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2. La choza de la bruja



El señor Gato siguió el rastro del ave fantasmal entre el espeso follaje de la arboleda. Tenían un precioso bosque allí, uno antiguo, poderoso, como ya quedaban pocos.

No era de extrañar que le hubiesen requerido. Podía ver ojos abrirse a su paso, y sombras esconderse debajo de cada rama y en cada agujero. Las raíces de los árboles, como gruesas serpientes, trataban de hacer tropezar su caballo, un intento vano cuando uno monta en el mismo viento.

Finalmente llegó a una cabaña en mitad de la espesura, muy típica, de hueso y madera, con techo de musgo, una chimenea torcida y patas de madera con forma de zarpas que levantaban la estructura del suelo del bosque. La puerta estaba abierta y del interior se escapaba el acogedor resplandor de una lumbre encendida.

Pasó adentro llamando a la puerta mientras lo hacía, despertando sobresaltada a la ancianita que dormitaba ante el fuego, balanceándose con tranquilidad en su vieja y chirriante mecedora. El cuervo se posó en la chimenea ante la mujer y se deshizo entre las llamas mientras la anciana volvía hacia el señor Gato sus ojos ciegos y le mostraba sus encías desdentadas cuando cada arruga de su rostro se movía para formar una cálida sonrisa.

—Ah, señor Gato. Ya está aquí. Pase, pase, no se quede ahí fuera, la noche es fría. Cierre la puerta y tome asiento.

El señor Gato cerró la puerta con delicadeza y dedicó un vistazo exhaustivo a la morada. La anciana descansaba junto al fuego del lar, tapada con toda suerte de mantas y ropas, confusas, descoloridas, verdes, marrones, rojas y blancas. Todo el lugar olía a bosque y estaba decorado con cráneos de diversos animales. Desde el techo, desde varias perchas, una docena de cuervos vigilaba cada paso que daba y una sombra se escondió rápidamente tras el asiento de la anciana. Olía a bosque y a fuego, a. Apartó unos cojines malcosidos del asiento de una mecedora, antes de tomar asiento. Cruzó las piernas, formó un puente con los dedos de ambas manos y habló con voz suave y clara.

—Antes de nada, tengo que ver mi pago.

—Pero por supuesto, señor Gato. Es lo menos que puedo hacer por usted. Nimi, se buena y acércale el cofre al señor.

Una pequeña criatura, sentada a la sombra de la anciana, se levantó sobre sus flacas piernecillas, cogió una arqueta de un aparador y se la acercó al señor Gato, clavando sus enormes ojos en él.

El señor Gato cogió el cofrecillo con delicadeza, lo abrió lentamente, y una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Luego cerró de nuevo la caja y se la tendió a la duendecilla.

—Gracias, Nimi. —Dedicó una sonrisa a la criatura y devolvió su atención a la anciana—. Esta todo en orden. ¿Qué es lo que quiere que haga exactamente?

—Señor Gato, no necesitamos que haga más que lo que usted sabe hacer tan bien. Hemos oído que hizo un excelente trabajo con el marqués de Carabás, y también tenemos conocimiento de lo de la mujer durmiente del bosque, su trabajo para los enanos.

El señor Gato asintió pacientemente. Mientras otros se habían lanzado alegremente a dar caza a cualquier cosa que fuese medio mágica, el señor Gato había pensado que haría más negocio proporcionando ayuda a aquellos pobres marginados. Y había sido un pleno. No solo no volvió a faltarle el trabajo, sino que los pagos en especie habían hecho de él mismo una suerte de brujo, eterno y poderoso.

—Vera, últimamente los hombres del rey han logrado convencerle de que arrase nuestro bosque para abrir más tierras al cultivo y ampliar sus propios dominios. Y nuestro rey ha comenzado a escuchar a los que le cuentan tales cuentos...

El señor Gato asintió. Pasaba en todas partes. Cada vez costaba más mantenerse al margen y los hombres ambiciosos y sin escrúpulos abundaban como el trigo en las eras. Un bosque tan antiguo como aquel, era una auténtica sorpresa que no hubiesen marchado aún sobre él...

La ancianita pareció leerle el pensamiento.

—No se deje engañar por mi maltrecho aspecto, señor Gato. Todavía soy poderosa, mucho. Y respetada en los alrededores. Pero la juventud, bueno, la juventud no conoce el respeto ni el miedo.

—¿Debo entender que quiere que me encargue de los nobles, o del rey?

—Nada de eso. Del rey ya me he encargado yo. Es común en los hombres de su edad el ponerse repentinamente enfermos. —La anciana soltó una risita maliciosa antes de seguir—. No. Nuestra esperanza reside en su hijo, el príncipe. El pobre es medio tonto, un ceporro que hará lo que le manden. Si los nobles echan mano a su joven majestad, es el fin de nuestro bosque, pero si la voz adecuada aconsejase al príncipe...

—¿Un consejero, eh? ¿En qué pensaba?

La sonrisa traviesa de la ancianita se hizo aún más grande.

—También hemos pensado en esto. Lo que a nuestro príncipe le hace falta es una mujer.

—Una esposa que lo gobierne ¿Eh? Buena idea, buena idea...

—Y da la casualidad de que tenemos a la muchacha ideal, bella como un amanecer e inteligente como un tronco podrido. Ana se llama, aunque la conocen por Cenicienta. Su madre murió hace un tiempo y parece que tiene problemas con su madrastra, ya sabe cómo son estas chicas jóvenes. Cada día va al viejo sauce bajo el que enterraron a su santa madre y le reza y llora, y su madre la consuela dulcemente.

—Su madre ¿Eh?

—Si nuestra dulce Ana consiguiese desposar al príncipe, problema resuelto para todos. Normalmente uno pensaría que es imposible que una muchacha de baja estirpe, casi una criada, despose a un príncipe, pero ya se ha hecho ¿No es cierto? Usted lo ha hecho...

—Arreglar una boda. Bien, sencillo, deme un segundo.

El señor Gato permaneció en silencio unos segundos, valorando las posibilidades, mientras la anciana esperaba pacientemente, cargando su pipa, un trasto negro y grotesco con tallas de aves.

—Bien. Se me ocurre algo. Entraré como un miembro más de la corte y me ganare el favor del príncipe. Solo hay que crear el escenario para que los dos se encuentren, una cacería, no, quizá alguna fiesta... ¡Un baile! Eso bastará. Si tienen un rey moribundo y un príncipe medio lelo tendrán prisa en casarlo. Convocaremos a todas las muchachas de los alrededores. Adecenta a la chica, que pase por una princesa, y ya me ocupo yo de que esos dos tortolitos se enamoren. Problema resuelto.

—Suena bien, suena bien. —La anciana dio una calada pensativa y su aliento se convirtió en un pequeño jilguero de humo que se deshizo tras aletear un poco—. ¿Será tan fácil?

—Y más. No obstante, necesitamos tomar ciertas medidas de seguridad. Primero, es vital asegurar la seguridad de la candidata.

—No será problema. Su madre le regaló un colgante de madera para protegerla. Mientras lo lleve podré verla y mis cuervos la protegerán.

—Tendrá que servir. Segundo. Necesito alguna manera de estar en contacto con usted, por lo que pudiese pasar.

La anciana detuvo su balanceo un momento. Luego asintió, frunciendo los labios y rebuscó en su manga para sacar triunfalmente una pequeña moneda de plata, reluciente y antigua.

—Echa esto en un recipiente con agua y podremos hablar en cualquier momento. Apañado

—Excelente. —El señor gato recogió la moneda de manos de la anciana y la guardó en uno de sus múltiples bolsillos ocultos—. Esto será suficiente. Ha sido un placer. Nos veremos cuando todo esté resuelto.

La anciana levantó su pipa para despedir al hombre y luego escupió una nube de humo que formo un pequeño halcón antes de deshacerse. La pequeña duende tiró de los faldones de la mujer y aquella bajo la venerable cabeza hasta la altura de la criaturilla.

Escuchó atentamente y luego volvió a recostarse pesadamente en su asiento, meditabunda.

—A mí tampoco me gusta, pero es el mejor en esto. Ahora nos toca confiar. La pequeña Ana lo hará bien, lo hará bien...

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