6. Cenizas
Ana llegó a su casa como en una nube, ensayando pasos de un imaginario vals con los zapatos en la mano, mientras reía alegremente. El príncipe la adoraba, eso estaba claro, y ella iba a ser princesa, la princesa más bonita y querida del mundo.
Su mente se perdía en medio de salones, recepciones y bailes a la luz de la Luna, siempre con apuestos galanes, príncipes extranjeros que regresarían melancólicos a sus hogares, enamorados de ella. ¡Pobres príncipes! Pero ella era una mujer respetable, y hasta que su príncipe muriera no podría complacerlos.
Seguramente su marido se pondría muy celoso, quizá le pegara y la encerrara en una torre, pero entonces alguno de aquellos guapos príncipes, enterado de sus desdichas, vendrían a rescatarla, se batiría gallardamente contra su ofensor y lo derrotaría y se la llevaría a su reino, prendado como estaba, para eterna envidia de las doncellas de aquella corte lejana.
Cruzó el umbral perseguida por su imaginario príncipe azul, y subió las escaleras de dos en dos mientras reía de pura felicidad. Enjuagándose aquellas lagrimas alegres entró en el cuarto de su madrastra. Quería verse de nuevo en el espejo, ver aquella belleza incomparable que había robado el corazón de tantos príncipes.
Su madrastra estaba sentada en la cama con la cabeza gacha y sus joyas agarradas en un puño. No volvió el rostro cuando ella entró, pero sí le dirigió la palabra, y en su voz había pura acritud.
—¿Dónde has estado, niña?
—He limpiado la casa y luego he salido a ver a mi madre...
—¡¿Así vestida?!
—Sí...
La mujer volvió su rostro iracundo hacia Ana. La rabia deformaba sus facciones, creando surcos en su rostro por los que resbalaban las lágrimas, arrastrando parte de su maquillaje, formando ríos negros a cada lado de la boca, fruncida en una mueca de tristeza y furia. Que fea era. La mujer le mostró los puños con rabia y escupió palabras amargas.
—Estas eran las joyas de mi madre, niña malcriada, y de su madre antes de ella. No tienes ningún derecho a cogerlas.
Ana la miró lentamente, juzgandola. El miedo instintivo que le había producido a primera vista ya se había esfumado y solo quedaba fría indiferencia. Aquella mujerzuela maltratadora no iba a gobernar su destino nunca más. A partir de aquel momento ella gobernaría el del resto del mundo.
—Deberías estar feliz, madre. No todo el mundo puede decir que una reina llevo sus joyas. — dijo mientras se quitaba uno a uno los anillos y las pulseras, dejándolos caer al suelo con frialdad. Cuando llegó a la gargantilla acarició el suave zafiro y se detuvo—. Incluso te haré el honor de conservar esta, como recuerdo de nuestra vida juntas.
—No creas ni por un segundo, pequeña hija de perra, que...
—¡No te atrevas a dirigirte así a tu princesa!
—Estas loca. El príncipe jamás...
—El príncipe hará lo que yo le diga. Ya lo has visto ¡El pobre esta locamente enamorado de mí!
—¡Monstruo!
—Vigila tu lengua, madre, o haré que te la corten. No tienes por qué preocuparte, aunque halláis sido tan malas conmigo me ocupare de que no sufráis.
—¡Te he dado un techo, un hogar, comida!
—¡Esta es mi casa!
—¡No lo es! ¡Tu padre murió, tu madre murió, y si mi bondad no me hubiese nublado el juicio, tu habrías muerto también, abandonada en cualquier arcén!
—¿Bondad? ¡Me has convertido en tu esclava! ¡Has obligado a una reina a trabajar de rodillas y limpiar la mugre!
—¡Hay chicas ahí fuera que te hubieran matado sin pestañear para poder estar en tu situación!
—Oh, pero yo no soy una vulgar campesina, so boba. Soy una princesa.
—¡Deliras!
—¡Lo soy! No te preocupes, yo soy buena y amable, no como tú. Dejare que te quedes en esta casa. Podrás dormir con Lena en la cocina y limpiar el polvo. Por lo visto es motivo de agradecimiento. Y a mis queridas hermanas les buscare un par de porqueros, maridos a su altura ¡No te preocupes, serán hombres ricos y no olerán peor de lo que ya lo hacen!
Ana se volvió, la cabeza bien alta, y salió del cuarto sin despedirse. Aquello fue demasiado para los nervios alterados de su madrastra. Su mente atormentada e iracunda se centró en un solo punto, y la mujer saltó sobre su ahijada tratando de arrancarle la gargantilla.
Forcejearon por el pasillo, ante la atónita mirada de las dos hermanastras. Riñeron tirando mesitas, derribando jarrones, y arañándose y gritándose como dos gatos encerrados en un saco. La experiencia y crueldad de la madrastra encontraron un digno oponente en la energía y altivez de la autoproclamada princesa, mientras recorrían el rellano golpeándose con puños, uñas, dientes y rodillas.
Finalmente la madrastra consiguió arrebatarle la gargantilla con un zarpazo triunfal, que se trocó en desesperación cuando la joven aprovechó su descuido para empujarla escaleras abajo. La mujer permaneció un segundo suspendida en el borde mismo del primer peldaño, antes de perder pie y caer rodando de escalón en escalón con un horrible grito de agonía interrumpido por el sonido de sus huesos al romperse en cada rebote.
Desde lo alto de las escaleras, Cenicienta miró a su enemiga con una expresión satisfecha en el rostro. Una de sus hermanastras, la pequeña, pasó corriendo a su lado, llorando y gritando el nombre de su madre, aterrada. La otra, con fuego ardiendo en las entrañas, agarró un grueso candelabro y al grito de "Esa era mi madre, mala pécora" se arrojó sobre la triunfante princesita blandiendo la barra de hierro con más ímpetu que destreza. Ana trató de cubrirse por puro instinto, pero el golpe hizo flaquear sus rodillas y sacudió con fuerza su cabeza. Se derrumbó aturdida sobre el pasamanos y perdió pie al chocar con la barandilla de madera, desapareciendo en el hueco de la escalera sin emitir sonido alguno.
Lena despertó agitada de su placido sueño, alertada por el grito de la madrastra. Cogió un cuchillo de cocina por si las moscas y subió las escaleras a gatas, tan rápido como podía, maldiciendo durante todo el camino. Y alcanzó lo alto de las escaleras a tiempo de ver como el golpe de la hermanastra derribaba a Ana de las alturas. Corrió tan rápido como pudo, desesperada, pero no había modo de que llegase a tiempo.
Por uno de esos terribles azares de la vida, el hermoso fular quedó atrapado en los adornos de hierro del pasamanos, cerrándose con fuerza sobre el grácil cuello de la muchacha y robándole el aire y la vida. Pataleaba en el aire lejos del alcance de la criada, sus hermosos ojos abiertos de par en par por la sorpresa, mientras su boca se abría en un "Oh" sorprendido. Lena subió las escaleras a toda prisa, pasó al lado de la hermana pequeña y su madre inconsciente y apartó a la mayor de la barandilla, donde la chica intentaba con desesperación romper la tela y liberar a su hermanastra. De un golpe de cuchillo la criada soltó a la colgada.
La joven doncella cayó encima del cajón de la ceniza. Aquello era labor de Ana, tendría que haberlo limpiado hacia horas, pero se había limitado a sacarlo de la chimenea y olvidarlo, emocionada por el baile. Y allí se quedó, sin fuerzas para moverse.
Cuando Lena llegó hasta ella ya había muerto. Muerta entre cenizas. Casi poético.
Las hermanas gritaban y lloraban pero Lena no parecía oírlas. Tenía sus propias preocupaciones. No tenía ni idea de cómo comunicarle aquello a la abuelita.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro