Capítulo 25
Cuando abrió los ojos, se encontraba en medio de un valle muy vasto dividido por un río de serpientes rojas. La hierba alta, de un amarillo chillón con puntas rosadas y un olor dulce, se mecía al son de una canción susurrada por un millar de voces roncas. Surcaban el cielo unos bancos de peces luminosos que se arremolinaban en espirales amplias, cuyos centros dejaban entrever soles hechos con jirones de tela negra.
«He estado aquí», pensó, mirando en derredor. No recordaba haber estado en ese lugar tan extraño, pero algo en su interior le decía que aquella no era la primera vez.
Las nubes estaban perdiendo su brillo: se acercaba la noche. A lo lejos, le pareció ver un puente que cruzaba el río del color de la sangre. Se encaminó en esa dirección, pensando que el ominoso tono podía deberse a una particularidad química del agua. La lógica dictaba que tenía que haber asentamientos cerca del recurso vital; además, si había un puente, había un camino hacia algún lado.
Sin embargo, pronto descubrió que la lógica no era un factor que hubiera que tomar en cuenta en aquel sitio. A medida que avanzaba, el nivel del suelo descendía sin que lo hiciera la altura de la hierba. Lo que en primera instancia le pareció un valle era en realidad una depresión. Se encontró apartando las briznas, cada vez más oscuras, altas y duras, con ambos brazos. Más adelante, se tornaron del color de la madera y se engrosaron. Cuando se dio cuenta, estaba bajo la densa enramada de un bosque de hojas de un verde vibrante y el olor de la hierba había sido sustituido por un aroma a hojarasca y tierra mojada.
Se detuvo un momento para mirar a su alrededor, resollando por el esfuerzo. Allá adonde dirigía la mirada había árboles y helechos de especies desconocidas y diminutos monos que subían y bajaban sin tregua por los troncos; se reunían en las copas más altas, donde trabajaban en desenredar las lianas. Unos milpiés fluorescentes con aletas por patas, caras de simio y linternas en la cabeza reptaban por el aire con pereza; cuando sus enormes cuerpos rozaban algo, el bosque entero se sacudía.
«¿Qué ca-ra-jo me inyectaron?», pensó, recordando una vez en la que había reaccionado de forma adversa a un medicamento y alucinado, pero no hasta ese punto. Aguzó la vista al percibir un espasmo de lo que parecía ser un trozo de madera. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no era tal cosa, sino una persona aferrada con desesperación a una rama. Los monos intentaban soltar sus dedos para que cayera.
—¡Eh! —prorrumpió Sarket, acercándose a la base del árbol. Desde ahí podía oír las súplicas de la víctima. Era una mujer—. ¡Déjenla en paz!
Al ver que los monos no cejaban en su empeño, Sarket metió los dedos en las oquedades del tronco para trepar. La madera se tornó líquida, un espejo de agua cristalina que servía de ventana a una escena completamente diferente: el acero cortaba la carne y de las heridas brotaba sangre, espesa y oscura; las casas de paja ardían con un crepitar violento, un ruido estridente solo superado por un corro de gritos de horror. Una mujer encinta se alejaba a gatas de la hecatombe, rumbo a la ventana, con un hombre a caballo persiguiéndola. El jinete tensó la cuerda de su arco. Sarket intentó pasar al otro lado, pero su cuerpo se negó a obedecer; ni siquiera pudo tender la mano. La flecha salió disparada con un silbido agudo y la mujer cayó escupiendo sangre.
—¡No!
El árbol lo soltó y Sarket cayó sentado. Se incorporó de un salto y golpeó el tronco, escarbando con los dedos hasta que estuvieron llenos de astillas. La ventana había desaparecido. Al mismo tiempo que profería un grito de frustración, oyó el escalofriante crujido húmedo de un cuerpo estrellándose contra el suelo. La mujer que colgaba del árbol había caído y la tierra absorbía su sangre púrpura con avidez, con avaricia. Arriba, los monos aullaban por su victoria. Sarket permanecía en silencio, trasladando su peso de una pierna a la otra, sin saber qué hacer.
En ese momento, sí creyó que existía el infierno.
—¿Infierno? —oyó detrás de sí. Conocía esa voz—. Ese es un invento mortal.
Giró la cabeza despacio, temeroso de encontrarse cara a cara con un espanto de ojos vacuos, pero descubrió a una chica rubia, de mirada verde y de sonrisa amplia y amigable.
—¿Ilas?
Sus ojos se iluminaron. Se llevó las manos a la espalda y se acercó dando saltitos.
—¿Me recuerdas? —preguntó con voz cantarina, inclinándose hacia adelante.
—Sí, claro que la recuerdo —respondió Sarket, echándose para atrás—. ¿Sabe dónde estamos?
—Por supuesto. —Abrió los brazos y giró sobre sí misma a la vez que tarareaba. La chica se detuvo con la mirada en alto, observando los movimientos parsimoniosos de un milpiés—. ¿Acaso no te parece maravilloso? ¡Mira! ¡Todos los recuerdos de cada ser viviente condensados en un único lugar!
—¿Recuerdos? —Sarket miró el árbol en el que se había abierto la ventana y se dio cuenta de que la superficie tenía una cualidad extraña, inmaterial. «Está hecho de recuerdos»—. He estado aquí.
—Por supuesto. —Ilas lo encaró con una sonrisa—. Todos vienen aquí al morir para deshacerse de sus recuerdos antes de reencarnar. —Dibujó círculos en el aire con su dedo índice, como blandiendo una varita mágica—. La Madre se dio cuenta de que Su creación era imperfecta, pues las experiencias terrenales erosionan el alma, la transmutan, la corrompen. No obstante, si arrancas los recuerdos y dejas solo la esencia en bruto, ah, entonces las heridas sanas. Quedan cicatrices, pero sanan. Una solución ingeniosa para ralentizar el deterioro de los mortales, ¿no te parece?
—Supongo —dijo Sarket con un asentimiento. Cambió el peso al otro pie—. Entonces, ¿estoy muer…?
Ilas se apresuró a taparle la boca con ambas manos. Su fuerza y su expresión casi horrorizada lo sorprendieron. La chica emitió un suave «shhh».
—Ellos no están seguros —susurró, señalando a los monos, que los miraban con expresión confusa—, por eso te dejan en paz. Dales algo que les haga creer que de verdad estás… ya sabes, y te harán caquita.
Sarket asintió. La presión que ejercían las manos de Ilas disminuyó lo suficiente como para dejarle hablar.
—Creo… creo que puedo volver. —Ilas ladeó la cabeza de manera inquisitiva—. No sé cómo… pero tengo la impresión de que no debería estar aquí. Aún tengo mis recuerdos, así que quizás esté vivo y solo me haya perdido. Digo, si los muertos… —musitó en esa palabra, temeroso de desencadenar un ataque— se pierden en el plano mortal, ¿por qué no podría un vivo perderse aquí?
Sarket apartó la mirada cuando percibió un olor conocido: libros viejos, madera barnizada, tinta... Era el aroma de su habitación, tan familiar como inolvidable. La hojarasca se apartó, susurrando, para revelar un camino de piedra que serpeaba entre los árboles. Sarket no pensó que la aparición pudiera ser otra de las rarezas de aquel lugar: supo que era el camino hacia su cuerpo.
Se volteó para despedirse de Ilas, pero ella ya no estaba ahí. «Típico», pensó a la vez que emprendía la marcha. A diferencia del suelo del bosque, la roca se sentía sólida bajo sus pies. Era reconfortante saber que al menos el vínculo entre su alma y su cuerpo estaba intacto, si bien se había tensado más allá del límite de lo posible. Por eso debía darse prisa. Cuando cayera la noche, no podría ver en absoluto y volvería a perderse.
Apuró el paso. A los lados discurría el bosque, que luego se transformó en pradera. Libre de la enramada, aprovechó para escrutar el horizonte. El puente estaba muy cerca; desde esa distancia pudo ver que estaba hecho de la osamenta de una monumental criatura.
Cuando puso el pie sobre la primera vértebra, sostenida por las costillas, ni siquiera crujió. Sarket atravesó la columna con pasos seguros sin atreverse a mirar abajo, pues oía susurros extraños en el río de serpientes rojas. Un poco más allá, el camino describía una curva hacia una montaña. Cuando los enjambres de peces se apartaron por un instante, vio con extrañeza que sus paredes terminaban abruptamente en una meseta envuelta en los colores del atardecer. Sabía que en la cima estaba el fin de su travesía, y aquello le hizo dudar tanto como lo alegró. Por un lado, el objetivo estaba a la vista. Por otro, tenía que escalar la pared rocosa, y nunca se había sometido a un ejercicio tan exigente.
«Tengo que lograrlo», se dijo para infundirse fuerzas a la vez que daba un paso adelante. Al mismo tiempo, oyó un borboteo que hizo que su corazón diera un vuelco. Se detuvo en seco y giró la cabeza. Una criatura roja emergía de las aguas a rastras. Sarket no sabría decir si su piel era de ese color, si se había manchado con el agua o si no tenía piel en absoluto. Se arrastraba como una babosa, dejando un rastro negro, pero cuando estuvo fuera del río, le salieron brazos y piernas y se incorporó en su totalidad. Lo miró con sus ojos oscuros y acuosos.
«Es una persona», se dijo, y el descubrimiento debió haberle aliviado. No obstante, cuando el desconocido bajó la mirada hacia el camino que se había abierto para Sarket, este comenzó a temblar con energía frenética. Dio un paso tambaleante y, al instante, más personas salieron del río, arrastrándose antes de ponerse en pie para observar la ruta que llevaba a un cuerpo con vida.
Sarket echó a correr. No se atrevió a mirar atrás, pues sabía por las pisadas húmedas y repugnantes que lo seguían de cerca de forma desesperada, empujándose entre ellos por la supremacía de la carrera. Corrió pese a que le dolían las piernas y tenía los pulmones a punto de estallar, mas lo tomaba como un buen signo. Su cuerpo estaba bien, sano y salvo, y no iba a dejar que ningún otro espíritu se lo robara.
No bajó la velocidad siquiera cuando se acercó a la empinada ladera de la montaña, sino que saltó y se aferró a la roca con manos, pies y dientes, intentando ascender de cualquier forma posible. Los primeros momentos fueron de pánico: si lo agarraban por las piernas y lo tiraban al suelo, no tendría oportunidad de volver a subir. Por eso empujó su cuerpo hacia arriba con todo lo que tenía, resollando como un animal de tiro exhausto, incluso cuando estuvo fuera del alcance de las manos rojas. Desde abajo le llegaba el fragor de la lucha: los que intentaban subir eran arrancados de la pared por los demás entre aullidos de odio y golpes sonoros. Por primera vez en su vida, Sarket se alegró del egoísmo humano. En ningún momento miró abajo, ni mucho menos se detuvo.
Cayó la noche y despuntó el día, y Sarket seguía escalando. Cada vez que sus dedos encontraban irregularidades donde asirse, la roca le cortaba la piel, produciéndole un dolor extrañamente satisfactorio. «Estoy vivo. Estoy vivo y no me voy a quedar aquí». El aire entraba frío y salía caliente. Cada movimiento le resultaba laborioso, pero de alguna forma sacaba fuerzas para seguir escalando. «Esto sería mucho más difícil si no hubiera pasado tanto tiempo entrenando con… con…».
Se quedó tanteando un saliente, perplejo. ¿Cómo se llamaba esa mujer, la que servía a Selene como chievaliere? Frunció el entrecejo en un intento de recordar su nombre, aunque por más que buscó en su memoria no logró dar con él. Lo invadió una ola de pánico que le llenó la boca de un sabor amargo. Estaba olvidando cosas. Aquel lugar comenzaba a erosionar sus recuerdos.
—Mi nombre es Sarket Brandt —recitó—. Sarket, del verbo sarkhas, que significa «causar ondas en el agua». Brandt significa… significa… —Lo había olvidado. Hizo acopio de fuerzas y escaló con renovado vigor—. Tengo un hermano mayor que se llama Alden, casado con una mujer cuyo nombre es Ava. Tienen dos hijos: Freddie y Hans. —Había olvidado sus nombres completos—. A Freddie le gusta tocar el piano. A Hans le gusta dibujar. Siempre dicen que soy su tío favorito. Claro, soy su único tío. —Rio de manera exuberante a la vez que su expresión se contraía de dolor. ¿Debería alegrarse por recordar eso o entristecerse por haber olvidado todo lo demás?—. Will es mi mejor amigo. Es el capitán del equipo de ewein. Le cuesta un poco entender algunas cosas, pero yo lo ayudo porque soy bueno con los números. Me hace reír y una vez le partió la nariz a alguien por burlarse de mí. También tengo dos primos, Emmerich y Diatrev, que se mudaron con nosotros no hace mucho.
»El verano pasado conocí a una chica llamada Selene y me enamoré de ella. Ni idea de por qué; es bastante rara… y hace lo que le viene en gana. Una vez, me metieron en una habitación... creo que estaba en un complejo de alta seguridad, y ella entró por la puerta. ¡Sí! Es un poco rara, pero es una buena persona. Me curó de mi enfermedad. —No recordaba lo que era, pero sabía que era mortal—. Creo que todavía no le he dicho que la quiero…
¿Había alguna otra cosa importante? ¿Cómo recordar todos esos detalles que lo habían moldeado a lo largo de su vida, que le habían causado impresión? Su hermano le había regalado una guitarra, que había aprendido a tocar tras muchas horas de práctica, y varios libros de aeromodelaje cuyos diseños le habían fascinado. Su sueño era ser ingeniero aeronáutico. Un ingeniero aeronáutico que tocara la guitarra. Sí. Le gustaba el ewein, siempre iba a los partidos con Will. Hacía poco lo habían llevado a hacer snowboard. Antes de eso, Selene le había enseñado a hacer magia...
¿Faltaba algo más? ¿Cómo saber si había olvidado algo importante? Se devanó los sesos intentando buscar más, pero fue inútil. Solo quedaban retazos inconexos, por lo que se aferró a lo que tenía.
—¡Mi nombre es Sarket Brandt! —repitió casi a gritos—. Estoy vivo. Estoy vivo y hay gente esperándome.
De pronto, sintió un fuerte tirón que estuvo a punto de arrojarlo al suelo desde una altura que producía vértigo. Miró hacia abajo y se encontró con unos ojos negros, pozos llenos de envidia, y una boca abierta en un grito silencioso.
Sarket pateó el rostro plano y el pie se hundió en su cara como si estuviera hecha de gel. El ser se aferró a él con mayor fuerza. Más de ellos, los más fuertes, habían logrado emerger del caos que era la base de la pared y ahora trepaban convertidos en arañas que sienten el movimiento de la presa en su red. Sarket pateó de nuevo, y esta vez logró que la criatura lo soltara.
Siguió subiendo con la mirada fija en el objetivo, a cientos de metros de distancia. En más de una ocasión sintió el roce de unos dedos codiciosos y el susurro de esas bocas oscuras, pero eso solo lograba hacer que sus extremidades se movieran con mayor rapidez por más doloridas que estuvieran y por más que le pesaran. «Falta poco, ya falta poco».
Lo agarraron nuevamente por el tobillo justo cuando los dedos de Sarket habían dado con el borde de la meseta y su otro pie se había asentado en un hueco que le daba muy buen apoyo. Se impulsó de un brinco, sintiendo un instante de vértigo cuando, por un segundo, perdió el equilibrio, pero al arañar el suelo dio con un nuevo asidero. Pateó al espectro, que ya no tenía dónde agarrarse, y este cayó de forma definitiva. Había más subiendo; eran demasiados para encargarse de todos ellos. Se dio la vuelta y echó a correr hacia el centro, donde un haz de luz rompía el velo lechoso de las nubes a lo lejos.
Una extraña quimera emergió de entre las rocas y se plantó frente a él exhibiendo una larga hilera de dientes. Sarket no se detuvo, ni siquiera cuando la criatura cargó contra él de un salto gigantesco, sino que se agachó y pasó por debajo. Si la bestia se giró para perseguirlo o se ensañó con alguno de los seres rojos, no lo supo. La salida estaba demasiado cerca como para que le importase. Se impulsó hacia adelante.
—¡Mi nombre es Sarket Brandt, y estoy vivo!
El mundo entero se sacudió, convertido en un océano cuyas olas se afilan bajo el golpe de una tormenta brutal. Todo comenzó a girar y, de pronto, se encontró cayendo hacia el cielo de tela negra. Se hundió entre los ásperos jirones y se estrelló contra algo hirviendo. Agua. Abrió la boca por reflejo y probó la sal penetrante del líquido con su lengua. Oyó que una puerta se abría, rechinando sobre unos goznes oxidados, y el agua se convirtió en una furiosa vorágine. Solo que no era agua, eran recuerdos.
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