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Chapter 3: Runa dorada

Tres minutos. Tres minutos habían pasado y no había sucedido nada a parte de algún que otro comentario de gente que pasaba por la calle. Concretamente jóvenes muchachos que no podían pasar de largo sin repasarla de arriba abajo.

No era algo que la preocupase. En Idris le ocurría algo parecido, aunque su atractivo perdía fuerza cuando descubrían que era un completo desastre.

Su concentración se había perdido, sin embargo, en la escueta conversación que habían mantenido sus padres delante del Taki's. ¿Por qué su madre se había referido a Jocelyn, su abuela, como a "nuestra madre"? Saber tan poco de sus padres empezaba a mosquearla. No sabía exactamente en qué punto de la historia se encontraba, pero era muy probable que fuera en la época de la guerra. Tal vez ni siquiera habían conseguido derrotar a Valentine. Y si ese era el caso, Raziel tenía razón. Más le valía no meterse en líos en esa época, o corría el riesgo de no llegar a nacer.

Un escalofrío recorrió su espalda consiguiendo que se percatara de algo que no había tenido en cuenta hasta ese instante; en la calle reinaba un aterrador silencio. La gente había dejado de pasar de manera continua, el Taki's había cerrado y la acera donde la farola iluminaba sin cesar, había comenzado una danza parpadeante. Usualmente, los cazadores de sombras percibían el instante en el que un demonio andaba cerca. Amelia era un caso aparte. Su cabeza acostumbraba a estar en otras cosas. Ocupada en pensamientos profundos y preocupaciones que no se quería plantear pero eran inevitables de recordar. Se suponía que en diez minutos no podía pasar gran cosa. Excepto, al parecer, un demonio por la calle concurrida de Brooklyn.

Lo vio antes incluso que él la viera a ella. Su aspecto era humano en un principio, pero mientras caminaba, sus extremidades habían comenzado a cambiar a otras de más grotescas y aterradora. Enormes y amenazantes.

― Hija de Valentine... ―escuchó que susurraba el demonio.

Amelia sabía que Valentine, al igual que Sebastián―o Jonathan, aunque su familia insistía en que no lo llamaran así―, habían estado jugando con demonios. Aunque desconocía cualquier tipo de relación más allá de lo que su hermano le había contado en una ocasión, estaba segura de que muchos habrían reconocido a Clary de haberse topado con algún demonio de ese tipo. Amelia no necesitaba saber el pasado de sus padres para percibir un problema de lejos.

El demonio había olido su sangre. Y la había confundido con su madre.

Genial.

― Mira, no soy quien crees, no quiero problemas y he prometido que no los iba a tener. Así que, ¿porque no sigues tu camino, yo sigo aquí sin meter la pata y todos contentos? ―comentó todavía apoyada contra la pared.

El movimiento del demonio hacia ella la puso en alerta.

― ¿No? ―preguntó con cierto pesar.

Tenía todavía la daga que Max le había dado, y conservaba su estela ―aunque no tenía claro de que fuera una ventaja o un inconveniente―, para poder defenderse. Por desgracia, no podía hacerlo. No porque no fuera capaz, que tal vez no, sino porque si lo hacía y por algún casual lo mataba, tal vez cambiaría el futuro de un modo irreversible. Un demonio aliado de Valentine era mucho más probable que modificara las cosas en caso de desaparecer.

El demonio tenía toda la pinta de querer matarla, o capturarla, o a saber qué. Y si no podía luchar contra él...

― Maldito demonio bobo ―gruñó mientras se daba la vuelta y comenzaba a correr calle abajo―. ¡Solo diez minutos! ¿Qué puede salir mal? ―exclamó con ironía, enfadada consigo misma.

¿Por qué no habría chafado esa maldita hormiga?

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Como suponía el Ángel Raziel, Clarissa Morgenstern se había encontrado con ella; La única que sabía cómo despertar a su madre.

Conocer el momento exacto en el tiempo donde se encontraba era vital para encontrar un modo de regresar. Y muy a su pesar, dependía de esa estúpida cazadora de sombras que lo había sometido con una simple combinación de runas. El poder de Clarissa Morgenstern y Jonathan Herondale unidos, era un completo desastre. Demasiado poder en un mismo cuerpo. No era de extrañar que la joven nefilim no controlara la enormidad de sus capacidades. Su cabeza estaba demasiado ocupada intentando entenderse como para poder poner sus habilidades en orden. Solo el objetivo, único y exclusivo, de salvar a su familia, había logrado despertarla. Y el poder que ostentaba conseguía rivalizar con el suyo propio. Había invocado a un ángel, lo había vinculado a ella y conseguido abrir un portal para retroceder en el tiempo y salvar a su familia. No tuvo en cuenta, por desgracia, que sus poderes como ángel eran tan altos y extraños para ella que no controlaría cuanto tiempo retrocedería. En realidad lo había sorprendido. De un modo que no le gustaba nada en absoluto. No esperaba volver a encontrarse con ella, y lo que había visto lo había desconcertado demasiado.

Al despertar en el callejón, Raziel se vio incapaz de deducir cuánto tiempo habían retrocedido. Se sintió débil, una sensación que había experimentado una única vez antes. Sensación que detestaba, sobre todo si era una insignificante nefilim la que se lo hacía sentir. Por suerte, seguía conservando sus poderes. Por desgracia, no eran ni la mitad de fuertes que antes. Ella se había llevado parte de ellos. Lo que la convertía en alguien realmente peligrosa.

Observó a Clarissa hablar con la mujer, diciéndole que sabía cómo despertar a su madre. Sabía qué iba a pasar a continuación. Hablaría con quien creía que era su hermano, y descubriría que el viajecito a Idris no era del agrado de él.

Sabía en qué momento de la historia estaban; a veinticinco años del presente.

Necesitaban volver. Y por desgracia, él no podía hacerlo. Solo quien había creado el primer portal podía revertirlo. Y la runa mezclada que la nefilim había dibujado no era sencilla. Necesitaban esa fecha para poder concretar el momento exacto al que regresar. Si se pasaban o no llegaban, no podrían volver a crear otro portal. Debía dibujar el tiempo exacto que querían avanzar. Ahora que lo sabía, no podía perder más tiempo allí.

Regresó tan deprisa como pudo al lugar donde había dejado a la joven. El Taki's cerrado, la luz parpadeante y la ausencia de la joven volvió a crispar al Ángel.

― Eran diez malditos minutos. Diez.

Caminó con fingida tranquilidad, deseando que no se hubiera metido en ningún lio del que no hubiera solución. Maldijo cuando la encontró.

Un demonio de bajo rango, pero grande y bastante fuerte, luchaba contra un muchacho que no tuvo ninguna dificultad en matarlo. La joven nefilim se había apartado a tiempo. Evitando matar al demonio, por lo que pudo comprobar. Al menos había captado la idea de no modificar nada, aunque habría preferido que se tomara más en serio el consejo de; <<por nada del mundo te encuentres con tus padres>>

Pues, si no estaba equivocado, el muchacho que luchaba contra el demonio menor era Jonathan Herondale, o como todo el mundo lo conocía; Jace.

Pensó en sacarla de allí cuanto antes mejor, pero se detuvo cuando el joven Herondale se volvió hacia la joven. Algo que jamás lo había dominado lo obligó a permanecer quieto, observando con atención; curiosidad lo llamaban los humanos.

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Amelia deseo poder desaparecer. Que no fuera ella quien matara al demonio había sido un alivio. Pero el alivio fue substituido por terror cuando sus ojos verdes se encontraron con los ocres del que sería su padre. ¿Podía alguien tener más mala suerte? Aunque dado que había corrido en dirección al Instituto, más que una coincidencia era una probabilidad.

Jace tenía una expresión de lo más extraña. La miraba a los ojos, con un deje de desconcierto. Sabía que no la confundiría con su madre, como el demonio había hecho, pero era probable que encontrara el parecido. Una versión de Clarissa Morgenstern pero algo más alta, rubia y con unas facciones más angulosas. Pudo ver que observaba las zonas donde su piel era expuesta. Sabía qué buscaba. Algo que no encontraría gracias a Raziel; Runas. La confusión se intensificó en su mirada.

―¿Quién eres? ―preguntó su voz. Una muy conocida.

Amelia no pudo moverse. Jamás se había llevado del todo bien con su padre. Siempre discutían, peleaban. Pero cuando era pequeña no era así. Ella había sido la luz de sus ojos. Le había enseñado millones de cosas, de las cuales Amelia recordaba una gran parte. Cosas que no eran de cazadora. Había hecho que sintiera curiosidad, se preocupara por las cosas, conociera la diferencia entre el bien y el mal. Su padre había estado a su lado, aconsejándola, guiándola. Pero todo había cambiado cuando tenía trece años. Debía aprender algo más, pero su padre había tenido miedo. Miedo porque ella no aprendía como lo había hecho su hermano. Lo hacía de un modo tan distinto que pensó que debía protegerla de sí misma.

Empezó a prohibirle cosas a medida que ella metía la pata, combinando runas que no debía mezclar. Y cuanto más intentaba protegerla, como su hermano Max aseguraba, más metía la pata. Y su falta de confianza y sobreprotección empezó a irritarla.

Sintió los dedos largos y finos de su padre alrededor de su brazo, alzándola del suelo, mirándola a los ojos con una expresión a caballo entre la confusión y la irritación.

― ¿Quién eres? ―preguntó nuevamente.

Amelia se puso nerviosa. Eso no debía pasar. Se suponía que no tenía que encontrarse con sus padres. Su rostro pasó de la tristeza, a la incredulidad. Luego al desconcierto y finalmente al terror.

Su impulso, estaba segura de que jamás habría pasado por la cabeza del Cazador de sombras.

Alzando la rodilla con fuerza, consiguió dejarlo fuera de combate del modo menos elegante que existía. Vio como su padre abría los ojos de par en par, antes de doblarse en dos, soltarle el brazo y llevarse las manos a esa zona extremadamente delicada.

Amelia aprovechó el momento para salir corriendo, escapando de la situación tan deprisa como fue capaz. El demonio, como ya sabía, había desaparecido al morir, y avanzó por la calle segura de no encontrarse con ningún otro.

Por supuesto, tenía razón. No fue un demonio el que la detuvo esta vez, ni un nefilim. Sino un ángel. El ángel Raziel con una expresión que no tenía nada de tranquilizadora.

―Una hormiga, ¿eh? ―comentó con cierta furia contenida. Amelia esbozó una sonrisa forzada.

― Resultó ser una hormiga muy grande.

Incómoda, se apartó de él, miró hacia atrás unos instantes para comprobar que no la seguía. Por suerte, estaban solos.

― ¿Lo has visto todo? ―se atrevió a preguntar. Los ojos brillantes del ángel se lo confirmaron―. ¿Crees que he puesto en peligro mi existencia? ―Al ver que no parecía entenderlo, miró hacia abajo, como si ella tuviera lo que los hombres tienen entre las piernas―. Por haber...

―¿Te sientes bien? ―preguntó al comprender a lo que se refería.

― Sí. Creo que sí.

El Ángel esbozó una fría y aterradora sonrisa que pretendía ser divertida. Amelia decidió que no conseguía demasiado bien transmitir emociones.

― Entonces, lo único que has puesto en peligro es su orgullo.


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¡Otro capítulo! ^^ Gracias por todos los comentarios y votos. :D Espero que os siga gustando y continuéis leyendo y escribiendo vuestra opinión, la aprecio muchísimo.

¡Besitooos!



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