Capítulo I - Watchman's ease
CENIZAS DE OBLIVION
— CAPÍTULO I —
❝ W a t c h m a n ' s e a s e ❞
🗡
Si alguien hubiera dicho que Alaia había tenido una vida sencilla, no habría hecho más que demostrar que no la conoció en absoluto.
Su nacimiento estuvo acompañado por la tragedia, un hecho que si bien no la afectó directamente debido a su corta edad y su fortaleza, si repercutió en el rumbo que acabaría tomando su vida. La muerte de su madre, una mujer agraciada de raíces imperiales que pereció durante el parto, fue el principio del fin para su padre, un nórdico huraño que canalizó su ira y frustración sobre la recién nacida, creyéndola culpable de su dolorosa pérdida.
Así, Alaia pasó sus primeros años de vida en la Ciudad Imperial junto a un progenitor que anteponía su adicción a la skooma al bienestar de su hija, forjando así su voluntad de supervivencia. No fueron unos años infelices para ella, puesto que descubrió la primera de sus sorprendentemente grandes habilidades: el sigilo, que le permitió convertirse en una experimentada ladrona.
Encontrándose cerca de cumplir los ocho años, la vida de Alaia se vio de nuevo truncada por un acontecimiento que adelantó de sobremanera su madurez emocional: la adicción al refinado azúcar lunar acabó con la vida de su padre, librándola del peso que suponía su existencia y haciéndola experimentar por primera vez una libertad total. La muchacha subsistió sin problema alguno, convirtiendo las calles en su hogar, los árboles en su alcoba y el robo en su modo de vida.
Sin embargo, la llegada del invierno, el más helado que podía llegar a recordar, dificultó como nunca antes su supervivencia: las cosechas empezaron a escasear y los mercaderes se veían imposibilitados a ofrecer sus productos al público, por lo que el hurto dejó de ser su método de subsistencia; las calles se habían vuelto gélidas y cada vez resultaba más difícil encontrar refugio, y la luz del día se tornó cada vez más efímera, alargando aquellas agónicas noches en las que podía sentir convertirse en hielo.
Las garras fieras de aquel invierno la llevaron a encontrarse al borde de la muerte, cuando tras una tortuosa semana sin probar bocado y varios días sin ingerir ni una sola gota de agua dulce, se dejó caer como un peso muerto bajo un árbol cualquiera, rodeada por los setos y completamente consciente de que, con toda probabilidad, no volvería a alzarse jamás en aquella vida. Su temor a la muerte fue camuflándose a medida que sentía sus músculos entumados, y pese a sus intentos por evitarlo, una paz tranquilizadora empezó a apoderarse de ella, queriéndola sumir en el sueño eterno.
Pero lo que parecería terminar como una trágica muerte para una desafortunada historia se transformó en un retorno a la vida, quién sabe si por obra divina o por pura casualidad, justo cuando Owyn, el malencarado maestro de la Arena, decidió salir aquel día al exterior envuelto en su abrigo de piel y su adusto humor habitual. Había muchas injurias en su vocabulario que podría haber empleado para maldecir a aquella pequeña figura que parecía esconderse de él tras las matas heladas, pero todo reproche se vio impedido a salir de entre sus labios turgentes en cuanto sus ojos negros resiguieron aquellas facciones heladas pertenecientes a la muchacha, que contra todo pronóstico seguía exhalando sus últimos alientos de vida. No había motivos en el corazón de acero del hombre para rescatar a aquella criatura desamparada... pero tampoco los había para no hacerlo. Así pues, y sin meditar demasiado la importancia que tendría su gesto, recogió a Alaia del frío pavimento y la tomó entre sus brazos, cargándola hasta el interior de la Arena, donde los gladiadores lo ayudaron a prepararle una sencilla yacija junto al calor del hogar para la pequeña.
Renacer había resultado difícil, pero no imposible... o al menos así lo creyó Alaia en cuanto sus orbes celestes despertaron después de lo que, para ella, había sido el sueño más largo y tortuoso de su vida. Lejos de asustarse al encontrarse rodeada de extraños que dormitaban repartidos en los catres de la gran estancia, la muchacha experimentó por primera vez lo más parecido al calor hogareño de una verdadera casa, y supo que no querría volver a vivir sin aquella agradable sensación.
Habría sido una completa falacia decir que las negociaciones por permanecer en aquel lugar, a ojos de la chica maravilloso, habían sido sencillas: si existía algo peor que el carácter austero de Owyn no era otra cosa que la entereza inflexible de Alaia. La discusión perduró incansablemente durante horas entre bajezas, reproches y quejas, acompañados por la expectación y, en momentos puntuales, las carcajadas de los gladiadores. Había algo especial en aquella niña de cabellos castaños y ondulados, algo tan sumamente singular y poderoso que logró que Owyn acabara aceptando su presencia, aunque con una condición: la pequeña debería pagar su estadía en el lugar sirviendo a los gladiadores y al personal. Así, Alaia creció laborando en la Arena, donde descubrió y desarrolló la segunda de sus grandes habilidades y su más acérrima pasión: el arte del combate, con el que rápidamente se familiarizó.
Cualquiera hubiera creído que un paraje en el que se vivía codo a codo con la muerte y en el que la sangre, los lamentos y la putrefacción eran el pan de cada día no era precisamente el hogar ideal para una criatura que apenas rozaba la década de edad. Una vez más, pero, Alaia fue capaz de romper cualquier esquema establecido, demostrando una madurez impropia en alguien de su estatura. Durante los siguientes diez años aprendió a no encariñarse con aquellos que sabía que estaban de paso, que tarde o temprano morirían como parte del espectáculo; estudió y comprendió la naturaleza de las fieras cautivas, y consiguió hacerse conocida entre ellas como si de una más se tratara; se adaptó a la crueldad y a la barbarie y supo no dejarse contaminar por ellas, y descubrió la semejanza entre sí misma y aquellos que la rodeaban, aquel instinto de supervivencia que les convertía en lo que eran, sin diferencias jerárquicas o de escalafones: mortales, simples almas que elegían cómo sobrevivir en su sendero hacia el infierno.
Pero sería demasiado descabellado creer que Alaia había sido capaz de dar sola sus pasos hacia la adultez, puesto que se privaría de su importancia a tres singulares figuras que dejaron una remarcable huella en su vida y a las que, en parte gracias a la suerte, todavía conservaba a su lado.
No haber experimentado con anterioridad ningún tipo de afecto materno fue, sin lugar a dudas, el desencadenante de la curiosidad que Alaia empezó a sentir en sus primeros días por Asha, una bella nórdica de cabellera rubia y mirada esmeralda que, pese al paso del tiempo notable sobre su rostro sufrido, conservaba aún parte de su encanto. Asha era quien dirigía las cocinas y alimentaba a los residentes de la Arena, aunque no se trataba de una cocinera verdaderamente experta: sus comidas no llegaban a estar a la altura de aquellas que uno podría degustar en una taberna cualquiera, pero eran lo suficientemente digeribles como para saciar el apetito inquieto de los gladiadores y el personal. En su afán por cumplir con su parte del trato, Alaia solía ayudar a la mujer en todo aquello que podía, y mediante el roce empezó a surgir el cariño entre ambas en un círculo de admiración mutua: mientras Asha veía en la niña aquello que ella había sido, Alaia veía en la mujer aquello que ella deseaba ser.
Pese a haber nacido como única hija de un matrimonio ya perdido, la muchacha descubrió en Agronak, el Gran Campeón de la Arena, lo más parecido a un hermano que en aquella vida podría haber tenido. Pocos hubieran apostado por ella en su afán por ganarse el cariño del orco, y esos pocos habrían sido bañados en oro, pues tras su piel esmeralda, sus colmillos afilados y su aspecto de rudeza y bestialidad se encontraba un corazón forjado en mil batallas que fue capaz de corresponder y compartir el vínculo afectuoso con Alaia, convirtiéndola en el motivo principal por el que volver con vida de cada enfrentamiento. Gracias a él conoció y aprendió a desenvolverse con todo tipo de armamentos y armaduras, descubriendo el arma que completaría definitivamente sus brazos: el hacha de combate.
Su relación con Owyn, por otro lado, apenas había cambiado. No podía decirse que al guardia rojo le abundara la simpatía después de haberse pasado media existencia desviviéndose por hacer reflotar el negocio año tras año: sus esfuerzos se concentraban en la búsqueda de nuevas incorporaciones que pudieran servir para dar espectáculo, con suerte, en un par o tres de combates antes de convertirse en el desecho que la muerte les dejaba como presente. Su austeridad, a ojos de muchos su peor defecto, era el motivo por el que Alaia le admiraba y por el que dejó que se convirtiera en uno de sus modelos a seguir. Owyn representaba para ella la realidad, amarga y traicionera, como un vínculo que la mantenía con los pies en la tierra, y él, pese a sus negaciones internas, no podía evitar sentir algo parecido por ella, preguntándose durante años cómo aquel insignificante trozo de carne cubierto de hielo había logrado salir adelante con tanta perseverancia: en el fondo la apreciaba, aunque fuera algo que jamás le había dicho y que jamás pensaba decirle.
Los años pasaron y Alaia creció, convirtiéndose poco a poco en una mujer con un sueño que le devoraba incansablemente las entrañas: detrás de sus persistentes esfuerzos por convertirse en toda una guerrera se escondía su acérrimo deseo de poder participar como combatiente en el espectáculo, queriendo demostrarle a la provincia de Cyrodiil lo mucho que valía... aspiración que, sin embargo, se veía impedida a prosperar debido a que la muchacha aún no había cumplido la mayoría de edad.
La noche anterior a su décimo-octavo aniversario, la emoción podía palparse en el aire atiborrado por el hedor habitual del pánico y el horror. Si bien no todos la habían acompañado desde sus inicios, la mayoría compartía una simpatía por ella propia de una familia unida.
—¿Qué será de ti ahora, perro de foso?
—Ahora me convertiré en la Gran Campeona, Gro, y lo haré con la «quebranta sesos». Solo con ella seré capaz de vencerte.
Por entre los colmillos del orco resonó una carcajada casi tan agrietada como su voz, acompañada por las risas de complicidad de los pocos que rodeaban el círculo de brasas que chasqueaban en aquel pequeño hoyo cavado en la tierra seca.
—Nadie ha podido vencerme todavía, Aia —sonrió Agronak, una vez hubo cesado el jolgorio—, y menos con una de mis propias armas.
Notando como la brisa helada de aquella noche de empezada primavera se deslizaba con suavidad por sus hombros, Alaia se inclinó ligeramente sobre las brasas, dejando que la sonrisa de satisfacción que adornaba su rostro ovalado obtuviera un toque diabólico.
—Me temo que ahora es mía —alegó ella, sintiéndose imparable ante la oportunidad—, y créeme... sé perfectamente cómo usarla.
—Sabes que la muchacha tiene agallas para demostrarlo —se unió Asha al coloquio, a medida que removía el contenido del perol que hervía sobre las brasas calientes con movimientos súbitos.
Un destello imperceptible de incitamiento cruzó fugazmente los ojos feroces del orco.
—Probémoslo —exclamó con total convicción, levantando la armadura pesada que vestía del pavimento y enderezándose frente a la chica—. Demuéstrame que estoy equivocado.
Lejos de sentirse acobardada, Alaia se puso en pie, manteniendo la barbilla alzada con soberbia, y tomó el hacha que una de las compañeras le alzaba del suelo, observando a su rival con picardía mientras sentía cómo el peso de esta sobre sus extremidades empezaba a formar parte del propio.
Viendo cómo Agronak levantaba en dirección a los cielos dormidos su claymore de acero con su característica altanería, la muchacha decidió dar el primer paso, y tras proferir su fiero grito de guerra, cortando el aire, se abalanzó brutalmente contra el orco con la firme intención de, al menos en aquella ocasión, devolverle alguno de los rasguños que de por vida llevaría marcados en la piel. Sin embargo el orco, con su propia arma, detuvo la arremetida y le devolvió el ataque, iniciando la danza del combate entre estocadas secas y firmes, capaces de partir en dos la tierra.
El forcejeo perduró durante largos minutos acompañado por el violento sonido del acero que, lejos de amedrentarles, hacía florecer la adrenalina en los corazones de ambos contrincantes, jadeantes por su empeño. Ninguno era lo suficientemente superior como para alzarse con la victoria, de la misma forma que ninguno era lo condenadamente insensato como para dejarse vencer. Aquella batalla no aceptaba acuerdos ni rendiciones: solo un ganador y un perdedor.
Sin embargo, solo uno de ellos tenía un título por defender y al que aferrarse, por lo que encontrándose empatados en igualdad de condiciones sucedió la mala jugada: el acero de ambas armas se confontraba con poderío cuando los dedos callosos del Príncipe Gris se aferraron a los cabellos ondulados de la muchacha y tiraron de ellos con fuerza, logrando que Alaia se dejara caer de rodillas sobre la tierra ante aquella repentina descarga de dolor, quedando postrada frente a sí y encarnando a la derrota en cuanto la punta de la claymore de acero se situó bajo su barbilla, obligándola a alzarla para contemplar cómo la victoria sonreía con altanería.
—¡Maldita sea! —fue el quejido incesante de Alaia el primero que rompió aquel silencio inexpugnable, a medida que se levantaba enfurecida con los pantalones pringados de arena—. ¡Eso no es justo, Agronak!
El orco ensanchó su sonrisa.
—¿Quién ha dicho que tuviera que serlo? —manifestó él, enfundando de nuevo la claymore—. Acepta que has perdido, Alaia. Todavía no estás preparada para enfrentarte a mí.
—¡Eres un condenado embustero!
—Y por el momento, tu tan solo sigues siendo un perro de foso.
Permitiendo que la cólera le recorriera la columna como un rayo desaforado, la muchacha embistió el hacha contra el suelo, dejándola caer a escasos centímetros de su rival mientras le fulminaba con sus ojos celestes ardientes de rabia.
—Algún día te demostraré lo mucho que te equivocas.
Y sin ningún tipo de necesidad de esperar la más mínima contestación por su parte, Alaia abandonó el lugar a paso firme y decidido, dejando tras de sí el simple sonido que emanaba de las cuerdas vocales de Asha, inaudible a sus oídos orgullosos.
—¡Alaia! ¡Espera! —se esforzó la mujer en detenerla, hasta que la silueta esbelta de la muchacha se camufló en la oscuridad de la calle contigua, comprendiendo que no había remedio alguno y encogiéndose de hombros—. Es un completo saco de hormonas. Volverá.
Agronak se permitió volver a esbozar una sonrisa adornada por sus colmillos afilados, adecuándose de nuevo junto a Asha frente a las brasas.
—Siempre lo hace.
Encontrándose lejos de pensar algo parecido, Alaia deambuló por las calles solitarias de la Ciudad Imperial sin un rumbo establecido, intentando serenar sus instintos con tal de poder analizar los hechos con la frialdad necesaria. Si bien le había fastidiado de sobremanera la mala jugada por parte de Agronak, también era capaz de comprender que se escondía cierta razón en su gesto: en un combate a vida o muerte, la legitimidad no tenía valor alguno... y era una verdad tan irrefutable que la muchacha se enfureció consigo misma al pensar que había sido una estúpida habiéndose dejado ganar.
Apenas se había parado a pensar en el largo rato que llevaba vagando entre la penumbra hasta que se encontró en el barrio del mercado, justo frente a la Posada de los Mercaderes, una taberna que ocasionalmente frecuentaba con Agronak para celebrar sus victorias en la Arena. Deteniendo su andar al instante, Alaia repasó con atención las letras grabadas sobre la madera del cartel que obedecían al nombre del local, y dejó que sus recuerdos volaran libres dentro de su cabeza: todavía era capaz de recordar con impoluta nitidez la primera vez que había probado la cerveza en aquel lugar, bebida con la que si bien en un principio no pareció congeniar, finalmente se había acabado transformando en su motivo favorito para acudir a las celebraciones.
Sin pensárselo demasiado, la joven condujo sus pasos hasta la entrada del recinto, ignorando las miradas escépticas de los borrachos que se encontraban en el exterior, y empujó la puerta de roble con entereza, adentrándose en la posada y tomando asiento en uno de los taburetes que precedían la barra. Con un simple gesto con la cabeza se saludó con el dueño, que se encontraba en el lado opuesto frotando con su habitual inapetencia las jarras de cristal con su mantel mugriento en un intento por limpiarles la suciedad adherida.
—¿Lo de siempre, Aia?
—Qué bien me conoces, Velus —asintió ella, apoyando ambos codos sobre la superficie de madera y enmarcándose la cara con ambas manos, intentando sosegar sus instintos más primarios.
El imperial no tardó en plantar frente a ella un botellín, abriéndolo con maestría, y la muchacha lo envolvió entre sus dedos y se permitió dar el primer trago, notando como aquel elixir le recorría la garganta y dejando que se le dibujara una inevitable mueca de complacencia en el rostro. No tenía evidencias de que el paraíso tuviera existencia en aquella realidad amarga y despiadada, pero si algo podía llegar a asemejársele no era otra cosa que aquel preciso instante en el que degustaba minuciosamente su brebaje, dejándose encandilar por sus encantos.
—¿Dónde has dejado al orco, preciosa?
Sintiéndose caer de nuevo en el mundo al que verdaderamente pertenecía, Alaia chasqueó la lengua con cierto hastío al reconocer al dueño de aquellas palabras melosas a las que tanto detestaba.
—No tengo que dejar a nadie en ningún lado —aseguró ella, evitando a toda costa el contacto visual con su interlocutor—. Agronak sabe cuidarse solo.
—Claro que sí... y tú también —respondió éste, adecuándose en el taburete más próximo e invadiendo el espacio personal de la chica—. Déjame invitarte a esta ronda.
—Ya me la pagaré yo.
—Pues la próxima —insistió él—. Tenemos toda la noche por delante.
Sintiendo como su enojo parecía volver a emerger con la furia de un volcán que está apunto de hacer erupción, Alaia se atrevió a alzar sus ojos celestes, tropezándose con aquella mirada escarlata y atrevida, mostrándole su odio incontenido.
—¿Por qué no invitas a tu esposa y me dejas tranquila? —espetó ella sin más rodeos, aclarándose la garganta con otro trago de cerveza—. Debe estar esperándote en casa.
El dunmer sonrió con sorna ante sus palabras.
—Esa arpía no puede compararse contigo —alegó con una coquetería que, a oídos de Alaia, sonaba repulsiva—. No tiene tus caderas, ni tu cintura, ni tus labios... ni tan siquiera tus ojos.
—Desde luego —rió la muchacha—: si los tuviera se daría cuenta de lo poco interesante que resultas.
—Eso es porque todavía no conoces todas mis facetas, cariño.
—Y espero no tener que hacerlo nunca.
Como si no fuera insuficiente la distancia entre ambos, el elfo oscuro acortó unos centímetros de más con la chica, logrando que ésta pusiera los ojos en blanco al sentirse asediada por su desfachatez.
—Di la verdad —insistió él, dejando al descubierto su sonrisa presuntuosa—. Hoy has venido sola porque sabías que me encontrarías aquí, a tu espera.
Intentando deshacerse con su gesto de la cólera que empezaba a acumularse en sus entrañas, Alaia soltó una sonora carcajada que llamó la atención de los que se encontraban presentes en la sala.
—¿No resulta agotador ser el centro del universo, Valen? —espetó ella, secándose las lágrimas de felicidad con las mangas de su camisa de lino.
Lejos de mostrarse ofendido, Valen apoyó su brazo izquierdo sobre el grueso del taburete de la muchacha, inclinándose más hacia ella y contemplando sus labios carnosos con descaro.
—Dímelo tú —se empeñó en proseguir, a pesar de la mueca de aversión que Alaia había dibujado en sus facciones—. Desde hace tiempo eres el eje de mi existencia.
Sin concederle el tiempo suficiente como para que pudiera concebir otra respuesta contundente, el elfo se atrevió a pasar sus dedos inquietos por encima de la tela que cubría el muslo derecho de Alaia, logrando que la chica, plantando el botellín de un golpe seco sobre la barra de madera, clavara sus orbes celestes en los de él.
—Quítame las manos de encima —exigió ella en el tono más agrio posible, sintiendo como le hervía la sangre en las venas.
—¿O qué harás? Sabes que deseas esto tanto como yo, Alaia —alegó él, desplazando su mano con una lentitud terrorífica a medida que se acercaba cada vez más a su entrepierna, aprovechando que la muchacha se mantenía inmóvil en su asiento—. Déjame demostrarte todo el placer que soy capaz de hacerte sentir.
Siendo completamente consciente de que aquello estallaría en un combate sin precedentes, Alaia le brindó a Valen unos segundos de más para manosearla, los cuales ella aprovechó para terminarse de un solo trago el contenido restante de su brebaje y, admirando el recio cristal del que éste estaba formado, se permitió sonreír con malicia. Ya no habría nada que pudiera detenerla.
Tomando con fuerza el botellín entre los dedos de su mano izquierda, volteó en dirección a Valen y admiró cómo éste hacía relucir su maldita sonrisa de suficiencia ante ella, sintiendo aún el tacto sobre su muslo, cada vez más insolente: el único gesto que ella elaboró ante semejante imagen fue una encogida de hombros... justo instantes precedentes a estampar con toda su rabia el botellín contra la cara del elfo, siendo testigo de cómo los primeros brotes de sangre empezaban a emerger de su piel plomiza a medida que caía de su asiento y se estampaba bruscamente sobre el pavimento, de un golpe seco.
Su instinto la llevó a contemplar cómo a su alrededor empezaban a formarse muecas de espanto en los rostros de los asistentes, quienes la observaban manteniendo la distancia, como si temieran ser víctimas de su ira desmedida.
—¡Maldita zorra! ¡Pienso lapidarte por esto, puta! —bramó el causante de aquella exhibición aún tirado en el suelo, oprimiéndose la piel con los dedos con la firme intención de detener aquel baño de sangre—. ¡Y te juro por los Nueve que me follaré tu cadáver hasta que te descompongas!
Aquellas palabras fueron el principio del fin para Alaia, quien se abalanzó sobre él voceando su salvaje alarido y, cayendo a horcajadas sobre él, lo tomó con una mano por el cuello de su vieja camisa de trapo y le golpeó repetidamente la cara con la restante, haciendo caso omiso a los bramidos incesantes de dolor de él e ignorando por completo el propio daño que sufrían sus nudillos a cada impacto. Pensaba matar a aquel condenado bastardo aunque tuviera que sufrir las consecuencias por sus actos...
Y lo hubiera logrado si no fuera porque, notando como unos brazos la sujetaban con fuerza, vislumbró a cuatro figuras armadas frente a sí, sosteniendo sus espadas, llegando a ser consciente de que nada hubiera podido hacer para protegerse de los guardias imperiales justo antes de sentir cómo uno de ellos estampaba la empuñadura del arma contra su cabeza, sumiéndola en el más oscuro abismo.
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