8. ¡Viva la princesa!
La emoción se palpaba en el aire de la ciudad aquella noche. Hacia años desde el ultimo baile real y no se hablaba de otra cosa en la capital y alrededores. Los nobles preparaban sus mejores atuendos y argumentos, los mercaderes peleaban a muerte por los mejores sitios para colocar sus tenderetes o el derecho a abastecer a la real corte y los campesinos se preparaban para organizar sus propias fiestas y disfrutar de la generosidad de su señor.
Con la caída del ocaso, las carrozas más hermosas de cada familia y casa tomaron el camino al palacio, luciendo en alto sus colores y escudos, arrojando monedas de cobre a la muchedumbre apiñada, y las cancelas del palacio se abrieron para recibir a tan nobles huéspedes, con el sonido de clarines y el despliegue de las reales enseñas en cada rincón del castillo.
Una carroza algo distinta a las demás marchaba hacia el palacio a ritmo tranquilo, majestuoso. Parecía una calabaza, rustica y colorada, pero una calabaza adornada con todo género de flores y plantas, tan silvestre como imponente, con decoraciones de madera y hueso. Tiraban de la curiosa carroza dos enormes liebres, grandes como caballos, con ojos rojos y mirada prepotente, trotando en silencio por los caminos. Al pescante iba un cochero como ningún otro, oscuro el anticuado abrigo y relajada la postura, con el rostro cubierto por un enorme sombrero emplumado, rodeado de cuervos, y, sujeto a la puerta, un lacayo de librea, con los colores de su señora; el verde de la espesura, el pardo de la madera, el negro de la noche, elegante y habilidoso, sujeto a la barra sin esfuerzo, como si de un lagarto se tratase, impresión reforzada por sus brillantes ojos ambarinos. La princesa iba dentro del coche, cariacontecida ella, y quienes tuvieron el valor de acercarse al carro lo suficiente para echarle un vistazo, jurarían y perjurarían durante el resto de la noche que aquella era la mujer más bella que jamás hubiesen visto.
Ajena a semejantes valoraciones, Deirdre temblaba suavemente en su asiento, aterrada y confusa, sonriendo débilmente a los mozos que estiraban el cuello para observarla.
—No estoy segura de todo esto, señor Gato
—Deja de preocuparte, niña. Lo harás de maravilla.
—Pero yo no tengo ni idea de que hay que hacer en un baile...
—Bueno, tú te encargabas de escuchar a Ana, ¿No? Pues entonces sí que tienes alguna idea.
—Ya, pero me da miedo. Y si... ¿Y si me rechazan? ¿Y si se dan cuenta?
El señor Gato le soltó un codazo sigiloso a un chico más atrevido de lo debido.
—Créeme chica. Eso no será problema.
—Y este vestido... ¡Yo nunca he llevado un vestido! Me muero por quitármelo...
—Tranquila, eso tampoco será un problema. La mitad de esta gente quiere lo mismo...
—¿Quieren quitarse el vestido?
—Oye, escucha. Tu entra ahí y pon tu mejor sonrisa. El príncipe ira directo a por ti y punto. Dale conversación, sonríele mucho. Y si no aguantas el picor del vestido, tienes mi permiso para quitarte los guantes y las medias, pero nada más. No de momento. Cuando den las campanadas, tu sales pitando para el jardín, como alma que lleva el diablo. Y ya está. Relájate, todo saldrá bien.
—Vale. Me relajo...me relajo...no me relajo...
En el palacio real, el joven príncipe se removía incomodo junto al trono paterno. En vez de ocupar el lugar de honor, el enfermo rey había decidido contemplar la danza desde el palco, cubierto con mantas y rodeado de estufas.
—¿Y cuando llegará esa princesa tuya?
—Pronto padre, pronto...
—No me gusta ¿Sabes? ¿Ni siquiera tienes idea de a qué casa pertenece?
—No hablamos de ello, padre.
—Una busca fortunas, eso es lo que es.
—No, estoy seguro de que...
—Hazme caso chico, ya verás. Dime ¿Te hizo caso antes de que le dijeses que eres príncipe?
—Pues...
—¡Aja! Y apuesto a que luego fue muy atenta y agradable...
—De hecho, no tanto. Me pregunto si tenía un hermano...
—Joder, hijo, no sé qué mierda le echa Chatefrois al vino, pero si te deja así de ciego, yo quiero un trago.
—Vale, mira, el caso...
—El caso, muchacho, es que vas a darle la patada a esa pelandusca según entre. Pero le admito al gordo de Chatefrois que te hace falta una mujer, para que alguien te de una colleja cuando te pases de gilipollas. Así que aprovecharás el resto de la noche en buscar a una como dios manda, que para eso he montado todo este tinglado.
—Si, padre.
—Hale corre. Y que sea de buena casta.
—Si padre.
El príncipe bajó las enormes escalinatas cabizbajo. Dentro de él sabía que cuanto su padre le había dicho era cierto. Lo sabía bien. Pero era duro admitir que pudiera haber estado tan equivocado. Se detuvo en el rellano, suspirando. Un criado se acercó a él con una bandeja con algunas copas de champaña, y el príncipe tomó una y contempló su reflejo en las burbujas doradas. Suspiró de nuevo.
Y entonces hubo fanfarria, y el gran chambelán anunció a la princesa misteriosa. Tal cual, "La princesa misteriosa". Todos los ojos se volvieron hacia la entrada, y los del príncipe no fueron ninguna excepción. Durante cinco largos segundos sostuvo el borde de la copa junto a sus labios, luego la devolvió suavemente a su bandeja, sin probarla, y emprendió el camino escaleras abajo.
El criado era un profesional, y un imprevisto de última hora no le haría perder su férreo tesón. Bajó tras el príncipe deslizando sigilosamente una aguja aun goteante de filtro amoroso, y estaba por cogerlo, cuando un puñado de noblecillos se le abalanzaron encima, sedientos de espumoso. El criado tropezó torpemente y las copas ensuciaron el suelo, lejos de los paladares de aquellos sedientos. El señor Gato no podía permitirse tener a un puñado de noblecillos enamorados de la princesa.
Luego desapareció entre la muchedumbre, cambiando de rostro, pero las oleadas del baile no hacían sino alejarle más y más de la pareja.
Deirdre estaba hecha un manojo de nervios. Temblaba de pies a cabeza, sonreía con amable inseguridad y tenía que hacer grandes esfuerzos para no salir corriendo. Un muchacho se le acercó solicito, con una sonrisa lupina brillando en el rostro. Sujetó su mano de ébano con delicadeza y luego se derrumbó en el suelo cuando el príncipe Filipo lo derribó de una patada en salva sea la parte.
El príncipe recompuso el cuello de su camisa y luego fulminó con la mirada al salón entero. Tendió una mano firmemente trémula a la dríade y la llevo al centro del salón de baile, ante el silencio general. Durante un momento incomodo, ambos permanecieron allí, cara a cara. Luego él hizo un gesto impaciente y la orquesta se apresuró a retomar el vals.
Bailaron despacio, con torpeza, y a Deirdre le pareció que aquel muchacho tímido y bajito, que contaba en voz baja los pasos para no perder la danza, era encantador. Había visto a muchas jóvenes dríades juntarse con faunos y duendes y, por comparación, el príncipe Filipo resultaba casi guapo. Temblaba tanto como ella, y notaba en su mirada el mismo miedo y desconfianza que debía haber en los suyos propios, mezclado con una determinación serena, ardiente, en sus ojos pálidos.
Un baile llevó a otro, y luego uno más. El salón giraba a su alrededor y todas las miradas los seguían, pero para el príncipe no existía nada más allá de aquella chica. Tenía que darle puerta, tenía que acabar con aquello, pero el mundo solo contenía a aquella hermosa doncella de piel morena y ojos pardos, tímida y amable, mucho más noble que cualquiera de aquellos pomposos imbéciles que les rodeaban.
Rieron y bromearon, hablaron y disfrutaron, y el príncipe se sintió más encantador que nunca. Estaba chispeante, ingenioso, lleno de vida. Las palabras brotaban de sus labios como de un manantial, embriagado de belleza y amor. Alabó aquella piel oscura como la fértil tierra, los ojos del color del bosque, su larga melena, del tibio castaño dorado del otoño y su sonrisa blanca, blanca como la nieve más pura. Sonrojo a aquella adorable joven con versos sobre su figura curvilínea, sus generosas caderas, las formas tentadoras de su dulce pecho, el brillo jugoso de sus tiernos labios y la esbelta longitud de sus bellísimas piernas. Esculpida en madera, por el maestro de todos los artesanos, elegante y grácil como un sauce.
Y el príncipe sabía que aquello era puro coqueteo, porque lo que realmente le enamoraba era su risa cantarina, el brillo de estrella de sus ojos y su voz amable y titubeante, la forma en que ninguno podía mantener la mirada del otro diez segundos seguidos, el modo en que todo allí parecía maravillarla y el hecho de que aquella mujer, hermosa y perfecta, no parecía tener prisa alguna por dejar su compañía, ni repulsa alguna hacia su persona.
Proclamó de viva voz la hermosura sin parangón de su dama, y retó allí mismo a duelo a quien quisiera cuestionarla. Charló de lo humano y lo divino con algunos de los más nobles señores de su reino, mientras su dama soportaba con sereno terror la inquisición de las nobles damas, y cuando aquellos ojos pardos le pidieron auxilio con desesperación, abandonó a los nobles con un chiste hilarante y se llevó a su dama a los jardines entre un coro de risas de nobles y bufidos de damas. Danzaron junto a los estanques iluminados por la Luna, pasearon y hablaron sin parar, de sus vidas, de sus miedos, de sus sueños. Él le abrió su corazón y ella le respondió tan sinceramente como se atrevió.
Y luego, las campanadas de medianoche rompieron el encanto. Ella se levantó despacio, con la duda en la mirada.
—Tienes que irte ¿No?
—Lo siento. Me temo que sí.
—¿Te volveré a ver?
—Si así lo deseas, sí.
Luego la chica partió a la carrera, grácil como una corza, y el príncipe se quedó sentado en el banco de piedra, aferrándose al recuerdo de su cálida piel, el timbre de su voz y el aroma de su cabello.
Suspiró y volvió al palacio. Y fue más encantador aquella noche de lo que lo fuera en toda su vida anterior.
Deirdre corrió entre setos y parterres, riendo y llorando al mismo tiempo, hasta que la presa firme del señor Gato frenó su carrera.
—Buena chica ¿Cómo ha ido?
—Es un chico encantador y yo ¡Creo que le amo!
—Perfecto. Está bien que las cosas nos vayan rodadas por una vez.
—¿Qué decís?
—Digo que al árbol. Nos marchamos.
La dríade asintió despacio y entró en un aliso del jardín real. Pronto estaría de vuelta en la mansión. El señor Gato recogió las prendas que había dejado atrás, las guardó en una bolsa y bajó al patio donde estaban las calesas. Subió al pescante, cambió de cara y cogió las riendas. Una idea cruzó rápidamente su mente y, tras rebuscar un poco, sacó uno de aquellos zapatos de ámbar y lo arrojó al suelo.
—Para la más hermosa—musitó entre dientes.
Luego sacudió las riendas y las liebres se pusieron en camino, saltaron las cancelas de palacio y desaparecieron a la carrera en las sendas del bosque, ante la patidifusa mirada de algunos suplicantes hambrientos, esperando las sobras del banquete.
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