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Capítulo XXIV - Rey

Pareció que transcurrió una eternidad antes de que la comitiva llegara finalmente a palacio, al anochecer. Era un edificio bastante grande, cuadrado, sin demasiadas decoraciones pero con unas proporciones exquisitamente cuidadas, predominando los ángulos rectos. Estaba hecho enteramente de un material blanquecino, de aspecto duro. O al menos eso parecía. Al entrar, descubrieron que solo el muro exterior estaba fabricado con aquella sustancia; el resto del palacio era de madera encerada y pulida hasta el extremo en aras de evitar incendios, con los techos recubiertos de elegante mampostería.

Recorrieron varios pasillos, muchos de ellos decorados con tapices para evitar que el calor de los braseros escapara al exterior. Dichos tapices narraban la historia de la ciudad, que su guía les fue explicando a medida que avanzaban.

-En tiempos antiguos, los dioses dividieron a las personas en tres castas. La mayoría de personas pertenecían a la primera, la que simplemente era. La segunda, la componían aquellos que habían desobedecido continuamente los mandatos divinos; los dioses los maldijeron, y los obligaron a llevar siempre una doble consonante en sus nombres o apellidos. Por último, estaba la tercera casta; los que fueron encontrados dignos. A ellos les transportaron a una gran ciudad construida sobre las aguas, como muestra de su predilección por ellos y para recompersarles por su buena conducta. Solo dos condiciones les impusieron a cambio de tan generoso regalo; jamás abandonar la ciudad, y siempre rendirles culto sin importar la circunstancia. Esa es nuestra tradición- afirmó el heraldo, con un deje de orgullo en la voz- Como nuevos ciudadanos, pronto formaréis parte de ella. Honradla debidamente.

Al doblar la siguiente esquina llegaron a unas grandes puertas de doble hoja. Su guía la abrió con ambas manos, pasando al interior e instándoles a hacer lo mismo.

La estancia parecía ser el salón de banquetes de aquel lugar. Numerosas mesas de gran tamaño estaban esparcidas por la sala, con múltiples personas sentadas en ellas, calentándose las manos en los braseros o comiendo hasta reventar un banquete basado en pescado, marisco, y lo que parecía ser carne de serpiente marina. El humo se elevaba en intrincadas espirales hasta el techo, donde salía por un respiradero. Al fondo de la sala, sobre una elevación, había otra mesa, algo más pequeña y con bastantes menos comensales. Sentado en un trono de madera, presidiendo dicha mesa se hallaba el rey Lionis II. Al verlos entrar, lanzó a un lado el hueso que estaba royendo y se levantó, gritando para hacerse oír por encima de la cacofonía de sonidos que gobernaba la habitación.

-¡SALUDOS! ¡SALUDOS, MIS QUERIDOS AMIGOS! ¡Es un honor para mí que el glorioso día de hoy os incorporéis a la ciudad paraíso! ¡Desde hoy… SOIS CIUDADANOS DE MIDDAGSTAL!

Un gran clamor se desató por la sala ante las palabras del monarca. Bill se percató entonces de un detalle muy curioso; los invitados a aquel banquete (porque eso es lo que era, se dijo) eran en su mayoría gente de a pie. Pescadores, tenderas, guerreros de bajo rango, todos ellos se reunían y comían junto a adinerados comerciantes y poderosos comandantes.

El cazador se rascó la cabeza. Había visto cosas bastante raras en los últimos años; había luchado contra un dragón y asistido a la resurrección de un antiquísimo demonio; le clavó una flecha a un hombre de casi nueve pies sin piel o músculo en la cara, charló con un troll como si fuera el cantinero de una taberna sirviendo cerveza a un cliente y vió una posesión espiritual realizada únicamente para contar una historia. Pero, al final, ninguna de aquellas cosas le parecía tan extraña como nobles y esclavos comiendo en una misma sala, dándose palmadas en la espalda y metiéndose unos con otros, como si pertenecieran al mismo estrato social. Como si ni siquiera hubiera estratos sociales, para empezar.

-¡Acercaos, acercaos! ¡Venid a sentaros junto a mí, en el puesto de honor!

Hicieron lo que el rey les mandaba, avanzando hacia el estrado. La gente de las mesas les aplaudía y silbaba mientras avanzaban, estrechándoles las manos según pasaban. En cierto modo, era bastante agobiante que un montón de personas sudadas y manchadas de sangre de serpiente invadieran tu espacio corporal de esa manera. Sin embargo, el arquero recordaba muy pocos momentos en los que se hubiera sentido tan bien como ahora. Todos parecían tan contentos, tan alegres… era imposible no disfrutar viéndolos.

-Decidme vuestros nombres, amigos míos. Presentaos ante vuestros hermanos y hermanas.

Uno a uno, el monarca les anunció gritando a viva voz. Cuando llegó el turno de los cazadores, multitudes de susurros frenéticos despertaron por toda la estancia. Parecía que ni siquiera el Fin del Mundo estaba lo suficientemente lejos como para seguir en el anonimato. Al poco, todos los asistentes empezaron a gritar algo con fuerza, a tiempo que golpeaban con fuerza las mesas con los puños repetidamente. Lionis se dirigió a ellos con una amplia sonrisa.

-Desean escuchar nuevamente la historia de vuestras hazañas, para que después podáis corroborar si todas ellas son ciertas. Sea pues cumplido ese deseo. ¡ARIÉLE! ¡Trae tu arpa! ¡Qué la música nos transporte lejos de este mundo mortal, hacia las moradas de los dioses! Que las historias de los hombres, contadas hoy a la luz de la lumbre, no se olviden cuando ya no pisemos la tierra. ¡Qué nuestros hijos las recuerden hasta su muerte, y se aseguren de transmitirlas a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta alcanzar la eternidad!

Se instauró en la sala un gran silencio, lleno de miradas expectantes y ansiosas. La mayoría de las antorchas se apagaron de repente, y la sala quedó parcialmente a oscuras, salvo por la luz de un único fuego y los delgados hilos de luz lunar que se colaban por el respiradero.

Una mujer se levantó de la mesa principal; su larguísimo pelo, que caía casi hasta su cintura, ondeaba lentamente al ritmo de sus pasos, que no emitían el más mínimo sonido, a pesar de los zapatos que llevaba. Era más alta que muchos de los presentes, y vestía un sencillo vestido blanco, sin mangas, cuyos pliegues se arremolinaban alrededor de sus esbeltas piernas.

Se detuvo en los últimos escalones entre el estrado y el suelo, donde todo el mundo podía verla sin dificultad. Había cierta tensión en el ambiente, pero no era opresiva; cada persona en la sala observaba con atención el evento, conscientes de que quizá nunca volvieran a ver nada igual. De que quizá no hubiera nada igual.

Ariéle chasqueó los dedos. Un gigantesco arpa de al menos ocho pies apareció de la nada. Hecha de nácar blanco, con grabados e incrustaciones de oro, sus cuerdas plateadas reflejaban delicadamente la plateada luz de la luna. Era un instrumento magníficamente fabricado; cada rincón de su superficie resultaba en extremo agradable a la vista. Junto al arpa había aparecido un pequeño taburete de madera, con un cojín de terciopelo rojo sobre él. Elegantemente, la mujer tomó asiento. Con excesiva suavidad, como si acunara a un bebé dormido, rasgueó levemente las cuerdas del arpa.

La melodía, aunque débil, producía una sensación de entereza difícil de expresar con palabras. Todos los presentes sintieron como si, de repente, todo el sufrimiento, todas las penalidades que habían soportado a lo largo de su vida hubieran tenido como único propósito presenciar ese momento. Disfrutar ese momento.

La música ganaba fuerza poco a poco. Fue entonces cuando ella empezó a cantar.

Una historia sobre monstruos ocultos en las montañas. Una historia sobre un entorno hostil, un páramo arenoso que cubría todo el horizonte. Una historia sobre una caverna y la leyenda que dormía en ella, a la espera del resurgir de un demonio para destruir el mundo por completo.

Durante varias horas, Ariéle narró con hermosa voz y ágiles dedos la historia de los dos jóvenes cazadores que, siguiendo las instrucciones de una misteriosa profecía, habían viajado por medio Sæth para llegar al Desierto Eterno, donde antaño reinó Mørksort hasta que un ejército de magos y cazadores se reunió para derrotarle. De eso hacía mucho tiempo, pero el demonio parecía haber encontrado la forma de volver. Bill y Raven no llegaron a tiempo para impedir su resurrección; pero, de algún modo, se las apañaron para derrotar a su siervo más poderoso: Bargleon, el dragón volcánico.

La historia estaba por terminar cuando un criado se acercó al rey y le susurró algo al oído. El rostro del monarca perdió su aire jovial; su ceño estaba completamente fruncido. Excusándose, se levantó de la mesa y salió de la sala por la puerta trasera, guiado por el criado y seguido por un par de guardias.

Finalmente, la función acabó. Todos se levantaron y aplaudieron a la artista estruendosamente, a lo que ella respondió con una elegante reverencia. Y tras ello, el ruido de las conversaciones y las carcajadas volvió a adueñarse de la estancia.

Los invitados se integraron rápidamente en el ambiente. Disfrutaron de la comida al máximo. En un determinado momento, Bill, que ya estaba bastante borracho, comenzó a bailar una danza de taberna sobre la mesa, acompañado por los rugidos de aprobación de los presentes, que le lanzaban platos y trozos de serpiente en un fútil intento de derribarlo.

Raven rodó los ojos y miró hacia otro lado, atrapando a Lydia, que le observaba desde hacía rato. Ambos desviaron la mirada, incómodos. Permanecieron en silencio un rato, sin saber cómo iniciar la conversación. Ella, con cierta timidez pero con confianza al mismo tiempo puso su mano sobre la de él. Se miraron de nuevo. El cazador ladeó la cabeza, divertido, y la hechicera le guiñó el ojo con complicidad. Sonrieron.

Una violenta colisión sacudió toda la ciudad, haciendo temblar el suelo con violencia. Las mesas salieron disparadas, y grandes escombros cayeron del techo sobre los asistentes al banquete.

Un gran fragmento de mampostería cayó entre él y Lydia, separándolos. Una viga descendía también sobre el nøardiano, pero ya estaba preparado; con su arma la partió a la mitad según caía con la facilidad con la que se rasga un trozo de pergamino. Unos momentos después, el derrumbe cesó. Sin embargo, seguían notándose temblores continuamente, como si un enorme hacha golpeara los mismos cimientos de la ciudad.

Raven localizó a su compañero en cuanto se disipó la humareda; tenía la pierna izquierda atrapada debajo de un montón de escombros, que se esparcían por toda la sala como una muralla, separándola en dos.

-Eh, ¿Cómo va eso, amigo?- dijo el cazador, con una sonrisa algo forzada a causa del dolor.

-¡¿Estás bien?!

-Si, no te preocupes. Parece peor de lo que es realmente. No me he roto el hueso, y tampoco se me ha dislocado nada; simplemente, se ha quedado atorada. ¿Y el resto?

-Creo que Lydia está ilesa, la empujé cuando el techo cayó sobre nosotros. Pero no localizo a Rudeus.

-Mierda. ¿Qué cosa tendría fuerza semejante como para*

El arquero se interrumpió de repente, maldiciendo con fuerza. El nøardiano permaneció en silencio. Ambos habían llegado a la misma conclusión.

-Raven, por lo que más quieras, ni se te ocurra ir tú solo. Esto nos supera por completo. Bargleon no será ni una brisa al lado de esa cosa.

-...

-Por favor, dime que no vas a ir. Que vas a buscar a Lydia para que pida refuerzos al Collegium. Seguro que el Archimago*

-Si no vuelvo… dile a Domos que lamento mucho no haber sido lo que él esperaba de mí. Y que, a pesar de todo, le quiero. Os quiero.

-¡¡¡RAVEN!!!

Con un gesto de despedida, el cazador de la alabarda roja sale corriendo de la sala, mientras su compañero llora de impotencia en el suelo.

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