Lo primero que sintió cuando despertó por primera vez fue el peso del cobertor, que parecía estar hecho de plomo. Y sed, mucha sed. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, abrió la boca para aspirar una bocanada de aire frío, lo que atormentó aún más su lengua reseca y áspera. «Agua», intentó decir, pero apenas logró emitir un quejido.
—¡Ja! ¡El niño volvió de nuevo! —dijo una voz familiar—. Gané. Paga.
Hubo un refunfuño y un sonido metálico, como de un monedero repleto. Tras incontables minutos, Sarket consiguió entreabrir los ojos y vio, levitando sobre él, tres rostros borrosos. No los reconoció, y ellas no dieron señal de atender a su súplica de agua. Se limitaron a escudriñar su cara por un largo rato.
Pasos en el corredor.
—Vámonos —musitó una de ellas, no sabría decir cuál—. Ahí viene otra vez.
Los rostros se desvanecieron, seguidos por el fulgor verde de sus ojos. La puerta se abrió casi en silencio y unos pasos se acercaron con ligereza. «Agua… Agua…». Oyó un chapoteo que le hizo sentir esperanza y empleó todas sus fuerzas para abrir la boca y chupar el paño mojado que se había posado sobre sus labios, gota por gota. El líquido aplacó el ardor que arañaba su garganta. Seguidamente, volvió a deshacerse en la inconsciencia.
***
—¡Quiero salir! —exclamó, lanzando un juguete contra la pared. El automóvil de madera, elaborado por una mano hábil, se partió en dos con un crujido—. ¡Dijiste que podía pedir lo que quisiera en mi cumpleaños! ¡Quiero salir!
Señaló a su padre con un dedo acusador y se cruzó de brazos, obstinado. El hombre, con una expresión que era la mismísima imagen de la paciencia, se arrodilló frente a su hijo y le puso una mano en la cabeza. No se molestó por el hecho de que Sarket hubiera roto el regalo que le acababa de dar.
—¿Y por qué querrías salir, con lo mucho que llovió anoche y lo cómodo que se está aquí?
Pero Sarket ya no era tan pequeño y no se dejaba convencer con tanta facilidad. Él quería jugar como lo hacían los otros niños, como lo estaban haciendo en ese preciso momento: los veía pisando los charcos de agua, riendo entre empujones y chapoteos y no podía sino sentir envidia. ¿Por qué había nacido así?
—Solo por un momento, padre —suplicó. Diether Brandt negó con la cabeza y Sarket se enfurruñó todavía más a la vez que intentaba no derramar ni una sola lágrima; los hombres no lloraban—. ¿Por qué no puedo salir?
—Ya sabes por qué. Podría pasarte algo malo, y entonces tendríamos que llamar al doctor Herrnen o ir a la clínica.
—¿Por qué? —Sarket lo sabía, pero aún preguntaba por qué. Por qué era un niño enfermizo, por qué era débil, por qué estaba roto. Los adultos lo miraban con lástima; los niños, con sorna. Por supuesto, nadie se atrevía a burlarse de él en su cara, aunque Sarket sabía lo que murmuraban a sus espaldas. Estaba condenado a vivir encerrado en una casa por el resto de sus días, solo e inútil. Era el lastre que le arrebató la vida a la señora del hogar.
—Si piensas que eres débil, serás débil. La fortaleza de un hombre no se mide por su tamaño, sino por su capacidad de vencer sus debilidades. —Incluso arrodillado, el señor Brandt era mucho más alto que su hijo—. Solo cuando nuestras faltas nos derrotan, cuando no encontramos la forma de sobreponernos a ellas, somos verdaderamente débiles. Esta enfermedad te acompañará toda tu vida, Sarket —dijo Diether, apretando los pequeños hombros de su hijo—. Tienes que acostumbrarte a la idea. No debes dejar que te venza.
—¿Cómo? —preguntó; no lo entendía a cabalidad, pero confiaba en las palabras de su padre porque él lo sabía todo.
—Encuentra algo en lo que seas mejor que nadie, algo que te haga feliz, y conviértelo en tu fortaleza. Si todos usáramos nuestras habilidades al máximo para el bien común, el mundo sería un lugar mucho mejor. ¿No quieres mejorar el mundo? —le preguntó con una sonrisa persuasiva. Sarket asintió. Mejorar el mundo sonaba casi igual que salvarlo, como hacían los héroes de las historias que leía todas las noches. Todos los niños quieren ser héroes.
»Los dioses quisieron que tuvieras ese cuerpo, y a cambio te dieron la inteligencia de tu madre. —Le mesó el cabello con cariño—. Hombres fuertes sobran. Por eso necesitamos hombres inteligentes, gente que sepa usar la cabeza. ¿Entiendes?
Sarket asintió de nuevo con un leve «sí», y removió la alfombra con un pie, abochornado por la rabieta.
—Lo siento. —Su padre volvió a revolverle el pelo, pero no llegó a contestar porque oyó un golpe en la puerta. Alden se asomó con cautela, casi con miedo. Su mirada indicaba que tenía una pregunta que hacer.
—Tu hermano ya se calmó y dice que lo siente. ¿Verdad, Sarket?
—Sí, lo siento.
Alden entró y cerró la puerta tras de sí. Traía un paquete grande, una especie de estuche de lona negra con una correa para llevarlo a la espalda con comodidad.
—Espero que te guste —dijo su hermano mayor, y Sarket no esperó para abrirlo. Le llegó el olor del barniz, sus dedos palparon una superficie lisa y… ¡cuerdas! ¡Una guitarra! Como la que tenía el señor que se había detenido a tocar frente a su casa. Ante la fascinación que sentía su hijo por el instrumento, Diether hizo pasar al músico para que tocara en la sala. Sarket pasó horas viendo el ágil rasgar de los dedos sobre las cuerdas y sus pisadas sobre el mango; cuando el músico golpeaba la caja de resonancia, se producía un sonido similar al de un tambor. Era como oír tocar a un grupo de gente cuando solo había una persona con un instrumento.
Sarket arrastró la guitarra fuera del estuche; era tan grande que no alcanzaba el mango.
—Es una belleza de guitarra —dijo Diether. Sarket también lo pensaba. La colocó sobre el suelo, boca arriba—, pero es demasiado grande para él.
—Sí, eso pensé —respondió Alden con la cabeza gacha.
—No hay problema. Encargaremos una más pequeña para que aprenda, y luego podrá usar…
Pero no hubo terminado de hablar cuando Sarket golpeó las cuerdas con la palma de la mano, provocando que vibraran. Golpeó una vez más, y esta vez pisó una cuerda contra el mango con sus pequeños dedos. La nota cambió y él rio con alegría.
—¡Mira, Alden! ¡Se puede tocar como un piano y como un tambor! ¡Un «pianitambor»!
Y Alden se echó a reír.
***
La segunda vez que despertó, hacía frío. No sabría decir si sus ojos estaban cerrados o abiertos, pues estaba muy oscuro. Los perros de Alden, que tenían por costumbre ladrar a horas inoportunas, permanecían en absoluto silencio.
Quiso hundirse en el colchón para obtener más calor. Estaba mojado y tan frío que, incluso con sus escasas fuerzas, tiritaba con violencia. Se había orinado encima. Oyó un frufrú ligero y sintió el toque de unos dedos finos y cálidos sobre la frente. Sin más, volvió a dormir.
***
Llovieron libros y lápices, y luego cayó el maletín. Sarket mantuvo una actitud impasible, pero eso no quería decir que no se sintiera nervioso y abatido. Los tres chicos se limitaron a observar, con el fulgor de la malicia ardiendo en los ojos, cómo su víctima se arrodillaba para recoger el contenido del maletín que acababan de abrir y vaciar frente a él sin que pudiera hacer nada. Porque era débil. Porque estaba enfermo.
Otros estudiantes iban y venían por el pasillo. Ninguno se detuvo a ayudar ni dio a entender por su postura que iría a buscar a un profesor. No querían meterse en problemas con Ernest Reisson, así que, para ellos, nada ocurría.
—¿No vas a decir nada, enano? —preguntó Reisson con sorna cuando Sarket terminó de meter todo. El aludido optó por permanecer en silencio e intentar salir de ahí. Confiaba en que no fuera a darle más problemas, pero cuando lo agarraron por el hombro, llegó a pensar que lo iban a usar como saco de boxeo… y aquello sí le dio miedo, pues apenas habían transcurrido dos meses desde la cirugía—. ¿Sabes qué es lo que pienso? —Sarket tuvo que morderse la lengua para no dar la respuesta sarcástica reglamentaria—. Que mientes para que todos te tengan lástima. —Hizo aspavientos y se llevó la mano al pecho. Sus secuaces se rieron y se acercaron para cerrar los flancos.
«Me van a golpear», pensó Sarket.
—¡Eh! —llamó una voz desde el pasillo adyacente—, ¿qué hacen?
Sarket se asomó por encima del hombro de uno de los chicos cuando estos se voltearon para mirar. Se encontraron con el muchacho al que algunos llamaban «el bretón idiota» y otros, con gustos un poco más delicados, «el director de orquesta», porque a veces hacía gestos que nadie entendía. Nadie sabía su nombre. A Sarket le avergonzaba, pero él tampoco lo sabía aunque estaban juntos en todas las clases. Llevaba el blazer abierto, la camisa por fuera y una mano en el bolsillo; con la otra sujetaba un cuaderno. Parecía un auténtico vagabundo.
—Mira qué tenemos aquí. Al niño roto y al bretón idiota. —Si el pelirrojo entendió, no lo mostró ni se inmutó cuando Reisson le hizo soltar el cuaderno de un manotón. Pero bastó con que la mole alzara la mano para golpearle la cara para que el chico se convirtiera en una máquina de lucha: el puño le rozó la cabeza cuando él se apartó un paso solo para avanzar, agarrar a Reisson por la nuca y darle un cabezazo descomunal. Su frente chocó contra la nariz de su oponente, hueso sólido contra cartílago blando, y cuando este retrocedió y se inclinó hacia delante, le propinó un puntapié en plena cara. El segundo chico tuvo un destino similar. El tercero huyó tan pronto como vio sangre.
Entonces, el pelirrojo se fue tal cual había venido: desaliñado y con una mano en el bolsillo, aparentemente ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Sarket se apresuró a recoger el cuaderno, abierto en una página repleta de correcciones hechas por un profesor, y siguió al chico.
—¡Eh, oye! —El pelirrojo se detuvo y se giró—. Olvidaste tu cuaderno.
—Oh —replicó, pestañeando como si despertara de un profundo ensimismamiento—. Gracias.
—No, gracias a ti —dijo Sarket con un leve asentimiento—. Te debo una.
—Está bien, no te preocupes —dijo acompañándose de una serie de gestos. Sarket notó que se había lastimado los nudillos de una mano. Abrió su maletín en busca de una pequeña caja donde guardaba material de primeros auxilios. Cuando sacó una botellita de desinfectante, por fortuna intacta, el bretón abrió los ojos de par en par.
—¿Qué? Me gusta ser precavido.
—Sí, ya veo. —Le ofreció la mano para que aplicara la sustancia con los ligeros toques de un algodón. Hizo una mueca, pero se quedó quieto.
—Ahora tenemos que pensar en lo que diremos a los profesores cuando pregunten. Seguro Reisson se inventará una historia para hacernos quedar mal.
El pelirrojo lo miró un instante con el ceño fruncido y luego rio de buen grado.
—¿Y qué va a decir? —Sus gestos se volvieron aún más exagerados—. ¿Que yo lo golpeé en la cara mientras tú lo sujetabas con una llave? ¿O la verdad? ¿Qué es más vergonzoso?
Sarket tuvo que darle la razón. ¿Qué iba a decir Reisson? Había quedado como un auténtico idiota, como un mastín que mete el rabo entre las patas cuando un chihuahua le ladra.
—Pero los profesores verán que tiene la nariz rota y harán preguntas. A lo mejor da una versión diferente.
—Entonces daremos la que es. Diremos que te estaba causando problemas, yo lo vi y le pegué en la carita al pobre niño. —Se quedó quieto un momento, como un motor que se detiene en plena marcha antes de volver a la vida con un estallido—. Tengo que ir a estudiar o reprobaré el examen. —Se pasó una mano por la cabeza—. Gracias, nos vemos.
—Yo también tengo que estudiar. —El chico se detuvo como si una fuerza invisible lo hubiera halado hacia atrás.
—¿Tú? —Su tono subió más de una octava con esa pregunta. Sus gestos se hicieron más amplios—. Pero si tú siempre te sabes las respuestas. Los profesores ya ni te preguntan. —Sarket repitió el último gesto que había hecho y el chico parpadeó.
—No son gestos, son señas —dedujo con cierto asombro en la voz—. Es un lenguaje. No con palabras, sino con movimientos. He leído de ello. Me costaba creerlo... Leí que los sordos lo usaban, pero tú oyes bien…
—Sí… —respondió y se metió las manos en los bolsillos. Sarket pensó que quizá era una forma de evitar hacer señas—. Solo me cuesta entender lo que dice la gente… y concentrarme. El lenguaje de señas me ayuda.
—Yo creo que es genial —dijo Sarket con un asentimiento—. Te diré qué: tú me enseñas y yo te ayudo con tus estudios. Ahora mismo conviene que vayamos a la biblioteca. Si los profesores nos encuentran estudiando, a lo mejor ni nos dan una citación.
—Mejor plan que ninguno. —El pelirrojo sonrió y ambos emprendieron el camino a la biblioteca—. Por cierto… no recuerdo tu nombre.
Sarket dejó de sentirse tan mal por no saber cómo se llamaba la única persona con la que compartía todas las clases.
—Está bien, es bastante raro… Y yo tampoco me sé el tuyo.
—William —dijo, ofreciéndole la mano sana. Sarket la estrechó con firmeza, como le había enseñado su hermano—. William Clarke. ¿Qué hay de ti?
—Sarket Brandt. Un placer conocerte.
—Qué nombre más raro tienes.
***
La tercera vez, su visión estaba coloreada de rojo. Era la luz intensa que atravesaba sus párpados cerrados, delineando los diminutos capilares. Estaba bien arropado y cómodo, envuelto en un aroma dulce y picante. Vainilla, lavanda, incienso. Era un olor familiar. Su brazo derecho estaba extendido, pero inmóvil bajo una presión que hacía que sus dedos hormiguearan.
Abrió los ojos y ladeó la cabeza. Delgadas hebras de cabello blanco fluían en ondas, dejando a la vista la palidez de un hombro fino. Contra el costado sentía el calor de una espalda desnuda. Dormía hecha un ovillo, acurrucada contra él. Su primer impulso fue tocarla con ligereza, explayar los dedos sobre la piel descubierta y fragante, pero su brazo derecho estaba preso bajo ella y descubrió que el izquierdo estaba escayolado, cosa que le pareció extraña. ¿Cuándo… cómo se había roto el brazo? ¿Qué estaba ocurriendo?
Su compañera estiró las piernas con pereza y se dio la vuelta. Apoyó la mano sobre su pecho y sus dedos comenzaron a trazar círculos lentos que le provocaron cosquillas. «Azules», pensó. Conocía esos ojos. Siempre había pensado que eran de un color precioso. La mano de la muchacha subió por su cuello y le tocó la mejilla con timidez y ternura; sus dedos temblaban un poco.
—¿Recuerdas quién eres? —preguntó en voz baja y vacilante. El recuerdo se acercó a la superficie entre titubeos antes de romper la tensión del agua con un salto poderoso.
—Sarket —susurró. Su voz era ronca, como si no la hubiera usado en mucho tiempo o, por el contrario, como si hubiera gritado más de lo que sus pulmones podían dar, pero el sonido que produjo le resultó familiar, natural—. Sarket Brandt. —Sarket, derivado del verbo sarkhas, que significa «causar ondas en el agua». Brandt, de Brannist, la montaña más alta. Ese era su nombre.
—¿Me recuerdas…? —Y aquella vez su voz tembló en la última sílaba. Sarket apartó la mirada del azul de sus ojos y observó las facciones delicadas, la forma en que su cabello despeinado enmarcaba su rostro. Ahora libre de su peso y con el flujo sanguíneo restablecido, su brazo se alzó y uno de sus dedos enroscó un mechón; se sentía como seda sobre la piel.
«Sí».
—Selene. —Le pareció que el sonido era dulce, un leve siseo que se transformaba en una caricia del paladar para terminar en un roce sobre los dientes. Suave, delicado. Selene hundió el rostro en su cuello, dejando escapar un sollozo contenido.
—Gracias, gracias —dijo una y otra vez. Sarket no sabía por qué estaba dando las gracias ni a quién. Tampoco tuvo tiempo de averiguarlo, pues sus dedos ardientes le tocaron la frente y el sueño se lo llevó.
***
—… lo que has hecho. ¿Y si es permanente?
—No lo es. Como ya he dicho mil y una veces, sus recuerdos fueron absorbidos por el graeth. Es solo cuestión de tiempo que regresen a él.
—¿Y si no lo hacen?
—Los recuerdos nunca se pierden. Por eso existe el graeth. Regresarán. —Murmullos inaudibles—. Ya que no confías en mí, usa esos ojos tuyos. El color de su espíritu es el mismo, ¿sí o no?
—Sí… pero…
Sarket se estiró en la cama y emitió un quejido.
—Agua —suplicó, y de inmediato hubo un traqueteo tras el cual sintió la presión fría de un vaso de porcelana contra los labios. Bebió con avidez y su cuerpo ganó fuerza solo con el fluir del líquido vital en su interior. Abrió los ojos. La cerámica pintada del techo era casi indiscernible, las líneas de los diseños se fundían unas con otras. Estiró el brazo hacia la mesita de noche, pero Selene se le adelantó y le puso los lentes. El mundo lejano cobró nitidez. Sus ojos exploraron su entorno. Halló un rostro de cejas gruesas, nariz severa y mandíbula angulosa—. Alden.
Su hermano suspiró de alivio y se desplomó sobre la silla que había junto a la cama.
—Gracias a los dioses… —Sus pronunciadas ojeras y su barba de varios días no le pasaron desapercibidas, mas no alcanzaba a entender por qué su hermano mayor estaría en tal estado. ¿Quizás su trabajo lo agobiaba? Lo dudaba, pues Alden manejaba su vida laboral con eficiencia y su expresión nunca había sido la del hombre que estaba frente a él—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —respondió, siendo aquello una media mentira. Percibía algo diferente en su interior, algo que no podía entender del todo pero que estaba ahí. Su cabeza estaba hecha un pantano informe de recuerdos. Aunque se veía a sí mismo participando en ellos, sentía como si en realidad fueran de otra persona. Muchos de ellos estaban inconexos o carecían de significado. No podía entenderlos—. ¿Qué pasó?
Selene se arrodilló junto a la cama y le puso una mano en la mejilla con dulzura.
—Te perdiste y hallaste el camino de vuelta a casa.
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