Él no cortaba sus rosas, él las hacia crecer con caricias por semillas. Él usaba la frialdad de sus dedos para matarle las aburridas plagas cotidianas, y las hacia germinar en los baños, en las azoteas atestadas de ropa, las hacia crecer en elevadores subiendo y bajando entre sus tierras pobladas, en la oscuridad de una colina, incluso hacia tanta magia que lograba crear ríos en sus desérticos caminos vertebrales y a sus costados con seguridad encontrarías rosas, hasta en sus pestañas encontrabas rosas llenas del rocío que con amor él empapaba para ella.

Él y solo él, era capaz de desquebrajarla del placer, hacerla morir y reverdecer a lamidas y soplidos de aliento. ¡Vaya que fue el jardinero perfecto!, que con tocar un botón lo convertía en rosa, y con acariciar la rosa la hacía llegar a la madurez de su belleza, y al punto final la despedía con la calidez de su ser.

Él era el aire que le permitía sentirse libre, era el sol que la hacia florecer mirando al cielo aspirando más y más de la vida, él fue podador de miedos, pero..., desgraciadament
e fue, ahora es recuerdo, es desierto, y ella, ella es áspera, arenosa, ella ya no reverdece, ya no sueña con mirar al cielo, ella que un día fue rosa hoy morosa del amor de verso pasó a ser prosa.