Capítulo II - Minstrel's lament
CENIZAS DE OBLIVION
— CAPÍTULO II —
❝ M i n s t r e l ' s l a m e n t ❞
🗡
No recordaba haberse sentido jamás tan abatida como en el momento en que fue consciente de que se había despertado de aquel intenso trance. Sin apenas moverse un centímetro, comprobó que la cabeza le dolía horrores, que los brazos y las piernas le pesaban una barbaridad y que un sudor frío le recorría la frente, atravésandola de lado a lado. Se había visto anteriormente en aquella tesitura, recordándose tendida en el suelo tras haber sido derribada por la brutalidad de Agronak durante sus entrenamientos, pero sabía que aquella vez era distinta... el hedor nauseabundo que desprendía el suelo sobre el que se encontraba tendida era muy distinto al que estaba acostumbrada.
Lentamente abrió los ojos, y cuando soportó la poderosa luz que parecía estar adentrándose en el lugar desde algún punto que quedaba fuera del alcance de su vista, descubrió que se encontraba en una pequeña celda.
—Maldita sea mi sangre... —susurró para sí misma, cerrando de nuevo los ojos con resignación—. La puta Prisión Imperial...
Una pérfida risotada sonó a escasos metros de ella, obligándola a volver a contemplar la habitación. Desde el suelo, levantó levemente la cabeza y se encontró con los barrotes que conformaban la entrada de su celda. A través de ellos podía apreciarse la celda contigua, que se encontraba habitada por una silueta conocida.
Intentando soportar cada pinzamiento de dolor que sentía clavársele en las carnes sin piedad, Alaia logró quedar sentada sobre el pavimento, y pasándose las manos por la cara y el cabello, certificó que se encontraba hecha un completo desastre.
—La princesa ha despertado... supongo que entre imperiales no hay trato de favor, ¿verdad? —sonrió aquel que la acompañaba, complacido al verla en ese estado—. Los de tu propia raza piensan que eres una basura humana. Qué triste.
—Eres un completo idiota, Valen —sentenció ella, logrando ponerse en pie y acercándose a la puerta con lentitud, la cual examinó para conocer el mecanismo y saber si sería capaz de quebrarlo—. Lo único que me consuela es saber que durante el tiempo que pase aquí podré dedicarme a convertir tu vida en un infierno.
Ofreciéndole una mirada orgullosa, la muchacha se atrevió a comprobar el estado en el que había quedado el dunmer: se le apreciaban cientos de minúsculos rasguños que le enrojecían el rostro, en contraposición con los moretones que podían distinguirse en su piel grisácea. Pese a haber sido fruto de la rabia, Alaia era capaz de recordar todos y cada uno de los golpes que le había propinado aquella noche, reconociéndolos en él, y sin poder evitarlo sonrió con orgullo. A pesar de las consecuencias, por fin le había parado los pies a semejante imbécil.
—Apuesto a que te piensas que los guardias te darán un tratamiento especial —contraatacó Valen, viéndola en su triunfo—, pero los canallas imperiales como tú le dáis al Imperio un mal nombre. Eres una vergüenza.
Alaia abrió la boca, dispuesta a contestarle cualquier barbaridad que lograra hacerla sentir complacida consigo misma, pero el sonido de una puerta en el pasillo abriéndose con brusquedad y chocando contra la piedra resonó en el eco que se formaba entre las largas paredes de la prisión, acallando cualquier tipo de murmullo o lamento.
—¿Has oído eso, niña? —le susurró el elfo oscuro, apartándose de los barrotes de su celda—. Los guardias se acercan... y espero que vengan a por ti.
La muchacha suspiró con hastío viéndole esconderse, e intentando restarle importancia a sus palabras y a lo que fuera que ocurriera en el exterior, echó de nuevo un vistazo a su propia celda: apenas una cama desarreglada, una mesita y su silla correspondiente, una ventana estrecha y un montón de paja sucia y apisonada conformaban el mugroso lugar. Si bien había visto y convivido con cosas peores, aquello no era precisamente un lujo que pudiera agradecerle a los Dioses.
Los que habían irrumpido en el lugar instantes anteriores empezaron a hacerse presentes con el sonido de sus pasos, cada vez más cercanos, y por instinto, Alaia decidió acomodarse en la silla y se concentró en la roña que reinaba sobre la mesa, en un vago intento por pasar desapercibida. Sin embargo, la conversación que mantenían los recién llegados empezó a resultar entendible a sus oídos, y se sintió incapaz de no dejarse llevar por la más absoluta curiosidad, atenta a cada palabra.
—¡Baurus! Asegura el cierre de esa puerta —ordenaba una voz femenina.
—Sí, Renault —respondía otra masculina, y el estruendo de la puerta cerrándose bruscamente volvió a inundar la prisión durante unos instantes.
—Mis hijos... —gimoteó una tercera voz—. Han muerto, ¿verdad?
—No lo sabemos, señor... el mensajero sólo ha dicho que fueron atacados.
—No, están muertos... puedo sentirlo.
—Mi trabajo ahora mismo consiste en llevarle a un sitio seguro, señor.
Completamente absorta por aquello que oía, Alaia se recostó en aquella incómoda silla de madera y observó detenidamente los barrotes de su celda, esperando que las voces tomaran figura y rostro frente a sí. Ante ella no tardaron aparecieron cuatro curiosas siluetas. Tres de ellas vestían la misma armadura, desconcertándola al no tratarse de guardias imperiales, lo que esperaba encontrarse; la cuarta lucía una túnica que si bien Alaia no había visto jamás en alguien que conociera, supo de inmediato que aquellos ropajes lujosos debían obedecer a un noble, aunque no uno cualquiera: probablemente fuera uno de los hombres más ricos que existieran en la tierra.
—¿Qué está haciendo ésta prisionera aquí? —exclamó la mujer, a la que reconoció entonces como Renault, observándola con asombro—. Se supone que esta celda se encuentra en la zona prohibida.
—El típico lío con la vigilancia... —balbuceó Baurus—. Yo...
Ante la situación, Alaia arqueó la ceja izquierda con incredulidad. Quizás ahora fuera prisionera de los Imperiales, pero aquello no le parecía motivo suficiente como para que la trataran como a un objeto, como si no pudiera escucharles.
—¿Hay algún problema? —preguntó, queriendo hacerse notar.
—No importa. Debemos abrir el portón —prosiguió Renault, ignorándola por completo hasta que, viéndola desafiante, decidió dirigirse a ella—. Colócate de cara a la pared, carroña. No dudaré en ordenar a mis hombres que te maten si te interpones en nuestro camino.
Chasqueando la lengua, Alaia se levantó con desgana de su asiento y obedeció. El cuerpo le dolía demasiado como para enfrentarse de nuevo en combate con cualquier ser de la tierra.
—Desde luego, con lo poco que cuesta ser amable... —suspiró, colocándose de cara a la pared más lejana a la puerta, donde se hallaba aquella minúscula ventana, lo único que podía ver desde su posición.
—Asegúrala, Glenroy —ordenó Renault de nuevo.
Alaia escuchó cómo la tercera figura armada se adentraba entonces en la celda, haciendo rechinar el acero a cada paso, y no tardó en notar el tacto de aquel hombre sobre sus muñecas, manteniéndola asegurada a pesar de que no pensaba oponer resistencia.
—Avancemos —dictaminó una vez más la mujer, y cuando unos pasos más se adentraron en la habitación y la puerta de ésta pareció cerrarse de nuevo, la muchacha supo que debían encontrarse todos dentro—. Aún no hemos salido de esta...
A sorpresa suya, Glenroy, el hombre que la sujetaba, la tomó bruscamente por la barbilla y, obligándola forzosamente a girar la cabeza, la contempló completamente extrañado.
—¿Qué demonios hace una chiquilla como tú en este lugar?
Alaia se zafó de su brusco agarre al sacudir la cabeza.
—Pregúntaselo al imbécil de la celda contigua.
Glenroy viró entonces en contradirección, y como Alaia, observó al elfo oscuro agarrado a los barrotes de su celda, devolviéndoles la mirada, desesperado.
—Casi prefiero no saberlo... —aseguró Glenroy, formando en Alaia una media sonrisa.
Aprovechando que el hombre parecía asegurarla con menor fuerza, la muchacha examinó cautelosamente a sus acompañantes, y sus ojos celestes volvieron a quedar prendados por aquel noble que se mantenía a escasos metros de ella. Se trataba de un anciano de tez pálida y ojos glaucos, de facciones rígidas y expresión deprimida. Su cabello canoso relucía frente a la luz y su barba bien recortada escondía inútilmente los huecos que surcaban sus mejillas. Colgado del cuello portaba un gran amuleto que parecía hecho de cientos de rubíes, siendo la joya más inmensa que Alaia había tenido la suerte o la desgracia de contemplar en toda su corta existencia.
—Tú... no es la primera vez que te veo —habló entonces el noble, correspondiendo la mirada de la muchacha—. Sí... tú aparecías en mis sueños. Entonces las estrellas estaban en lo cierto... y éste es el día señalado.
—¿De qué demonios está hablando? —fue ella incapaz de no preguntarse, anonadada ante aquello que oía—. ¿Quién es usted?
—Sujeta esa lengua —volvió a amenazarla Renault—. Te estás dirigiendo al Emperador Uriel Septim VII.
Alaia no pudo contener su asombro. Había oído muchas historias acerca del Emperador, pero a pesar de haber nacido y crecido en la Ciudad Imperial, jamás lo había visto en persona.
—Por la gracia de los Nueve, sirvo a Tamriel como su soberano —prosiguió Uriel—. Unos asesinos han atacado a mis hijos y yo soy el siguiente... pero los Cuchillas me sacarán de la ciudad por una ruta secreta, entrada que, para tu fortuna, parte de tu celda.
Alaia se esforzó en corroborar las palabras del Emperador echando un rápido vistazo a la habitación, pero no pudo comprenderlo. ¿Una entrada secreta en aquella celda roñosa? ¿Cómo podía ser posible?
—Ábrela, Baurus.
El Cuchilla obedeció, y palpando cautelosamente la pared contra la que se encontraba apoyado el catre de la celda, logró que el muro descendiera al tocar la roca correcta, creando una capa de humo de tierra que descubrió un pasadizo frente a los presentes.
—¿Qué hacemos con ella? —exclamó Glenroy, observando a Alaia con pesadumbre antes de partir—. Es sólo una niña.
—Ella vendrá con nosotros —sentenció el Emperador, sorprendiendo a sus aliados y más aún a la prisionera, a la que se dirigió de nuevo—. Los Dioses te han traído aquí para que nos encontráramos. No importa lo que hayas hecho para acabar encerrada... el mundo no te recordará por eso.
Los golpes que empezaron a escucharse desde la celda contigua sacaron a Alaia de su ensoñación. En el otro lado de los barrotes, aporreándolos, se encontraba un muy desesperado Valen que parecía dispuesto a echar la puerta abajo.
—¡Llevadme! ¡Llevadme con vosotros! —suplicaba el elfo oscuro—. ¡Somos amigos, Alaia! ¡Tienes que decírselo!
Haciendo caso omiso a sus ruegos, Renault y Baurus, acompañando al emperador, empezaron la caminata por el túnel secreto. Aún en la celda, Glenroy volvió a dirigirse a Alaia.
—¿Sabes manejar una cuchilla, pequeña?
La muchacha asintió con fervor, y el hombre, desenfundando una de las dos cuchillas que llevaba sujetas en el correaje que le rodeaba la cintura, se la ofreció.
—Toma. Demuéstrame que eres útil.
Alaia la tomó entonces entre sus manos: pesaba menos que un hacha, por lo que, aunque perdía contundencia, era más fácil de manejar.
Satisfecho, Glenroy se adentró también en el túnel, y Alaia, antes de marchar tras ellos, echó un último vistazo a la celda contigua.
—¡Más te vale que no volvamos a encontrarnos en esta vida, Valen!
Pese a los gritos de desespero del dunmer, la muchacha pasó entre las paredes de piedra y fue testigo de cómo Glenroy cerraba el acceso al pasadizo tras su paso, acallando los lamentos y haciendo florecer un silencio sepulcral en aquel nuevo paraje.
Se adentraron en un laberinto de pasillos angostos que parecía no tener fin, subiendo y bajando escalones y atravesando vestíbulos sombríos. La suciedad y las telarañas que adornaban las columnas y las paredes y el olor agrio que invadía el aire evidenciaban que aquella ruta secreta no había sido abierta en muchísimo tiempo.
Había un sinfín de preguntas que asolaban los pensamientos de Alaia, pero no se atrevió a formularles ninguna durante su trayecto. Los Cuchillas parecían decididos a preservar aquel silencio desgarrador, y la muchacha no entendió el porqué hasta que, de un momento, a otro, fueron atacados en uno de los vestíbulos.
Seis figuras vestidas con túnicas rojas y una capucha con la que ocultarse el rostro se abalanzaron sobre ellos, dándoles el tiempo justo para reaccionar. A pesar de su malestar físico después de despertar en la prisión, Alaia alzó su cuchilla al aire y emitió su grito de guerra, como un ritual con el que recobrar sus fuerzas: decidida, arremetió contra uno de los sectarios, y tras unas cuántas estocadas logró clavarle su arma en la garganta, atravesándole el cuello por completo. Con ferocidad, arrancó la cuchilla del cuerpo inerte y se enfrentó al segundo, rasgándole la túnica al perforarle el estómago de un lado a otro y arrebatándole el último aliento al asestar en su corazón, dejándolo tendido sobre el pavimiento de piedra. Glenroy le salvó la vida al atravesarle el torso al tercero, que justo se disponía a partir en dos la cabeza de Alaia con una maza. Cuando sus restos cayeron al suelo, la muchacha y el Cuchilla se observaron entre sí, asintiendo la cabeza en señal de hermandad.
Un grito a sus espaldas logró hacerla virar en su dirección, y Alaia fue testigo de cómo Renault caía muerta al instante. Baurus, que era el único que se oponía entonces entre el Emperador y los asaltantes, aguantaba firme sus ataques, y Glenroy y ella acudieron rápidamente para ayudarle a darles muerte, alzándose victoriosos a pesar de la pérdida sufrida.
Una vez los últimos tres hubieron caído, Alaia se aseguró del estado de Uriel, examinándole cautelosamente. El anciano, a pesar de tener la respiración agitada, parecía no haber sufrido daño alguno.
—¿Se encuentra bien, señor? —quiso Glenroy asegurarse, y el Emperador asintió vagamente con la cabeza sin aún atreverse a levantar la mirada.
—Renault... —suspiró con profundo pesar, viendo su cadáver.
—Está muerta, señor —añadió Baurus—. Lo siento, pero debemos seguir hasta encontrar la salida.
A pesar del dolor que se reflejaba en los ojos glaucos del hombre, asintió ante el dictamen del Cuchilla. Los cuatro siguieron rápidamente por el recorrido, cada uno inmerso en sus propias conjeturas en un silencio inexpugnable que, tras un buen rato, Baurus se animó a romper:
—¿Cómo podían estar esperándonos aquí?
—No lo sé —respondió Glenroy—. Pero ya es demasiado tarde para dar la vuelta.
Alaia, que le cubría las espaldas a Baurus siendo la que cerraba la fila, decidió que era un buen momento para manifestar su incertidumbre.
—¿Quiénes son esos asesinos? —preguntó decidida—. ¿Por qué quieren matarle?
—Son seguidores del Amanecer Mítico, una orden fundada por Mankar Camoran. Su culto daédrico sigue las enseñanzas de Mehrunes Dagon, el príncipe de la destrucción —explicó el Emperador—. Existe una barrera entre Oblivion, dividido en distintos planos inconexos entre sí y pertenecientes a los dieciséis Príncipes Daedra, y Nirn, nuestro planeta. Esta barrera fue creada por los Nueve, para protegernos de los daedra. ¿Sabes quiénes son?
—Sí, señor —respondió la muchacha, poco convencida—. Pero no me llevo bien con los Dioses.
—He servido a los Nueve durante toda mi vida y he trazado mi rumbo según los ciclos de los cielos: están marcados con incontables chispas. Cada una prende un fuego y todas forman una señal —prosiguió el anciano—. Los signos que leo muestran el final de mi camino. La muerte, un final necesario, se acerca.
Alaia frunció el ceño, pensativa.
—Pero, no lo comprendo... —declaró ella, buscando las palabras adecuadas—. Usted dijo que yo había aparecido en sus sueños... que las estrellas estaban en lo cierto y que éste es el día señalado. ¿Qué tengo que ver con todo esto?
Uriel frenó la marcha, y sus ojos glaucos se encontraron con los celestes de ella. De alguna forma, Alaia sabía que aquel anciano estaba siendo sincero con ella.
—Tus estrellas no son las mías. Mis sueños no me conceden ningún atisbo de éxito. Sus brújulas no apuntan sino hacia las puertas de la muerte... pero en tu rostro contemplo al compañero del sol —manifestó, y el leve gesto que levantó las comisuras de sus labios hizo irradiar por primera vez la ilusión en su rostro—. Con dicha esperanza y con la promesa de tu ayuda, mi corazón se da por satisfecho.
Sin más que añadir, el Emperador retomó los pasos que los condujeron por otro estrecho de pasillos interminables, y Alaia, siguiéndoles, restó en el más absoluto silencio, intentando comprender todo lo que el Emperador le había dicho.
Continuaron con la marcha hasta encontrarse en otro vestíbulo, el más grande que habían presenciado hasta el momento, repleto de voluptuosas columnas y cortas escaleras que descendían hasta una puerta de barrotes.
Glenroy, que encabezaba la expedición, empezó a buscar la llave para abrir el pasaje, pero sus ojos le advirtieron en cuanto intentó abrir la cerradura, comprendiendo rápidamente la situación.
—¡Maldición! El portón está atrancado por el otro lado —sentenció—. ¡Es una trampa!
Antes de que cundiera el pánico, Baurus lanzó una alternativa.
—¿Y qué pasa con ese pasaje lateral de ahí atrás?
Los cuatro observaron como en una de las paredes de piedra nacía un pequeño y oculto pasillo, que también se encontraba custodiado por una puerta de barrotes.
—¡Está cerrado!
Rápidamente, Alaia se acercó hasta la puerta y contempló detenidamente su mecanismo, dejando nacer una sonrisa de satisfacción entre sus mejillas sucias que ninguno de los presentes acabó de comprender.
—Es una cerradura de cinco muelles —explicó para los presentes—. ¿Tenéis una ganzúa?
—Es prácticamente imposible quebrar una cerradura de cinco muelles con una ganzúa —negó Baurus con la cabeza—. Son demasiado frágiles.
A pesar de la afirmación de su compañero, Glenroy volvió a registrar los bolsillos de su uniforme, y con la palma de la mano abierta le ofreció a Alaia la única ganzúa que poseía.
—Lo son, Baurus —asintió él—, pero merece la pena intentarlo.
La muchacha procedió, siendo el centro de atención de sus tres acompañantes. Parecía mentira que una chiquilla de su edad fuera capaz de poseer un talento semejante, pero toda duda se vio disipada en cuanto, habiendo retirado la ganzúa de la cerradura de una pieza, la puerta cedió ante su toque, permitiéndoles entrar.
Satisfechos, los cuatro se introdujeron en el lugar, y la esperanza les abandonó tan pronto como había llegado a sus corazones: se habían adentrado en un callejón sin salida. Antes de que ninguno de ellos pudiera tan siquiera soltar una sola injuria repleta de frustración, el sonido que provocaron los barrotes de hierro al otro lado de la sala fue concluyente.
—¡Están detrás nuestro! —vociferó Baurus, sujetando con fuerza su cuchilla—. Debe esperarnos aquí, señor. Acabaremos con ellos.
Alaia tomó también su cuchilla, dispuesta a darle muerte a todo aquel que les amenazara, pero Glenroy la tomó por el hombro, deteniendo sus intenciones.
—Quédate con el Emperador —le ordenó, y la muchacha pudo distinguir en el tono de su voz que aquel edicto conllevaba el deseo de protegerla, así como una despedida por parte del Cuchilla—. Protégelo con tu vida.
Sintiéndose enternecida por el gesto, Alaia asintió sin vacilar.
—Lo haré, Glenroy.
Una media sonrisa esbozada en el rostro del hombre fue lo último que ella vio de él antes de que partiera hacia la lucha, al otro lado del portón. Ahora sólo quedaban el Emperador y ella, posiblemente la última resistencia si el cometido de los Cuchillas fracasaba: desde su lado del pasadizo podía apreciarse la lucha, y por primera vez Alaia temió por sus vidas.
Baurus y Glenroy luchaban férreamente contra un grupo innumerable de encapuchados, e intentando ser precavida, Alaia se mantuvo firme frente al portón, con el arma alzada y la respiración contenida, dispuesta a enfrentarse a ellos en cuánto cruzaran el umbral.
Sin embargo, no hubiera podido predecir lo que ocurriría a sus espaldas.
Tal y como había sucedido en su celda, uno de los muros de aquella angosta habitación sin salida cedió, y una figura encapuchada emergió del agujero, abalanzándose sobre el Emperador y atravesándole el estómago de una puñalada contundente.
Alaia, siendo testigo de lo ocurrido, profirió un grito que cortó el aire, y viendo cómo el anciano caía rendido al suelo, cubriéndose la herida con ambas manos, dejó que la ira fluyera abiertamente por sus venas: sin apenas pestañear, se lanzó sobre el sectario y le hundió la cuchilla en el cráneo, cayendo ambos sobre el pavimento.
Sin apenas importarle que la sangre de su enemigo le hubiera manchado su sucia camisa, la muchacha se levantó con rapidez y se puso en cuclillas junto al Emperador. Tomando las manos del anciano, contempló cómo la mancha de sangre crecía con una rapidez impoluta sobre la tela que conformaba su traje, y comprendió que no había nada que pudiera hacer por él a aquellas alturas: la herida era demasiado profunda. Uriel Septim moriría desangrado.
No hizo falta que Alaia adornara el silencio con palabras. El anciano sabía tan bien como ella lo que ocurriría a continuación.
El sonido del acero de las espadas al otro lado del pasadizo cesó, y la muchacha contempló la puerta, temiendo al autor de los pasos solitarios que empezaron a hacerse cercanos instantes después. Sin embargo, bajo el umbral apareció Baurus con la armadura ensangrentada, haciéndose evidente que había sido el único superviviente de la contienda.
El Cuchilla quedó helado al ver al Emperador herido, y rápidamente investigó la pequeña estancia con la mirada, percatándose de la presencia del cadáver del sectario a escasos metros de ellos. Encontrándose con la mirada de Alaia, comprendió lo sucedido cuando ésta, sin decir palabra, se limitó a asentir con la cabeza, apesadumbrada.
Uriel tosió un par de veces, algo falto de aire, y ambos se volvieron en su dirección al instante. El anciano, a pesar de empezar a sentir cómo el frío abrazo de la muerte empezaba a apoderarse de su cuerpo, se dirigió a la chica con la voz tenue.
—Aún... aún no me has dicho tu nombre...
—Alaia, señor.
—Bien, Alaia... —titubeó él—. Baurus no podrá comprender por qué confío en ti... él no ha visto lo que yo he visto...
Débilmente y con cierta dificultad, se rodeó el cuello con ambas manos, deshizo el nudo que mantenía aquel inmenso collar colgado de su cuello y a pesar del temblor se lo entregó a la chica, que lo admiró con estupefacción.
—No puedo seguir más... tú sola deberás resistir ante el Príncipe de la Destrucción y sus mortales sirvientes. El Amuleto de Reyes no debe caer en sus manos... —sentenció en un hilo de voz—. Tómalo. Entrégaselo a Jauffre. Sólo él sabe dónde encontrar a mi último hijo...
Tragando saliva, Alaia acogió el colgante sobre una de sus manos, sintiendo el peso de éste junto al de las propias palabras del Emperador.
—Señor, yo... —susurró, viéndose reflejada en el rubí pulido—. Haré todo lo que esté en mi mano para cumplir su voluntad.
Uriel le tomó la mano restante con la poca fuerza que le quedaba, y Alaia volvió a encontrarse con su mirada, que le transmitía paz.
—Encuéntralo... y cierra las fauces de Oblivion.
Ella asintió, apretando levemente el agarre, como si no quisiera dejarle partir.
—Se lo prometo —afirmó con los ojos acristalados.
La mano del Emperador empezó a dejar de hacer fuerza, y el hombre cerró los ojos, rindiéndose ante la inminente muerte. Antes de que su último aliento abandonara su cuerpo mortal, una única palabra salió de entre sus labios.
—Mystara...
El alma de Uriel Septim escapó por su boca y abandonó su cuerpo, perdiéndose en la oscuridad.
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