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Capítulo 17

Su nombre era Evein, la princesa más joven de todas. Ivenne, su madre, le había transmitido una belleza inigualable, por lo que debía ir siempre acompañada por sus doncellas y vestía de manera tal que no era visible siquiera un retazo de piel: se cubría el rostro con una máscara de plata forjada por su padre para que los hombres no flaquearan al verla y atentaran contra su pureza. Esa noche, sin embargo, se la quitó en presencia de Maelstrom y Kiretach, pues el primero era su hermano, a quien nunca había visto, y el segundo era su invitado de honor, sentado a su derecha. Habría sido descortés ocultar su rostro ante ambos. 

—Buenas noches, Maelstrom, rey de los reyes —dijo con una reverencia y una sonrisa tímida—. Mi nombre es Evein, hija de Lut. Es un honor conocerle al fin.

Su voz era clara como el tañido de las campanas del templo, pero tan suave... Maelstrom apenas fue capaz de asentir y permaneció inmóvil cuando ella le besó el dorso de la mano. Kiretach, en cambio, respondió como era acorde cuando ella se presentó ante él y sonrió al sentir la suavidad de aquellos labios sobre sus dedos. No era la primera vez que veía a una hija de Ivenne. 

—Buenas noches, Evein, hija de Lut. Y la más bella hija de Ivenne, por lo que veo. 

La princesa agachó la cabeza y un rubor coloreó sus mejillas, con lo que su rostro se tornó particularmente hermoso. No le desagradaban las atenciones del jefe nírid, cuyo atractivo exótico era innegable, mas estaba ansiosa por saber de su hermano, de quien solo había oído a través de sus doncellas. Pero el rey rehuía su mirada, cada vez más alterado por su propio anhelo inmoral. La velada transcurrió muy lentamente para él, aun después de que Evein dejara de intentar entablar conversación.

Kiretach tuvo que irse dos días después, muy a su pesar porque apenas había tenido tiempo de cortejar a la princesa y esta tenía los modales de una mujer honrada. 

Sin él, Maelstrom se sentía condenado. Evein ya había alcanzado los dieciséis años de edad y había de participar en todos los festejos de la corte. No podía huir de ella, ni del horrible hecho de que se había enamorado de una mujer prohibida. Sus ojos la seguían allá adonde iba. Se torturaba a sí mismo creando excusas para disfrutar de su compañía aunque fuera tan solo un instante, para intercambiar un breve saludo o para oírla tocar el arpa y cantar a través de aquella máscara que nunca se quitaba, para fortuna de su cordura. En su pecho había nacido un agujero que solo ella, radiante, gentil y maravillosa, podía llenar, mas no podía tenerla para sí; el vacío palpitaba de dolor incluso cuando no estaba en su presencia, pues su mente siempre estaba con ella.

Apenas había alcanzado un mes de haberla conocido cuando decidió que, de seguir así, acabaría loco, por lo que emprendió una travesía hacia las tierras hostiles del sur, donde no había tesoro de valor. Pero fue solo esta vez; solo con su espada y su corcel. 

Se dicen muchas cosas de su travesía: que mató una jauría de huargos con las manos desnudas, que torció el cuello de un gigante de un ojo, que cruzó el mar a nado... Estos relatos dicen la verdad. Lo cierto es que llegó a Hronmugard, más allá de la luz, más allá del alcance de los rashis, y que ahí Hrunt’Ozoth lo encontró y su sombra se hizo más oscura en su corazón.

El dios de la corrupción le ofreció el amor de Evein y la aprobación de su gente ante la unión prohibida a cambio de que fabricara un arma poderosa capaz de matar a un dios. Maelstrom no conocía los medios y, aunque lo hiciera, no fabricaría tal abominación. Hrunt’Ozoth lo dejó ir en libertad, no sin antes decirle que si cambiaba de parecer, solo tenía que llamarlo, pues él estaba en el corazón de todos los hombres.

Maelstrom volvió a su ciudad y se encontró con que Kiretach había vuelto de forma imprevista. Se abrazaron con afecto y el rey relató sus aventuras a sus hermanos y amigos más cercanos, pero no dijo nada sobre la oferta de Hrunt’Ozoth, ya que entonces habría tenido que revelar también su más profundo anhelo. Tan pronto como hubo terminado, Kiretach pidió su aprobación para cortejar a Evein como exigían las costumbres sonakis y Maelstrom, sintiendo un dolor más profundo que nunca, no tuvo más opción que concederla. Aquello era lo correcto.

Pasaron los días y Kiretach cada vez estaba más cerca de ganar el amor de Evein. Era difícil, pues ella no quería dejar Sonak y él no podía quedarse. No obstante, él era gentil en su trato y no la agobiaba, por lo que pronto logró hacer que, cuando menos, considerara su propuesta.

Ninguno de los dos sospechaba que Maelstrom estaba observando con celos: celos de ella por arrebatar las atenciones de él y celos de él por ser capaz de cortejarla a ella. La ira lo carcomía por dentro. Todas las noches Hrunt’Ozoth invadía sus sueños y añadía más y más a su propuesta. Le prometió el amor de Evein, el dominio sobre Nírida y todas las riquezas del mundo, todo ello solo a cambio de forjar un arma que pudiera matar a un dios.

Pero, por más ira que sintiera el rey, se negaba siempre. No podía fabricar un arma así. Su resolución se afirmó cuando Kiretach regresó a Nírida con la promesa de casarse con Evein tres meses después. Aquello era lo correcto. Sin importar la recompensa y la intensidad de su anhelo, no podía apartarse del camino del bien y poner en riesgo el honor de su hermana, el suyo propio y el de toda su gente. El incesto era la aberración más terrible, solo superada por el derramamiento de la propia sangre. Era el señor de un vasto reino y debía actuar como tal aunque ello implicara negarse a la voluntad de un dios.

En ese sentido, el rey fue muy valiente. Hrunt’Ozoth era un dios exiliado, pero un dios al fin y al cabo, y obtendría lo que deseaba de una forma u otra. Haciéndose pasar por una deidad benévola, se apareció en los sueños de Evein y la espantó con la obsesión del rey y con lo que sucedería si su amor no era correspondido.

Y aconteció que Evein, temiendo las imágenes de sangre, fuego y ceniza que Hrunt’Ozoth le había mostrado, escapó de sus doncellas a medianoche y se dirigió a los aposentos del rey. La puerta se abrió sin emitir siquiera un crujido; ella lo halló despierto en su cama, inmóvil hasta que se acercó, tímida, y los deseos de él se desbordaron.

Aquel romance prohibido debió permanecer en secreto, pero Erision, quien se consideraba el auténtico rey, esperaba desde hacía mucho tiempo el más mínimo desliz que inclinara la balanza a su favor. Aunque Maelstrom era discreto, su hermano mayor había reconocido el dolor en su mirada cuando sus ojos se posaban en Evein. Había apostado informantes en cada esquina oscura, tras cada estatua, y cuando uno de ellos le hizo llegar la noticia del posible incesto, Erision se dirigió ahí mismo en persona y, a través de las puertas, oyó el nombre de la muchacha escapándose de los labios del rey. Erision despertó a las doncellas de Evein y a unos cuantos cortesanos e irrumpió con ellos en el recinto real, hallando a los hermanos desnudos en la cama. No bien hubo despuntado el sol, todo hombre y mujer de la corte sabía del vil pecado.

La vergüenza cayó sobre Evein sin misericordia, pues, en su cultura, era la mujer quien usaba sus encantos para seducir al hombre. Peor aún al ser una hija de Ivenne. Intentó explicarse, intentó hablar del espíritu que la había visitado en sueños, pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Cuando uno de sus hermanos se acercó para golpearla, Maelstrom sucumbió ante la ira, blandió su espada contra él y lo mató. Ese día se cometieron los dos peores pecados.

Cuando recobró la consciencia, decenas de hombres y mujeres yacían a sus pies, muertos. Evein sollozaba en el suelo y rehuía su mirada.

—¡Oh, dioses! ¿Qué he hecho?

Aquel solo fue el comienzo de la tragedia. El rey hubo de abandonar la ciudad como fugitivo, rumbo a Nírida, llevándose a Evein consigo. La jornada fue larga y ardua, pues ella nunca había montado a caballo por tanto tiempo y necesitaba descansar constantemente, además de que parecía aquejada de una enfermedad que le provocaba náuseas. No se miraban a los ojos y apenas hablaban entre ellos. La vergüenza y el dolor eran demasiado grandes. 

Cuando por fin llegaron a Nírida, Maelstrom y Kiretach hablaron largamente y el rey se sintió aliviado de que su amigo no lo condenara. Al contrario, acogió a Evein con dulzura y prometió que cuidaría de ella. Instó al rey a volver a Sonak en cuanto fuera posible, ya que había dejado la ciudad en una situación delicada.

—Tal vez esta sea la última vez que nos veamos —dijo Maelstrom antes de partir.

—Espero que no sea así.

El rey retornó a Sonak tras dos meses de ausencia. Sus puertas estaban cerradas a cal y canto, y sus arqueros le apuntaban desde las murallas. Erision lo había traicionado, pero Maelstrom no sucumbió ante la ira. Dejó caer su espada y su escudo y esperó bajo la atenta mirada de los vigías. Esperó incluso después de que los arqueros dejaran de apuntarle. Esperó incluso después de que se abrieran las puertas. Esperó hasta que sus hermanos estuvieron ante él.

—He venido a ser juzgado como sonaki por los pecados que he cometido contra nuestro pueblo. 

—¿Te rindes ante los jueces de la ciudad?

—Me rindo y me inclino ante su voluntad. 

Lo sujetaron con cadenas y él se dejó aunque podía romperlas con facilidad. Lo llevaron a la corte, fue acusado de incesto y asesinato, y fue condenado a morir en prisión. Le darían agua y comida dos veces por semana durante un año para que sufriera las mordeduras del hambre y la sed, y luego nunca más. Maelstrom no se resistió ni cuando se cerraron las rejas de su celda. Se recostó contra la pared y durmió. Aquella fue la primera noche que tuvo sueños apacibles desde que conoció a Evein.

Pasó mucho tiempo en su celda, oscura y solitaria, sin saber cuándo acababa un día y cuándo comenzaba otro. Más de una vez se vio tentado a destrozar la sólida puerta y huir, pero nunca lo hizo por más hambre que tuviera y por más que deseara ver a Evein aunque fuera una última vez. Aquel era el castigo por sus pecados y él lo soportaría con tal de morir como un sonaki.

Sin embargo, el dios de las tentaciones aguardaba en su corazón y su influencia se extendía dondequiera que hubiera humanos. Meses más tarde, visitó al rey en sus sueños y le advirtió que Kiretach lo había traicionado y que Evein moriría pronto. Presa de un pánico mayor que su alma, escapó de Sonak matando a los pocos soldados que intentaron detenerlo. Llegó a Nírida justo a tiempo para ver el cuerpo de Evein tendido en un lecho de hojas secas con el vientre abultado. Kiretach estaba con ella, sujetando su mano laxa.

—La criatura era mía —dedujo Maelstrom sin poder apartar la mirada de la horrible visión.

—Sí. Nunca yacimos juntos. 

—¿Por qué no me buscaste? —preguntó el rey, incapaz de aceptarlo. La ira comenzaba a acumularse dentro de él y se formaron nuevas conjeturas de traición. ¿Y si Kiretach también encontraba el incesto abominable y había recibido a Evein solo para asegurarse de que tanto ella como el fruto del pecado murieran?—. ¿Por qué no la salvaste?

—Ella no quería vivir —respondió el jefe de los nírides—. Se culpaba por los asesinatos que cometiste y añoraba Sonak con todo su corazón. Murió de dolor, soledad y vergüenza. —El rey rezumaba rabia. Él, al que llamó su amigo, la había matado. Kiretach debió de leer tal pensamiento en su expresión, pues añadió—: Si no hubieras cedido, no habrías tenido que matar a tus hombres, ni le habrías causado a tu hermana semejante dolor. Fuiste tú, Maelstrom. —Lo miró con unos ojos crueles y agudos, tan oscuros que Maelstrom se vio reflejado en ellos—. Tú la mataste. Ahora mira la sangre que has derramado. 

Loco de culpa, dolor y odio, Maelstrom huyó de Nírida también, dejando que sus pies lo guiasen hacia un destino incierto. Y rezó. Primero rezó a su madre para que intercediera ante Fraer para que le devolviera la vida a Evein y a su niño a cambio de la suya, pero la que concede y arrebata se negó. Así como el sueño es el descanso del cuerpo, la muerte es el descanso del alma. El espíritu de Evein estaba colmado de vergüenza y dolor: aunque se le devolviera la vida, se convertiría en una criatura miserable. Su espíritu debía permanecer en el graeth, el sitio al que van los mortales al morir para deshacerse de sus recuerdos y penas, y cuando las heridas sanaran y las cicatrices se desvanecieran, podría reencarnar y tener la oportunidad de vivir. 

Tan lleno de ira estaba el rey que no creyó en ella y siguió su travesía. «Al sur —dictaba su corazón—. Más allá del alcance de sus miradas». Así fue como llegó de nuevo a Hronmugard, donde las montañas escupen fuego, y ahí, presa del pánico, rezó una vez más. Se había extraviado, había ido demasiado lejos. Cayó, exhausto y abatido, y en su desesperación y rabia, renegó de todos los dioses. De todos menos uno, el único al que no le había rezado, pero el único que le prometía sanar el espíritu de Evein y devolverla a la vida si le daba un arma con la que matar a un dios. Palabras vanas… pero el rey las creyó. 

Forjó una espada, una vil espada cuya hoja de sangre provocaba el más profundo terror; su filo oscuro se perdía antes de que pudiera verse su fin. Hendía el aire con un aullido macabro. La llamó Krall-Ûdur, Asesina de Dioses. 

Decidió, en su demencia, que había de probarla en el único morador del cielo que conocía: Kiretach. Sin más dilación, volvió a Nírida. El jefe nírid no sospechaba la magnitud de la abominación creada por la mente de Maelstrom, pero entendió que había maldad en la hoja de esa espada en cuanto la vio y que ese algo podía matarlo. Huyó de Nírida con Maelstrom corriendo tras él. 

Sin embargo, tras varias horas de carrera, notó que Maelstrom estaba cansado, y quizá por eso pensó que podría vencerlo antes de que asestara un golpe con su espada. Se dio la vuelta y se enfrentó a él. Maelstrom llevaba semanas sin apenas probar bocado ni dormir, y aunque la ira alimentaba su cuerpo, apenas podía defenderse de Kiretach. Viendo que el rey no era ni la sombra de su antigua gloria, intentó arrebatarle la espada. Ese fue su error fatal. No hay dios que pueda blandir a Krall-Ûdur, pues fue forjada del odio y rehúsa ser tocada por un ser divino. Kiretach se retorció de dolor con la mano llena de pústulas y, aprovechando su desliz, el rey alzó su espada contra él. 

—¡Alto! —gritó el dios, pero Maelstrom ya estaba más allá del camino de la redención e hizo caso omiso a su súplica. La hoja se hundió en su pecho y la maldad de la espada se extendió por todo su cuerpo. Entonces, su espíritu murió. Pero ¿cómo —te preguntarás— si Kiretach era un dios? La muerte es más que la falta de vida, es el cese absoluto de la existencia. Maelstrom creyó que la única forma de matar a un dios era deshaciendo su espíritu, disipando la energía que lo compone. Acertó en eso.

Lo que no previó fue que al golpear a un dios con Krall-Ûdur, la energía sería liberada en una explosión tan potente que sacudiría los cimientos de la realidad. La tierra se resquebrajó bajo el filo de su espada y los mares inundaron las grietas abiertas. Fuego y ceniza se alzaron hacia las alturas en un grito de dolor, y el cielo cayó hecho pedazos. Las montañas se desmoronaron en el fondo de la tierra. ¡Mi corazón se encoge cada vez que recuerdo esa sensación! ¡Maldigo el día en que el rey de los hombres partió el mundo en dos!…

Cuando por fin amainaron las sacudidas, los dioses se encontraron en una esfera vacía plagada de desgarros a través de los cuales se vislumbraban otros mundos, y percibieron que la energía escapaba hacia ellos. El suyo estaba ahí también, pero su entrada era apenas un hilillo que en cualquier momento podía romperse. Intuyendo que la perturbación del equilibrio solo podría ser solventada si sellaban los accesos, los dioses se dispusieron a sanar las heridas y devolver todo a la normalidad.

Les llevó mucho tiempo, mas cerraron todas las ventanas. Excepto una. Todo el que se acercaba a ella se precipitaba hacia el abismo y desaparecía. Había algo en aquel mundo y los dioses no podían ver qué era haciendo uso de sus sentidos. Hrunt’Ozoth sí. Hrunt’Ozoth sí... Los demás se conectaron a su espíritu para ver lo que él veía… 

¿Cómo describir semejante desviación del orden natural? No hay palabras lo suficientemente viles que hagan justicia a su apariencia, a su ser. No hay bien ni mal, solo hambre, un hambre insaciable, y una sensación de que algo en esa cosa está… mal. Es una abominación demasiado repugnante como para ser comprendida, y lo que se ve a través de la ventana es apenas la punta del iceberg, una pequeña fracción de su cuerpo hambriento.

Sin que Hrunt’Ozoth pudiera evitarlo, los dioses vieron a través de la conexión el papel que había desempeñado en la catástrofe. Iracundos, lucharon contra él y lo arrojaron al foso para que muriera despedazado en las fauces de la Bestia. Aplacada su ira y renovados sus miedos, los moradores del cielo se dispusieron a buscar la forma de cerrar el portal. Algunos se ofrecieron para adentrarse en el mundo de la Abominación para distraerla mientras los demás reparaban el daño. Un sacrificio noble pero, por encima de todo, fútil. No había forma de ver dónde estaba, por lo que nunca conseguían que se alejase lo suficiente. En su ceguera, caían en las monstruosas fauces apenas atravesaban el desgarro. 

Hubo numerosos intentos, hasta que no quedó ningún dios dispuesto a arrojarse al vacío. ¿Para qué sacrificarse, si era inútil? En ese momento, muchos se resignaron a su destino y aguardaron a que la Bestia entrara. Todos ellos aún esperan, apagados en ese mundo vacío. Otros pocos pensaron con temor que tal vez la espada de Maelstrom pudiera ofrecer la solución al dilema o herir a la Bestia de alguna forma. Intentaron atravesar la brecha que une el mundo de los mortales con el de los moradores del cielo, algunos con la esperanza de hallar la espada y otros para disfrutar de la tierra que tanto amaban antes de que pereciera, pero encontraron que el nexo era demasiado estrecho. Ninguno podía pasar.

Pero Fraer sí, porque Ella es diferente. La llaman Madre, la que concede y arrebata, la que une y corta. Su esencia yace en la dualidad, en la vinculación y la ruptura, por lo que tiene la capacidad de dividir Su espíritu. Y así lo hizo: a partir de Su ser, creó un fragmento lo más pequeño posible y este se coló a través de la brecha con el objetivo de tomar cuerpo mortal y buscar la espada maldita. Se encontró con que en la tierra habían pasado milenios y que, sin la influencia de las deidades, las bestias más amadas habían desaparecido o habían degenerado. El hombre, en cambio, había sobrevivido y proliferado en la adversidad, aunque su especie también había degenerado. No tuvo más opción que seleccionar a los mejores de ellos y poseerlos al nacer, pero todos morían antes de alcanzar la madurez, agobiados por su poder.

Repitió aquel ciclo siete veces hasta que dio con un cuerpo ligeramente superior al de los demás. La madre de la criatura era una mujer llamada Setanta, que tenía el estatus más bajo de entre las doce esposas del kaissar, por lo que fue un auténtico milagro que quedara encinta. Tan pronto como Fraer marcó la vida en su vientre, Setanta supo que la criatura sería poderosa y, en su codicia y sed de venganza, decidió usarla para hacerse con la supremacía del conflicto que se avecinaba.

No podía quedarse. Si su hija era realmente un ser divino, le sería arrebatada a los cinco años de edad para ser criada lejos de ella. Además, la misteriosa muerte del hijo de la favorita había incitado la ira del kaissar. No obstante, la situación se tornó en su favor cuando este perdió los estribos y la golpeó en público, pues la ley dicta que una esposa cuyo cónyuge le hace sangrar una gota tiene derecho a abandonar el hogar. Como el kaissar la repudiaba, también tenía derecho a que fuera otro el que impartiera justicia.

No hubo juicio, solo una huida a Valeais, su tierra natal. Este fue uno de los motivos del deterioro de las relaciones entre Oriente y Occidente. Setanta se refugió en un monasterio aislado y poco a poco sustituyó a los miembros del clero por personas leales a su clan. Con las primeras escaramuzas, nació la niña. Según la costumbre de la familia real, debía llamarla atendiendo a su esencia, pero ella no lo hizo. La vio, reconoció su poder y declaró que sería grande, que algún día sería la emperatriz de una nación renovada y que sacudiría los cimientos del mundo. Así fue como escogió su nombre.

La llamó Selene, que significa «forzar el cambio».

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