restaba adecuado en el que parecía ser su escritorio, examinando cautelosamente los pergaminos que mantenía tendidos sobre él. La muchacha lo contempló con discreción a medida que se acercaban hasta él: era un hombre mayor de facciones afiladas y expresión serena que lucía una recortada barba nívea y apenas unos pocos cabellos que le rodeaban la coronilla.
—Hermano Jauffre, ha llegado una visita que le reclama.
El hombre, que hasta el momento no había levantado la mirada de sus pergaminos, encontró la figura de Alaia con sus ojos castaños y se detuvo particularmente en analizar la armadura que vestía antes de dirigirse a ella.
—Toma asiento, hija —le ofreció con voz solemne, y la muchacha obedeció, adecuándose en el asiento que se encontraba en su lado del escritorio—. ¿Cuál es tu nombre?
—Alaia, señor.
—Bien, Alaia —prosiguió, apoyando ambos codos sobre la madera que conformaba la superficie y juntando las manos—. Puesto que parece que ya conoces mi nombre y que no son necesarias las presentaciones, creo que lo que debo preguntarte es qué te ha traído hasta aquí.
—El Emperador me envía.
—¿El Emperador Uriel Septim? —exclamó, ligeramente sorprendido—. ¿Sabes algo acerca de su muerte?
—Estuve allí cuando murió —alegó ella, rebuscando en su armadura—. Me entregó el Amuleto de Reyes.
Entre las manos de Alaia, cubiertas por los guanteletes de la armadura, el rubí pulido del colgante relucía frente a la luz que se colaba por uno de los ventanales de la estancia.
—No puede ser... déjame verlo —le demandó Jauffre, y la muchacha se lo cedió, dejándole analizarlo cautelosamente—. Por los Nueve... es el mismísimo Amuleto.
Ambos monjes postraron entonces su absoluta atención en la chica, fascinados.
—Alaia, es vital que me cuentes cómo lo has obtenido —le pidió Jauffre, dejando delicadamente el Amuleto sobre la mesa.
Alaia tomó aire, buscando las palabras adecuadas.
—Por azares del destino, estuve con el Emperador Uriel en sus últimos minutos. Los seguidores del Amanecer Mítico le hirieron de gravedad y murió desangrado, pero antes pudo dictarme su última voluntad —les explicó—. Él me mandó en su búsqueda. Le juré que le entregaría el Amuleto para que estuviera seguro.
Los ojos castaños de Jauffre perforaron los de Alaia con ferocidad, como si el monje pretendiera buscar a través de ellos cualquier atisbo de engaño, y en vista de que la muchacha parecía completamente sincera, suspiró.
—Por increíble que parezca, creo tus palabras. Sólo el extraño destino de Uriel Septim podría haberte hecho traer el Amuleto de Reyes.
—Hay algo más —lo detuvo ella—. El Emperador aseguró que sólo usted sabía dónde encontrar a su último hijo.
—Así es. Soy uno de los pocos que conoce su existencia —alegó Jauffre—. Hace muchos años, serví como capitán de los guardaespaldas de Uriel, los Cuchillas. Una noche, Uriel me llamó a sus cámaras privadas. Había una cesta con un bebé, un niño, que restaba dormido. Uriel me ordenó que lo llevara a un sitio seguro, y aunque nunca me contó nada más acerca del bebé, yo sabía que era su hijo... y ahora, parece que este hijo ilegítimo es el heredero al trono. Si es que aún vive, claro.
Alaia plantó ambas manos sobre el escritorio en un gesto desesperado.
—Tenemos que encontrarle cuanto antes.
—Sí, tienes razón —objetó el monje con calma—. Su nombre es Martin. Sirve a Akatosh en la capilla de la ciudad de Kvatch, al sur de aquí. Si el enemigo conoce su existencia, como parece probable, corre un tremendo peligro.
Levantándose de su asiento, su mirada se dirigió al monje que todavía les acompañaba.
—Maborel, ensilla uno de los caballos. Alaia y yo partiremos en breve.
El muchacho asintió con firmeza.
—Sí, hermano Jauffre.
Una vez Maborel hubo abandonado la estancia, Jauffre, tomando el Amuleto entre sus manos con suma delicadeza, empezó a pasearse por la habitación, examinando todos los rincones.
—¿Qué hará con él, señor? —le preguntó Alaia, aunque fueran obvias sus intenciones.
El hombre se volvió hacia ella, dedicándole una sonrisa afable.
—Tutéame, por favor. Vamos a ser compañeros a partir de ahora —le pidió con voz tenue—. Con respecto a tu pregunta, creo que lo mejor será esconderlo aquí, en el Priorato. Ha vagado demasiado y no creo que sea buena idea llevarlo con nosotros: si Martin ya corre peligro, no quiero exponer también el Amuleto.
Rápidamente volvió a inmiscuirse en su búsqueda, intentando hallar un escondite para la reliquia, y mientras registraba el grandioso estante anclado a la pared repleto de libros de todos los colores y tamaños, dándole la espalda a la muchacha, decidió hacer surgir su duda al aire.
—Todavía no te he preguntado por la armadura que vistes —exclamó, apartando unos cuántos tomos—. ¿Quedó alguno de los Cuchillas con vida?
Alaia se observó atenta los zapatos, ligeramente afligida por aquella pregunta.
—Baurus —murmuró—. Renault cayó en el primer asalto... y Glenroy no sobrevivió al segundo.
Sin necesidad de observarla, Jauffre reconoció en sus palabras el pesar que la muchacha sentía.
—No lo lamentes, hija. Gracias a su sacrificio te encuentras aquí, dándonos esperanza —aseguró mientras revisaba la pared, habiendo apartado algunos tomos—. Me complace escuchar que Baurus ha sobrevivido. Es uno de los Cuchillas más jóvenes que han servido al Emperador, y tiene un gran talento... aunque, si Uriel prefirió confiar en ti, me imagino que también tienes un inmenso potencial.
Las manos del hombre hallaron lo que encarecidamente buscaba: mientras con una sujetaba aún el Amuleto, con la otra retiró una de las grandes piedras que conformaban la pared, dejando al descubierto un gran hueco que se ocultaba tras de sí. Decidido, dejó el Amuleto y la piedra sobre la repisa, se arrancó un trozo de su propia túnica con habilidad y envolvió la joya en él, resguardándola en el agujero de la pared y encajando la piedra en su sitio. Ocultando el escondite tras los libros, recolocándolos donde correspondían, dio un par de pasos hacia atrás y observó la estantería, satisfecho.
—Bien —sentenció finalmente, girándose hacia Alaia—. Será mejor que nos vayamos.
Ambos se apresuraron en bajar las escaleras. Al salir al exterior, Maborel les esperaba con un caballo ya ensillado al que equipaba ahora con una bolsa con alimentos, y Piner les traía a Maya desde el establo, que parecía haberse alimentado mejor que en las últimas horas.
Jauffre, cubriéndose la cabeza con la capucha de su túnica, se montó sobre su caballo. Alaia le imitó, recibiendo un lametazo cariñoso por parte de Maya al recibirla sobre su lomo.
—Que los Nueve os guíen en vuestro viaje —se despidió Maborel de ellos, inclinándose ligeramente con las manos unidas sobre su barbilla.
—Gracias, hermano —sonrió Jauffre.
Se encaminaron cuesta abajo al galope, alcanzado rápidamente el camino trazado, y para sorpresa de Alaia se desviaron, adentrándose en la maleza. La muchacha prefirió no objetar nada al respecto, ya que pensó que el monje conocería mucho mejor que ella los bosques, y se mantuvo tras de sí en todo momento, esquivando rocas, árboles y ramas y llevándose algún que otro arañazo a causa de estas.
Cabalgaron sin cesar hasta el atardecer, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos y sin apenas dirigirse la palabra. Había muchas preguntas que asolaban la mente de Alaia, pero no se atrevió a formularlas, queriendo respetar el duelo del monje: probablemente aquello resultaba mucho más difícil para él de lo que ella misma se imaginaba.
Se detuvieron junto a un estanque ante los últimos rayos del día e improvisaron un pequeño campamento en el que pasar la noche. La muchacha se ocupó de retirar las piedras y apisonar la tierra sobre la que dormirían mientras el hombre encendía un fuego con algunas ramas que habían arrancado, y una vez el terreno quedó mullido y las llamas se agitaban, ambos se acomodaron alrededor del fuego y comieron parte de las provisiones, completamente en silencio.
Alaia devoraba con ansias el pan y el queso que el monje le había ofrecido, acallando el apetito que llevaba días incordiándola, y él la observaba divertido, viéndola como un cachorro hambriento. Sus miradas se cruzaban en ocasiones, cuando el afán de conocimiento de la chica la traicionaba distrayendo sus ojos en Jauffre, quien al darse cuenta le sostenía la mirada para, finalmente, acabar siendo testigo de cómo ella la apartaba, concentrándose de nuevo en su comida.
El hombre sonrió para sus adentros. Estaba claro que la muchacha hacía grandes esfuerzos por no atosigarle más de lo necesario.
—Dime qué es lo que te atormenta —se dignó finalmente a sugerirle, queriendo darle tregua.
Alaia, aún con la boca llena, le aguantó al fin la mirada.
—¿Tanto se me nota? —balbuceó a medida que masticaba, dejando escapar migajas de su comida.
—Soy mayor, Alaia. Hay pocas cosas que me pasen inadvertidas a estas alturas.
La chica tragó con rapidez y se limpió la boca con la manga de su camisa.
—Hay mucho que todavía no entiendo... —reconoció, perdiendo sus ojos celestes en la danza de las llamas—. Por ejemplo, por qué es tan importante el Amuleto.
Jauffre repitió su mismo gesto, como si pretendiera que el fuego le otorgara todas las respuestas.
—Es muy antiguo. Santa Alessia en persona lo recibió de los Dioses. Es una reliquia sagrada de gran poder —le explicó—. Al coronar al Emperador, éste emplea el Amuleto para encender los Fuegos del Dragón del Templo del Único de la Ciudad Imperial.
—He pasado allí toda mi vida y nunca he sabido de su existencia.
—Es normal. Eres demasiado joven como para haber presenciado alguna coronación, y tampoco es un espectáculo al que asista la multitud.
Con valentía, Alaia levantó su mirada del fuego y se encontró con los ojos castaños de su acompañante.
—¿Qué sucederá mientras no tengamos Emperador? —preguntó, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Qué ocurre con esos fuegos?
—Ahora que Uriel ha muerto y no se ha coronado ningún heredero, los Fuegos del Dragón se apagarán por primera vez en siglos.
—¿Y cómo puede amenazarnos Oblivion?
—No estoy seguro. Sólo los Emperadores entienden realmente el significado de los rituales de la coronación —admitió, rascándose la barbilla, pensativo—. Es posible que la amenaza que nos acecha sólo la percibiera el Emperador. Sin embargo, el mundo mortal se halla protegido de los daedra por barreras mágicas... esperemos que Martin sepa mantenerlas.
Con ese mismo deseo, ambos se tumbaron sobre la tierra mullida y se quedaron dormidos.
Al alba, Jauffre despertó a Alaia, instándola a continuar, y volvieron a ponerse en marcha: continuaron cruzando el bosque a gran velocidad hasta que, llegado el mediodía y a sorpresa de la chica, se encontraron en el camino trazado que habían abandonado el día anterior.
El monje sonrió complacido al percatarse de su asombro.
—Hemos ganado dos días de viaje atravesando el bosque —aseguró él—. La ruta hacia Kvatch es mucho más rápida si sabes orientarte.
Ambos prosiguieron con el recorrido, algo más animados, pero la satisfacción que les había otorgado su éxito les duró poco. En la lejanía se podía divisar una gran nube de humo que ascendía hacia los cielos, como una advertencia del horror que se encontrarían más adelante. Sin vacilar, galoparon a una velocidad desmesurada hasta que fueron capaces de confirmar todas sus sospechas: Kvatch se encontraba en llamas.
Siendo conocedor del camino, Jauffre guió a Alaia por el sendero repleto de curvas que ascendía la inmensa colina en la que se asentaba la ciudad, y pronto se encontraron en un modesto campamento que parecía acoger a los supervivientes de aquel fatídico desenlace.
—¡Una horda de daedra arrasó anoche la ciudad! Al otro lado de las murallas había portales que brillaban. ¡Puertas al mismísimo Oblivion! —les relató uno de los civiles—. Savlian Matius, el capitán de la guardia, ayudó a que algunos escapáramos.
—¿Dónde está el hermano Martin? —quiso asegurarse Jauffre.
—¿El sacerdote? La última vez que lo vi dirigía un grupo hacia la capilla de Akatosh. Con un poco de suerte, estarán seguros ahí dentro, al menos por el momento.
—¿Queda algún tipo de resistencia? —se añadió Alaia.
—¡La guardia todavía se mantiene en el camino, pero sólo es cuestión de tiempo hasta que les hagan caer!
No había tiempo que perder. Ambos, aún montados en sus caballos, subieron la colina hasta encontrarse con las barricadas, donde se estaba librando una batalla constante contra las bestias que aparecían de Oblivion mediante un aterrador portal formado por una inmensa roca ovalada del que emanaban chispas. El escenario estaba infestado de diablillos, que eran pequeños y encorvados, de piel roja, orejas puntiagudas, pequeñas y filosas garras y colmillos; también había dinosaurios pequeños, de piel escamosa y verdosa y cráneo alargado, y atronach de fuego, unas bestias parecidas a mujeres en llamas que se protegían con una débil armadura y lanzaban bolas de fuego.
Tras el asalto, los guardias volvieron a protegerse en las barricadas, y Jauffre y Alaia, habiendo desmontado de sus respectivos caballos, se acercaron hasta su posición, encontrándose con el capitán.
—¡Apartaos! Este no es lugar para civiles —les advirtió Savlian, que tenía el uniforme completamente ensangrentado—. ¡Tenéis que volver al campamento enseguida!
—¡Venimos a ayudaros! —vociferó Alaia—. ¿Qué ha pasado aquí?
—¡Hemos perdido la maldita ciudad, eso es lo que ha pasado! Eran demasiados, fue demasiado rápido. ¡Nos aplastaron! ¡Ni siquiera pudimos evacuar a todos los civiles! —alegó él, desesperado—. ¡Hay gente que sigue atrapada allí dentro! ¡Y ahora ni siquiera podemos entrar a la ciudad para ayudarles, con ese maldito portón de Oblivion bloqueando la entrada!
—¡Mierda! —suspiró la muchacha—. ¡Tenemos que sacar a Martin de allí, Jauffre!
—¡Es imposible acceder a la ciudad, Alaia! ¡Ya le has oído!
—¿Y qué podemos hacer?
—¡Lo único que se puede hacer es mantener la posición! ¡Si no podemos defender esta barricada, esas bestias se dirigirán al campamento y lo arrasarán! —contestó el capitán—. ¡Es mi deber intentar proteger a los pocos civiles que quedan!
—¡Pero debemos destruir el portón! —insistió la chica, apretando los puños—. ¡Dentro de la ciudad hay vidas que dependen de nosotros! ¡No podemos quedarnos aquí!
—¡Ya hemos mandado un grupo de incursión! ¡Por ahora, lo único que podemos hacer es esperarles!
—¡Maldita sea!
En ese momento, una horda de daedra apareció a través del gran portal, y Alaia, desenfundando las dos cuchillas que portaba, le ofreció una a Jauffre: el monje la contempló con cierto retraimiento hasta que decidió tomarla, y ambos se sumaron a la guardia y se abalanzaron al otro lado de la barricada, haciéndoles frente a las bestias.
De una estocada, Alaia decapitó a un par de diablillos, y con agilidad esquivó las bolas de fuego que una atronach le lanzaba: moviéndose con rapidez de un lado a otro, alcanzó a la criatura y le clavó la cuchilla justo en el pecho, apagando por completo las llamas que emanaban de su cuerpo y dejándola tendida en el suelo. A su alrededor, los guardias derribaron a los pequeños dinosaurios y al resto de diablillos, dejando la llanura libre de daedra... por el momento.
Alzando la cabeza, Alaia se percató de que se encontraba más cerca del portón de lo que nunca antes lo había estado: su altura era tan descomunal que por un instante se sintió diminuta frente a sí y su poder. Si aquella puerta a los planos de Oblivion era la que estaba causando tales estragos, estaba claro que había que cerrarla... y ya habían esperado demasiado.
Divisó rápidamente al monje entre los combatientes, que parecía no haber sufrido daños, y se acercó a él sin vacilar.
—Escúchame bien, Jauffre. Eres el único que puede encontrar a Martin y hacerle entrar en razón —exclamó decidida—. Mantente a salvo hasta que podáis acceder a la ciudad.
El hombre la contempló con miedo y asombro en su misma medida.
—¿De verdad piensas enfrentarte a sus peligros?
Alaia dejó que una sonrisa mordaz acudiera a sus labios carmesí.
—"Tú sola deberás resistir ante el Príncipe de la Destrucción y sus mortales sirvientes". "Encuéntralo y cierra las fauces de Oblivion" —repitió palabra por palabra, tal y como habían quedado grabadas a fuego en su cerebro—. Se lo prometí. A Uriel.
Aquello logró que los ojos castaños de Jauffre se iluminasen. Con cierto afecto en su gesto, apoyó sus manos sobre los hombros de la muchacha y asintió con la cabeza, concediéndole así su beneplácito.
—Nos encontraremos a la vuelta.
—Pareces muy seguro.
El hombre le dedicó una ensanchada sonrisa, repleta de complicidad.
—Lo estoy, Alaia.
Haciendo de tripas corazón y sintiendo el peso del apoyo de su compañero, la muchacha viró entonces sobre sí misma, quedando justo de cara al portón. Cerrando los ojos, llenó sus pulmones de aquel aire infestado de ceniza y putrefacción y apretó la empuñadura de su cuchilla entre sus manos, dispuesta a enfrentarse a lo que el destino le deparase. Adentrarse sola en aquel infierno era, sin lugar a dudas, una idea suicida... justo el tipo de idea que podía llegar a fascinarla, a colmarla de toda adrenalina.
Sin pensárselo dos veces, Alaia cortó los aires con su grito de guerra, se precipitó hacia el portón y su figura se desvaneció a ojos de los resistentes al cruzar a los planos de Oblivion.
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