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Prólogo

Corre.

No te detengas.

Mi corazón late con rapidez, mis piernas comienzan a flaquear debido al cansancio.

Nunca imaginé que un simple juego terminara así: conmigo siendo el sacrificio.

Los escucho reírse y gritar a mi espalda. La luz de la luna me ayuda a guiarme, pero también los ayuda a verme.

Atravieso el arroyo que está a trescientos metros de la hacienda y sigo corriendo al Norte. Al otro lado del arroyo hay un claro, lo pienso por un segundo antes de seguir al Este, siempre prestando atención al ruido y tratando de ser lo más silencioso posible. A cincuenta metros, el arroyo se tuerce bruscamente al noroeste.

Sé dónde estoy.

Sigo corriendo y pronto logro visualizar la sombra de los altos peñascos, ahí la arboleda es más espesa y me podré ocultar mejor, sin embargo no me puedo quedar, me encontrarían tarde o temprano.

—¡No debe estar muy lejos! —oí gritar a uno de ellos—. Irá al peñascal o al otro lado de la cerca.

Mierda.

Miro en la dirección de la voz esperando ver sus siluetas, sin embargo no veo nada más que cedros y encinos. Me adentro por fin en la zona de los peñascos, corriendo entre los árboles, buscando como subir para poder ver mejor el panorama.

—¡Lo veo! —grita alguien.

Volteo en dirección del ruido, solo para ver a uno de ellos correr hacia a mí, rifle en mano. Sigo corriendo, pero me tropiezo y casi caigo, aunque me mantengo en pie como puedo.

Escucho el arma siendo cargada, sé que me apunta. El ruido vino, sin embargo no hay dolor porque no me dió. Volteo para verlo cargar nuevamente el rifle.

—¡No lo mates aún! —grita alguien más.

Iba a voltear, pero sería perder el tiempo. Sigo avanzando entre los arboles, sobre las rocas y la maleza. Pero están cerca, escucho sus pisadas detrás de mí. Acortando la distancia entre ellos y yo.

Finalmente el miedo y la incertidumbre ganaron, volteo hacia atrás, hay dos de ellos, uno lleva un rifle y el otro una pistola.

De pronto, choco contra algo duro, golpeándome de lleno y enviando dolor por mi torso y rodillas. Grito inevitablemente. Estoy adolorido, cansado y temeroso. Mi grito atrae la atención de los dos que me seguían de cerca y probablemente del resto de ellos. Miro frente a mí, es un peñasco caído, bajo él hay un espacio entre la piedra y el suelo; sería un buen escondite, pero ya estoy cerca de mi objetivo, además ellos saben dónde estoy y se acercan.

Maldigo en mi cabeza, ¿por qué todo me tiene que salir tan mal?

Finalmente, decido volver a correr hasta llegar a la zona por la que puedo subir.

La altura neta es un aproximado de cien metros, es lo suficientemente alto cómo para ver hacia donde dirigirme sin tener que exponerme.

A unos metros logro visualizar la pendiente que buscaba, pero justo en el momento en que llego, me doy cuenta de que me equivoqué; esa no es la pendiente, esta choca firmemente contra uno de los peñascos, siendo imposible subir.

Pienso y pienso, pero se me hace tarde, unas sigilosas pisadas se acercan. Miro en todas la direcciones posibles, solo para darme cuenta de que estoy atrapado.

—Alvaro —susurra—. Acabemos con esto de una vez.

Imagino que en cuanto me vea llamará a los otros.

Veo la luz de una linterna en los troncos de los altos árboles, por el suelo, sobre las hojas secas que lo cubren casi en su totalidad.

Las hojas secas aplastadas: mis huellas.

Escucho su risa cuando las nota.

—¿Estás asustado? —pregunta con desdén—. ¿Ya no te estás divirtiendo, jefe?

Me niego a responder y darle el privilegio de escuchar mi temblorosa voz. Pero él aún no me ve y yo tampoco puedo verlo a él.

Recojo una roca y un tronco del suelo. El tronco no mide más de noventa centímetros de largo y diez de grosor, pero es adecuado. Apenas.

Me oculto detrás un grueso encino, el tronco en la mano izquierda y la piedra en la derecha.

Es en ese momento en que recuerdo la manera en que fui engañado vilmente, cuando creí que por fin tenía un poco de control en este juego.

Aquí nadie defiende a los forasteros cómo tú. Debes aprender a defenderte por tu cuenta.

No soy un forastero, nací aquí; al igual que tú —me defendí.

—Eso lo discutiremos en otro momento. Primero que nada, aprende a usar un arma, ya sea rifle o pistola, es muy útil, incluso para los coyotes que atacan el ganado.

—¿Me enseñarías, por favor?

—Ya lo estoy haciendo. Creo que es la primera vez que te escucho decir "por favor".

Es verdad, aquí nadie me defenderá más que yo mismo.

Ni siquiera él.

Levanto el brazo y con fuerza lanzo la roca unos metros al frente, esta causa un estruendo cuando choca contra el peñasco, atrayendo rápidamente la atención de quién me busca. Las hojas crujen bajo sus pies mientras avanza. Sostengo el tronco con mis dos manos y espero. Nunca dirige la luz a otro lugar que no sea el peñasco, así que cuando finalmente llega al nivel del árbol no me ve.

Elevo mis brazos y dejo caer con fuerza el tronco en su cabeza. Se detiene en seco, lleva su mano al lugar del impacto y casi en seguida se desploma sobre las hojas secas de encino.

Rápidamente recojo su rifle, las municiones y su linterna. Sé que no pasará mucho tiempo para que los otros lleguen hasta este lugar, así que sigo buscando frenéticamente la pendiente para subir ayudándome con la luz de la linterna. Pienso que tal vez llamará la atención pero llego a la conclusión de que pensaran que soy su compañero.

Yo aun estoy en desventaja, sólo tengo un rifle y una linterna y ellos aún son tres en pie.

Pero son ellos o yo.

¿Desde cuándo me quedo quieto a esperar el golpe?

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