Capítulo 10
Apuró el paso, deshaciéndose de toda duda. Tenía la mente muy despejada a pesar de todo lo ocurrido y estaba enfocado en una sola cosa: averiguar qué era el síndrome de Albus. El nombre le sonaba, pero no sabía de dónde.
Se dirigió a la Biblioteca Real, en Dansk, donde había pasado incontables horas leyendo toda clase de textos para satisfacer su curiosidad interminable. Entró a través de la magnífica puerta, ignorando las miradas pétreas que le dirigían los padres de las ciencias y las artes a sus costados. Si bien el olor a libros viejos solía alegrar su corazón, aquella vez provocó que surgiera un tumulto de pensamientos aciagos, pues temía lo que pudiera hallar en las páginas de un libro anticuado. Logró dominarse y se dirigió a la sala de información, en la que varios bibliotecarios revisaban registros y garabateaban códigos; decidió pedir ayuda a una señora de aspecto afable entrada en años.
—Buenas tardes —susurró Sarket para no perturbar el silencio de la biblioteca. Ella le sonrió con amabilidad y le devolvió el saludo.
—Dígame, ¿qué necesita?
—Me preguntaba si habría algún libro sobre el síndrome de Albus. Se deletrea a, ele, be, u, ese.
—Un segundito.
Se incorporó para buscar el término en los ficheros y anotó en un papel el pasillo y el área donde estaban ubicados los libros relacionados con el síndrome de Albus. Sarket lo tomó con un agradecimiento y vio lo que había escrito: MD.G4.13-5.
Subió al segundo piso. Como era de esperar, el código MD estaba asociado al área de medicina, G4 era la fila y 13 y 5 eran el estante y el anaquel, respectivamente. Solo había seis libros, de los cuales tres eran demasiado técnicos para él; estaban pensados para estudiantes de pranología. No obstante, un libro relativamente delgado cuya cubierta no estaba tan gastada como las demás captó su atención. El síndrome de Albus: definiciones y nociones básicas.
Lo tomó con dedos temblorosos, fríos, y se sentó en la mesa más cercana. El primer capítulo era una introducción a conceptos que él ya conocía, por lo que terminó saltándoselo. La definición como tal era ofrecida en el segundo capítulo.
«El síndrome de Albus es una enfermedad crónica caracterizada por numerosos trastornos del sistema pránico que generan una predisposición para sufrir episodios de actividad neuropránica excesiva y desorganizada, causa de convulsiones y lesiones severas.
Es una enfermedad rara que afecta solo a hechiceros que exceden los cien puntos en el test de Fedan, y casi exclusivamente a portadores del gen WAA3, por lo que las convulsiones raras veces son letales, al ser instantánea la capacidad autorregenerativa del sujeto. No obstante, dicha capacidad puede fallar ante el ataque constante de episodios más violentos, típicamente a partir de los veinte años de edad, lo cual invariablemente desemboca en una producción de células anormales y tumores malignos a velocidad incontrolable».
«¿Tumores?». Un recuerdo se acercó a primer plano, trayendo consigo un escalofrío: en su primer año, oyó a unos profesores discutir sobre la reciente muerte del hermano de la emperatriz de Accadia. Al parecer, había muerto de una enfermedad conocida coloquialmente como «el cáncer del hechicero». Si el hermano de la emperatriz había sucumbido ante esa afección a pesar de tener todo el dinero del mundo, no debía de existir una cura… Pero eso ocurrió hace casi cuatro años y la medicina avanzaba rápidamente. Seguramente ya habría al menos un posible tratamiento que fuera medianamente efectivo.
Revisó la fecha del libro. Tan solo tenía dos años de antigüedad, por lo que se atrevió a buscar «Tratamiento» en el índice. El resultado no fue para nada alentador.
«No existe tratamiento efectivo. La mayoría de los tratamientos son paliativos, como el uso de supresores de clase A en el cuello y los brazos, y la administración de inhibidores por vía oral para reducir la frecuencia de los episodios convulsivos. En caso de que los episodios sean severos, se pueden administrar también inhibidores por vía subcutánea».
«Inhibidores». Le parecía recordar, incluso con los recuerdos brumosos debido a la sugestión de Ēnor, que Selene bebía constantemente de una botella oscura cuyo contenido hacía que su rostro se contrajera en una mueca de auténtico asco y la dejaba aletargada. Quizás aquella medicina era la causa de su comportamiento errático, de esos episodios de intensa actividad intercalados con los de somnolencia. Y lo que Ēnor le había inyectado era, sin lugar a dudas, un inhibidor de mayor potencia. Selene ya estaba en tratamiento, pero ¿qué tan efectivo era? ¿No había nada sobre alguna cura? Buscó una sección titulada «Prognosis». La línea de apertura rezaba una sentencia:
«Debido a que no existe cura ni tratamiento eficaz, el promedio de vida es de veintitrés años».
El aire salió de su cuerpo. No pudo volver a inspirar aunque su boca estaba ligeramente abierta, pues su garganta se había contraído tan pronto como una imagen invadió su mente: su figura deforme y pálida, postrada sin fuerza en una cama de hospital. Oyó un sonido extraño, agudo y repetitivo, mas no le prestó atención, sino que siguió leyendo, ansioso por que la tinta cambiara, las letras se movieran de sitio y apareciera un atisbo de esperanza. Había perdido la sensibilidad en los dedos hacía mucho tiempo, pero de alguna forma logró seguir pasando páginas hasta que una frase le hizo encogerse en su asiento:
«Si bien los episodios tienden a ser súbitos, los estados de ánimo extremos son responsables de ataques particularmente violentos».
De repente, se dio cuenta de que el extraño sonido que oía provenía de él, de su boca entreabierta, que apenas aspiraba suficiente aire para volver a sacarlo en leves gimoteos. Se llevó la mano a los labios y apretó, forzándose a respirar por la nariz. Ni así consiguió llenar su pecho. Su corazón se había inflado hasta adquirir el doble de su tamaño y cada vez que se contraía le provocaba un dolor punzante y agudo. No consiguió que volviera a su estado normal.
Lo de hoy había sido su culpa. En ese preciso momento, la primera célula cancerígena podía haber aparecido en su organismo. Si eso llegaba a pasar, moriría en unos pocos meses y él no podría perdonárselo jamás. No podría perdonarse haber segado la vida de Selene.
Se incorporó y revisó los demás libros, cada vez más desesperado, pero incluso con un diccionario médico especializado en pranología no pudo entender gran parte de los conceptos planteados. Todos dictaminaban lo mismo: no había cura. Sin embargo, mientras hojeaba el diccionario se topó con la definición del gen WAA3:
«Gen responsable de una extensión excesiva del sistema pránico que confiere una capacidad superior para la práctica de hechicería. Produce una disminución aguda en la producción de melanina del cabello en los individuos heterocigotos y una ausencia total en los homocigotos. Es comúnmente hallado en la Sacra Familia Imperial Accadia».
Aquello apuntaba a la misma conclusión a la que había llegado horas antes: Selene era noble.
Por largo rato se quedó inmóvil, sin saber qué pensar. Devolvió todos los libros a su lugar, enfocando su atención en cada uno de los pequeños detalles de su tarea hasta que no hubo nada que retornar a su sitio. Decidió volver a la sala de información para pedir la ubicación de los libros relacionados con la familia imperial. Se topó con un árbol genealógico que mostraba los mil doscientos años de historia de la dinastía actual, desde el primer emperador, supuestamente un morador del cielo, hasta la vigente emperatriz y todos sus familiares.
Buscó una fotografía que pudiera pertenecer a Selene, pero no encontró ninguna. Quizá eso fuera un alivio, pues aquella familia estaba maldita, podrida hasta la médula y llena de conspiraciones por la Corona. Era norma que la mayoría muriera por causas misteriosas de la noche a la mañana sin haber cumplido los cincuenta años de edad, pese a que los de su raza alcanzaban con facilidad el siglo de vida en condiciones naturales. Los únicos casos de muertes justificadas habían sido veintitrés personas con síndrome de Albus, una de las cuales había fallecido a los diecinueve años.
Si Selene realmente era hija de un noble, era obvio lo que habían hecho con ella: la habían enviado lejos con el objeto de apartar de sus vistas un fallo al que solo le quedaban un par de años. Era inútil para todos sus propósitos a pesar de su talento: el uso excesivo de magia podía desencadenar un ataque, por lo que era una pérdida de tiempo entrenarla en el arte del liderazgo y la guerra. Moriría antes de alcanzar la madurez sexual sin posibilidad de dejar herederos.
No quería saber qué clase de padres podía apartar a su propia hija.
Cerró el libro de golpe y maldijo en la silenciosa biblioteca, tras lo cual salió de aquel sitio dando grandes zancadas. De pronto se encontró en su cama, mirando el techo con expresión vacua, hasta que la imagen de un cuerpo pálido y deforme postrado en una cama de hospital invadió su mente una vez más. Se abrazó a sí mismo con los ojos anegados en lágrimas y, por primera vez en mucho tiempo, rezó. No quería que muriera, no quería que su existencia, brillante y maravillosa, se extinguiese por obra de una enfermedad. Tenía que haber un remedio.
Entonces, entre las brumas de la culpa y el dolor, surgió una resolución de acero: si no había una cura, él la encontraría.
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