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2.

—¡Cenicienta! —llamó Madre desde el comedor a la cocina, pero ningún par de pisadas corrió a su encuentro—. ¡Cenicienta, ¿dónde estás?!

Rodé los ojos mientras revolvía la comida de mi plato. ¿Acaso no se había dado cuenta ya de que todo era más fácil cuando no hacía enfadar a Madre? Probablemente lo encontraba humillante a ratos, pero aún así... Hasta ella tenía que haberse dado cuenta de que sus transformaciones eran más llevaderas cuando estaba cansada.

Un tintineo metálico me hizo levantar la mirada hacia la puerta de la cocina, por la que Cenicienta finalmente hizo acto de presencia con la bandeja de las tazas de té entre las manos temblorosas.

—Lo siento —dijo dejando la bandeja en la mesa para repartir las tazas—. La tetera se rompió y tuve que improvisar un poco.

—Sólo ten cuidado —le respondió Madre antes de regresar toda su atención al cuaderno de cuentas que tenía junto al plato.

—Sí, señora.

Tomé mi taza y miré a Cenicienta con recelo mientras ella recogía un par de vasos y cubiertos para llevárselos. Su cabello rubio estaba desgreñado, sus labios muy mordidos y unas profundas ojeras enmarcaban sus ojos azul claro, y aunque el mandil que llevaba en la cintura estaba limpio, su vestido y su cuello estaban cubiertos de cenizas, como si esa mañana le hubiera dado tiempo de lavarse el rostro y de nada más.

Cenicienta estaba cubierta de cenizas a menudo, aunque, en su defensa, no siempre se veía tan mal. Lo de esa ocasión, y lo de las últimas semanas en general, era culpa del invierno.

Todo era peor en invierno.

—¡Miren lo que llegó! —Mi hermana entró al comedor desde el vestíbulo agitando una carta para que la viéramos—. Miren, miren, miren...

Apenas podía contener lo que parecía una enorme sonrisa, y cuando se la entregó a Madre entendí por qué: el escudo de armas de la realeza se encontraba estampado sobre cera roja en la abertura del sobre.

—Tiene que ser un error —dije.

—No, miren el destinatario en la parte de atrás.

Cenicienta y yo nos inclinamos junto a Madre para leer los alargados y elegantes trazos hechos con tinta negra:

"A todas las jóvenes solteras del reino".

—Parece que el príncipe finalmente ha decidido buscar esposa —dijo Madre tomando un cuchillo de la mesa para abrir el sobre sin romperlo.

—Más como que lo obligaron —mascullé.

Mi hermana me dio un empujón en el hombro.

—¿Por qué eres así?

—¿Qué? Es cierto. Cumplió dieciocho hace casi seis meses.

No se comentaba mucho, pero todos lo sabían. El título del príncipe no sería oficial hasta que cumpliera con todos los requisitos: terminar su educación en el palacio, alcanzar la mayoría de edad y haberse casado. Como no tenía hermanos que pudieran cumplirlos antes que él, parecía estarse tomando su tiempo con el último de ellos, y al rey no le hacía ninguna gracia.

Cuando Madre soltó el cuchillo, las cuatro juntamos las cabezas para leer la carta al mismo tiempo:

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A todas las jóvenes solteras del reino:

    Como muestra de amor y compromiso con su pueblo, su Alteza real, próximamente príncipe, ha  decidido buscar a la que habrá de convertirse en su esposa entre todas las mujeres de nuestro adorado reino. Por ello, se les invita al gran baile que tendrá lugar en el salón del Gran Palacio en la noche del último sábado de invierno.

    Se les recuerda que la ley indica una edad mínima de diecisiete años para ser tomado en cuenta para un matrimonio válido.

    Toda la información adicional se encuentra en el documento adjunto.

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    Como firma, aparecían en tinta los sellos personales del rey y el príncipe.

—¡Ustedes dos tienen la edad! —exclamó mi hermana—. Pero ¿no debería buscar a una condesa o algo así?

Cenicienta comenzó a colocar un juego de trastes para mi hermana.

—Yo escuché en el mercado que no soporta a ninguna de las damas del círculo real que fue a visitar.

—¿De verdad? —Se dejó caer en su silla de siempre—. ¿A ninguna? ¿Por qué?

—No lo sé. Es lo único que escuché.

—Sólo son chismes —dije—. No deberían hacerles caso.

Mi hermana me miró con expectación.

—Tú vas a ir, ¿verdad?

—¿Qué?

—Al baile. Eres casi de la misma edad que el príncipe. Tienes la misma oportunidad que cualquiera.

—Sí: una en un millón.

—No creo que sean tan pocas —intervino Cenicienta—. Ha habido varios ataques los últimos meses. No... creo vaya mucha gente.

—Y a puesto a que tú sabes mucho de ellos, ¿no?

La pequeña sonrisa de Cenicienta se desvaneció de inmediato.

Mi hermana agachó la cabeza de inmediato sin decir nada.

Extrañamente, Cenicienta me sostuvo la mirada, y por un momento sus enormes ojos azules me dejaron hipnotizada. Entonces vi de reojo que los músculos de sus brazos se tensaban.

—¿Qué? —dije, preguntándome si no estaba yendo demasiado lejos—. ¿Vas a volverme a atacar?

Mi hermana volteó hacia mí, ahora con los ojos bien abiertos.

Cenicienta la miró por un segundo y después a Madre, que todavía estaba absorta en el contenido de la carta. Como no parecía habernos oído, Cenicienta exhaló y forzó una sonrisa.

—Creo que iré a comer a la cocina.

—Sí, ve.

—Con permiso —murmuró.

Dio media vuelta para ir a la puerta de la cocina y yo hice un gesto intencional con la mano para tirar al suelo mi taza de té casi vacía, haciéndola añicos.

—Ups.

Cenicienta me lanzó una mirada asesina, pero no dijo nada. Sólo se quedó esperando hasta que Madre, todavía sin dejar la carta, dijo:

—Límpialo.

—Sí, señora.

Cuando se agachó con un trapo para recoger los pedazos de la taza y secar los restos de té, el cuello del vestido se le resbaló ligeramente de uno de sus huesudos hombros, dejando a la vista una parte de la cicatriz de la mordida que la había dejado maldita de por vida.

•  •  •

—No deberías ser tan mala con ella, ¿sabes? —me dijo mi hermana un par de horas después desde su asiento frente al piano del salón.

—Y tú no deberías hacerte su amiga —le respondí cambiando de pincel.

—Ya sé, pero me da mucho pena. Nada de lo que le pasó fue culpa suya y...

—Tal vez la próxima vez que te le acerques consiga sacarte un ojo —dije revolviendo unos colores en mi godete de madera—, o te abra la garganta antes de que te des cuenta...

—Ya entendí.

—O tal vez te convierta en alguien como ella —continué. Probé el nuevo tono de verde en una parte limpia del lienzo; todavía no—. Entonces te encerraremos con ella en el comedor para que duermas en la chimenea y te daremos de comer carne cruda. A lo mejor entonces ustedes dos podrían...

—¡Dije que ya entendí!

—¡Bueno, pues no parece! —exclamé asomándome por el costado del caballete con el lienzo a medio pintar. Mi hermana estaba de espaldas a mí, inclinada sobre el viejo piano con los dedos en posición.

—Sólo estábamos hablando —insistió.

—Es peligrosa. Entiéndelo. —Regresé a mezclar pintura—. Sobre todo ahora en invierno.

Ninguna de las dos dijo nada más, y poco después empecé a escuchar el piano en la misma melodía que llevaba practicando toda la semana. Yo conseguí el verde que quería y seguí pintando.

La imagen que buscaba para el cuadro era la del camino que salía del patio trasero de la casa para atravesar la delgada franja de bosque que había detrás. Más o menos. No se parecía mucho porque estaba intentando recrearlo de memoria. Hasta el día anterior se trataba de un cuadro cálido e iluminado, pero como mezclé mal los colores que quería para el cielo terminé dejándolo nublado.

Después de un buen rato sin escuchar nada más que el piano de fondo, dejé todos los pinceles y el godete en la mesita de mi izquierda.

Tomé al caballete con ambas manos y le di media vuelta.

—¿Qué opinas? —pregunté.

Mi hermana se volteó, aliviada de tener una excusa para dejar el piano, y ladeó la cabeza mientras examinaba el cuadro.

—¿Por qué el cuervo?

—No lo sé. He visto muchos últimamente y sólo lo pinté.

—Se supone que traen mala suerte.

—Tonterías. Sólo son pájaros.

—Pájaros de mala suerte.

Sacudí la cabeza y tomé el caballete para regresarlo a su posición original.

—No sé ni para qué te pregunto.

Ella se rio y se apresuró a decir:

—¡Las líneas del primer árbol quedaron muy marcadas!

—Y tú desafinaste —digo tomando nuevamente los pinceles.

—¿Qué? No, no es cierto.

—Claro que sí. Siempre empiezas muy floja.

—Estoy calentando.

—Entonces empieza con otra cosa. Si no, nunca vas a tocarlo bien.

La escuché quejarse por un momento. Después dijo:

—¿Vas a arreglar el árbol?

—Sí, la línea de los colores está muy marcada.

    Pero el tronco del árbol en cuestión tendría que esperar hasta que terminara de ajustar las sombras de la copa de otro en el extremo opuesto. Me llevó bastante más tiempo del que esperaba. Para cuando conseguí algo que se parecía a lo que tenía en mente Madre y Cenicienta ya habían llegado con las compras de la semana y seguramente estaban terminando de acomodar la comida en la alacena.

    Entonces me pregunté si no era el cuervo sobre el poste de madera junto a la salida del patio lo que me había arruinado el ambiente en primer lugar.

    Cenicienta se asomó al vestíbulo con el cansancio grabado en el todo rostro y dio unos golpecitos en el marco de entrada.

    —Tu madre quiere verte en su estudio.

    —¿Por qué?

    —No lo sé.

    Y se fue.

    Intercambié una mirada de extrañeza con mi hermana mientras me quitaba el mandil lleno de pintura seca.

    Madre jamás nos había invitado a su estudio.

•  •  •

Un hilo de luz naranja y titilante se filtraba por el pasillo desde la puerta entreabierta. No lo que uno esperaría cuando apenas pasaba del mediodía y entraba bastante luz por las ventanas.

    Llamé a la puerta del estudio mientras la empujaba con vacilación; estaba reforzada con una plancha de acero por dentro.

    —¿Cenicienta dijo que me llamaste, Madre?

    —Sí, cierra la puerta.

Las únicas fuentes de iluminación allí adentro era tres velas en un alargado candelabro sobre el escritorio detrás del cual había una ventana cubierta con una pesada cortina que llegaba hasta al suelo, igual que todas las otras.

A mi izquierda había dos libreros gemelos en las esquinas, uno lleno de libros y otro de cuadernos de cuentas cuidadosamente etiquetados, y a mi derecha una larga mesa pegada a la pared cubierta por más cuadernos, tinteros y pergaminos viejos.

En la pared sobre él estaba colgado un mapa de la ciudad y sus alrededores, señalando los lugares en los que, en los últimos ocho años, había habido un ataque confirmado de la bestia de la que todos en las afueras sabíamos que debíamos cuidarnos cada luna llena.

Se estaban acercando.

—¿Qué ocurre? —pregunté apartando la vista del mapa.

    —Vas a ir a ese baile.

    —¿El baile? —Me senté en una de las dos sillas frente al escritorio—. ¿Para eso me llamaste? Madre, no estamos en posición de gastar en eso.

    —No será un gasto. Estarás buscando esposo.

Carraspeé para ocultar exclamación de sorpresa.

    —¿Esposo? No hablas en serio. Todavía tengo algunos años para...

    —Sí —me interrumpió—, pero Cenicienta también está creciendo y se está volviendo muy peligrosa. Las necesito a tu hermana y a ti lejos de aquí.

    —Pero... Vamos, no puedes estar creyendo que realmente podría conseguir al príncipe.

    —No me importa el príncipe. Si consigues llamar su atención, excelente, pero no será el único soltero.

    No, por supuesto que no lo sería. El baile caía en noche de luna llena. Ninguna de las invitadas iría sin compañía.

    —Pero ¿y tú? ¿Qué vas a hacer si...?

Entonces vi la reluciente daga que tenía sobre el detallado dibujo de un lobo humanoide sobre sus patas traseras. Me abalancé hacia adelante para tomarla antes de que Madre pudiera quitarla de mi alcance y me acerqué al candelabro para verla mejor.

Plata.

Madre se levantó y apoyó los puños sobre el escritorio.

—Ponla donde la encontraste ahora mismo.

—¿Esto es lo que vas a hacer? —dije sacudiendo la daga—. ¿Tentarla para que te ataque y así tú puedas matarla sin remordimientos?

—¡Sí! Eso es exactamente lo que voy a hacer.

Estiré el brazo para alejar la daga de ella.

—No te voy a dejar.

—Claro que sí. Y preferiría que fuera así y no enviándolas al convento del otro lado de la ciudad. O directamente a las calles, si tampoco las aceptan allá.

Di un paso atrás.

—¿Las calles? ¿Harías eso?

    Madre cerró los ojos un momento y respiró con profundidad.

—No pueden quedarse —dijo tratando de sonar calmada—. Cualquier cosa que les pase fuera de aquí será mejor que lo ocurrirá aquí cuando la puerta del comedor falle.

    —No estoy de acuerdo.

Señaló el mapa de la pared con un dedo tembloroso, y por primera vez en mucho tiempo vi temor en sus ojos.

    —Tú no viste lo que esa primera bestia le hizo a su padre. No voy a dejar que les pase algo parecido a ustedes o alguien más de la ciudad

Sabía que no le fascinaba la la idea del matrimonio. No podía enojarme con ella por querer alejarnos de la casa a como diera lugar. El negocio se estaba cayendo y no había dinero para enviarnos a ningún lado por un período indefinido.

    Madre se levantó con el mismo porte solemne de siempre y rodeó el escritorio para acercarse. Me tomó de las manos.

    —Una vida, querida —dijo casi en súplica—. Irte a dormir sin miedo. Tener la libertad de invitar a tus amigas a pasar el rato. Podrías vivir lejos del bosque, tener tu propia familia, abrir un nuevo negocio...

   No pude verla a los ojos.

    —No si eso implica dejarte a ti sola con ella.

    —Ya estoy vieja —dijo recuperando la daga—. No desperdicien sus vidas por mí.

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