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Capítulo 24: Una espada de doble filo




                  

En el instituto de Nueva York todo parecía tranquilo a altas horas de la madrugada. El silencio reinaba en el edificio, oscuro a excepción de una única habitación donde una joven se había quedado dormida con una pequeña vela que se consumía poco a poco.

La semana había empezado ajetreada, pasando las noches luchando contra más demonios de los que había llegado a ver, incluso en Alacante. Amelia se sentía abrumada ante la cantidad de peligros a los que se enfrentaban los humanos a diario, y sin apenas darse cuenta.

Después del gran cambio que había presentado ante su capacidad como Cazadora de Sombras, sorprendiendo a todos los que la conocían ―sobre todo sus padres―, Amelia había necesitado un pequeño descanso. Los miembros de la clave, al saber ese detalle, se habían sentido aliviados en cierto modo. A pesar de haber terminado todo, y asegurarse de que el poder del ángel ya no estaba en su interior, seguían sin confiar en ella.

Amelia estaba segura de que el alivio no sería tal si conocieran la verdadera razón de su inevitable descanso.

            Nadie de su familia se lo había preguntado, ni siquiera Max, su Parabatai. Pero Amelia no había olvidado. Y como solía ocurrirle cuando algo no salía según sus expectativas, la testarudez y el empeño en conseguirlo se interponían siempre en su camino. La runa en su pecho confirmaba que todo lo sucedido era real, y pensaba cumplir con la promesa que le hizo a Raziel antes de que desapareciera. No iba a rendirse.

            Por eso no había dejado de buscar y escudriñar en su interior en busca de runas que pudieran ayudarle o enviarla a ella donde estaba él. Una runa capaz de hacer regresar a un ángel. Incluso había pensado en un modo de intercambiarse con él. Cualquier cosa con tal de que la agonía que debía estar pasando al ser condenado desapareciera. Podría haber aceptado que él se marchara y la abandonara. Podría haber superado eso. Pero era incapaz de seguir con su vida sabiendo que la vivía a su costa. Sabiendo que él sufría porque la había devuelto a la vida.

            Había sufrido pesadillas en las que lo veía gritando su nombre. Agonizando y pidiendo ayuda. Pesadillas en las que corría a su lado, pero no parecía poder alcanzarlo.

            Se sentía impotente.

            Por eso pasaba las noches luchando contra los demonios, desahogando su frustración, y los días delante de una hoja en blanco, con millones de libros que seguían esparcidos por su habitación, y su estela.

            Pero no lo había logrado.

            Esa noche no había salido a cazar. Esa noche se había quedado entre sus libros, con la estela en la mano dispuesta a hacer una runa, la que fuera.

La runa que había estado dando vueltas en su cabeza durante días seguía candente en medio de su habitación, grabada en el suelo de piedra, horas más tarde de haberse quedado dormida sobre la alfombra de felpa roja. 

Sentía el tacto suave de la tela en la palma de su mano. El cansancio se había apoderado de ella, pero una parte seguía despierta. Ya no recordaba la última vez que durmió profundamente. Y cuando lo lograba, lo único que veía eran sus pesadillas.

La vela se apagó cuando la mecha se vio inundaba por los restos de la cera desecha. Un hilo de humo subió hacia el techo, y junto a eso un suave sonido de alas.

Amelia abrió los ojos al instante. Se alzó sobre sus palmas y miró en derredor como si realmente pudiera ver algo.

― ¿R?

La esperanza de su voz fue acompañada por otro aleteo, esta vez más cercano. Una voz grave lo acompañó, logrando que Amelia contuviera el aliento.

― Efímero. Esa es la palabra que podría describiros.

Sentada sobre la alfombra, Amelia intentó ver al ser que se hallaba en su habitación. La oscuridad le impedía ver nada, pero estaba segura de que no era Raziel. No era su voz. No era su presencia.

Una sospecha recorrió su interior, junto a una ira que crecía desde el fondo de sus entrañas. Se trataba de un ángel. Seguramente de los mismos que habían condenado a Raziel. Que abandonaron a Ithuriel y estuvieron dispuestos a torturarle si no hubiese sido porque sucumbió al trato con Lilith.

― Eres un ángel, ¿verdad?

― Un arcángel, en realidad. El arcángel Miguel, uno de los siete. El más importante de todos. ―Amelia puso los ojos en blanco.

― Todos sois un gran ejemplo de humildad, sin duda. ―murmuró. El gruñido del arcángel no pasó inadvertido.

― Insolencia. Esa también es otra palabra que podría describiros. O tal vez se aplique únicamente en ti... No termino de entender qué razón puede haber impulsado a uno de mis ángeles predilectos a traicionarnos por... bueno, por esto.

Amelia intentó ver dónde estaba el arcángel, pero únicamente pudo ver una sombra oculta en su habitación. El movimiento ligero de su mano en la oscuridad dio a entender que la había señalado.

― ¿Dónde está? ―exigió―. Si le habéis hecho algo...

La risa sofocada del arcángel la sobresaltó por lo cercana. Un escalofrío recorrió su espalda, la sombra había desaparecido, para aparecer de nuevo detrás de ella.

― ¿Qué piensas hacer, mortal? ―se burló―. ¿Eres consciente de a lo que te enfrentas? ¿Acaso no tienes ningún tipo de filtro en tu conducta?

― Para ser solo una mortal, mis runas os afectan demasiado, ¿no os parece, excelencia? ―ironizó. El arcángel se acercó al a ventana, dejando que esta recortara su silueta.

      ― Raziel cometió el error al otorgarte un poder que no deberías haber tenido jamás.  El poder que tienes se reduce solo a unos pocos. No me incluyo entre ellos.

      Amelia dirigió una mirada a la runa que seguía gravada en el suelo de su habitación.

― ¿De verdad? ―Cuando el arcángel siguió la dirección de su mirada, comenzó a reir. Su risa no era algo que Amelia hubiese visto nunca. No parecía real, se expresaba como una interpretación.

― Eso no llega a la idea de algo que puede afectar a un ángel. Por supuesto, ni siquiera diré sobre los siete.

Amelia frunció el ceño con confusión.

― Creía haberlo entendido... ¿Por qué estás aquí? Si no es por la runa... ―comenzó.

El arcángel salió de las sombras, la luz de la luna iluminó un rostro de duras facciones afiladas, de cabellos tan oscuros como el carbón, igual que sus ojos.

― Solo por aquello que vosotros llamáis curiosidad; ¿Qué habrías hecho de tener efecto esa... runa? ¿Qué pensabas hacer al invocarnos?

Amelia lo observó con asombro. Jamás había visto a un ángel así. Era oscuro. Totalmente negro. Incluso su tez bronceada parecía destellar oscuridad. Tragó con fuerza, intentando ignorar la inseguridad que sentía. Fuera por la razón que fuese, el arcángel estaba allí. El único vínculo con Raziel que tenía desde que desapareció. No podía perder la oportunidad.

― Pensaba encontrar respuestas.

― Respuestas.

― R... Raziel ―rectificó―. Eres el arcángel más importante de todos, has dicho. Sabes dónde está Raziel, ¿verdad?

El arcángel pareció evaluar su expresión con tanta intensidad que Amelia comenzó a sentirse incómoda. No obstante, no permitió amedrentarse. De ello dependía todo su esfuerzo por llegar hasta aquí.

― Le he quitado las alas temporalmente ―contestó al fin. Amelia abrió los ojos de par en par―. Le he dado un modo para recuperarlas, de hecho. Lo que nos lleva a la razón por la que estoy aquí.

El frío de la habitación se incrementó con las palabras del arcángel. Apretó los puños, intentando aliviar el nerviosismo que se había instalado en su interior.

― Fue condenado por salvarte la vida. Por devolvértela. Nadie regresa totalmente igual de la muerte, mucho menos alguien que guarda en su interior el poder de un ángel ―explicó.

― No... Él no tuvo la culpa de eso. No debería haberme salvado, no debería...

― En eso estamos de acuerdo ―la interrumpió―. No deberías estar viva. Por eso le arrebaté las alas. Necesitaba algo que quisiera más que a ti. Algo que pudiera ser lo suficiente doloroso como para que se planteara la opción de... rectificar.

Amelia sintió otro escalofrío.

― Y así ha sido. Creo que debe estar ya lo suficientemente arrepentido como para aceptar el verdadero precio de su error. Para enmendarlo.

― ¿Enmendarlo?  ―Amelia se volvió pálida, no queriéndolo comprender. Con la boca seca, se obligó a preguntar―. ¿Enmendarlo cómo?

El arcángel sonrió, enseñando unos dientes blancos. Seguramente lo único blanco en él.

― Matándote.

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Los humanos daban asco. El interés los movía para hacer las cosas. Nada más era importante. Ni siquiera aquellos que los rodeaban. De hecho no eran demasiado diferentes a los ángeles.

Se lavó las manos por tercera vez antes de salir del baño público del centro comercial donde había decidido entrar. Muchos lo habían mirado mal, lo habitual si vas con una simple camisa blanca ―o lo había sido al principio―, y unos pantalones tejanos desgastados de más de tres semanas. No conseguía adaptarse a ese mundo. Era extraño, y había llegado sin nada. Los primeros días había dormido en la calle. Agazapado en un banco de madera en un parque público. Luego descubrió que existían unos sitios cerrados que permitían entrar a la gente que no tuviera donde ir. Allí le habían dado la ropa que llevaba ahora puesta, y comida. Jamás habría pensado que fuera a necesitarla.

Raziel caminó por el centro comercial pensando en la gente con la que se cruzaba, deseando ser otra cosa. Cualquiera sería mejor que lo que era. Un ángel caído.

Había pensado en ir al instituto, presentarse allí y decir quién era. Pero no había podido verlo siquiera. No era un cazador de sombras. Ni siquiera era ya un ángel. Se sentía humano. Demasiado humano. Y los humanos no podían ver a los cazadores de sombras, ni nada de su mundo. Había quedado totalmente aislado de lo que consideraba su vida.

Al pasar las dos primeras semanas, Raziel había creído que todo lo que siempre había sido le había dado la espalda. Pero entonces la vio.

Jamás pensó que podría encontrarla, pero lo hizo. Vestía el traje de cazadora de sombras, la runa de parabatai asomaba por el borde de su chaqueta. Sonrió al ver en lo que se había convertido. Por fin era la cazadora de sombras que había deseado ser.

Iba acompañada de un grupo, entre ellos su hermano con el que luchaba codo con codo. No usaron el glamour, y Raziel pudo observarla desde la escalera de incendios a la que se había subido para pasar la noche en uno de los rellanos.

Luchaba con pasión. Con energía. Como si siempre hubiese sido así. A pesar de que se sentía feliz al verla sonreír junto a su gente, también sintió una pequeña punzada de envidia y desazón. No porque fuera feliz y él estuviera allí cumpliendo su condena. Se sentía dolido porque parecía haber superado con mucho éxito su encuentro. Se sentía traicionado. Porque ella había dicho que lo amaba, y al parecer, como sospechaba, esa palabra era solo eso; una palabra.

Raziel esperó unos instantes el sentimiento que sabía que los humanos experimentaban en momentos así. Odio, ira. Pero al mirarla de nuevo, lo único que sintió fue alivio. Tranquilidad al ver que estaba bien, que estaba viva, que seguía con su vida.

No tenía ningún sentido. Él estaba allí, pasando por un infierno porque había decidido salvarla. Y ella luchaba, reía con sus compañeros, vivía. Sin él. Y parecía no importarle.

Entonces ¿por qué no la odiaba? ¿Por qué no estaba furioso?

Desde esa noche, Raziel comenzó a encontrarla más a menudo. Los días, a paso lento, daban un leve matiz en el comportamiento de la joven. Parecía cansada, y luchaba con una pasión enfermiza. Pero seguía sonriendo, riendo con sus compañeros y pensó que se trataba de esfuerzo.

Hasta esa noche.

Amelia no había aparecido por ninguna parte. Pensó que tal vez el glamour la acompañaba esa noche, pero lo descartó al ver a su hermano y el resto del grupo avanzar por la calle principal de Brooklyn.

― ¿Cómo describirías la humanidad?

Raziel reparó en la figura esbelta, apoyada en la pared del callejón en el que había entrado. Por muchos años que hubiesen pasado, jamás podría olvidar al arcángel.

― No me lo digas; ¿Miserable, rastrera, traicionera? No es una experiencia agradable, ¿verdad?

Raziel frunció el ceño.

― Miguel. ¿Qué haces aquí? ¿Ya me echas de menos? ―se burló. Miguel salió de las sombras.

― Te dije que no me habías decepcionado. Y así es, Raziel. Si crees en algo, llegas lejos para preservar tus ideales. Que no se dobleguen y no caigan en la tentación por mucho que se les ofrezca es una cualidad que valoro, por eso quiero darte una nueva oportunidad ―aseguró. Raziel alzó una ceja, incrédulo―. Considero, visto lo que has vivido, que tienes experiencia suficiente en este mundo como para no querer desear volver a salvarlo.

Raziel frunció el ceño.

― Recuerdo que Llilith le dijo algo parecido a Ithuriel antes de ofrecerle la cola y los cuernos.

Miguel dejó escapar una carcajada.

― Lilith es un demonio, Raziel. Yo soy un arcángel. Existe una gran diferencia.

― Si me ofreces la redención a cambio de algo, déjame preguntar cual es ―contestó. La expresión del arcángel se ensombreció.

― La humanidad no te sienta bien, Raziel. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que te devuelva las alas.

Raziel se cruzó de brazos, apoyándose en la pared frente al arcángel.

― ¿Si...?

― ¿Cómo? ―Raziel suspiró.

― Te devolveré las alas si... ¿Qué? No importa qué seamos; ángeles, demonios, humanos, cazadores de sombras... Siempre hay un precio. Nadie da nada por nada.

― ¿Y no te preguntas por qué? ―apuntó―. Has entregado tu vida por una joven que, en cuanto has desaparecido de su vida, te ha olvidado por completo. Eso es lo que recibes cuando das sin recibir nada a cambio.

Raziel apartó la mirada. No podía negarlo. Él mismo lo había visto.

― Y ahora que lo has visto. Ahora que lo sabes. Puedes rectificar ―Miguel plegó sus alas negras, antes extendidas formando una sombra detrás de él. Raziel contuvo el aliento al reconocer la figura que se escondía―. Restaura el orden, Raziel. Con su vida, o con la tuya.

Amelia sostenía una espada entre sus manos. Raziel la reconoció. Era la que entregó en su día a los nefilim para derrotar a Jonathan Morgenstern. A su lado apareció otra espada. También la reconoció; la espada mortal.

― Ya tomé una decisión ―aseguró negándose a coger la espada.

― Equivocada.

Raziel la observó cuando ella habló.

― ¿Amelia? Qué dices... no entiendo...

― Es muy sencillo, en realidad. Soy un error. Y mientras sigas con vida, teniendo la oportunidad de enmendarlo, estoy destinada a morir. No puedo seguir con vida si tú también sigues viviendo. Y tu amigo el arcángel me matará si uno de nosotros no desaparece ―explicó, alzando la espada―. Al parecer se toma muy en serio eso de restablecer el orden y toda esa mierda.

Miguel esbozó una sonrisa ante la mirada anonadada del ángel caído.

― Y ahora, repetiré mi pregunta; ¿Qué opinas de la humanidad?

Raziel consiguió sujetar la espada, todavía sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, a tiempo para detener el avance de la espada celestial que Amelia sujetaba entre sus manos. La miró a los ojos, esperando reconocerla, pero solo encontró un vacío enorme.

Estaba dispuesta a matarlo. Y puesto que ella era una cazadora de sombras, sintiéndose él tan humano, era muy probable que lo consiguiera.


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¡Hola Nefilims! Siento mucho la tardanza, la verdad es que estoy teniendo problemas con el final. Hay cosas que no me gustan, e intento rectificarlas. Este capítulo, por ejemplo, lo he reescrito 2 veces XD Espero que el esfuerzo haya merecido la pena XD

Sé que lo he dejado un poco ahí el capitulo, pero el siguiente estará para mañana :) Así que no tendréis que tener demasiada paciencia jejeje

¡Gracias por todo! ¡Un beso enorme!

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