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Capítulo 11

Durante su primer año en la academia, se hizo buen amigo de un chico tres años mayor que él. Era muy inteligente: con él, los problemas matemáticos se resolvían solos; hablaba cuatro idiomas con fluidez y estaba aprendiendo uno más; tocaba el violín y el piano con una habilidad apasionada que arrancaba lágrimas a los ojos de su público. También era un poco raro. Tenía unas facciones muy diferentes a las de los sureños: bajo de estatura, cara redonda y delicada como el de una chica y ojos oscuros y rasgados. Eso resultaba bastante llamativo, pero la gente lo calificaba de raro porque a veces, cuando estaba nervioso, su boca temblaba y sus párpados revoloteaban incesantemente. Sin embargo, cuando hablaba de su país, desaparecía cualquier tartamudeo o nerviosismo y eso era maravilloso. Sarket pasaba horas escuchándolo y viendo fotografías que hablaban de un mundo misterioso a miles de kilómetros de allí: paisajes exóticos, gente vestida de colores vibrantes, pagodas, estatuas de animales míticos, palacios y edificios de techos inclinados y curvos.

Una vez, Siun, que así se llamaba el chico, le enseñó una serie de fotografías que mostraban un edificio antiguo y magnífico anclado a la ladera de una montaña empinada. Había hombres y niños vestidos con túnicas amarillas y naranjas en diversas actividades: algunos barrían los patios, otros trabajaban en las cocinas y otros estaban sentados con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. 

—Esos son monjes bang zei —dijo Siun—. Los más jóvenes, los de túnicas amarillas, son aprendices.

—Creo que este de aquí tiene como nueve años. — Señaló a un niño que miraba la cámara con timidez—. ¿Fue separado de su familia?

—Sí. Las familias más pobres a veces tienen que dejar a sus hijos en un monasterio, por más lejos que esté.

—Ha de ser bastante duro.

Siun asintió y recitó un proverbio bang zei.

—«La desesperación puede ser un aliado fuerte y un enemigo cruel, pues conduce a la acción desesperada».

***

En las semanas subsiguientes, se sumergió de lleno en libros de biología, medicina, pranología y neurología. No pasó mucho tiempo antes de que devorara los seis libros disponibles y leyera concienzudamente las decenas de artículos de las publicaciones médicas que había en la ciudad, pues se familiarizaba con términos nuevos tan rápido como se topaba con ellos. 

De inmediato se puso en contacto con otras bibliotecas nacionales y con escuelas de medicina con departamentos de pranología. Como era de esperar, las universidades le denegaron el acceso a sus archivos o siquiera el envío de copias porque solo los estudiantes admitidos tenían dicho privilegio. La idea de pasar los siguientes cuatro años especializándose en pranología le cruzó por la mente, pero las arenas del tiempo se escapaban entre sus dedos tan rápido que apenas quedaban diminutos montículos en sus palmas que cualquier brisa podría arrastrar. No tenía cuatro años. Selene no tenía cuatro años.

Ignorando la sensación de derrota, dedicó muchísimas horas a examinar todo lo que obtuvo de las bibliotecas nacionales: cientos de artículos y libros. Ningún reporte o estudio hecho en sujetos reales. Era casi imposible encontrar uno. Solo había habido veintiséis casos confirmados de síndrome de Albus en los últimos dos siglos, casi todos en el lejano norte, y los que lo habían padecido eran dim sonne, por lo que sus historiales no habían sido publicados. 

Todo lo que tenía era una sarta de hipótesis sin comprobar que solo repetían el mismo mensaje: no había cura.

Noche tras noche, se dirigía a casa con los hombros hundidos por el peso de los libros, ponía una sonrisa falsa durante la cena y subía a su refugio privado, donde continuaba leyendo. Entonces, cuando los trazos de tinta se fusionaban unos con otros, despejaba su escritorio y le escribía una carta. Sus palabras siempre eran elegidas con cuidado y nunca usadas para formular una pregunta. El miedo a haberse ganado su odio le impedía ir más allá de expresar buenos deseos y comentar cualquier trivialidad. 

Como para confirmar sus temores, ella nunca contestaba. 

Cada mañana se levantaba más cansado que la anterior y con un extraño dolor en el pecho, indicios de una recaída inminente por falta de energía vital. Sacudiéndose el miedo de encima, metía en su maletín cualquier libro que no hubiera estudiado a fondo y se dirigía a la academia, con su olor a césped recién cortado. Apenas lo notaba ya.

Empezaba a rezagarse en el ámbito académico de forma casi imperceptible. Inusitadamente, había decidido tomar los últimos asientos en lugar de los primeros, solo para poder leer sin que los profesores lo notasen. Se mantenía a flote dividiendo su mente y dedicando una parte a prestar atención en clase, algo que le habría gustado evitar en pro de usar toda su capacidad para peinar línea tras línea de libros médicos. 

Will se dio cuenta de un cambio que Sarket pugnaba por mantener oculto. Lo primero que hizo fue esperar, pues el chico era bastante expresivo y no necesitaba que le dieran cuerda para hablar. Sin embargo, cuando aparecieron unas ojeras permanentes y cada vez más pronunciadas, se percató de que lo que fuera que lo estuviera atormentando no iba a salir a la luz sin hacerlo estallar primero. 

Un día, después de haber agotado todas sus tácticas sutiles de persuasión, decidió irse por otro lado.

—Oye, Sarket —lo llamó, acercándose con una sonrisa de complicidad—, salgamos de aquí. 

Quizás por primera vez en la historia la sugerencia de Will no le pareció una mala idea.

—Bueno.

Metió todos sus libros en el maletín y siguió a su mejor amigo, que caminaba con su famoso andar bretón y mirando a su alrededor con aires de quien no mata una mosca. Otrora se habría resistido mucho más a las acciones impulsivas de Will por temor a un castigo, o tal vez no. 

Tras saltar el muro de coquina en un punto sin vigilancia, Will lo guio durante unos quince minutos hasta que llegaron a una parada de girobús. No había nadie dentro del vehículo que los recogió. Cuando estuvieron sentados, el pelirrojo apoyó el mentón en el asiento de enfrente y su mirada se perdió en la lejanía. De repente, golpeó el hombro del otro chico.

—Vamos, hombre, habla. Se ve a kilómetros que es Selene.

—¿Es tan obvio? —inquirió con la mirada gacha. De haber visto su reflejo en la ventana, se habría dado cuenta de que se veía exhausto.

—Es obvio y tú eres obvio. Hasta hace poco estabas loco por ella. Hablabas a cada rato de esa chica, mirabas al cielo y suspirabas como una colegiala enamorada de su príncipe azul.

Will imitó la expresión de una doncella, con la cabeza apoyada en el dorso de una mano y los ojos perdidos en el horizonte, y suspiró suavemente.

—¡No hacía eso!

El pelirrojo rio con tanta alegría que el otro terminó sonriendo de oreja a oreja. Will apoyó los codos en las rodillas y esperó.

—Discutimos y le hice mucho daño —confesó Sarket pasado un rato—. He estado escribiéndole todos los días y no me contesta.

—¿Y por qué no vas a verla?

—No creo que pueda mirarla a la cara. Tiene derecho a odiarme y si no quiere verme, no lo haré.

El girobús se acercaba a una parada concurrida en un distrito de clase media. Will, que había pensado en ir a Dansk a entretenerse con la vista de las últimas piernas desnudas del año, cambió de opinión.

—¿Sabes qué? Bajemos. Vamos a una taberna a tomarnos una cerveza bien fría. 

Sarket dudaba que un tabernero sirviera cervezas a dos estudiantes obviamente fugados de clase, y no quería lidiar con los oficiales de policía en caso de que se toparan con ellos, pero, sin dejar de lado su escepticismo, siguió al otro chico, imitando inconscientemente el ritmo de sus pasos. Hacía tiempo que se había dado cuenta de lo fácil que se dejaba arrastrar por Will por más que su cerebro insistiera en lo contrario. 

Terminaron en la barra de un pub de malas pulgas, vacío salvo por las dos mujeres que atendían el local y una persona encapuchada cuya joroba se alzaba como una montaña bajo su capa. El sitio era un asco, pero la cerveza estaba fría y no había insectos ni trozos irreconocibles de materia nadando en ella. No hablaron con la primera pinta; la segunda les soltó un poco la lengua. Will parecía convencido de que debía disculparse en persona.

—¡Al menos pórtate como un hombre y responsabilízate por el corazón de tu chica!

—¡Deja de joder!

La tercera los subyugó, pues no estaban acostumbrados a beber. También añadió una poca y saludable dosis de depresión.

—Se veían bien juntos, incluso antes de que dieras el estirón y dejaras de ser tan enano.

—Dejemos ya de hablar de esto, ¿quieres? No tiene caso. 

Will alzó la mano. Una mujer de unos treinta años y un cabello muy oscuro le sirvió más cerveza espumosa. Otra, mucho más joven y rubia, se empeñaba en pulir la gastada barra con un trapo sucio. Cuando Sarket se giró por casualidad, se dio cuenta de que lo estaba mirando y pensó, en su estado de semiembriaguez, que sus ojos eran de un color verde muy peculiar.

—¿Has pensado que a lo mejor ella también se siente culpable y por eso no te ha contestado? —le preguntó la chica mientras se afanaba en quitar una mancha que probablemente había estado ahí desde antes de su nacimiento.

—¿Por qué se sentiría culpable?

—Porque en una pelea siempre hay dos bandos. —Remojó el trapo en una cubeta y siguió con fuerzas redobladas su batalla contra la mancha—. Yo también creo que deberías ir a hablar con ella, disculparte y ver cómo van las cosas… Por lo que les oí decir, tenías un vínculo muy valioso con esa chica.

—Ilas —siseó la mujer de cabello negro, y la chica enmudeció.

Sarket movió su tarro de un lado a otro hasta dejarlo en un sitio que todavía no estaba mojado. Una gota de agua condensada resbaló por el vidrio hasta tocar la gastada madera de la barra. Otra se le unió poco después, y luego muchas más. Como pequeñas gotas de lluvia, se precipitaban unas hacia otras, se reunían y formaban un charco uniforme, producto de una alta cohesión debida a los millones de enlaces de hidrógeno presentes en el agua. Cohesión, enlaces de hidrógeno… un vínculo. 

—Por supuesto.

Golpeó el tarro contra la barra con tal fuerza que su compañero estuvo a punto de escupir su cerveza. Rebuscó en su bolsillo y vació los contenidos de su billetera sin siquiera darse cuenta de que había incluido un billete de cinco. Acto seguido, se levantó con la cabeza dándole vueltas y salió meciéndose de un lado a otro.

—¡Sarket!

Los constantes ataques que se adueñaban de su cuerpo eran producidos por una sobrexcitación del sistema pránico ante un exceso de producción de prana. No podía deshacerse de él del todo sin generar lesiones severas debido a que su cuerpo no era capaz de dejar salir la cantidad producida. Pero si tuviera una especie de extensión, un cuerpo adicional necesitado de energía que pudiera vincular a su propia alma para deshacerse de dicho exceso, lo más lógico sería fortalecer por ósmosis el sistema pránico del cuerpo necesitado.

—¡Sarket, espera!

De ese modo, evitaría dañar su preciada extensión. Naturalmente, también tendría que asegurarse de que fueran compatibles. Podría probar su compatibilidad usando amplificadores en la fase inicial de la adaptación y, de ser exitosa la prueba, proceder a extender el sistema pránico mediante el uso de ejercicios normalmente utilizados para el entrenamiento de un hechicero.

Al culminar sus preparaciones, podría intentar una vinculación directa débil y, tras meses de ampliación lenta y cuidadosa, tendría una extensión de su propia alma que aliviaría su carga física en al menos un 7.86%. Lo suficiente para disminuir considerablemente la intensidad y frecuencia de los ataques.

«¿Lo tenía todo planeado?», pensó, apurando el paso.

—¡Alto!

El clamor enfurecido de un claxon lo sacó de su ensimismamiento. En la cabina, el conductor del camión le hacía señales obscenas con la cara desfigurada de ira y la boca abriéndose y cerrándose para dejar escapar maldiciones y saliva. Sarket retrocedió unos pasos y se mantuvo quieto en la acera. Will llegó una milésima de segundo después.

—¡Estás loco! ¡Cómo se te ocurre salir corriendo así! —le recriminó, alternando el habla y el lenguaje de señas.

Estaba enfadado, eso era evidente. Sus señas eran tan exageradas que le costaba seguirlas.

—Lo siento. Se me ocurrió algo y me distraje. —Se metió una mano en el bolsillo—. Quiero ir a verla.

—¿Qué? ¿ahora? ¡Mírate! —Las expresivas cejas de Will se despegaron de sus ojos abiertos de par en par—. ¡Estás tan borracho que ni puedes cruzar la calle! 

—Me distraje, eso todo —replicó él—. No estoy borracho.

—¡Estás borracho!

—¡Que no, maldición! No podría correr más rápido que tú estando borracho. A menos que tú estés borracho.

—Yo no estoy borracho.

—Lo estás. Lo estás y yo no.

Claro que no estaba borracho. Solo había bebido cuatro pintas. Le costaba un poco juzgar distancias y caminar en línea recta constituía un reto no del todo fácil de superar, pero estaba sobrio. «Quizá no sea prudente ir a verla ahora», se dijo. Sus facultades físicas no se habían visto demasiado afectadas, aunque tampoco estaba muy seguro de cuánto había inhibido su juicio la cerveza. Nunca había bebido más de dos pintas, por lo que no se conocía con más de esa cantidad de alcohol en la sangre. A lo mejor su racionalidad se veía tremendamente reducida. 

Es más, ya estaba reducida: acababa de acusarla de manipularlo desde un principio cuando, en realidad, necesitaba su aprobación de todos modos. La vinculación de dos objetos era juego de niños, pero formar un nexo entre dos seres vivientes era harina de otro costal. Hacerlo por la fuerza podía provocar al receptor un estado de shock y quemar su sistema pránico en segundos. Si Selene quería formar un vínculo con él, tenía que obtener su consentimiento primero, y pudo haber hecho eso tan pronto como comenzó a suspirar por ella como un idiota. 

—Deberíamos ir a tu casa ahora mismo y jugar unas partidas de póker, ¿te parece? —dijo Will con el tono dulce de un diplomático consumado negociando un tratado de paz entre dos países en guerra. Como siempre, Sarket lo siguió. 

*** 

La partida de póker nunca llegó, pues habían llamado de la academia y Ava supo de inmediato lo que había ocurrido: se habían fugado. Les templó las orejas a los dos sin que le importase mucho que Will no fuera de su familia. Después de aguantar el regaño, disculparse con torpeza y guardar silencio por unos diez minutos en señal de absoluto arrepentimiento, Will decidió irse. Su oreja izquierda estaba más roja que su rostro avergonzado. Esa fue una de las pocas ocasiones en las que Sarket lo vio genuinamente apenado por algo.

Alden y él hablaron más tiempo de lo acostumbrado después de la cena, principalmente sobre su comportamiento atípico durante las últimas semanas y el incidente de esa mañana. Sarket se permitió el lujo de ser más honesto con él que con su mejor amigo, pero Alden sabía que estaba ocultando muchísima información. Cuando intentó llenar el vacío con mentiras, su mediocridad en la faena fue tan obvia que Alden lo cortó sin miramientos.

—No me mientas. Si no quieres hablar de ello, no hay problema. Solo quiero que pienses bien lo que haces y que te corrijas. Si cometiste un error, aprende de él aunque sea irreparable. Sigue tu camino, y si ha de ser completamente separado del de ella, así sea. Eres buen estudiante y puedes ir a la universidad. Reflexiona sobre lo que quieres hacer. —Tomó una hoja de papel más bruscamente de lo normal—. Buenas noches, Sarket.

Sarket se quedó pasmado un momento.

—Hermano, la última vez que te pregunté esto, no me contestaste, pero lo haré de nuevo. —El hombre asintió—. ¿Qué fue lo que viste en ella que no te gustó?

Alden se quitó los lentes y sus ojos ámbar se encontraron con los de su hermano menor. El color era el mismo, heredado de su madre. 

Dejó caer el papel en la mesa y sacó su pipa.

—Desde que la conociste, tu aura comenzó a cobrar brillo y a perder color. Me intrigó un poco, aunque le resté importancia porque los exámenes médicos eran cada vez más alentadores. 

»Fue una equivocación. —Alden encendió un poco de tabaco para su pipa. Dio una larga calada y espiró con gusto. Fumar era algo que nunca hacía en presencia de Sarket—. Nunca en mi vida había visto un aura con un fulgor tan deslumbrante como la de ella. Es blanca como la nieve y brilla como una estrella caída de la faz de la noche. Y, loados sean los dioses, Sarket, es monstruosa. —Dio otra calada, más ansiosa que la anterior—. No sabes el pavor que me sacude cada vez que la veo ni el dolor que me provoca posar los ojos sobre ella. Sé que si se le antojara, esta ciudad quedaría reducida a cenizas y no pestañaría siquiera, y ruego por que lo que vea sea un error y que no sea capaz de matar ni una mosca. Pero sé que no es así, su alma no es humana… Es de otro lado, los dioses sabrán de dónde, y no habría arrepentimientos si matara a alguien. —Sacudió la cabeza—. Para ella, somos como hormigas pululando a sus pies.

Eso no podía ser verdad. Selene era una persona muy amable y paciente. Solo había que observarla jugando con los niños para saberlo… 

Justo cuando pensó eso, Sarket recordó los ojos que lo habían mirado con intención asesina y sintió un escalofrío. 

Se despidió de su hermano y se internó en los pasillos, silenciosos y oscuros a aquellas horas de la noche. A esas alturas, ya no sabía qué pensar. Cada pregunta que respondía le llevaba a otras diez. En realidad, solo había estado formulando las preguntas equivocadas para ignorar la más obvia: ¿quién era Selene?

Era vergonzoso admitirlo: no la conocía. Podía describirla. Podía afirmar que era preciosa, que sus facciones eran delicadas y contrastaban grandiosamente con su mirada aguda. Que le encantaba cuando ese mechón de cabello, el mismo de siempre, se salía de lugar y ella lo devolvía a su sitio con un gesto parsimonioso. Que cuando discrepaba con alguien, colmaba sus argumentos de réplicas directas para mostrar la seguridad que tenía en su disidencia. Que, cuando sonreía, encontraba los hoyuelos en sus mejillas adorables.

Eso no significaba absolutamente nada.

Somos lo que somos por las experiencias que vivimos, las decisiones que tomamos, las historias que contamos. Nuestro pasado nos moldea a su antojo como los ríos excavan la tierra, y él no sabía nada del de ella. Selene podría esfumarse de la ciudad de la noche a la mañana y, progresivamente, él olvidaría la cadencia de su voz, las facciones de su rostro y la parsimonia de su andar como si solo hubiera sido un espejismo sobre el pavimento en un sofocante día de verano.

Ēnor había hecho un excelente trabajo con su sugestión, pero tenía que acabar. No podía seguir planteándose las preguntas equivocadas. Debía contestar esa pregunta primordial antes de siquiera pensar en las demás, y si tenía que irritar un poco a una chievaliere que ya lo odiaba, qué se le iba a hacer.

Por primera vez en su vida, se sentó a escribir una carta sin saber por dónde empezar. Se había disculpado con torpeza en cartas anteriores, una tras otra, pero esa era la primera vez que pedía explícitamente ir a verla. La ausencia de una contestación era de lo más desalentadora.

Su mano tomó la pluma que reposaba inerte en su escritorio y suspendió el plumín por encima del papel. Por largo rato, la hoja en blanco le devolvió la mirada con burla, hasta que al fin se apiadó de él y su jocosidad se hizo más fina. Apareció el primer trazo de una palabra, y luego un segundo, y pronto se sorprendió a sí mismo escribiendo frase tras frase de miedos, esperanzas y anhelos sin ninguna clase de mesura. 

Escribió de su afecto cada vez más profundo, del deleite que inundaba su corazón cuando sus ojos se posaban en ella, de la profunda obsesión que lo impulsaba a buscarla.

Escribió de su culpa cada vez más pesada, del pánico que se apoderaba de él en momentos de silencio, del dolor que se adueñaba de su pecho cuando recordaba su crimen imperdonable. Y, aun así, la pluma rasgó el papel con descaro en una súplica vehemente.

Su mano se detuvo al fin, sin haber firmado la carta. Frente a sí tenía tres hojas con sus emociones más íntimas, y supo que tan pronto como llegara a ella, tendría su corazón sangrante en sus manos. Y es que, a veces, los corazones sangran tinta.

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