Capítulo 22
El invierno irrumpió con la tormenta de nieve más poderosa en quince años; por dos días enteros, nevó con tal intensidad que cuando al fin se levantó el temporal y salió el sol, el suelo estaba cubierto por una capa blanca de treinta centímetros de grosor. Decenas de máquinas quitanieves salieron al alba; sus motores rugían y hacían eco a través de la ciudad, y el hollín que despedían ensuciaba la nieve. Poco después salió la gente, miles de personas que, armadas con palas y exhalando denso vaho, limpiaron los patios, las aceras y las plazas. Por último salieron los niños a revolcarse en la nieve que los demás ignoraban.
Ese mismo día, Will invitó a Sarket a hacer snowboard en Froistbor. Aceptó de inmediato y con mucho gusto. El invierno era la estación del ocio: el ciclo de la siembra y la cosecha había concluido, así como las clases. Se acercaba, además, el Festival de las Dos Lunas, por lo que la ciudad entera se preparaba para los festejos. Sarket nunca había participado. Ni siquiera había salido en un día frío a disfrutar de las melodías que tocaban los músicos por esas épocas.
Una vez había nevado antes de fin de curso y los estudiantes salieron en estampida durante el receso para disputar la primera pelea de bolas de nieve de la temporada. Sarket tuvo que quedarse en el salón con la cabeza hundida en un libro para no mirar hacia afuera con envidia.
Pero aquel año sería diferente. Sarket le dijo a su amigo que el doctor le había dado el visto bueno porque estaba tomando una medicina nueva bastante eficaz. Técnicamente, no era del todo mentira.
Partieron a las cuatro de la mañana del día siguiente, ojerosos y bostezando. Sarket fue el único que no se durmió en el tren. De hecho, tampoco había dormido la noche anterior. Era la primera vez que salía de la ciudad y, aunque la noche era tan oscura que no podía ver más allá del vidrio, sus ojos seguían intentando atisbar lo desconocido.
No podía ver, pero sí sentir. Supo que iban en ascenso por la inclinación del tren y porque a cada rato se le tapaban los oídos, obligándole a bostezar, tragar, mascar chicle y a sonarse la nariz. Will se despertó en una de esas.
—¿Qué estás haciendo?
—Leí que esto servía para destaparse los oídos.
—Oh —musitó el bretón, cerrando los ojos y volviéndose a dormir.
El cielo comenzó a aclararse poco después, lo cual le hizo caer en la cuenta de que los rieles estaban apoyados en un camino de concreto y que este, a su vez, estaba firmemente anclado a la ladera de la empinada montaña. Su cerebro no pudo evitar proporcionarle una imagen de lo que pasaría si el camino colapsaba, pero Sarket se animó a sí mismo pensando que al menos el vehículo acabaría en el bonito valle floreado de abajo.
El tren dio un tumbo y dobló en un recodo, y a Sarket se le iluminaron los ojos cuando vislumbró Froistbor, un diminuto punto oscuro en la falda de un pico empinado colmado de escarcha. Despertó a Will de un manotazo.
—¡Mira, mira! ¡Ya llegamos!
Sarket se bajó tan pronto como se abrieron las puertas, saltando de alegría, mientras que los otros tres chicos cabeceaban de sueño. Will los llevó a una cabaña que su padre había comprado al mudarse a Austreich para tener algo más cercano a casa, donde revisaron todo su equipo antes de salir a la imponente montaña. Primero fueron a la cara norte, donde la ladera era menos empinada. Ahí Will comenzó a explicarle a Sarket cómo poner los pies en la tabla, levantarse y desplazarse con ella. En apenas veinte minutos, Sarket había tragado más nieve que un pingüino y estaba más feliz que un perro con dos colas. Habría sido mucho más divertido si Will no hubiera estado a cada rato preguntándole si estaba bien, especialmente cuando se caía.
—¡Te caes porque no doblas las rodillas! —gritó el pelirrojo, deslizándose por la nieve con una facilidad envidiable—. ¡Dobla las rodillas!
—¡Sí, sí, ya lo sé!
Con tanto decirle que doblara las rodillas le estaba recordando a Ēnor.
Cayó rodando y un nudo se le atascó en la garganta a la vez que rechinaba los dientes de frustración. No debía pensar en ellas; hacerlo lo dejaba angustiado y temblando de impotencia. Tenía que moverse, hacer algo, lo que fuera con tal de no pensar en Selene. Si lo hacía, le hervía la sangre.
Tan pronto como vio la caja negra, supo que ahí había un amplificador... y Selene no le habría dejado uno a no ser que planeara marcharse. Leer la nota solo confirmó sus temores:
«No salgas solo, mucho menos de noche.
Selene.
P.D.: Consíguete una pistola»
Destrozó esa nota; la hizo trizas entre sus manos hasta que los cientos de pedazos parecieron escarcha sobre la alfombra roja. La buscó todo el día, empezando por su casa y luego por cada calle y recoveco de la ciudad. Ya era tarde. Se había ido.
«Maldición, maldición, maldición…», se repitió esa noche mientras paseaba por su cuarto como una bestia enjaulada. ¿La razón de su partida? Era obvia: que las encontraran era cuestión de tiempo, y ella parecía convencida de que lo harían muy pronto. Selene no era una persona indecisa que le diera vueltas al asunto cuando el riesgo y el beneficio no inclinaban la balanza hacia ningún lado; era una criatura de acción. Así que, ¿para qué permitir que el enemigo viniera a ella cuando dos podían jugar al juego de cazador y presa? Los atraería con su presencia y entonces los hundiría en la tierra.
Sarket revisó el periódico a la mañana siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente, esperando la primicia de algún terremoto grande en cualquier área del continente. Sin embargo, las noticias solo cubrían trivialidades, y aquello era peor. ¿Y si esos monstruos habían dado con ellas y Selene había sido incapaz de defenderse?
Bastó aquel pensamiento para sumergirlo en un estado de angustia frenética, por lo que lo primero que hizo fue intentar convencer a Alden de que lo dejara participar en el caso de algún modo; al menos aquello le daría acceso a otras formas de búsqueda. Incluso cuando le dio la información que había obtenido de Selene, Alden se negó y se dirigió a su oficina para convocar una reunión con los peces gordos de distintas agencias. Sarket no sabía cómo planeaba su hermano controlar aquello, si revelaría el origen de los ataques o no. Si decía que los demonios del miedo estaban detrás de cada asesinato, ¿qué persona en su sano juicio le creería? Y si no lo decía, ¿cómo iba a elaborar, en conjunto con otros organismos, un plan de contención medianamente efectivo contra esas cosas? En ese momento estarían inmersos en la danza burocrática usual, acercándose al tema en amplios círculos cuyas trayectorias se veían entrecortadas por constantes disputas y conflictos de intereses. Mientras tanto, esas cosas podrían estar a punto de cerrar sus dientes en torno a la garganta de Selene.
Sarket se encontraba, una vez más, inútil y tan desesperado por ello que en más de una ocasión tuvo que contenerse para no destrozar toda su habitación. Tras algunos episodios de cólera, descubrió que debía mantenerse ocupado como surgiera para preservar su cordura: todos los días tocaba la guitarra por horas, jugaba con sus sobrinos, leía libros pesados, revisaba sus anteproyectos, trabajaba en nuevos modelos, asistía a reuniones sociales y, bien entrada la noche, ejecutaba los jiria que Ēnor le había enseñado hasta que caía en la cama hecho una piltrafa. Lo último en lo que pensaba antes de dormir era que al menos aquella mujer no podría decirle que le faltaba dedicación. Y en Selene. Siempre pensaba en ella.
Sacó la cabeza de la nieve, escupiendo. Will se acercó a él con cara de preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes.
Se esforzaba por no responderle de malas maneras. Will siempre había sido consciente de su condición, por más que intentase tratarlo con normalidad. Que de repente pudiera jugar en la nieve cuando antes no podía ni trotar era bastante difícil de asimilar.
Siguió intentándolo, notando que cada vez se le hacía más fácil controlar la tabla. El truco, en efecto, estaba en mantener las rodillas flexionadas. Cuanto más bajo estaba su cuerpo, más sencillo le resultaba maniobrar. Siempre supo que hacer snowboard era divertido, pero nunca pensó que incluso deslizarse en la nieve a velocidad de tortuga coja le gustara tanto.
Vio por el rabillo del ojo que Emmerich y Diatrev habían encontrado una zona más empinada. Giró la cabeza para ver a los gemelos desplazarse grácilmente y ejecutar giros y saltos complejos.
—Creídos —musitó.
—¡Sarket, delante!
Giró la cabeza justo a tiempo para estamparse la cara contra un árbol.
—¡¿Estás bien?!
El orgullo de macho le obligó a levantarse tan rápidamente como pudo en un intento de rescatar la dignidad, pero se tropezó y cayó de nuevo. La cabeza le daba vueltas y la cara le ardía.
—¡Te está sangrando la nariz!
Se llevó la mano al rostro y constató que estaba sangrando profusamente por la nariz.
—Etoy bien, no te peocupes.
—Será mejor que bajemos y te pongamos algo en la cara.
—Ahá, seía una degacia peder lo mejor e tengo.
Will lanzó una risotada. Lo ayudó a sacar los pies de la tabla de snowboard y lo acompañó montaña abajo. Entraron a una de las pocas zonas de descanso con calefacción, donde se quitaron los abrigos impermeables y se sentaron.
—No mires hacia arriba o la sangre te llegará a la garganta. Mira hacia abajo y tápate la nariz con los dedos. Ya te traigo algo para limpiarte la cara.
—No, ve afuea.
—¿Qué?
—E vayas afuea. Etoy bien.
—¿Seguro?
—Sí, sí, anda.
No quería privarlo de la diversión solo por un golpecito en la cara. Will había pasado toda la mañana con él para enseñarle a hacer snowboard. Ya era hora de que fuera a las laderas más empinadas e hiciera uso de sus mejores trucos.
Cuando el sangrado se detuvo, Sarket salió al porche con una taza de chocolate caliente y contempló las montañas vestidas de blanco, bañadas en el sol lejano y pálido. Contra el manto blanco resaltaba el azul del cielo despejado y los diminutos puntos oscuros que parecían las personas jugando en la nieve. Costaba creer lo pequeño que era un ser humano comparado con la imponencia de la montaña y con la inmensidad de la bóveda celeste.
Se terminó el chocolate. Dudaba que pudiera hacer snowboard después de ese golpe sin que le sangrara la nariz otra vez. ¡Qué conveniente sería poder curarse a sí mismo!
—Mierda.
Se mordió el labio inferior, una mala costumbre que había adquirido recientemente en su ansiedad, y de inmediato se puso a pensar en qué hacer. Había salido de Steinburg para mantener ocupada su mente, pero ahora se preguntaba si ella habría vuelto o enviado noticias de su paradero y situación actual.
Se apresuró a sacar un libro de su mochila, una antología de ciencia ficción. Casi todos eran relatos de lo que había en el cielo, de ciudades fantásticas construidas sobre las nubes y de mundos extraños más allá de las estrellas. Sarket se preguntaba si aquellas maravillas serían posibles. Nadie había podido sobrepasar los nueve mil metros de altitud, incluso con aeroplanos que, en teoría, podían volar muy por encima de esa cifra. Los científicos lo atribuían a un fenómeno del que se tenían pocos datos, como el Ojo de Oríeme. Los sacerdotes decían que era obra de Khun, quien despreciaba a los humanos y arrojaba al suelo a todo aquel que osaba adentrarse demasiado en su domino.
¿Habría alguna forma de investigar aquello sin arriesgarse a perder un costoso aeroplano y una vida? Se lo preguntaría a Selene. «Mierda». Molesto consigo mismo, se hundió de lleno en el libro.
—¿Qué lees?
Suspiró con irritación. Si había algo que no le gustaba era que lo interrumpieran mientras leía o, peor aún, que le preguntaran qué estaba leyendo; el título siempre estaba en la portada y existían las bibliotecas.
Alzó la cabeza y se encontró con la expresión afable de una anciana muy encorvada. Se tragó su molestia y le sonrió con amabilidad.
—Solo un libro de cuentos para pasar el rato.
—¿Y es bueno?
—Muy bueno. Estos cuentos son de autores reconocidos que escriben sobre lo que hay muy alto en el cielo.
—Hijo. —La sonrisa de la anciana se ensanchó. En ese momento, le pareció que su voz era familiar, pero no identificó de dónde la conocía—. En el cielo solo hay cielo, más nada.
—Nunca nadie ha visto lo que hay muy arriba.
—Por supuesto que sí. Solo hay que doblar el cuello y mirar hacia arriba, así.
La anciana hizo un gran esfuerzo y consiguió orientar su cara arrugada hacia el cielo azul. Sarket sonrió.
—Pero es imposible verlo todo desde aquí, está muy lejos. El hombre siempre ha soñado con volar, con explorar los confines del cielo. A lo mejor no hay nada, o a lo mejor sí.
—¿Y quieres enfrentarte al dios de los cielos con tal de saber lo que hay ahí arriba?
—Por algo lo guarda con tanto celo, ¿o no?
—¿En eso estabas pensando cuando pusiste esa cara de amargura? Estabas leyendo muy tranquilo cuando de repente pusiste una expresión bastante preocupada.
¿Eso había hecho? Tal vez. Sí que estaba preocupado.
—Eres como un libro abierto, hijo. No tienes por qué avergonzarte de ello, ser joven no es tan fácil como ser viejo. Tienes sueños que alcanzar y expectativas que cumplir, mientras que a mi edad puedo conformarme con pasear y disfrutar de la vida que me queda.
La anciana se sentó junto a él, se descolgó el gastado bolso del hombro y rebuscó en su interior sin aparentar la menor de las preocupaciones. Sarket intentó asomarse por curiosidad, pero la joroba de ella no se lo permitía.
—Alas —dijo una voz cercana. Sarket miró hacia arriba con un sobresalto. La mujer que había aparecido de la nada (o al menos así le pareció) tenía un rostro pálido y afilado; su cabeza estaba coronada por una cabellera negra. Le resultaba familiar por algún motivo—, no deberías hablar con él. Es una violación del protocolo.
—Estoy demasiado vieja para que me importen los protocolos, Elas —replicó Alas.
—E Ilas es demasiado joven.
—¿Que yo qué? —preguntó una voz alegre junto a la oreja de Sarket. Él reculó de un salto. A su lado había aparecido una chica rubia.
—Espere… ¡la conozco! —dijo Sarket, señalando a la chica rubia sin discreción. Era la muchacha que había hablado con él en el bar, la que había estado limpiando la barra. Y la mujer era la que servía cervezas—. ¡Y a usted también! —exclamó, señalando a Elas—. Y a usted… ¡usted es la que siempre me vende flores!
Sí… ¡Sí! Era esa anciana. No la había reconocido en un principio porque siempre llevaba capucha sin importar el tiempo que hiciera aquel día, pero era la misma voz y la misma sonrisa amplia, bonachona.
—Y ahora nos reconoce —dijo Elas, y se sopló el flequillo—. Maravilloso. ¿Soy la única aquí a la que le importa el protocolo? —Al ver que nadie contestaba y que Alas seguía a lo suyo, prosiguió—. Se supone que no deberíamos hablar con el sujeto.
—¿Sujeto?
—Se supone que no deberías decirle al sujeto que es un sujeto —replicó Alas mientras seguía rebuscando en su bolso gastado y remendado por todos lados.
—¿Cómo que sujeto? —insistió Sarket, mirando de un lado a otro en un intento de obtener al menos una explicación, por más incomprensible que fuera. La naturaleza de Selene había sido fácil de asimilar comparada con esta situación.
—Eso es porque se supone que no deberías haber hablado con él en primer lugar.
Alas se encogió de hombros, lo cual elevó su considerable joroba y la obligó a inclinar la cabeza. Tras unos segundos, durante los cuales Sarket estuvo preguntándose sin cesar qué estaba pasando, la anciana dio con lo que buscaba. Del bolso extrajo un libro pesado y muy viejo, de esos que parecen romperse al más mínimo toque, pero ella lo trataba con total brusquedad. Hojeó con pereza, sin molestarse en ocultar complicados diagramas que él no era capaz de interpretar. Tampoco reconoció los complejos caracteres escritos en las páginas amarillentas.
—Oh, no… —murmuró Elas—. Oh, por favor, no…
Arrancó una página sin contemplación; no se oyó el desgarro porque Elas gritó por todo lo alto. Alas le ofreció la hoja a Sarket y él la aceptó con recelo. Era una especie de mapa celeste, mas no reconocía ninguna de las constelaciones ni de las muchas anotaciones en los bordes. Sin embargo, era precioso. La tinta brillaba con una tenue luz plateada contra el pergamino amarillo.
—¿Qué es?
—Un mapa —dijo Alas, metiendo el libro en el bolso de nuevo—. Un mapa que muestra el camino.
—¿Qué camino?
—Eso tendrás que descubrirlo tú mismo. Guárdalo bien. Quizás lo necesites algún día.
Sarket contempló el mapa celeste, con sus estrellas titilantes y sus líneas plateadas, y lo dejó en su regazo. Era realmente precioso; casi le dolió arrancar los ojos de él para mirar a la anciana, quien intentaba incorporarse. Incluso en medio de la confusión, Sarket se apresuró a ayudarla por instinto, y ella le dio las gracias con una sonrisa desdentada; sus rodillas ya no eran las de antes.
—Eres un buen muchacho. —Le dio una palmadita en el hombro. Sarket se distrajo al ver un movimiento brusco por el rabillo del ojo y giró la cabeza—. No te preocupes tanto por ella: está bien.
—¿Eh?
Cuando se volteó de nuevo, las tres mujeres habían desaparecido. Sarket oteó cada milímetro de nieve al alcance de sus ojos y no vio huellas donde ellas habían pisado. Volvió a sentarse lentamente, aferrando la hoja con las manos, contemplando sus estrellas.
—¿Qué demonios…?
Se puso a estudiar el mapa minuciosamente tan pronto como llegó a Steinburg. Intentó leerlo con la ayuda de un atlas celeste. Sin embargo, las constelaciones no coincidían con nada. No podía interpretarlo. Frustrado, lo metió en una carpeta gruesa, la cual guardó bajo llave en su escritorio.
Pero habían dicho que Selene estaba bien… y eso, al menos, era un consuelo.
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