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Capítulo 7

Brayan me miró de soslayo, obviamente reacio a responder con sinceridad.

—Me encuentro bien —contestó en un murmullo—. Gracias por preguntar.

Arreó el caballo, instándolo a continuar el recorrido, pero atravesé el mío frente a él. Lo que estaba haciendo era bajo, pero necesitaba que él cooperara por las buenas.

—Hablo en serio —le dije—. ¿Qué te ocurre?

Evitó mi mirada, siempre mirando hacia la cabecilla de su silla de montar.

—Hay que seguir buscando la vaca —dijo, evadiendo el tema.

—No. —Le dije con firmeza—. No nos vamos de aquí hasta que me digas qué pasa.

Resopló, una muestra de irritación bastante clara. Casi me molestaba también ¿Cómo se atrevía a mostrar esa clase de rebeldía conmigo y no con quienes lo molestaban?

Afortunadamente, recordé que necesitaba que confiara en mí, no que huyera de mí. Así que puse mi mejor cara de preocupación e insistí.

Me quedé justo donde estaba, obstruyéndole el paso. Finalmente, Brayan se hartó y bajó las riendas.

—¿Es realmente necesario? —quiso saber.

—Sí —me encogí de hombros—. No quiero que te desmayes o algo así.

—O algo así —repitió.

Resoplé. ¿Qué tan difícil era que hablara?

—No es que me interese —repliqué—, pero te encargas del ganado de mi padre. No quiero que te desmayes por ahí y el ganado: bien, gracias.

Brayan rodó los ojos.

—¿Es eso o simplemente te gusta el chisme? —me preguntó.

Una sonrisa casi cínica tiró de la comisura de mis labios.

—¿Tengo cara de ser un chismoso? —le respondí con otra pregunta.

Brayan se me quedó mirando, cómo si buscara las respuestas del universo en mis ojos. No las encontraría, por supuesto, pero seguro que eso le daba tiempo para evadir mi pregunta.

—Solo los idiotas contestan una pregunta con otra pregunta —me dijo.

No pude evitar sonreír por completo. Este imbécil me estaba haciendo la situación más complicada de lo que creí.

—Sé lo que estás haciendo, Brayan —le aclaré, no sin amabilidad—. Y déjame decirte que no va a funcionar. Así que empieza a hablar si te quieres ir, porque yo puedo esperarte todo el día, pero no sé si te sea muy cómodo a ti.

—No serías capaz —aseguró, con una sonrisa ladina.

—Pruébame —lo reté.

Su sonrisa se desvaneció. Solo quedó una máscara de seriedad fría. Era bastante probable que él ni siquiera estuviera considerando hablar, pero yo no mentía cuando dije que podía esperar todo el día.

Levanté una ceja para incitarlo a contarme todas sus penas, pero Brayan únicamente se dedicó a devolverme la mirada con frialdad. ¿Qué debía hacer para que hablara? ¿Amenazarlo de muerte?

Finalmente, creí ver algo en su mirada. Una especie de reconocimiento feroz. Sus ojos se ampliaron apenas lo suficiente como para pasar desapercibido si no estabas poniendo atención.

—No sé nada —dijo—. Sea lo que sea que quieras saber, yo no sé nada.

No comprendí aquel episodio de inmediato, ni por mucho tiempo, pero sí capté algo: Brayan estaba aterrado, y no era de mí.

—Ah, me parece que sabes demasiado, Brayan —le dije, arrojando mi única carta—. ¿Por qué te pones así?

Volvió a sostener las riendas e intentó esquívarme, pero, como él ya había dejado claro que sí sabía algo, yo ya no me iba a andar con rodeos.

Sostuve su muñeca en cuanto intentó pasar por mi lado, aún preguntándome por qué desde un inicio no se dio la vuelta y se marchó por dónde vinimos.

Creí que tal vez él no quería la carga de esa información.

—Solo lo estás complicando innecesariamente —lo miré directo a los ojos—. Sabes perfectamente que no hay manera en el infierno en que te deje ir sin antes decirme lo que quiero saber.

—¿Y qué quieres saber?

Rodé los ojos inevitablemente, y eso que yo odiaba esa acción.

—Ya te lo dije. Solo estás perdiendo el tiempo —mascullé.

Él desvió la mirada de nuevo, una acción que hubiera sido bastante irrelevante si yo no hubiera escuchado su conversación con Carlos.

—Deberías mantenerte alejado de los demás —fue lo que me dijo—. De mi hermano, Iván y Adrián, quiero decir. No son tan amables cuando se enojan.

—Brayan, eso no es lo que quiero saber —lo reprendí—. Además, ellos no son amables ni de buenas y yo no le tengo miedo a un montón de pendejitos.

—Sabes a qué me refiero —ahora fue él quién levantó la voz—. Sabes lo que estás preguntando. Quieres saber si ellos tienen algo qué ver con el hacendado que desapareció hace casi dos años. Esto es lo único que te voy a decir: ese hacendado dijo algo que los molestó, justo como tú esta mañana. Así que mantente al margen de lo que no te concierne, jefe.

Ahora sí intentó darle la vuelta al caballo para dejarme ahí después de decir tanto. Estaba demente si creía que lo dejaría ir dejándome solo con la mitad de la información.

—Bájate del caballo —exigí antes de que él estuviera muy lejos—. Aún quiero saber más.

—No necesitas saber nada más —replicó.

—No me hagas perder la paciencia, Brayan —advertí—. Sabes que escuché lo que Carlos y tú hablaban el sábado después de marcar los animales.

Eso le llamó la atención, por primera vez, él parecía verdaderamente molesto.

—¿No te enseñaron a no escuchar conversaciones ajenas? —cuestionó con saña.

Me bajé del caballo y lo até a un encino cercano. Mientras tanto Brayan me miró con recelo desde arriba.

—Venga, no tienes todo el día.

Finalmente, me hizo caso y desmontó también. Ató el caballo a unos cinco metros y, no sin antes dudar, se acercó a mí.

—¿Qué? —preguntó a la brevedad.

—Las preguntas las haré yo, ¿de acuerdo? —repliqué, pero no esperé respuesta—. ¿Qué papel juegan Carlos y tú en todo esto?

—No es lo que te imaginas, nosotros no matamos a nadie.

Su respuesta me dolió, pues no creí que me dijera de manera tan directa que, en efecto, Aldo estaba muerto. Sin embargo, no podía dejar que él viese mi debilidad ante tal evento, en su lugar, debía usarlo en su contra.

—De manera que lo mataron —mencioné—. Y ustedes dos lo sabían y lo encubrieron. Eso es un crimen.

—¿Qué se hace cuando no tienes más opciones? —se defendió.

—Siempre hay más opciones que ayudar a unos asesinos.

Cómo por ejemplo irse todos a la mierda. Mi mente se llenaba de imágenes sobre lo que pudo haber sido los últimos momentos con vida de Aldo, y a su vez, me llenaba de ganas de matarlos a todos de una vez, sin preguntar más nada.

—¿Qué sabes, si tu único problema es escoger tu ropa del día a día? —escupió—. Tú no sabes lo que es tener que callarte algo como esto para salvar tu propia vida.

—¿Qué más tienes que guardar para salvarla? —ataqué—. ¿Qué más es capaz de hacer tu hermano?

—No me acuses de algo que no es mi culpa. Lo que haga o no haga Mario, es su problema, no mío.

Intenté hacer memoria. Carlos mencionó algo respecto a las consecuencias de no alejarse a tiempo de esa tercia.

—¿Qué te hicieron a ti? —pregunté con un poco de cautela.

Brayan se tensó, y en acto de reflejo involuntario, se llevó la mano hacia el centro del pecho. Un pensamiento aterrador se coló en mi mente.

—Nada —se atrevió a mentir.

—Muéstrame —pedí, de la manera más amable que pude.

Pensé que se negaría, que dudaría y finalmente se marcharía. Pero, para mi sorpresa, Brayan se levantó la camisa, revelando algo escalofriante.

En el centro del pecho, había una marca. No supe cuál era el significado que ellos le dieron, pero me hacía una idea.

—¿Qué significa? —pregunté de todos modos .

—Significa que no puedo delatarlos si no quiero tener el mismo destino que tuvo Aldo Loera —respondió—. A veces creemos tener todas las respuestas en nuestras manos, Álvaro, ¿pero de qué nos sirve si tenemos las manos atadas?

—No voy a decirle a nadie —aseguré, dejando cualquier bravuconería atrás—. Puedes decirme.

—No lo comprendes —su voz mostraba indicios de desesperación—. No puedo...

—¿Y puedes vivir eternamente con eso tú solo? —interrumpí, ya no podía darme el lujo de esperar más—, ¿No quieres...? No sé. ¿Vengarte?

Y si acaso no los odiaba ya lo suficiente, las palabras de Brayan hicieron que llegara a un límite, uno donde solo quería deshacerme de ellos de la forma más dolorosa posible.

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