Me gusta la poesía, porque es camaleónica y perfecta en los momentos precisos, porque dinamita los recuerdos que ruborizan las mejillas de los que callamos nuestros pecados incendiarios. Me gusta la santa poesía, tierna cual canto de un ruiseñor, me gusta la puta poesía, sucia cual promesa barata cuyo final es simple y glorioso sexo.

Me gusta en blanco y negro, en voz de una mujer sensual o de algún caballero de voz ronca, me gusta la leve y la agresiva, me gusta porque nos define en un instante eso que la mayoría de las veces nos cuesta decir, es el manual de las emociones, un contenedor infinito de sensaciones, es la que te hace reír de nervios por saberte con el alma desnuda e invadida, es la lagrima que descose nuestras penas.

La poesía es tan poderosa que puede erisarte o humedecerte en unos segundos sobre unas estrofas, es el aliciente de la perfecta seducción, es esa tórrida idea que te calienta los ánimos y te incita a pensar mal con el que se encuentra enfrente; es tan curiosa que puede desquiciarte desde el primer verso y conforme avanzas, te destroza, te desanima, te rompe, te humilla, te baja los calzones, te saca el corazón y acto seguido te pone otro, se queda tu dignidad, te lástima, te llena de guerra y de calma, te hace sonreír y llorar mientras ríes, te hace esbozar una sonrisa dedicada al recuerdo de lo que no pudo ser, te ayuda a perdonar, a olvidarle y a perdonarte, en fin, te entiende y te explica. Por todo esto es que amo a la poesía, y tú, y él y ella lo saben, porque lo tiene todo, porque es el sabor perfecto y va con la comida, el café, una buena cogida, una mala pasada, con un par de tortolitos que van tomados de la mano y va con el pobre infeliz cornudo que los envidia al verlos pasar.

Me gusta la poesía porque es camaleónica y perfecta, perfecta para sujetarte de ella en las penas, perfecta para enamorarte, perfecta porque en nuestra gran imperfección nos convierte en arte.