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3. Ana



Llegó el amanecer y Ana lo saludó con alegría desde la ventana de su buhardilla. Los jilgueros, ruiseñores y petirrojos volaron hasta su cuarto y con sus cantos anunciaron el comienzo del día.

Ana saltó los escalones de dos en dos, emocionada por el nuevo día y lo que pudiese depararle. Se cruzó en el rellano con sus dos hermanastras, pero no esperó a que pudiesen arruinarle el día y bajó en volandas hasta la cocina.

Lena ya estaba allí abajo preparando el desayuno y alimentando la lumbre que daba calor al hogar cuando la exultante Ana bajó irradiando felicidad como un pequeño Sol. Abrazó a la criada y luego la cogió de las manos y dio un par de vueltas bailando antes de que la chica tuviese que correr hacia los huevos fritos para evitar un desastre.

—Buenos días Lena. ¿No es un hermoso día?

—Sí, muy bonito. Ahora pon a hervir la tetera.

—Buenos días, señora tetera. ¿Lista para su remojón matutino? No me mire así, mujer, me hará sonrojarme.

Rio entusiásticamente mientras vertía el agua en la tetera, derramando casi tanto como llenaba, y luego la puso sobre el fuego, con cuidado de derramar un poco más de agua.

Lena refunfuñó, pero no dijo nada. La dueña había pensado que, dado el apuro económico que pasaban, bien podía Ana encargarse de hacer las tareas del hogar y ahorrar en sirvientes. Luego se sorprendió mucho al ver lo que ocurre cuando uno pone a una niña que ha vivido entre algodones a hacer el trabajo de la casa. Así que Lena se había convertido en un mal que había que tolerar. Mientras la dulce y risueña Ana aprendía a hacer las tareas del hogar solita, Lena seguiría en la casa para ocuparse de que no se cayera. Sin sueldo, solo sobras y un techo bajo el que dormir.

La criada tampoco le pedía más a la vida y vistas las habilidades de Ana, confiaba en mantener su trabajo aún muchos años. La muchacha tenía la enervante manía de ser preciosa y radiante a todas horas, reía tontamente, lloraba como una princesa y jugaba más de lo que trabajaba, tanto, que siempre iba manchada de hollín, por lo que sus hermanastras la llamaban Cenicienta. A Lena, que además del hollín llevaba encima las manchas del aceite, el agua, el barro, el estiércol y cualquier otra sustancia desagradablemente necesaria la llamaban "Eh, tú". Eso sí reconocían su existencia.

Se encogió de hombros y siguió a lo suyo, mientras Ana saludaba a cada pieza de vajilla alegremente. La prefería eufórica que llorando y quejándose. Escuchar los lloriqueos de aquella princesita mimada hastiaba a la dura y humilde Lena, que no sabía que responder cuando ella lloraba sobre sus vestidos de satén azul, sobre cómo solo podía comer las sobras después de que su madrasta comiese o como aquel par de arpías la llamaban Cenicienta. Lena había nacido en una porqueriza, no tenía ni idea de que era el satén y elegía su comida antes de que los platos saliesen de la cocina, que para eso era la cocinera. A veces la dueña arrugaba aquel exquisito rostro suyo y le pedía cuentas a la criada, pero ella se limitaba a poner cara de tonta y esperar a que la muy estirada no soportase más permanecer en las cocinas.

Ana, por el contrario, pasaba mucho más tiempo en la casa, quitando el polvo mientras canturreaba con su voz celestial, barriendo y adecentando y recibiendo a las visitas con elegantes reverencias.

Cuando el desayuno estuvo listo, la joven subió los escalones de dos en dos cargada con la bandeja hasta el salón, donde las dueñas del hogar esperaban la comida, impacientes.

—Ya era hora, Cenicienta. Ya no sé si estamos desayunando o comiendo.

—Perdón, madre. Es que el día es tan bonito que me he entretenido mirándolo...

Los ojos de Ana adoptaron una expresión soñadora mientras su mente vagaba tras aquellos ojos como zafiros. Las tres mujeres permanecieron unos segundos esperando a que la muchacha volviese al mundo real, pero Ana siguió allí detenida, con una sonrisa feliz, tan hermosa como atontada.

—¡El desayuno!

—¡Oh!¡Lo siento tanto! De inmediato madre. Es que como el día es tan bonito...

La madrasta observó con hartazgo la expresión embobada de Ana, tamborileando los dedos sobre la mesa. Finalmente decidió que o se servían ellas o no desayunarían, y empezó a repartir las cosas de la bandeja, ignorando la preciosa estatua viva de sonrisa soñadora.

—¿Has oído madre, lo del baile del marqués de Chatefrois?

—¿Qué baile? ¿De qué me hablas querida?

—Han hecho la proclama esta mañana. El marqués va a dar un baile y toda moza en edad casadera está invitada.

—¿Busca esposa el marqués?

—No, por lo visto es en honor del príncipe. El rey se negaba a darlo en palacio, así que el marqués lo hace en su mansión, para salirse con la suya.

—¿Y qué dice el duque?

—Por lo que dicen, está furioso. Una doncella de palacio contaba que anda por ahí echando pestes de todo y todos, y cagándose en la madre que los parió...

—¡Niña!

—Perdón madre. Pero es lo que hace.

—Así que el marques le busca un arreglo al príncipe, ¿eh? Pues entonces iremos a ese baile.

—¡De verdad! ¡Madre, eres la mejor!

—Lo se mis niñas, lo sé.

—¡Oh madre! ¿Y yo? ¿Puedo yo ir?

—Por supuesto, Cenicienta

—¡En serio!

—Pues claro que no, niña tonta. Aunque diga todas las mujeres en edad casadera, obviamente no dejaran entrar a cualquier pordiosera.

—¡Pero yo no soy una pordiosera!

—No, eres una criada, que es peor. Ahora haz algo útil y desaparece de mi vista.

Las lágrimas, puras y cristalinas asomaron a los ojos de Ana, mientras se le formaba un nudo en la garganta. La chica lanzó un aullido de pena y salió corriendo, presa de un muy sentido llanto, ignorando los gritos de su madrastra de que volviese a por la bandeja.

Cruzó a la carrera el largo pasillo, bajo hasta la cocina y se derrumbó sobre un banco junto al fuego, echa un mar de lágrimas.

—Oh, Lena. ¡No van a dejarme acudir al baile!

—¿Qué baile?

—El del marqués de Chatefrois. ¡Oh, deseaba tanto poder ponerme mi mejor vestido y bailar toda la noche, hasta que la cabeza me dé vueltas! Y quizá conocer a un amable caballero, un noble héroe que me saque de este infierno... ¡Pero mis ilusiones se esfuman como la espuma del mar, pues madre me ha prohibido asistir!

—Pues ya ves tú qué cosas...

—¡Lena! ¿Es que no entiendes mi tristeza?

—Pues más bien no.

—Oh, Lena. ¡Tu corazón esta mustio como el de una anciana!

Y dicho aquello, Ana abandonó la cocina a la carrera, sosteniendo sus faldas con una mano, mientras con la otra se enjuagaba las lágrimas, haciendo caso omiso de los gritos de Lena para que volviese a fregar la vajilla.

Su carrera llevó a la dulce Ana junto el sauce bajo el que descansaba por siempre su madre, en el linde mismo del bosque. Allí era donde Ana acudía cuando no podía soportar más su torturada existencia y el abuso constante de su nueva familia.

—¡Madre, oh madre! Mi madrastra no quiere que acuda al baile... ¡Y yo lo deseaba tanto! Quería bailar toda la noche, y quizá conocer a un apuesto galán, ver al príncipe y los nobles, lucir mis más hermosos vestidos... ¡Oh madre, soy tan desgraciada!

—No temas nada, Ana, hija mía. —La voz de su madre llegaba como el viento entre las ramas, conocida y acogedora—. Pues tu irás al baile esta noche.

—¡Pero no puedo hacer eso, madre! ¡Mi madrastra me mataría!

—No temas mi querida hija. Vuelve aquí con el ocaso, y tendré para ti el más bello de los vestidos.

—Pero...

—Será un vestido mágico, mi niña. Mientras lo lleves junto a tu colgante, tus hermanas y tu madrastra no podrán reconocerte, pero el resto del mundo te verá tan bella como yo te veo.

—¡Gracias madre, mil gracias! Pero este vestido... será a la moda, ¿No?

—¿Cómo?

—Bueno, no puede presentarme en un baile con un traje como los que tu gastabas. Quiero decir, seguro que tú estabas preciosa madre, pero el tiempo ha pasado y...

—Sí, sí, será muy a la moda. Ahora vuelve a casa de una vez. Nos vemos luego.

—¡Oh, madre, me haces tan feliz! ¡No veo la hora de volver aquí!

La dríade asomó su rostro de madera fuera de la corteza del sauce, para asegurarse de que la niña se había marchado. Suspiró y se adentró en la espesura para buscar a la abuelita. ¡Lo que una tenía que soportar para que no la desahuciasen!


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