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4.

—¿Por qué tan feliz? —le preguntó mi hermana con genuino interés a Cenicienta a la mañana siguiente.

    Cenicienta se sonrojó y agachó la mirada de inmediato.

    —No, por nada —dijo. Se apresuró a recoger los platos vacíos del desayuno y se los llevó a la cocina, alejándose con una ligera cojera en la pierna derecha.

•   •   •

Madre había salido muy temprano en la mañana para llevar a lavar los vestidos y pulir los dos pares de zapatos antes de regresarlos esa misma tarde. Cuando regresó, mi hermana, Cenicienta y yo estábamos en el salón, tratando de bajar el candelabro de hierro para sacudirlo por primera vez en años, como nos habían pedido antes de irse.

Ver el palacio probablamente la había hecho querer recuperar un poco de la dignidad que había llegado a tener la casa.

    —¡Madre! —exclamó mi hermana cuando la vio asomarse para ver cómo íbamos, soltando la polea oxidada por falta de uso. Cenicienta y yo nos vimos impulsadas hacia adelante por el peso del candelabro—. ¿Ya hay algún anuncio oficial del palacio?

    —Algo así —respondió ella—. Parece que el príncipe quedó cautivado por la dama misteriosa de gris.

    —¿Averiguaron quién es?

    —Nada, pero parece que en su huida dejó atrás una de sus zapatillas. ¡De cristal, nada menos! Ahora el príncipe anda buscando a quien sea que tenga la otra.

    Cenicienta también soltó súbitamente la polea del candelabro.

    —¿La está buscando? ¿De verdad?

    Mi pequeño grito de auxilio hizo que las dos se apresuraran a volver a tomar la polea un tanto avergonzadas.

    —Así es —respondió Madre con molestia—. La guardia real estará pasando a todas las casas en su búsqueda.

    —¿Por qué te importa? —le pregunté a Cenicienta.

    —Por... Por nada.

    —Tal vez nosotras deberíamos hacer algo parecido por el guardia rubio que te dio su pañuelo —dijo mi hermana.

    —Oh, cállate.

No iba a decirle que de hecho había estado intercambiando cartas con él.

•   •   •

Pasó exactamente como Madre dijo: la guardia real comenzó a visitar todas las casas de las que se habían recibido invitados para el baile, empezando por las de la capital. Sólo podían visitar una a la vez porque llevaban consigo la zapatilla extraviada para que se la probaran las invitadas, incluso si no coincidían con la descripción que se tenía de la dama de gris. Si la zapatilla le quedaba a alguien, los guardias tenían permiso para pedir y buscar la otra, pero, según escuché, eso no había pasado en ninguna ocasión.

    Nuestra casa estaba a las afueras, cerca del bosque del lado opuesto al palacio, por lo que fue una de las últimas, un mes después del baile.

    Desgraciadamente llamaron a nuestra puerta un poco antes de lo que habíamos estado esperando y Madre todavía estaba arriba forcejeando con Cenicienta para que se quedara en su habitación en silencio y evitar que nos preguntaran por qué no había ido ella al baile.

    —¡Abre tú! —me apuró mi hermana en voz baja.

    Madre habría preferido recibir a los guardias ella misma, pero la tercera vez que llamaron a la puerta temí que comenzara a parecer sospechoso, así que puse mi mejor sonrisa y abrí la puerta.

    —Caballeros —saludé haciendo una pequeña reverencia. Eran tres guardias.

    —Señorita —respondió el jefe inclinando la cabeza—. Asumo que sabe por qué estamos aquí. ¿Está su madre?

    —Ella... está indispuesta por ahora, pero estoy segura de que en unos minutos bajará.

    —Podemos esperarla. No es problema.

    —Gracias. Qué amables...

    Pero el jefe y sus compañeros entraron a la casa sin ningún otro tipo de invitación.

    La mirada del último guardia me hizo reaccionar, porque me hizo una seña con las cejas para indicar que me ha reconocido. El chico del pañuelo. Me sonrojé.

    Al no encontrar un lugar para sentarse en el pobremente amueblado vestíbulo, el jefe se encaminó al comedor antes de que pudiera dirigirlo al salón.

    —¿Tienen un perro? —preguntó al ver los zarpazos en la superficie de la mesa.

    —Eso no es de su incumbencia —respondí de mal humor.

    Poner el mantel. Ésa había sido la única tarea que se le había dado a mi hermana en toda la mañana.

    Poner el dichoso mantel.

    Ella, dándose cuenta de que había sido culpa suya, se ofreció de inmediato a traer té y desapareció por la puerta de la cocina. A mí me tocó extender el mantel que yacía bien doblado sobre una de las sillas.

    Madre llegó poco después, casi al mismo tiempo que mi hermana con la tetera.

    —Caballeros, una disculpa. —Hizo una reverencia—. ¿En qué puedo servirles?

    El jefe se levantó desenvolviendo la zapatilla de cristal de un mantelillo azul brillante.

    —Como estoy seguro de que ya se ha enterado, su Alteza el príncipe ha solicitado que todas las damas que asistieron al gran baile se prueben esta zapatilla.

    Ésa fue la primera vez que vi la zapatilla. Era de tacón bajo y sin adornos elaborados, aunque eso la hacía especial a su manera: podría pertenecer a cualquiera si no estuviera hecha de cristal.

    Me dejé caer en una silla y crucé los brazos.

    —¿No se la ocurrido a su Alteza el príncipe que quizá la misteriosa dama no quiere ser encontrada? —pregunté—. A estas alturas ya debe saber que la están buscando.

    Madre me mandó a callar de inmediato con la mirada, pero el jefe se rio.

    —Eso es lo que yo y todos le hemos estado diciendo, pero órdenes son órdenes. Señorita —dijo tendiéndole una mano a mi hermana mientras ella se sentaba.

    La zapatilla le quedó demasiado grande.

    Un par de minutos después, resultó que a mí me quedaba demasiado pequeña.

    De verdad, ¿ninguna otra chica en toda la ciudad calzaba del mismo tamaño que la misteriosa dama de gris? Estuve a punto de preguntárselo a los guardias cuando terminaba de abrocharme mi propio zapato, pero en ese mismo momento algo pesado cayó en el segundo piso y ellos voltearon a ver hacia arriba.

   —¿Vive alguien más con ustedes? —preguntó el otro guardia, de cabello negro.

    —El perro —respondí con tosquedad.

    Otro golpe hizo eco en el piso superior, mucho más fuerte. Después un cristal rompiéndose. Un pequeño sollozo de dolor consiguió llegar hasta nosotros.

—Eso no suena como un perro —dijo el guardia rubio.

Algo en el rostro de alguna de las tres debió delatarnos, porque los guardias intercambiaron miradas y salieron corriendo al mismo tiempo hacia las escaleras del vestíbulo.

—¡No, esperen! —exclamó Madre yendo detrás de ellos.

—Quédate aquí —le dije a mi hermana, y me apresuré a salir también.

El vestíbulo de pronto me pareció demasiado amplio y las escaleras demasiado largas. Las suelas de mis zapatos taconearon contra la superficie de madera mientras subía y parte de mi peinado se cayó durante la carrera. Alcancé a Madre en el rellano del segundo piso, justo a tiempo para ver al jefe derribar la puerta frente a la mía con una embestida del hombro.

—¿Qué pasó? —le pregunté a Madre por lo bajo.

—Estaba peleando demasiado —respondió en el mismo tono, y se subió la manga del vestido para enseñarme la venda ensangrentada alrededor de su antebrazo.

Cuando llegamos al hueco de la puerta los tres guardias ya le han bajado la mordaza de la boca a Cenicienta y cortaban las gruesas cuerdas alrededor de sus muñecas y tobillos.

El vestido roto por su última transformación y las lágrimas abriéndose paso por el rostro cubierto de cenizas de la chimenea le daban un aspecto aún más vulnerable que yo sabía que no coincidía en absoluto con ella.

Madre me tomó del codo con fuerza para impedir que entrara a la habitación.

—Por favor, oficial —lloraba Cenicienta—, sáqueme de aquí, se lo suplico. ¡Soy yo! ¡Yo soy la dama de gris!

Los pedazos del espejo del viejo tocador reflejaban la luz que entraba por la ventana.

El jefe ayudó a Cenicienta a levantarse mientras ella se secaba las lágrimas, ya sin ningún rastro del carisma que mostraba hace unos minutos en el comedor.

—Señora, no puede retener así a alguien en contra de su voluntad.

—Claro que puedo —respondió Madre, recuperando la compostura—. Esta joven se encuentra bajo mi tutela y yo decido qué es lo mejor para ella.

—Sigue siendo un crimen. Me temo que debo arrestarla.

Cenicienta le puso una mano en el brazo y sacudió la cabeza con lo que estuve a punto de creer que era tristeza.

—No, por favor, oficial. No vale la pena. No vale la pena. Mi zapatilla no le ha quedado a nadie, ¿verdad? Tengo la otra escondía en el jardín, puedo enseñársela. Y si el príncipe quiere verme, con gusto iré con usted.

No fue lo que dijo, ni cómo la hizo, ni a quién, lo que me puso los vellos de los brazos en punta. No. Fue la mirada de reojo que nos dio a Madre y a mí durante menos de un segundo.

Ella sabía muy bien lo que estaba haciendo.

El jefe parecía confundido ante la respuesta de Cenicienta.

—Entonces... Entonces vamos a revisar esas zapatillas. Señorita, después de usted.

Cenicienta salió de la habitación con la cabeza gacha y casi escondiéndose detrás del guardia de cabello negro. El jefe los siguió. Sentí la mirada clavada del guardia rubio, pero lo ignoré por completo cuando pasó junto a mí, cerrando la escolta para proteger a Cenicienta de nosotras en nuestra propia casa.

• • •

Mi hermana se nos unió al pie de las escaleras y Cenicienta nos condujo a todos hasta el pequeño huerto bajo la ventana frontal del comedor. Allí, ella movió una maseta sin plantar y comenzó a excavar con sus propias manos antes de que alguien pudiera detenerla.

Pronto sacó una zapatilla que debajo de todo la suciedad podría ser de cristal. Se la entregó a los guardias y ellos la sacudieron y la compararon con la que ellos habían traído. A mí me parecieron idénticas. Cenicienta insistió en probársela allí mismo y el jefe le sostuvo la mano mientras lo hacía.

Las delicadas zapatillas de cristal encajaron perfectamente en sus maltratados pies llenos de tierra y cenizas.

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