Capítulo 9
Los periódicos reportaron otro incidente el viernes por la mañana. El asesino era un comerciante del distrito pobre de Harac; llevaba una vida solitaria y discreta, por lo que sus vecinos no advirtieron que había faltado a su puesto de ventas casi toda la semana. Reapareció el jueves y trabajó con normalidad. Hasta parecía animado, según los testigos.
Cuando un cliente quiso comprar algo, se acercó a él con una grata sonrisa, lo abrazó como a un hermano y le arrancó la tráquea de un mordisco.
El hombre logró matar a dos más y herir a siete antes de ser abatido de un golpe en la cabeza. Para cuando los policías llegaron, el asesino yacía inerte con los sesos desparramados sobre el pavimento y de las calles brotaban los muchos sonidos del dolor humano.
Sarket decidió cancelar su lección de magia para hablar largamente con Ava, quien estaba muy afectada por la presión que había sobre su esposo. La gente acusaba a las autoridades de incompetencia; la carencia de pruebas sólidas que determinaran el origen de los arranques violentos era una muestra del poco control que tenían sobre el caso. Cualquiera podía convertirse en un perro rabioso de la noche a la mañana y nadie podría evitarlo. El pánico se esparció como fuego en un secarral y hubo disturbios en la ciudad, especialmente en los distritos más pobres, el viernes y el sábado.
Como medida de contención y prevención masiva, se impuso un toque de queda efectivo desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana y se triplicó la cantidad de policías patrullando las calles. Además, se inició una campaña informativa que instaba a todos los ciudadanos a advertir a las autoridades de cualquier desaparición inexplicada que durase más de un día, así como de cambios abruptos en la conducta de un individuo.
En vista de la situación, Alden hizo algo inesperado: llevó a Sarket y a los gemelos al campo de tiro y les enseñó los fundamentos de las armas de fuego. Emmerich y Diatrev comenzaron a disparar tan pronto como sintieron el peso de las pistolas, quizás exultados por el poder ilusorio que les conferían. Sarket, en cambio, se resistió a apretar el gatillo porque el arma, lustrosa y mortífera, le inspiraba un respeto que casi rayaba en el miedo. No obstante, tras unos tiros incómodos, descubrió que tenía una puntería que Alden se atrevió a llamar «infalible»: incluso en blancos que se movían a altas velocidades lograba encajar una bala en una zona que representaba una muerte segura.
—No me esperaba esto —dijo su hermano al fin. Los gemelos seguían vaciando cargador tras cargador y, aunque Alden no lo mostraba en su expresión, Sarket sabía que no le gustaba esa actitud.
—Yo tampoco —respondió, ajustándose las orejeras de atenuación. Cuando los blancos estuvieron dispuestos de nuevo y en movimiento, Sarket pulsó el gatillo nueve veces. Se abrieron nueve agujeros en el papel en las zonas de mayor puntuación. Al terminar, se bajó las orejeras hasta el cuello y giró las muñecas para aliviar el doloroso hormigueo que le había causado el retroceso de la pistola.
Uno de los gemelos silbó y dijo:
—Esa pistola tiene que estar trucada.
—Ajá —replicó Sarket con una carcajada jocosa—, ¿y me puedes decir cómo?
—No sé, tú eres el ingeniero. No puede ser que aciertes todo el rato…
—Aquí está el secreto, Diatrev —le interrumpió Alden, cruzado de brazos—. Apunta antes de disparar.
Después de ese breve intercambio, los gemelos comenzaron a aplicar el consejo, pero incluso así erraban muchos tiros. Cuando Sarket tomó otro descanso y estuvo seguro de que los chicos no oían, preguntó:
—¿Piensas darme un arma?
—Tal vez —dijo mientras preparaban de nuevo los blancos—. Necesitarías un permiso, y además eres menor.
«No creo que vaya a darme una —se dijo Sarket, alzando la pistola de nuevo. El cañón escupió las balas con un estruendo ominoso amortiguado por las orejeras—. Tampoco creo que me atreviera a usar una contra alguien. Una cosa es dispararle a un maniquí, y otra muy diferente, a un ser humano».
Le dejaron probar otras armas, desde pequeñas pistolas de bajo calibre hasta fusiles de asalto. Sus dedos, hábiles tras años de elaborar diseños precisos, construir modelos a escala y tocar la guitarra, hallaron las tareas de cargar y descargar sumamente simples; le bastaban unos pocos tiros para tomar en cuenta factores como el retroceso del arma en cálculos instantáneos, de tal manera que su puntería mejoraba como si se tratase de una segunda naturaleza más que de un proceso consciente. Solo rogaba no tener que disparar fuera de aquel recinto jamás.
Para el lunes, los disturbios habían sido contenidos en su totalidad. No obstante, en el ambiente aún se respiraba un aire estanco que reflejaba el estado mental de la gente, un estado desoladoramente contagioso. Sarket se esforzaba por mantenerse ocupado y ser de utilidad. En casa, intentaba por todos los medios animar a Ava y entretener a sus sobrinos cuando estos exigían su atención, pues su madre temía perder la compostura frente a ellos y la ausencia de su padre ya era motivo de sospecha. Los niños podrán ser inocentes, pero son sensibles a las emociones de sus allegados
Por las noches, cuando las luces habían sido apagadas y la casa dormía, tomaba su guitarra y rasgaba las cuerdas sin ton ni son con dedos cuidadosos, solo por unos segundos. De improviso, una nota dulce sucedía a otra, y luego a otra. Sus manos perdían indecisión y cobraban seguridad, exigiendo de las cuerdas una melodía que agitaba su deseo, y estas se la ofrecían: notas claras evocaban el tono de su voz, matices vibrantes representaban el fluir de su cabello, golpes sordos encarnaban el impacto de su mirada, tonos graves simbolizaban el estoicismo de su caminar.
Cada noche, sus dedos perdían fuerza e imploraban una respuesta, pero la guitarra rehusaba, encaprichada por no ser el objeto de su adoración. Entonces él acariciaba la superficie de madera barnizada con cariño, recostaba el instrumento contra una esquina y se decía que tenía que verla, aunque solo fuera una hora el sábado. Solo necesitaba eso.
Decidió llegar un poco más tarde de lo usual, a eso de las diez. Aprovechó el tiempo extra para vestirse bien y bañarse en una colonia que ella había halagado una vez. El viaje en automóvil se le hizo largo y cuando vislumbró la 567 bajó del vehículo de un salto. Ēnor le abrió la puerta antes de que tocara.
—Bienvenido… te espera.
Esbozó una sonrisa que ella no devolvió. «Un placer verte a ti también», se dijo. Como estaba ansioso por verla, siguió a Ēnor con gusto a la biblioteca. Se encontraba leyendo un libro gastado en un idioma que Sarket no reconoció, recostada en el mullido sillón junto a la ventana con las piernas colgando sobre el apoyabrazos. Apenas alzó la mirada al verlo y sonrió a medias, adormilada.
—Hola, Sarket. Fue raro no tenerte la semana pasada.
Él respondió a su sonrisa con una más amplia y fue a darle un beso ligero.
—Me extrañaste, ¿eh?
Cerró el libro y se levantó con parsimonia.
—Ēnor ciertamente te extrañó. Hizo más comida de la cuenta. —La aludida no dio señal de haber entendido—. Bien, te tomaste una semana de descanso...
—La verdad es que… solo quería venir a verte. Y salir, si quieres, pero solo vine a verte.
—Oh. —Se recostó en el sillón y abrió su libro de nuevo—. Qué lástima. Justo cuando había decidido enseñarte senra’dei, después de que me rogaras tanto.
A él se le iluminaron los ojos. El senra’dei era un arte marcial que los accadios habían aprendido de un pueblo ahora extinto. Sus hechiceros lo habían adaptado y convertido en uno de los sistemas de combate más eficaces del planeta, empleado incluso por los chievalieri, la guardia de los nobles y del alto clero. Se decía que un maestro del senra’dei podía acabar con un batallón de trescientos hombres.
Saliendo de su ensimismamiento, consiguió decir:
—Eso sería genial.
Ella parpadeó, sorprendida.
—Creí que te darías cuenta de que era una broma.
—¿Qué? —Ella solo pasó de una hoja a la siguiente—. Oye, ¿en serio no me vas a enseñar? ¡Eso fue cruel! ¡Sabes lo mucho que quiero aprender senra’dei!
Confirió a su voz un matiz desenfadado para ocultar su decepción. Ella cerró el libro una vez más y lo dejó en la mesita de centro. Se levantó.
—En un futuro, lo prometo. El senra’dei es muy exigente y quisiera dejar pasar el tiempo para asegurarme de que tu cuerpo está en buenas condiciones. Por ahora, evitemos una recaída. Deberías estar bien con el amplificador que te di.
—De hecho, casi no le queda nada —dijo, buscando la cajita negra en su bolsillo. Se la ofreció con una expresión entre contrita y pícara, pero ella no la tomó—. Ocurrió algo y terminé usándolo.
Abrió la caja. Selene se asomó con una expresión indescifrable y exigió una explicación. La aspereza mal disimulada de su voz lo tomó por sorpresa.
—Bueno… un profesor estaba siendo molesto, así que moví algo de brisa y le quité la peluca —dijo con una sonrisa vacilante. La expresión de Selene distaba mucho de ser alegre. ¿Por qué habría de estar molesta con él, si ella hacía cuanta travesura se le ocurriera cuando le venía en gana? Intentó explicar el suceso con mayor detalle, mas con cada palabra su ira ardía más apasionadamente y crepitaba en su interior.
—¿Usaste el amplificador, el amplificador que te di con la única condición de que no lo usaras en tonterías, para despeinar a un profesor que te hizo llorar? —exclamó con una expresión que mostraba tanto enfado como terror. Antes de que pudiera defenderse, ella gritó—: ¡Ēnor, ve a limpiar el desastre que hizo este insensato!
La susodicha intentó convencerla de que era una labor inútil, que ya era muy tarde, y dijo otras cosas que Sarket no pudo entender bien, pero Selene la mandó callar con un gesto imperioso y repitió la orden con mayor ímpetu. No, no estaba irritada. Estaba soberanamente cabreada.
Ēnor accedió a partir, no sin previamente pedir que se calmara antes de abandonar la habitación. Para nada, porque Selene perdió la poca calma que ganó de esa petición cuando vio la expresión confundida de Sarket. Extendió la mano con la brusquedad de alguien que no controla bien sus movimientos bajo la influencia de la rabia.
—Dámelo —exigió con frialdad.
—Prometo no volver a usarlo para…
—No te estoy pidiendo que me lo des, estoy exigiendo que lo hagas. Ahora. Dámelo.
Depositó la cajita en la palma de su mano. Acto seguido ella le pidió que se fuera, se apartó de él, regresó al sofá y recogió el libro que había estado leyendo. Sarket no planeaba irse. No sabía qué había hecho mal y merecía al menos una disculpa. Se sentó sobre los talones frente al sillón para llamar su atención.
—Selene, lo siento. No sé qué hay de malo en lo que hice, pero lo siento…
—Usaste un amplificador para hacer tu vida más fácil y la mía más difícil. Dejaste un rastro de mi prana que cualquier criatura de mediana inteligencia podría seguir...
—Lo siento. No pensé que eso podría pasar y…
—Exacto. —Lo miró con esos ojos azules, ojos de acero pruso—. Ese es el problema. Nunca piensas lo que podría pasar, aunque te lo explique una y otra y otra vez. La magia no es un juguete.
—Lo siento —dijo por cuarta vez, pero Selene no daba indicio de transigir—. Aunque no entiendo por qué lo que hice estuvo mal, estoy sinceramente apenado y por eso me estoy disculpando…
—¿Sabes por qué no acepto esa disculpa? Porque sé exactamente lo que va a pasar si seguimos con esto: harás otra de las tuyas cuando no esté mirando. —Se estrujó la cara—. Eres tan irreflexivo...
—¿Irreflexivo? —repitió en un tono agudo. Sarket había intentado mantener una actitud diplomática, pero ella no tenía moral para decir tal cosa—. ¿Qué hay de ti? Te metes en sitios donde no deberías, tomas lo que no es tuyo… Saliste de madrugada sin considerar los peligros en lugar de esperar a que amaneciera para entregarme el amplificador como hubiera hecho cualquier persona normal. ¿Y me llamas irreflexivo cuando tú haces lo que te viene en gana como una niña malcriada?
Selene cerró el libro con tal fuerza que el golpe reverberó en la estancia. Se incorporó muy despacio, aquejada súbitamente de un temblor irreprimible. Su mandíbula estaba tan apretada que su voz fue apenas un siseo grave:
—Cierto, hago lo que me viene en gana… gracias a lo cual ya no padeces de cierta enfermedad, ¿o no? ¿Crees que habría bastado un poco de prana para sanarte? —Sarket pestañeó—. Sin importar cuánta energía vital te hubiera dado, tus órganos aún habrían estado dañados si yo no los hubiera sanado.
En otras circunstancias, Sarket se lo habría agradecido desde el fondo de su corazón. La habría abrazado y le habría susurrado al oído que aquello no era necesario. Sin embargo, en ese momento solo pudo pensar en el riesgo al que lo había expuesto ella, ya que pudo haberlo matado de haberse descuidado una fracción de segundo mientras hurgaba en su cuerpo sin su permiso. Pero, por encima de todo, le dio rabia que ella hubiera usado eso contra él, como si lo tuviera atado del cuello.
—Bueno, gracias —replicó con las manos cerradas en puños. No fue capaz de morderse la lengua—. ¿Y quién te lo pidió?
Lo siguiente que sintió fue un tirón, y luego un empujón titánico. Sus pies perdieron contacto con el suelo cuando su cuerpo entero fue arrojado contra la pared. Sus pulmones dejaron salir en un sonoro gemido todo el aire que se había alojado en ellos. Aturdido y alarmado a la vez, alzó la cabeza y vio su imagen difusa y su rostro contraído en una mueca iracunda, la mismísima efigie de la cólera. Ella le gritó algo, quizás una acusación, aunque no pudo oírla porque los libros se sacudían en sus estantes con golpes sonoros. La habitación entera crujía.
Se puso en pie, tambaleándose, y se enfrentó a su mirada; aquello auguraba un mal desenlace para él. Selene estaba fuera de control, lo veía en sus ojos de pupilas dilatadas.
Y retrocedió, pues esos eran los ojos de alguien que podía matar.
Ella dio un paso hacia delante y gruñó como una bestia, jadeando. De pronto se detuvo, sacudió la cabeza y su expresión denotó ausencia. Sus hombros se hundieron un poco y su mirada cayó en un punto inexistente a la derecha de él, completamente laxa. El siguiente sonido fue una de las cosas más horribles que jamás había oído.
Huesos rotos. Decenas de huesos rotos. No como cuando un jugador de ewein se rompía un hueso limpiamente, sino como si alguien hubiera tomado un martillo de guerra y lo hubiera lanzado contra su pierna, destrozándola por completo. Ella emitió un grito ahogado y cayó al suelo sujetándose la extremidad herida. Hubo otro crujido ensordecedor y otro grito agudo antes de que él saliera de su estupor y corriera hacia ella, llamándola con fuerza.
Su cuerpo era presa de convulsiones de fuerza inenarrable. Bajo su piel se movía… algo. Todo. Músculos, huesos, sangre, todo se salía de lugar y pugnaba por atravesar la piel. Sus ojos estaban abiertos y entornados hacia arriba. De su boca solo brotaban sangre y gorgoteos. No estaba respirando, no estaba respirando. ¡Por todos los dioses! ¡Iba a morir!
—¡Selene… Selene…. Selene…!
Un fuerte empellón lo lanzó a un lado. Era Ēnor, que ahora luchaba por contener a Selene con todo su cuerpo. Se sentó a horcajadas sobre ella, con una mano sobre su frente para retenerla y los dedos de la otra cerrados en torno a una jeringa. Selene arañaba el brazo que la mantenía inmóvil, crispada y sacudiéndose.
—¡Ve a la sala, Sarket!
Él se acercó para ayudarla, para que pudiera inyectar lo que fuera que estuviera en esa jeringa, pero ella repitió su orden a gritos y él se alejó, abatido. Antes de salir, giró la cabeza. Lo último que vio fue a Ēnor clavando la aguja como si fuera una daga.
La puerta se cerró. Los sonidos de la disputa cesaron. Solo quedó su respiración, ruidosa, agitada, excesivamente rápida, mas no reparó en ella, pues estaba demasiado ocupado rebuscando en su memoria, intentando hallar un episodio tan horrible como ese, cualquier cosa que pudiera servir de comparación para disminuir su atrocidad. No lo encontró, y entonces pensó que tendría pesadillas. O tal vez no, pues el sonido de sus huesos quebrándose hacía eco en sus oídos y la imagen de su cuerpo retorciéndose estaba grabada en sus ojos. Aquellas visiones no plagarían sus sueños porque no podría dormir en absoluto.
Se tropezó con algo y maldijo a toda voz. Había caminado a la sala por inercia y con el mentón pegado al pecho, por lo que no se dio cuenta de que una silla estaba fuera de lugar. La volteó y se desplomó sobre ella con el rostro entre las manos, carente de cualquier vestigio de fuerza.
No supo qué hacer o qué pensar. Él siempre había sido el débil, el enfermizo, no un observador que permanece inmóvil con la razón obnubilada por la conmoción y luego sucumbe ante el pánico.
¿Epilepsia? No tenía ningún sentido, las convulsiones habían sido demasiado violentas. Además, Selene no podía estar enferma. No podía estar tan cerca de la muerte como lo había estado él. Estaría bien. Tenía que estarlo. Si podía curar un corazón defectuoso, seguramente podía curar… eso. Era una hechicera, se regodeaba de su poder. No había enfermedad que pudiera reducirla a ese estado.
Apenas oyó los pasos, precisos e igualmente espaciados, acercándose a él.
—Estará inconsciente por unas horas.
No encontró la fuerza para verla.
—Ah, sí que hablas steinsche. Me pareció que lo habías hablado cuando estábamos ahí dentro. Llevas todo este tiempo burlándote de mí con ese endemoniado dialecto tuyo y ahora… —Rio de pronto y con amargura, y entonces su rostro se contrajo en un rictus de angustia—. No es epilepsia, ¿verdad? Ella podría curar eso, estoy seguro. No es algo mortal… ¿verdad?
Su voz se quebró en la última palabra. Ella tomó una silla por el espaldar y la arrastró hasta quedar frente a él. Se sentó con la cabeza reposando en su mano para estar a su nivel, pues él había ocultado el rostro nuevamente.
—Se conoce como «síndrome de Albus», y sí — respondió en voz queda—, es mortal.
—Pero… pero…
Tenía que haber una forma de curar esa enfermedad. Tenía que haberla. Desesperado, alzó la cabeza para mirarla directamente. Ēnor parpadeó y retrocedió en la silla, sorprendida por la intensidad de su mirada.
Y, de pronto, todo tuvo sentido.
Se levantó y salió al vestíbulo a grandes trancos, súbitamente lúcido. Arrancó su chaqueta del perchero y se la puso con prisa. Ēnor lo había seguido, pero él no la miraba. Si lo hacía, lo que había descubierto se desvanecería por completo.
—¿Adónde vas?
—No lo sé.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —repitió—. Por ahora, necesito salir. Necesito pensar.
La voz de Ēnor acarició sus oídos con dulzura.
—Has de estar cansado. ¿No crees que sería mejor ir a descansar? Te aseguro que un buen baño caliente y una noche de sueño en tu cómoda cama te sentaría delicioso, ¿no crees?
Sarket comenzó a tararear una canción infantil. Era sugestión. Ēnor había usado sugestión desde el principio para que no se diera cuenta y ahora estaba usándola para convencerlo de que no había nada importante que investigar. Selene podía ser un as, pero su sirvienta era incluso más hábil en el arte de la manipulación, pues no necesitaba que la miraran fija y directamente a los ojos. De algún modo, convencía a todo aquel que viera en su dirección de que no había nada interesante, y de esa forma había implantado un mensaje en su cerebro desde el primer instante en que se conocieron: «No dudes de nosotras, no te percates de nada, no hagas preguntas».
También había cierto poder en su voz, aunque era mucho más fácil de rechazar. Siempre y cuando se concentrara en algo que no fueran sus palabras, podría resistir sus avances. No obstante, si llegaba a mirarla siquiera de reojo, probablemente despertaría en su cama sin la más mínima idea de cómo había llegado ahí y con la certeza de tener algo urgente que hacer, sin saber qué.
Ella redobló sus esfuerzos, endulzando aún más sus palabras y llenándole los oídos con zalamerías, acercándose y llamándolo para incitarlo a verla, pero él tenía los ojos firmemente cerrados y buscaba el pomo de la puerta principal a tientas. Cuando lo encontró, ella calló al fin.
—Por favor, dile que quiero hablar con ella cuando despierte, ¿sí? Hablamos luego, adiós.
Sin darle tiempo para contestar, cerró la puerta. Hacía frío y un viento fuerte traía un olor a lluvia del norte. Se metió las manos en los bolsillos y caminó calle abajo, adentrándose a grandes trancos en el distrito.
En retrospectiva, todo tenía sentido. Cualquier idiota con dos dedos de frente podría haber deducido que Selene era importante. Vivía una vida de lujo en una casa cuyos ornamentos y equipamiento multiplicaban su valor por cien; solo las paredes aislantes ya debían de valer una fortuna. Nunca le faltaba comida ni dinero; su billetera siempre estaba llena y no escatimaba a la hora de satisfacer sus excentricidades.
Por lógica, era señal de que alguien la estaba manteniendo, y lo natural sería asumir que fuera hija de un mercader acaudalado, un político o un noble que la quisiera fuera del imperio por su seguridad. Él había pensado eso, por supuesto, pero solo fugazmente, y el motivo de aquello era Ēnor y el mensaje que le había hecho creer. Mirarla siempre le resultó incómodo, como si estuviera envuelta en un velo de bruma densa que le impedía escudriñar las facciones de su rostro, e incluso le costaba entender lo que decía. Sin embargo, quizás había bajado la guardia a causa de lo acaecido, pues el efecto había desaparecido por completo cuando estuvieron en la sala y, por primera vez, pudo reconocer las líneas de su cara por un instante. Tenía zarcillos en las orejas.
Eso lo aclaró todo.
Los accadios tenían una costumbre bastante peculiar con respecto a la perforación de las orejas: solo los hombres y mujeres que alcanzaban el rango de chievalier, la élite militar, podían hacerlo. Al finalizar su entrenamiento, un chievalier se perforaba la oreja izquierda, recibiendo así su primer zarcillo. Aunque un novicio solo tenía uno, los más experimentados contaban con varios. Si un chievalier moría en combate, su compañero u oponente tenía el privilegio de tomar el zarcillo que al difunto le había sido otorgado inicialmente y colocárselo en su oreja derecha. Esto era un símbolo de respeto hacia el guerrero caído, una forma de demostrar que su proeza en combate había impactado al recibidor de por vida.
Había contado seis zarcillos en la oreja derecha de Ēnor. Seis hombres y mujeres que había matado en combate o que habían muerto luchando a su lado. Una veterana de guerra de alto rango estaba sirviendo a una chica de veintiún años de edad.
Selene era de la nobleza, pero ¿de qué clan? ¿Cuál era su jerarquía? ¿Y qué hacía en Steinburg?
«Está aquí porque su enfermedad es una deshonra. —Apretó la mandíbula con tal fuerza que los dientes le chirriaron—. La apartaron para no tener que verla apagarse como una máquina defectuosa».
Sarket no sabía cuán desalmada era una persona que podía abandonar a su propia hija, su propia sangre, a su suerte.
Aquello no importaba. Había algo que debía hacer primero.
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