Capítulo 12
Aquella era la primera mañana realmente fría de la temporada. El sol todavía no surcaba lo alto y un viento gélido del norte mordía la piel expuesta. En la academia, el frío era particularmente mordaz. Recorría los patios con silbidos lúgubres, se colaba en los salones a través de las ventanas cerradas y perseguía a todo ser que respirara, haciéndole sentir miserable. Por supuesto, los profesores no mostraron piedad ni con el clima así. Sarket y Will pasaron parte de la primera hora cantando el himno escolar de rodillas.
—Bueno, nos estamos congelando las pelotas —comentó Will, moqueando—, pero al menos nos perdimos Literatura Épica, ¿eh?
—Eso siempre es b-bienvenido —respondió Sarket, quien en esos momentos prefería estar arrodillado en una piedra tan helada que le entumecía las rodillas a sentarse en clase del profesor Waetcher. Después de un rato, ni siquiera sentía el dolor debido a que el frío lo mitigaba. Además, habría sido una lástima graduarse con un expediente tan impecable como el suyo. No era saludable dejar pasar la adolescencia sin haber sido reprendido por al menos un acto de rebelión contra la institución escolar.
El castigo terminó antes de lo esperado. Sarket volvió justo cuando el profesor de Cálculo III, un ancianito simpático con una barriga astronómica, entraba al salón. Tuvo suerte y encontró asiento en la segunda fila. El primer día de clase se había sentado en la primera, pero lo lamentó poco después porque el hombre escupía al hablar. Esos asientos eran para los más desafortunados.
El resto del día transcurrió con normalidad. Al llegar a casa, el mayordomo le quitó el abrigo y le trajo una carta sobre una bandeja de plata. Sarket desgarró el sobre tan pronto como reconoció la caligrafía y salió corriendo por la puerta sin el abrigo. Solo había una palabra escrita en el papel: «Ven».
Veinte minutos más tarde, se encontraba golpeando la puerta de la 567 con los nudillos. Ēnor le abrió.
—Bienvenido. Te espera.
Su tono era monótono pero, por primera vez desde que se conocían, sus ojos no dejaron en evidencia su profundo desprecio. Es más, parecían compadecerse de él. Lo llevó a la biblioteca, donde Selene leía recostada en el sofá junto a la ventana, con las piernas colgando de un apoyabrazos. El cabello le caía sobre los hombros en suaves ondas del color del invierno y le enmarcaba el rostro. El contraste entre su palidez y sus ojos, de un azul tan intenso que casi parecía acero pruso, hizo que la viera como si fuera la primera vez. Los signos de la enfermedad siempre habían estado ahí, a la vista: aunque en sus facciones se veía la marca de los hijos del invierno, su crecimiento se había estancado, confiriéndole la apariencia de una muchacha de dieciséis en lugar de la de una mujer de veintiuno.
Sarket inclinó la cabeza.
—Hola —musitó con voz temblorosa. Ella lo saludó también y se sentó con la espalda apoyada de lleno contra el espaldar. Se percató de que llevaba un chal sencillo sobre los hombros; temió que hubiera tenido un ataque: a veces producían fiebre y escalofríos—. ¿Cómo estás?
Quizá había esperado una respuesta más dramática: una incriminación lanzada a gritos, una declaración de odio o la más fría de las miradas. En realidad, su reacción fue comedida, típica de ella.
—Bien —dijo, cerrando el libro y entregándoselo a Ēnor para que lo pusiera en su lugar—. Imagino que ya lo sabes todo. —Hizo un gesto amplio—. Sobre la enfermedad, me refiero.
—Sí —asintió vacilante—. Leí sobre ella todo lo que pude… Intentaba…
—Lo sé. Leí tu carta —intervino ella con suavidad y gentileza. Alzó la mano con la palma hacia arriba—. Ven. Siéntate a mi lado. —Sarket así lo hizo, y nada más sentarse ella posó la cabeza en su hombro. Él le pasó una mano por el cabello como había hecho muchas otras veces; la textura era igual, pero los mechones que enroscaba en sus dedos eran del color de la nieve virgen.
Pasado un rato, la necesidad de pedir perdón se agolpó en su pecho:
—Lo siento… Lo siento, lo que hice fue…
Pero ella se limitó a sacudir la cabeza, despacio, y a sonreír con tristeza, como si aquello no tuviera importancia.
—Debería ser yo la que pidiera perdón —dijo en un susurro y alzó la cabeza para estar más cerca de él—. La forma en que te traté, el daño que te hice, lo que estuve a punto de hacer… —Sarket oyó que tragaba y su brazo se asentó alrededor de sus finos hombros. Notó que le temblaban los labios y que hacía un gran esfuerzo por no derramar ni una lágrima—. Lo siento tanto… No debí…
—Está bien... Los dos hicimos algo estúpido. —La estrechó contra sí y le besó la sien. Ella se relajó en su abrazo y permanecieron en silencio por un rato, disfrutando de la compañía del otro—. Cuando Ēnor me dijo que padecías de síndrome de Albus —comenzó a decir con voz queda, pues en ese momento su mente estaba en tal estado que debía hablar despacio—, me puse a investigar. Se me ocurrió que quizá pudieras vincular tu alma con la mía… de manera tal que algo del exceso desembocara en mi propio cuerpo. Entiendo que es más difícil que llenar un amplificador de prana, pero…
Dejó la insinuación en el aire.
—Sí.
Aquello era una sorpresa. ¿Por qué no lo había intentado con nadie más, entonces? ¿Por qué los libros decían que no había cura, cuando estaba esa opción?
—Una ceremonia de vinculación es algo aún más difícil que sanar a un moribundo.
—Pero tú tienes la habilidad necesaria, ¿no es así? —Ella emitió un bufido por respuesta, tan elocuente que bien pudo haber dicho «por supuesto»—. Entonces, ¿por qué…?
—Es un problema de compatibilidad —explicó, alzando la cabeza de su hombro para mirarlo. Había tristeza en esos ojos, una profunda e inconsolable tristeza—. Al nacer, un alma única se aloja en el cuerpo del bebé y este se adapta solo a esa esencia, razón por la cual es sumamente difícil transferir un alma a otro cuerpo o vincular dos espíritus.
—Pero es posible, ¿cierto?
—Difícil y arriesgado, pero posible. —Con un suspiro largo, se pasó una mano por el cabello—. El hecho de que cada alma sea única no quiere decir que no haya similitudes entre ellas. Dichas similitudes compensan incompatibilidades que, de otro modo, serían insalvables.
»Si hay similitudes entre nosotros, es fácil deducir que no habría de tener problemas encontrando a alguien con quien formar un vínculo. El problema es que mi alma es diferente, de naturaleza más antigua. Tiene más… experiencia. —Cuando él la miró con una expresión de confusión, añadió—: La vinculación conlleva una transferencia de memorias, y puede resultar… dañino para la mente tener recuerdos que no concuerdan: estar en dos lugares al mismo tiempo, saber algo que no debería saber o presenciar un conocimiento que no tiene sentido.
Sarket asintió. Era lógico que si una piedra estallaba tras una vinculación fallida pudiera ocurrir algo similar durante la vinculación de dos almas, dada la complejidad, y que la mente del receptor colapsara.
—Lo conseguiste con Ēnor, ¿o no? ¿Por qué otro motivo estaría ella contigo?
—Logré formar un vínculo con ella, sí, pero quizás te sorprenda saber que Ēnor no ha sido la única con la que he llevado a cabo una ceremonia de vinculación. —Vaciló un instante muy breve—. Ha sido la única que sobrevivió y mantuvo la cordura. Aparte de ella, hubo seis más que murieron poco después. Seis personas que parecían ser compatibles no pudieron soportar la transferencia.
Sarket no supo qué decir, aunque sintió el recorrido de un escalofrío. Cuando pasaron unos minutos con el tictac del reloj como única prueba de que el tiempo no se había congelado, Selene se atrevió a continuar.
—A decir verdad, no esperaba que fuéramos compatibles… y tampoco querría someterte a una ceremonia de vinculación. Te juro que ni siquiera se me pasó por la cabeza hasta que Ēnor lo preguntó. Si yo te dañara… — Se llevó los dedos índice y pulgar a los párpados y frotó. Sarket no tuvo oportunidad de contestar, pues en ese momento entraba Ēnor con una bandeja con dos tazas de té humeante. Sarket no tenía sed, por lo que dejó la suya en la mesa. Selene bebió a sorbitos, y poco a poco sus manos dejaron de temblar—. Gracias, Ēnor.
Ēnor hizo una leve reverencia y volvió a salir de la biblioteca. Sarket esperó a que sus pasos se alejaran para continuar.
—Puedo ayudarte —dijo, tomándola de una mano. Selene lo miró con expresión torturada—. Entiendo que temas dañarme, y me alegra que así sea. Yo también tengo miedo, pero… —Intentó buscar las palabras adecuadas para suavizar el golpe, mas no las encontró—. Estás muriendo.
—Patético, lo sé —prorrumpió con un suspiro largo—. No sabes cuánto odio este cuerpo mío. Lo he modificado al límite de lo posible, pero aún sigue siendo inútil. Si tan solo fuera un poco más resistente…
—De nada nos sirve lamentarnos por nuestras circunstancias —la interrumpió él, sacudiendo la cabeza—. Los dos estamos enfermos.
No era difícil adivinar lo que ella estaba pensando en aquel momento. No quería someterlo a una ceremonia de vinculación, pero estaba bien claro que los beneficiaría a ambos: ella tenía demasiada energía vital y él padecía de lo opuesto. Un vínculo resolvería sus problemas… de ser viable. Y eso era lo que le aterraba.
—Sí, es cierto. —Apoyó los codos en las rodillas y se quedó en silencio por largo rato. Él cedió a la tentación de acariciar su cabello una vez más.
—¿Qué te hace tan diferente que de siete personas solo Ēnor pudo soportar el intercambio?
Selene meditó su respuesta por un momento.
—Varios factores. Primero, que Ēnor es la criatura más terca que el mundo haya visto jamás, y quizás eso la ayudó a protegerse de mi influencia y evitó que se perdiera en ella. —Calló un instante para sopesar su respuesta—. Pero lo más importante no es eso… Creo que será mejor que me deje de rodeos. Lo que estoy a punto de decirte no debe salir de esta habitación, ¿entendido? —Sarket asintió con solemnidad al advertir su expresión seria. Selene avanzó un poco—. Sarket —musitó, y él avanzó también—, soy extraterrestre.
Le tomó dos o tres segundos darse cuenta de que le estaba tomando el pelo. Selene se permitió una carcajada, ligera pero grata.
—Comienzo a creer que eres alérgica a la seriedad — le dijo en un tono resentido.
—Lo siento, lo siento. No pude dejarlo pasar. — Se recostó de nuevo y volvió a apoyar la cabeza en su hombro—. A decir verdad, no sabía por dónde empezar con todo esto y creí que con una broma sería mejor. —Se pasó una mano por el cabello, menos renuente a hablar—. Mi existencia es complicada.
—¿Qué tal si empiezas por lo básico? —sugirió con voz amable—. Como tu familia, dónde creciste…
—Sí, lo básico —acordó ella, enderezando la espalda—. Mi nombre es Selene, de la Casa del Loto, del Clan del Halcón. —Alzó la cabeza para verlo. Él abrió los ojos de par en par—. El nombre de mi señor padre es Teuros, cabeza de la Casa del Loto, difunto kaissar del Sacro Imperio de Accadia. El de mi madre, Setanta, del Clan del Halcón. También la llaman Setanta la Traidora o Setanta la Desalmada, entre otros apelativos entrañables. A sus espaldas, por supuesto.
Sarket no dijo nada. Había visto las fotografías de los miembros más importantes de la nobleza accadia y, aunque las imágenes eran pequeñas y difusas, le parecía ver cierta similitud entre Setanta y ella: la forma de la mandíbula y los ojos, quizá… ¿Selene, hija de Setanta? ¿Cómo encajaba en el actual conflicto, estando entre dos facciones encontradas?
Por un lado estaba su madre, quien había abandonado el palacio poco después de ser acusada del asesinato del hijo varón de la esposa favorita del emperador Teuros. Tenía el apoyo incondicional del poderoso Clan del Halcón, no el más grande, pero sí el más rico por estar en posesión de las minas de wolframio norteño más abundantes del mundo conocido. Junto a los halcones iban los lobos, emparentados a ellos por un matrimonio, de territorio vasto y lo suficientemente rico para mantener un ejército numeroso. Iban también los zorros y los búhos. Una buena parte del clero conservador los apoyaba, y gracias a ello tenían en sus filas a más de quinientos chievalieri luchando por la causa de secesión.
Por otro lado, estaba la Casa del Loto, ahora encabezada por la primera emperatriz en más de mil doscientos años de historia. Su coronación ocasionó la ira de los herederos varones, pero se ocupó de aquello con gran eficiencia: se rumoreaba que había asesinado al menos a dos de sus hermanos. Su padre le legó el ejército de chievalieri más grande de todo el imperio y la amistad del Clan del Oso, por lo que algunas de las familias que se habían opuesto a ella en un principio le juraron lealtad, por elección propia o por la fuerza. Solo le faltaban los clanes orientales, protegidos por las montañas y sus riquezas, para acabar con los intentos de secesión.
El diálogo quedó en el olvido mucho tiempo atrás. Ahora estaban en una etapa fría, de enfrentamientos escasos pero severos, de batallas lideradas por generales con experiencia y un séquito de buenos guerreros.
Era fácil ver dónde encajaban Selene y su enfermedad: en ningún lado.
—¿Tu madre te envió aquí para protegerte?
—No, claro que no —dijo con el ceño fruncido—. Jamás haría algo así pudiendo utilizarme.
—Pero con tu enfermedad…
Selene sacudió la cabeza.
—Ella quiere ganar la guerra y yo puedo darle tal cosa.
—¿Cómo?
—Porque soy especial. Porque la gente me seguiría a ciegas sin preguntar nada, e incluso los soldados de la emperatriz desertarían para unirse a mí. Si así lo deseara, podría sacudir los cimientos del mundo. No por mi sangre. La sangre no dicta quiénes somos, ni lo que somos. Los recuerdos sí. —Le aferró el brazo con tanta fuerza que sus uñas le hicieron daño. Su mirada era fervorosa—. Los recuerdos sí.
Aquella mirada aguda le hizo evocar la imagen de su rostro tocado por el poniente en un lado y oscurecido por otro; sus labios se abrieron para decir «Deberías estar muerto». Y quizá ya estuviera muerto de no ser por ella.
—Entonces dime quién eres —susurró—. Cuéntame tu historia.
Ella lo soltó, recogiendo su brazo muy despacio, y lo miró por largo rato. Entonces se incorporó y se puso a pasear como un felino enjaulado.
—Me temo que es una historia un poco larga…
—Tengo tiempo —replicó él.
—Y puede que me creas loca…
—Sé que te falta un tornillo —añadió con una sonrisa. Selene se mesó los cabellos, fingiendo exasperación. Se sentó de nuevo, un poco más apartada de él.
—Puede que mi historia te parezca tan irreal que no la creas en absoluto —dijo con un claro deje de seriedad—. Empezó hace tanto tiempo que parte de ella transcurre entre las leyendas, pero intentaré ser breve. Cuando termine, todo tendrá sentido.
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