Capítulo 3
Frente a la enorme casa de piedra construida a mediados del siglo pasado, estaban mis padres y mi hermana. Tuvieron el suficiente tiempo para salir a recibirme desde que la camioneta asomó entre los huizaches y nopaleras.
Por la expresión de Johanne puedo deducir que me va a hacer algo verdaderamente diabólico en venganza por no llegar ayer por la noche como me dijo.
Cuando apagué el motor, sentí que el aire empezaba a faltarme. Casi dos años sin verlos, sin abrazarlos. Tomé una bocanada grande de oxígeno y abrí la puerta de la camioneta.
Me quedé parado ahí, al pie frente a la casa que me vio crecer y frente a mi familia. El único ruido que nos acompañó por segundos interminables fue el de los animales de la hacienda.
—Mi niño —fue mi madre quién, con lágrimas en las mejillas, rompió el silencio.
—Ma —alcancé a decir antes de verme rodeado por sus brazos.
Mi madre era mucho más baja que yo, ella media un metro cincuenta y cinco, así que yo le sacaba veinte centímetros. Mi padre se acercó también, pero se mantuvo a un lado hasta que mi madre me soltó.
Una vez libre, mi padre me abrazó con efusividad y me dio unas cuantas palmadas en la espalda.
Johanne me da un pellizco en la espalda cuando me abraza, aprovechando que mis padres no ven.
*
Mi padre me pidió que lo acompañará a supervisar como marcaban los becerros más jóvenes. Eran cerca de treinta crías este año, y ya tenían la edad adecuado para que les pusieran la marca de la patente ganadera de mi padre. Era una rara combinación entre una A y una C con la menor cantidad de líneas posibles. Dijo que los machos los herrarían primero, ya que los iban a apartar del ganado.
De hecho ya los habían apartado. Había cinco hombres en el lugar indicado; dos de ellos estaban metiendo un becerro particularmente grande al embarcadero; otro de ellos estaba al fogón, atizando las brazas que eran alimentadas por abono seco, trozos de madera; otro de ellos esperaba el hierro caliente, sentado sobre las paredes del embarcadero; y el último estaba en la puerta del cortal donde aguardaba el resto de crías, esperando indicaciones para dejar salir a otro grupo.
De hecho, poniendo más atención, me di cuenta de que los hombres eran muy jóvenes, casi de mi edad, tal vez de la misma.
—Mario —mi padre saludó al que esperaba por la marca.
—Álvarez —asintió el tipo sin mucha prisa. A los otros dos se les dificultaba su tarea.
—¿Te acuerdas de mi hijo, Álvaro? —preguntó mi padre con orgullo.
—¿El Yuni? —inquirió Mario con un deje de sorpresa, girandose al fin.
Reconocí a Mario de la preparatoria, no lo volví a ver desde la graduación, al igual que la mayoría de los compañeros; tres de ellos trabajaban en la hacienda de mi padre.
Mario, Adrián e Iván.
Uno de los otros dos era solo más joven por un año, se llamaba Carlos y era hermano de Adrián. Y el último, según me dijo Mario, se llamaba Brayan y era el más joven de los cinco, apenas cumplió dieciocho años y era hermano de Mario, quién lo llevó a trabajar en la hacienda tan pronto como cumplió la mayoría de edad.
Me importaba un carajo, a decir verdad. Pero obviamente no podía decirlo en voz alta y tuve que soportar mi "reintroducción" al grupo, grupo del que en un inicio ni siquiera formé parte.
Mario, Adrián e Iván eran desde siempre el trio que siempre hay en las escuelas, lo único que los separaba de aquellos adolescentes era, que en efecto ya no eran adolescentes y que ahora eran cinco imbéciles y no tres.
Tampoco deberían seguir siendo unos pendejos que piensan con, aparentemente, el culo antes de hacerlo con la cabeza. Tristemente, me decepcioné en demasía cuando mi padre me dejó solo con ellos y pude ver que eran más idiotas —si es que eso era posible— que antes.
—¡Apúrate! —exigió Mario—. ¡Tardas más en calentar esa mierda que lo que te tardas en chupar una verga!
Carlos, quién estaba a cargo de las brazas y de calentar el hierro, resopló y le aventó un terrón de tamaño de mi puño.
—Aprendí de ti —replicó.
Rodé los ojos. No podía creer que en vez de madurar solo contagiaran a los más jóvenes de su particular retraso mental.
Brayan e Iván habían conseguido meter al becerro en el embarcadero, lucían agotados y esperaban cerca de la puerta del mismo a que lo marcaran.
Decidí enfocarme en el animal. Era un Angus limpio, de pelaje negro y brilloso. No le calculaba menos de trescientos kilos, el becerro era gordo y estaba bastante bien atendido.
Carlos se acercó a Mario con el hierro a fuego en una mano, sosteniéndolo por el mango de madera y se lo ofreció. Mario lo tomó y marcó al becerro que se encontraba asegurado en su sitio. El animal gritó y se retorció por el dolor, pero finalmente se tranquilizó cuando Mario apartó el hierro de su cuerpo. Se dio la vuelta mientras Brayan e Iván sacaban al becerro y lo encerraban en otro corral, donde aguardaba otra decena de animales ya marcados. Carlos se acercó por el instrumento, pero tuvo que retroceder, a tiempo gracias a sus reflejos, porque Mario intentó pegarle el hierro aún caliente.
—¡Pendejo! —le gritó Carlos mientras Mario se partía de la risa junto a los otros dos que se encontraban más cerca. Adrian solo se limitó a mirarlos con extrañeza, pues no vio ni escuchó nada más que el insulto de Carlos.
Y así siguieron durante las próximas dos horas en qué se dedicaron a marcar becerros y hacerse bromas pesadas entre ellos, en las que los más jóvenes eran las víctimas constantes, sobre todo Brayan, pues era el más reciente entre ellos y el más inocente por decirlo de alguna manera.
Durante esas horas no me dediqué a ver su patética situación, ayudé a Adrián a separar los grupos de becerros que sacarían del corral de cinco en cinco. Adrian estaba más serio, tal vez por estar más separado del resto, pero también lo recordaba por ser el más sensato de ellos.
No hablé mucho con ninguno de ellos, salvo por Adrián, pues estábamos realizado un trabajo juntos. Me acordé de los años de preparatoria: la mayoría de mis compañeros me ignoraban constantemente y hasta parecían rehuir de mí, siempre me pareció extraña esa conducta casi general, hasta el punto donde la llegué a considerar hiriente. La única persona a la que le importó una mierda que yo fuera el "hijo del hacendado" fue Jhon, también fue mi único amigo. Y vaya amigo que fue.
Mientras pensaba en ello, me desanimé en cuanto a entablar relaciones sociales con nuevos individuos, por esa razón me limité a hacer lo mío y reducir la interacción con el resto de sujetos al mínimo.
Claro que ellos no pensaron lo mismo. Iván al parecer encontró gracia en llamarme "jefe" de manera sarcástica y casi insultante. Me pregunté en qué momento creyó que podía bromear conmigo, sin embargo lo deje pasar.
Más pronto que tarde me aburrí de ellos. No paraban de hacer bromas estúpidas, peligrosas y de mal gusto. En un momento dado, Iván utilizó una vara para golpear a Brayan en las pantorrillas con una fuerza considerable. A cada minuto que pasaba, creía que no podía sentir más desagrado hacia ellos, principalmente hacia Iván y Mario. Pero a cada minuto que pasaba, me demostraban que estaba en un error: sí que se podía.
Mi padre volvió después de la segunda hora. El atajo de imbéciles seguía con su actitud y hasta me pareció que Brayan estaba a punto de llorar. A Mario le importaba nada la situación en la que él e Iván pusieron a su hermano, en cambio se burló de su "fragilidad" como él lo llamó.
—No les hagas mucho caso —Adrián me aconsejó—. Ya sabes cómo son.
Asentí con indiferencia. Si tanto Brayan como Carlos no se atrevían a defenderse entonces yo no tenía porqué hacerlo tampoco.
En cuanto mi padre apareció a lo lejos, todos volvieron a la seriedad inicial. Mi padre mostraba aprecio hacia Mario y pronto descubrí el porqué: Mario era el capataz. Con razón Carlos y, sobre todo, Brayan le permitían tantas faltas de respeto.
Cuando por fin terminamos —porque sí les ayudé— mi padre nos condujo hacia la casa mientras platicaba muy sonriente con Mario e Iván. Detrás de ellos Adrián caminaba a mi lado y detrás de nosotros, a un metro, caminaban los más jóvenes.
Adrián no hablaba mucho, salvo para disculparse por el comportamiento de sus compañeros. El silencio fue llenado por los sonidos que emitía el ganado y la plática los tres que iban al frente.
Así que no se me dificultó mucho escuchar lo que susurraban los dos de atrás. No debía y lo sabía, sin embargo, no era mi culpa que tuviera tan buen sentido auditivo.
—Te dije que tomarás el lugar de Adrián —susurró Carlos, pero no parecía un regaño como tal.
—Ya sé —contestó Brayan, aún más bajo—. Pero Mario dijo...
—¡A la mierda lo que diga Mario! —reprochó Carlos—. A Mario le importa un carajo lo que te haga el pendejo de Iván. No le hagas caso.
Hubo un minuto de silencio, por la expresión de Adrián, supe que él también los estaba escuchando. Tenía un gesto preocupado y hasta me pareció que había arrepentimiento en su mirada.
—Es mi hermano —Brayan replicó al fin—. Y es el capataz, no quiero perder el trabajo.
—Será el capataz y si quiere el presidente, el patrón aquí no es él. Ya sabes lo que pasa cuando te dejas, Brayan. Y sabes que pueden hacer cosas peores —contestó Carlos con fastidio.
Fruncí el entrecejo ante esto último. ¿A qué se refería? Pero no dijeron nada más para aclararlo, se mantuvieron callados el resto del corto camino.
*
Cuando llegué a la casa, me fui directo a mi cuarto. Ya no soportaba a los individuos que mi padre contrató, aunque la mayoría de ellos ni siquiera hicieron nada malo.
Me puse a sacar mi ropa de la pequeña maleta que había traído, pero en realidad no era mucho. Solo algunos pantalones y varias sudaderas, pues la mayoría de mi ropa seguía aquí y yo no crecí desde que me fui, así que la ropa aún me quedaba.
Me acosté en la cama y me puse a revisar mis redes. La contraseña del wi-fi seguía siendo la misma que tenía cuando me fui. Eran las fechas de nacimiento mía y la de Johanne con nuestras iniciales mezcladas.
Tenía mensajes de Andrés y Clark. Nada importante, no recordaba si les dije que iría a visitar a mi familia. Había otro mensaje de Jhon donde me insultaba con insultos que ni siquiera conocí hasta ese momento. Dos de Liliana diciendo, otra vez, que lo sentía.
Nada importante.
Apagué el celular y lo dejé en el buró. Me pasé una brazo por encima de la cara y cerré los ojos. Hacía frío, parecía que en cualquier momento caería una tormenta.
Estaba por quedarme dormido cuando la puerta de mi cuarto se abrió con delicadeza. Por un momento pensé que era mi madre, pero cuando alguien saltó por encima de mí y se acostó a mi lado supe que estaba jodido.
—¿A qué hora piensas almorzar, Álvarito? —me preguntó Johanne.
—Mmm.
—Eso no es una respuesta —se quejó. Y después se puso a estirarme el cabello aunque no de forma agresiva. Creí que lo estaba desenredando.
—Sueltáme —me quejé.
—¿Hace cuánto que no te peinas? —cuestionó—. Carajo, Álvaro, esto parece un nido de cuervos.
—¿Y tú cuándo has visto un nido de cuervos? —le pregunté, quitándome el brazo de la cara para verla.
—Ayer —mintió descaradamente.
—Sí, cómo no —rodé los ojos.
Dejó caer un llavero en mi pecho y me sacudió por el hombro. Eran las llaves de la camioneta de mi padre.
—Me la prestó —se apresuró a aclarar—. Y ya que no piensas almorzar, hay que ir a la Encinada.
La Encinada era un sitio cerca del cerco de piedra que delimitada el terreno de mi padre con el del pueblo. Era, como su nombre decía, una zona donde predominaba el encino sobre las otras especies de árboles. Más al sur había otra que se llamaba el Cedral y sí, había más cedros ahí. Cerca de un cañón muy profundo había uno donde había casi únicamente pinos, había uno que otro encino y casi ningún cedro, ahí era la Pinada.
Quise que el colchón me absorbiera. Se levantó y tiro de mi mano. No me quedó de otra que seguirla.
—¿Y a qué vamos a la encinada? —le pregunté cuando íbamos bajando las escaleras.
—Hace dos años que no vienes, quiero enseñarte algo.
—¿Qué es? —inquirí.
No me contestó, se limitó a gritarle a mi madre que volvíamos luego. Mi madre le contestó que no nos tardaramos mucho porque iba a llover. Solo cuando estuve dentro de la camioneta vi lo que había en el asiento trasero y cerré los ojos.
Era el rifle de mi padre.
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