Capítulo 30
Cuando llegó a casa, su hermano ya lo esperaba en su despacho. Subió las escaleras que tan familiares le eran, dobló a la izquierda y atravesó las puertas de madera tallada. Ahí estaba Alden, sentado en su amplio escritorio. Por primera vez desde que tenía memoria, su superficie barnizada estaba libre de papeles. Alden le indicó que se acercara y Sarket fue a sentarse en el sillón que estaba situado frente a él, sin saber cómo iniciar la conversación. Su hermano, que no era la clase de persona que se acerca a un tema con discreción y dando lentos círculos, fue directo al grano.
—Ella me explicó muchas cosas…. No todas, pero suficientes. Sarket —lo llamó de una forma que casi le rompió el corazón—, ¿has venido a decirme que te vas?
Tuvo que hacer acopio de valor para responder con un suave «sí». Alden bajó la mirada hacia el escritorio, y así permaneció por largo rato, meditabundo. Entonces, abrió una gaveta y sacó una botella de whisky y dos vasos. Sirvió dos dedos del ardiente líquido y se lo ofreció a Sarket para que bebiera. No había hielo, pues para eso habrían tenido que llamar al mayordomo. No obstante, Sarket aceptó ese alcohol de sabor desagradable porque aquella era la primera vez que bebía con su hermano.
—Cuando eras un niño… —comenzó a decir. Tuvo que tragar para aclararse la garganta—, rezaba todas las noches desde el día en que naciste para que tuvieras una vida larga y saludable —confesó con voz irregular. Dejó su vaso vacío en el escritorio—. Cada examen médico era peor que el anterior… Los dioses no contestaron. Nunca lo hicieron. —Se pasó una mano por la nuca y se mesó el pelo—. Entonces apareció ella de la nada y tus aflicciones se desvanecieron, pero mira a qué precio. Quizás debí haberla incriminado por cualquier cosa y luego deportarla, después de todo. —Sus ojos parecían anegados de lágrimas, aunque podía ser la ilusión de sus espejuelos.
—No eres la clase de persona que puede dormir con tranquilidad con ese peso en la conciencia —respondió. Le costaba hablar, pues el whisky le había quemado la lengua y las emociones eran difíciles de controlar. Jamás había visto a Alden tan alterado.
—Algo que es lamentable… porque ahora me doy cuenta de que dejar que merodeara en esta ciudad fue la cosa más estúpida que he hecho en mi vida. —Se llevó el vaso a los labios y, tras beber, lo dejó en el escritorio con un golpe sordo—. ¿Crees en el destino, Sarket?
—A decir verdad, no.
—Yo tampoco. —Sarket se terminó su licor con un mohín. Su hermano no le rellenó el vaso—. Pero comienzo a creer que existe y que nuestra madre te puso ese nombre porque sabía que esto ocurriría.
—Tal vez —concedió. Su padre siempre había dicho que su madre era especial, que sabía muchas cosas por intuición, como decía ella. Tal vez lo sintió en el instante de concebirlo, o durante el parto, o instantes antes de morir. Tal vez siempre supo que uno de sus hijos terminaría siendo un nasciare, y por eso le dio ese nombre.
Permanecieron en silencio por largo rato, sin mirarse, perdidos en sus propias cavilaciones.
—¿Qué harás con la universidad? —preguntó Alden al cabo de un rato—. Solo te faltaba un trimestre para graduarte.
—La Universidad de Mansfer permite a sus estudiantes posponer su admisión un año por motivos extraordinarios… En caso de que no acepten mi petición, tendría que solicitar mi admisión de nuevo. Creo que me aceptarían de cualquier modo. Hermano. —Miró a Alden a los ojos y este le devolvió la mirada—. No odies a Selene por esta situación.
Alden lanzó una risa estrangulada, una mezcla entre una carcajada y un gorgoteo.
—Dijiste que antes rezabas y nadie contestaba. Ahora sabes el motivo, ¿no es así? Y sabes que Selene intenta cambiar eso.
—¿Y cuál es la diferencia? —replicó con un gesto despectivo—. La humanidad le importa un bledo, según me parece.
—Es cierto que nos desprecia y que a veces hasta nos odia —admitió con un asentimiento—, pero no es innecesariamente cruel ni ajena al sufrimiento. Creo que no te conté cómo me reveló quién era, ¿o sí? —Alden negó con la cabeza. Sarket se adelantó un poco—. Resucitó a un hombre ante mis ojos, un pobre hombre desesperado que había recurrido al alcohol hasta acabar con su vida. ¿Sabes lo que hizo? No solo lo trajo de vuelta, sino que… le hizo darse cuenta de otras cosas del mundo. ¿Era eso necesario? Pudo haberlo resucitado y haberse olvidado de él. Eso era lo único que necesitaba para convencerme de su identidad, pero no lo hizo. Ella es buena y amable, aunque es difícil de ver.
»Tampoco quiero que creas que fue ella la que me metió en este embrollo. Intentó prevenirlo, postergó decirme la verdad por mucho tiempo y trató de evitar por todos los medios que me enterara de su condición. Fui yo quien insistió; ella accedió porque yo no la habría dejado en paz. ¿Por qué lo hice? Tal vez fue el destino, como dices. Lo cierto es que sentí que debía hacer algo, que necesitaba hacerlo… Fue mi decisión —continuó en voz más baja. Aquella era la parte más vergonzosa de admitir, la que pudo haber marcado la diferencia—. Pero no pensé en las repercusiones, ni supe qué hacer con esa responsabilidad. Quizás debí habértelo dicho… Sí, debí haberlo hecho. Las cosas no se hubieran puesto así de mal si no me lo hubiera quedado callado… Todo era tan irreal, tan extraño, tan… no supe cómo…
Apartó la mirada un momento para recomponerse. Alden no lo interrumpió; sabía que aún no había terminado.
—Todo esto es responsabilidad tanto mía como suya, hermano. Por favor, no la odies.
Alden lo miró con cierta terquedad. Al mismo tiempo, su acritud cedió. Desvió la mirada hacia el panorama de escarcha que mostraba la ventana. Sarket lo notó pensativo, distante. Cuando habló, su voz le pareció lejana.
—¿Qué necesitas?
—Todavía no estoy del todo seguro —respondió Sarket, titubeante—, de momento necesitaremos… dinero.
—Abriré una cuenta de viajero a tu nombre. —Como Sarket tenía cara de no entender nada, agregó—: Los mercaderes usan ese tipo de cuentas para no tener que cargar con todo su efectivo encima. El banco les da una tarjeta con la que pueden retirar el dinero en todas las sucursales afiliadas al programa.
—Sí, nos haría la vida más fácil no tener que cargar con demasiado dinero por tres continentes.
—Solo ten cuidado con la tarjeta y no la pierdas. Conseguir otra en el exterior es sumamente difícil —le aconsejó. Se quitó los lentes y los limpió con un paño de seda. Más que una necesidad, era una medida para distanciarse de la situación—. Cuando llegues a Dunbai, retira todo el dinero y, si puedes, abre el equivalente a una cuenta de viajero en el norte. Necesitarás un cambista. Si no, tendrás que cargar con él o dejarlo ahí hasta tu regreso.
—Creo que para entonces Selene podrá encargarse del dinero… si es que está dispuesta a contactar a su clan. —Suspiró. Había resuelto irse de Steinburg, mas no estaba seguro del camino que iban a recorrer—. Para ser honesto, aún no estoy muy seguro de lo que planea hacer o adónde quiere ir primero… Imagino que será algo que decidiremos sobre la marcha. Tiende a ser impredecible y a tomar decisiones guiadas por impulsos extraños. — Esbozó una sonrisa torcida que su hermano no compartió.
—Hmm. —Alden volvió a ponerse los lentes. Luego se agachó una vez más y abrió otra gaveta, de la cual extrajo una caja labrada. La deslizó sobre el escritorio y Sarket la atrajo hacia sí. Era pesada—. Quiero darte algo. Tal vez este sea un buen momento, antes de que las cosas se vuelvan una locura.
Abrió la caja, que olía a cedro. Dentro descansaba una pistola semiautomática, negra como la noche. Su empuñadura era de madera y tenía un lobo pardo grabado a ambos lados; el artesano había practicado hendiduras para que su agarre fuera cómodo y no se resbalara con el sudor. Se sentía pesada y mortífera en sus manos.
—Nuestro padre la mandó hacer para mí poco antes de morir. Creo que tú la necesitarás más a partir de ahora. Como la anterior que te di, tiene la suficiente potencia para herir a alguien o para matarlo si sabes usarla. Y Sarket. —Alzó la mirada—. Una vez que halas del gatillo, no hay vuelta atrás.
—No olvidaré eso nunca —dijo Sarket, y devolvió la pistola a la caja. Junto a ella había dos cargadores de quince balas cada uno. Cerró la tapa y esta dio un suave «chac» antes de ceder. De pronto, el significado de aquel regalo amenazó con sacudirlo—. Gracias, hermano.
Alden hizo un gesto con la mano y Sarket entendió que debía irse. Tomó la caja, pesada en sus manos, y salió por la puerta, no sin antes recorrer los grabados con la mirada, cosa que no había hecho desde que era un niño. No pudo evitarlo. Se dio cuenta de que aquella bien podría haber sido la última vez que hablara con su hermano de aquel modo en mucho tiempo. O la última vez.
Así que giró la cabeza para verlo una vez más, sentado en su escritorio con el vaso de whisky en una mano, antes de cerrar la puerta tras de sí. Paseó por su casa, por los corredores amplios y luminosos, observando cosas de las que nunca pensó que se separaría. Ahí se había caído cuando era pequeño, había tumbado uno de los cuadros; por eso una de las esquinas del marco tenía una hendidura casi imperceptible. Más allá estaba su escondrijo favorito: una vasija gigantesca y pesada dentro de la cual había pasado horas mientras las niñeras lo buscaban. Bajo una mesa había dibujado el blasón de su familia con un lápiz de color de cera y la había firmado en una caligrafía infantil que se asemejaba mucho a las patas de una araña: «Sarket Brandt. 1907».
Ahí estaban sus huellas, pruebas irrefutables de que había vivido en la casa, y también estaban las de sus antecesores, hombres y mujeres que, tal vez como él, sintieron la necesidad de dejar algo antes de partir, un grabado aquí, una marca allá. Tras un cuadro de más de un siglo de antigüedad, una mujer sonreía con timidez. Detrás de él, alguien había escrito: «Nunca olvides».
Llegó a su habitación. Tras abrir la puerta y encender la luz, se detuvo bajo el dintel como alelado, y miró el que había sido su refugio personal toda la vida. Ahí estaba su guitarra, con la que había aprendido a tocar, y su escritorio oscuro atestado de papeles cuidadosamente ordenados, y su cama bien hecha, y su mesa de dibujo, donde había plasmado sus sueños; había un garabato detrás de esa mesa, un garabato ininteligible hecho por Hannes cuando todavía pintaba en las paredes. Cuando preguntó qué era, el niño contestó con una vocecilla:
—Un corazón.
Un corazón. Quizás su corazón. O quizás un corazón en caso de que el suyo fallara.
Fue hasta la mesa y la movió a un lado, exponiendo el corazón que su sobrino le había dado. Y, sin poder evitarlo, se echó a llorar.
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