Preludio al desastre
Me levantó una señal en el pasillo. Tenía un sueño muy ligero.
Pestañeando repetidas veces, enfoqué la vista hacia el intersticio debajo de la puerta. Un haz de luz que se movía. Una linterna.
Me preocupé al instante. ¿Qué estaría haciendo Mark a estas horas?
«No vayas, estúpida».
«Ve y descúbrelo».
«Sale, sale, sale, sale, sale…».
Me dolía la cabeza. Las pequeñas voces de mi consciencia estaban en una diatriba interna y no me dejaban en paz. Pero por mayoría de criterios, decidí averiguar que hacía mi novio.
Cualquier ruido delator sería mi ruina.
Decidí caminar descalza con mi batón azul. Empuñé el picaporte y los vellos se me erizaron cuando rechinaron los goznes. Miré hacia los lados, esperé unos minutos. Recelosa y con la idea de haber pasado desapercibida aún, me deslicé con la liviandad que pude.
El pasillo estaba oscuro, solo me serví para guiarme del resplandor proveniente de las ventanas de la cocina-comedor. Si Mark me atrapaba… intuía que obtendría graves consecuencias.
Los pálpitos extenuantes me resecaron la boca.
«Te va a atrapar, es más listo que tú».
«Correeee».
«Te va a cortar igual que hizo con el gato».
Golpeé mi cabeza tan fuerte que salí aturdida. Esas molesta voces conspiradoras me estaban haciendo perder la cordura en el momento más inoportuno.
«Es cordero», rectifiqué.
Doblé en una esquina hacia el recibidor. Extendí las manos para guiarme, estaba a ciegas y vulnerable a tocar de todo.
La puerta de entrada estaba entreabierta.
Él había salido en serio. ¿A qué? ¿A las tres de la mañana? Estaría loca si me dispusiera a buscarlo afuera. Me acerqué y en un impulso, abrí la puerta. Sí, me faltaba un tornillo.
Contuve la respiración.
La luna yacía líquida en el firmamento, la frialdad de la noche se filtró en mi ropa. Me inmovilicé. Y no por la temperatura.
Unos pasos se escucharon detrás de mí.
«Prepárate para perder algo más que el pelo, ji, ji».
«Corre, corre, corre, corre, corre…».
«Sabes que si sales vas a morir, si te quedas probablemente también».
Mis extremidades se aflojaron. Mis rodillas comenzaron a temblar cuando escuché ese canturrio sádico, divertido —no para mí—, proferido, de seguro, con una sonrisa y un sarcasmo tóxico.
Una sola palabra para liquidar mi calma. La degustó con un deleite que inició en el diafragma.
—Eeeelleeeeeenn.
Me volteé. No debí hacerlo. No serviría de nada mirar a Mark en la penumbra, con esa silueta imponente y esas gafas y dientes que resplandecían por la luz detrás de mí.
—Cariñito mío, ¿te ibas a escapar?
Ahogué un gemido. Lo sentía distante, indolente de mi fragilidad nerviosa.
No contesté.
—Ven aquí, Ellen. Vamos para la cama.
«Tumba».
«Corre, estúpida».
«Sabías que algo andaba mal con él desde el principio».
Me dejé llevar por Mark. No había otra alternativa.
Colocó su mano en mi hombro y lo apretó tanto que pensé que me lo dislocaría.
—Vas para tu habitación ahora. Tengo que salir. Mañana hablamos.
Esas dos últimas palabras hicieron mella en mí. La vez que me cortó el pelo, dijo lo mismo. ¿Esta vez que me haría?
«Los ojos, Ellen. Ten cuidado con tus ojos».
Asentí.
—Dale, ve —me ordenó.
Darle la espalda a Mark. No quería hacerlo. Y más con ese gabán gris que portaba, presto a esconder cualquier objeto en sus bolsillos.
Caminé con la agonía de quien esperaba una calamidad. Algo que vislumbré en la esquina entre el pasillo y el comedor, desvaneció mis sentidos. Y como un peso muerto, me desmayé.
Una niña, de cabello negro largo y suelto sobre las sienes, con un vestido negro. Rió y se escabulló por los dormitorios.
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