Capítulo 26
Seis primeros nacidos. Cinco saben la verdad. Soledad. Inmensidad vacua. Creación de la nada. Mil ciento ochenta principios que gobiernan la materia. Dicotomía de los opuestos. Pecado contra natura. Violación y existencia. Origen. División. Nueva Verdad. Negros son los ojos de la Aberración con ciento noventa y siete destinos…
Mientras su cuerpo aceleraba sin fin en aquella caída vertiginosa, se deshacía en la negrura del vacío a la vez que una interminable vorágine de recuerdos y secretos entraba de manera forzosa a su cerebro humano. La creación, la historia de los albores del tiempo, desfiló ante sus ojos en un cegador estallido de información seguido por los secretos de la vida.
«¡Alto!», quiso gritar. «¡Ya no más!».
Sin embargo, la tormenta de información prohibida no amainó, sino que continuó abriéndose paso a la fuerza dentro de él, mostrándole aberraciones del orden natural demasiado horribles para un mortal, y su alma siguió cayendo, cayendo y cayendo… Cayendo en los recuerdos de Ella.
Los conocimientos azotaban su espíritu como un flagelo de seis puntas, pero se forzó a recibir, a ver, a entender, por más incomprensible que fuera todo, por más lagunas insalvables que hubiera. La vio a través de Su existencia, desde Su nacimiento en el vacío que era el universo, la última de los reyes en nacer y la última en crear. Su creación fue la más espléndida, la más compleja en su naturaleza, y la amaba más que a nada. A diferencia de Sus hermanos, ella tomó parte de Sí para crear vida. Su corazón no le pertenecía ya, sino que estaba desperdigado en toda forma de vida, desde la más pequeña hasta la más grande. Los seres humanos también eran parte de Ella; por eso no pudo odiarlos en un principio por más daño que hicieran… porque ni siquiera odiaba aún a Su hermano, el traidor que sembró la semilla del odio contra todo ser divino en la mente prodigiosa de un maldito mortal.
El mundo se sacudió, se rompió. Los dioses se separaron de todo aquello que habían creado y nutrido sin poder volver… Todo por el dios defectuoso que era Su hermano y por el rey de los hombres. Todo por una mujer.
Oh, cómo empezó a carcomerle el odio entonces, una emoción desconocida hasta ese momento. Cómo deseó poder acabar con la existencia de ese hermano con el que había ejercido tanta paciencia, amor y compasión. Y así lo hizo. Grehim descendió para retenerlo, pero fue ella la que dio el último empujón que lo aventó hacia el abismo, donde la Abominación lo devoró. ¡Ah, cómo lo disfrutó! ¡Su espíritu se retorció de deleite!
Sin embargo, el odio, de ferocidad sorprendente para un ser que había creado a partir del amor, no la abandonó con aquella muerte. Siguió creciendo, comiéndosela por dentro, y su ardor se hizo más vivo cuando hubo de arrancar un fragmento de Su propio espíritu para que tomara un cuerpo mortal.
Amor y odio eran dos impulsos que pugnaban de manera perenne en Ella. Un odio tan ardiente que solo el amor desenfrenado podía mantener a raya. Era incapaz de destruir aquello que había creado, incapaz de abandonarlo por más imposible que fuera la salvación. Así que se aferró a una ínfima esperanza con una firmeza férrea. El día que dudara siquiera un instante, el día que perdiera la fe, caería y no volvería a levantarse. Solo de ese modo podía seguir adelante sin importar el odio, el miedo y la impotencia.
Las imágenes y los estímulos se sucedían de forma tan rápida que Sarket no podía interpretarlos de manera coherente. Apenas podía descifrar una minúscula fracción, y el esfuerzo era titánico. Su cuerpo se estaba desintegrando, ardiendo en pequeñas llamaradas de dolor, cayendo, cayendo, cayendo… hasta que se estrelló contra el suelo.
Permaneció tendido, jadeante, intentando recomponerse. Ladeó la cabeza y vio que su mano, la que había perdido durante la caída, volvía a estar ahí. Intentó apretar los dedos, cosa que requirió un gran esfuerzo, mas consiguió hacerlo. Entonces probó a mover el resto de sus extremidades; estaba completo.
Su cerebro estaba hecho puré. Si bien recordaba cosas, le costaba localizarlas. Suspiró y reposó sobre aquella superficie dura y fría.
—Hola —dijo alguien muy cerca de él, y su voz le provocó un escalofrío. Alzó la cabeza para ver una figura negra que contrastaba con la habitación blanca, tan vasta que no podía ver sus confines y desprovista de otra cosa que no fuera vacío. La cosa (sabía que no era una persona, a diferencia de los que lo persiguieron desde el río) no tenía rostro, aunque sí ostentaba una sonrisa amplia, jocosa y de dientes filosos. Se agachó—. Cuánto tiempo, ¿eh?
—¿Nos conocemos? —le preguntó con voz irregular, incorporándose sobre manos y rodillas. Le temblaban las extremidades con tal violencia que no pudo erguirse, por lo que tuvo que contentarse con sentarse sobre los talones.
—Sí, no. —Su sonrisa se ensanchó—. Tal vez. ¿Qué importa?
—Ya —atinó a decir. El sujeto no le daba buena espina. Miró más allá de él sin atreverse a apartar demasiado la mirada por temor a que lo atacara sin darle tiempo de defenderse. No obstante, su visión periférica no mentía: aquel lugar no tenía fin—. ¿Dónde estamos?
—Oh, ¿este lugar? Un sitio muy curioso, muy privado. La mayoría de la gente nunca llega aquí… o en su caso, allá. Este es tu corazón, por así decirlo. —Abrió los brazos, mostrando las palmas para abarcar la inmensidad de la sala—. Lo que conforma tu mismísima esencia, aquello que no puede ser cambiado sin causarte daño. O la destrucción. Muestra lo que más necesitas o deseas… razón por la cual esto me resulta muy curioso. —Ladeó la cabeza. En conjunto con su sonrisa socarrona, era una expresión bastante elocuente—. ¿No deseas ni necesitas nada? Muy extraño para un humano. ¿Cómo llegaste aquí?
—Yo… —Sarket se devanó los sesos intentando recordar, pero no tuvo que hacerlo, pues el extraño ser inclinó la cabeza al otro lado y su sonrisa se ensanchó.
—Oh… Ya veo. —Se rio y los contornos difusos de su cuerpo se sacudieron. Su figura era demasiado curvilínea para ser la de un hombre y demasiado angulosa para ser la de una mujer, y no sabría decir si su voz era un bajo femenino o un tenor masculino. No tenía ojos, pero sentía que lo observaba con una fijeza sobrehumana—. Puedo ver el hilo que los une ahora. Blanco. —Bufó con desdén—. El color de mi adorable hermanita.
Sarket pestañeó y entrecerró los ojos. Desde hacía rato sonaban las alarmas, pero no era capaz de identificar por qué. Intentó incorporarse, pues se sentía más seguro estando erguido, mas no pudo sino levantar su cuerpo unos centímetros antes de volver a caer con una maldición susurrada. El sujeto se sentó frente a él y cruzó las piernas.
—Mucho gusto. —Le ofreció la mano—. Me llaman Kukorián, y Aessidir, y Hrunt’Ozoth. ¿Qué hay de ti?
—Sarket Brandt —respondió. No le estrechó la mano y él no se ofendió; apoyó el mentón en su palma.
—Pues bien, Sarket Brandt. Podría decirse que tenemos suerte, considerando que ambos deberíamos estar muertos, ¿no te parece? —Lanzó un bufido que provocó que un recuerdo se materializara en su atormentada cabeza: Selene hacía exactamente ese sonido y se pasaba la mano por el cabello en un gesto muy parecido al que Kukorián, Aessidir o Hrunt’Ozoth ahora realizaba para rascarse la calva. «Hermanos». Otro recuerdo, uno que no era suyo, ascendió a la superficie con un gorgoteo: una batalla de luces cegadoras, Hrunt’Ozoth siendo arrastrado hacia una abertura oscura de la que emergían los apéndices amorfos de una bestia descomunal. Un empujón más y el dios cayó al vacío.
—Deberías estar muerto.
—Creo que eso fue lo que dije ¿o no?
—Pero te arrojaron al abismo —musitó él—, a las fauces de la Abominación. El mismísimo Grehim bajó ese día para someterte.
—Me lanzaron, sí. —Enderezó la espalda—. Y cualquier otro dios habría perecido de inmediato. El que caía al abismo andaba a ciegas. En cambio, yo sí puedo ver a la Bestia. Supe esconderme en un recoveco donde no puede alcanzarme, gracias a lo cual estoy muy vivo en este momento, como puedes ver. —Puso las manos en bandeja—. Y estoy aquí porque tú eres humano y mi marca maldita está en ti, como en todos los de tu especie. Principio de resonancia. Ella debió habértelo enseñado.
»Ahora... —Sus manos se contrajeron en un espasmo. No parecía poder mantenerse quieto, quizás por la perspectiva de tener un juguete nuevo—. ¿Qué hacemos?
Sarket no contestó de inmediato. Se alejó unos centímetros, pues su cercanía le causaba intranquilidad.
—Pues esperar. No hay nada que puedas ofrecerme porque no deseo nada.
Hrunt’Ozoth lanzó una carcajada de las buenas, una que emergió de lo profundo de su garganta y que brotó sin moderación.
—¡Nada! —Aplaudió varias veces y se golpeó las rodillas con las manos—. ¿Estás seguro? Por casualidad, ¿no habrás deseado silencio, estar lejos de los recuerdos de mi hermana porque te estaban atormentando? ¿Hmm? ¿No? —Sarket no contestó y Hrunt’Ozoth supo que había dado en el blanco—. Es por eso por lo que ahora tu corazón muestra una habitación llena de nada. Porque tú lo deseaste. Pero esto es solo algo temporal. Verás, Sarket… —Se adelantó un poco para apoyar el mentón en sus manos ahuecadas, un gesto muy parecido al que hacía Selene cuando se relajaba tras leer un buen libro—. Desear es algo inherente a la naturaleza humana. Todavía no lo sabes, pero en tu corazón hay un agujero que solo una cosa en este mundo puede llenar. Solo una. —Alzó el dedo índice y luego apoyó la cabeza en el dorso de la mano—. Muchos viven sin saber qué es; quizás sea así contigo. Sea como sea, has de tener en cuenta una cosa, Sarkhas: mi hermana te eligió, y el camino que ahora tienes ante ti será uno lleno de tropiezos. Te verás forzado a tomar decisiones a cuál más difícil que la anterior, y cuando cometas un error imperdonable y desesperes, yo estaré ahí. —Su sonrisa se torció—. Es inevitable.
A Sarket le habría gustado replicar, pero no halló las palabras, por lo que optó por ignorarlo. Intentó levantarse, y esta vez consiguió que sus piernas soportaran su peso, aunque su visión se nubló por un instante. Contra todos sus instintos, se dio la vuelta y se alejó de Hrunt’Ozoth.
—Tus ojos son idénticos a los de tu madre.
Sarket se detuvo en seco y giró la cabeza. El dios de las tentaciones tamborileaba con los dedos, divertido.
—¿Qué sabes de mi madre?
—Poco, mucho, nada, todo. —Hizo un ademán para que se acercara y volviera a sentarse frente a él. Sarket no se movió, así que Hrunt’Ozoth tuvo que conformarse con su atención—. Era una mujer con mucho talento y vigor que, por desgracia, no podía llevar un segundo embarazo a término. No sabes lo devastada que se sintió cuando supo que el niño que había llevado en el vientre durante siete meses no tomaría siquiera su primer aliento. —Sarket contuvo la respiración, incapaz de apartar la mirada. Sus manos, lánguidas en sus costados, temblaban.
—¿Qué insinúas?
—Que hay fuerzas mayores obrando en el desenlace de tu vida, en el desarrollo de todo lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que ocurrirá —respondió el dios en voz queda, moderada—. Y que yo conozco el camino que debes tomar, las respuestas que necesitas. Ahora, ¿por qué no te sientas?
—Buen intento —replicó, pensando que solo estaba jugando con él. En el fondo sabía que lo que había dicho sobre su madre era cierto, si bien no lograba comprender del todo las implicaciones. No obstante, decidió que no valía la pena endeudarse con el dios de las tentaciones accediendo a recibir información que, según él, lo llevaría por el buen camino. No era la clase de deidad que realizara acciones caritativas.
Se dio la vuelta, agradecido de que Hrunt’Ozoth no abriera la boca una vez más. Pero se percató de que lo estaba siguiendo, pues sentía una respiración profunda sobre su nuca que en más de una ocasión le hizo girar con brusquedad. No obstante, siempre lo veía a la misma distancia. Esto le hizo caer en la cuenta de que, por más que caminara, no se alejaría de él. Quizá sí que es-taba en una habitación cerrada y no podía ir más allá ¿O era solo que él lo seguía siempre a la misma distancia?
Necesitaba encontrar la salida… porque había una salida, ¿no? Tenía que haberla. Lo primero que debía hacer era explorar la zona para comprobar si en realidad estaba avanzando o si no podía caminar más allá. Para ello necesitaba puntos de referencia. Miró abajo. El suelo no estaba hecho de ningún material familiar, aunque quizá fuera tan suave que pudiera rayarlo con la uña. Se agachó e intentó marcarlo. Cuando su dedo entero se hundió en una sustancia blanda como la plastilina, ladeó la cabeza, confuso. Era bastante extraño, pues sus pies no habían dejado huellas.
Quiso retirar la mano, mas no lo consiguió. El suelo tiró de él despacio pero con fuerza y sus piernas comenzaron a sumergirse. Se agitó y, cuando notó que debatirse solo empeoraba la situación, pidió ayuda a gritos. El único que contestó fue Hrunt’Ozoth, quien se acercó y se acuclilló frente a él. Observó cómo se retorcía como una lombriz que intenta emerger a la superficie cuando la tierra está mojada. Ya cuando estaba a punto de desaparecer en la sustancia viscosa, dijo:
—Nos veremos pronto. —Lo despidió con una sonrisa de chacal—. Me encargaré de ello.
El suelo acabó por tragárselo. Tras unos angustiantes segundos en los que se sintió sofocado bajo una presión insoportable, fue escupido al exterior, de vuelta a la vorágine de secretos. Pero ya no caía a velocidad pasmosa, sino que flotaba mansamente en la negrura. Sus ojos se cerraron y se desvaneció en la nada.
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