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Capítulo 8: El grupo de investigación de Elisa


Por la ventana de su cuarto, Helena observaba a Elisa con discreción velada por la cortina blanca. Tenía la frente mojada apoyada al vidrio transpirado por la diferencia de temperatura con el exterior. Afuera, Elisa supervisaba como Lucía y Lucas podaban las adelfas, mientras charlaba con Paula, una de las instructoras. Estaban preparando la clase sobre venenos del día siguiente. Se suponía que Helena debía estar con ellos, pero se había retirado antes de tiempo con la escusa de «un acuciante dolor de cabeza que no le permitía pensar» que, en comparación con sus padecimientos habituales, era solo una leve jaqueca que se había curado con silencio, té de limón y el frío del vidrio sobre su frente.

Paula insistió en que se retirara. Había dicho que Lucía y Lucas harían todo el trabajo con gusto, aunque la expresión de Lucía indicaba todo lo contrario. No le hacía gracia enterrar las rodillas en el barro mientras Helena descansaba en su cuarto. Era, de todos sus compañeros, la menos afín a cualquier tarea que no sea echarse en los sillones a comentar lo mal que le sentaba la ropa a tal, o cuanto había engordado tal otra. Todo era demasiado para ella, pero no se privaba de dar opinión sobre cada cosa que hicieran los demás, cuando no trataba de liderarlos desde la comodidad de su asiento. Nunca logró quebrantar la paciencia infinita de Helena porque Lucía no era tonta. Cada vez que veía que sus solicitudes incesantes estaban a punto de hacerla colapsar, le exigía a su hermano que las hiciera por ella. Así se aseguraba de succionarle la sangre todo el tiempo que fuese necesario sin que Helena pudiera ponerle un freno.

A pesar de lo mucho que le servía y de cuánto se esforzara en disimularlo, Lucía no soportaba su presencia, porque la única cosa que ella amaba más que dar órdenes, era ser el centro de la atención y Helena se la quitaba a menudo sin esfuerzo alguno. Helena sospechaba que su obsesión por las demás personas y su incesante necesidad de atención eran síntoma de su incapacidad de estar sola. Le importaba tanto, que temía que explotara y sus restos se evaporaran, si alguna vez la ignoraban.

Lucía era la líder del rebaño de los aspirantes, pero a quien tenía más subyugado era a su hermano Lucas, que le oficiaba de sirviente. Mientras Lucía era demasiado altanera y orgullosa, Lucas no tenía con qué y no le quedaba más que agachar la cabeza y obedecer.

El chico no podía aspirar a más que convertirse en un sabio, lo que equivalía a estudiar lo oculto nada más, nada menos. Todos los hombres que entraban al Círculo se dedicaban a acumular información sobre la magia, pero nunca la practicaban, no tenían esa capacidad. Bina les había dicho que era porque la Diosa así lo había querido, y punto. Helena podía corroborarlo todas las veces que ejecutaban un nuevo hechizo en clase. Lucas permanecía en un rincón, en el más profundo silencio, pero su mente gritaba las palabras que las demás recitaban, nunca con éxito.

Helena se esforzaba por no tenerle lástima. Se decía que la Diosa le había dado a cada uno un lugar con algún motivo. No obstante, sus esfuerzos solían desvanecerse cuando las brujas lo transformaban alevosamente en su sirviente. El chico no se quejaba, hasta parecía que lo hacía con gusto, después de todo era muy probable que terminase ayudando a su hermana como una enciclopedia viviente. Helena se preguntaba si la estancia de su padre en la Academia había sido similar a la del chico. De ser así ya sabía de dónde había heredado la paciencia.

Sabios o brujas, la única excepción a la sesión de jardinería era la migraña, así que ambos hermanos estaban agachados recortando las plantas con tijeras de podar y guantes de trabajo. Ellos no le importaban a Helena realmente, pero en el momento en que vio que Elisa apartaba a Paula y ambas iniciaban una conversación que llevaba más de media hora, comenzó a pensar que saltarse sus actividades no había sido una idea muy inteligente. De estar podando podría oírlas hablar.

Se había propuesto espiar a todos lo mejor que pudiera. Supuso que no sería tarea difícil, pero lo cierto era que ya estaba cansada de escucharlos. Horas y horas de conversaciones y pensamientos irrelevantes de los aprendices de los que a ella ya no le quedaban ganas de participar. Estaba segura de que no encontraría nada en ellos. Oyó incluso a las instructoras, Paula y Sofía, y se aburrió de sus pensamientos mundanos. No le importaba ya ninguna de ellas. La que verdaderamente le interesaba era Elisa.

Desde la visita de Alexia, Helena se había devanado los sesos por encontrar alguna forma efectiva de inmiscuirse en su mente, y lo más importante, sin que lo notara. Cada una de sus ideas la llevaba a la misma conclusión obvia: no se podía. Estaban anulados todos los caminos hacia ella, lo único que le quedaba era perseguirla e intentar escuchar detrás de las puertas.

Se había quedado en el comedor una eternidad revolviendo su almuerzo, intacto y frío, y oyendo a Elisa hablar de los problemas del revestimiento del techo del piso superior. Paseó por los pasillos mientras ella estaba en su cuarto, probablemente durmiendo la siesta; y caminó con sigilo por la Academia en la madrugada para constatar que, efectivamente, ella y todos los demás dormían. Hacía una semana que la perseguía y no había obtenido más que sueño atrasado.

En el jardín, sus compañeros dejaron de cortar las plantas y comenzaron a poner los mazos de adelfas en un par de canastas. Elisa se estaba dirigiendo hacia adentro mientras Paula, ya libre, señalaba el depósito con el dedo indicando donde debían dejar las cosas.

Helena se enderezó, al hacerlo le crujió el cuello, lo que la hizo lanzar un quejido. Volvió a calzarse y a ponerse un suéter de lana sobre la camisa. Antes de dejar la habitación, por costumbre, abrió el último cajón de su tocador. Alexia lo había dejado vacío con su partida acelerada y ella no tardó mucho tiempo en encontrar algo con qué llenarlo. Guardaba blisters a medio usar y frasquitos, que otrora habían sido de cremas para la cara, y que ahora servían para acumular las pastillas robadas de a una o dos, cuando tenía la oportunidad.

En la última visita a la casa de sus padres, unos cuantos meses antes, había encontrado por casualidad, hurgando en el botiquín del baño, el frasco de antidepresivos de su madre. Estaba lleno en tres cuartas partes. Dejó caer algunas sueltas en su neceser y cuando las vio allí solas le parecieron pocas, por lo que echó unas cuantas más. En el frasco, que escondió al fondo del botiquín, quedaron menos de la mitad. Desde entonces había intentado regresar, pero su padre no lo juzgaba conveniente. Le aterraba pensar en que quizás su madre notó el faltante, y cada vez que esa idea le acudía a la mente, tenía que esforzarse por recluirla en lo más recóndito de su mente, de otro modo no podía seguir viviendo. Se convencía de que, de ser así, la hubiesen confrontado, pero el temor siempre regresaba.

Como esa opción estaba vedada, se dedicó a saquear las habitaciones de la Academia. No fue una gran idea, la mayoría no tenía mucho más que paracetamol y ella se jugaba la vida metiéndose en la privacidad del resto de las brujas. La posibilidad de que la descubrieran la llevó a deambular por las farmacias. Le era muy fácil distraer a los dependientes pidiéndole que le mostraran maquillaje, fingiendo no poder decidir y comportándose como si fuera una tonta. Eso era suficiente para que, quien estuviera a cargo, no se fijara en las cajitas que se salían de las estanterías y levitaban cerca del suelo hasta el bolso abierto de Helena. No debía preocuparse por llegar hasta donde estaban ni de esconder sus movimientos del farmacéutico para zafar. Y si la descubrían, siempre podría culpar a un fantasma, ¿cierto? Le creerían más rápido que si les decía que era una bruja.

Pero, por más que nunca nadie la hubiese atrapado, sabía que robar estaba mal, muy mal. No conseguía rehuir el sentimiento de culpabilidad cada vez que lo hacía, ni los días siguientes, ni cada vez que abría ese cajón; pero eso no era suficiente para evitar repetir el círculo cada vez que sus reservas estuviesen a punto de acabarse. Mientras no le faltaran pastillas para dejar de pensar, estaría bien.

Agarró el frasco que estaba más a mano, iba a desenroscar la tapa, pero se detuvo. Hizo un chequeo rápido de sus funciones cognitivas. Tenía claridad mental y todas las luces prendidas gracias a la última que había tomado. Lo abrió y se guardó una en el bolsillo para después.

—Bien, Lena. Muy bien —se dijo mientras palmeaba la pastilla a través de la tela.

Si todavía la tenía allí en la noche, tal vez se limpiaría los bolsillos, tomaría una pastilla para dormir y descansaría.

Salió de la habitación y bajó despacio con la intención de buscar un poco de agua y observar a dónde se dirigía Elisa, pero no fue necesario. Se la cruzó ni bien puso un pie en la planta baja.

—¿Ya estás mejor? —inquirió ella con una sonrisa.

—Más o menos. —Helena intentó usar un tono aplacado y se llevó la mano a la cabeza para dar un énfasis que no resultó nada creíble.

Si Elisa se dio cuenta de que había mentido con su malestar para evitar la jardinería, no lo dejó entrever.

—Tómate un descanso o se te van a quemar las neuronas.

—Espero que no.

—Sería terrible que el Círculo te pierda por el síndrome del burnout.

—¿Eso le ha pasado a muchas?

—Solamente a las incautas.

Elisa siguió su camino antes de darle tiempo a Helena de preguntar a qué se refería, aunque ambas lo sabían bien.

La siguió por los pasillos y hasta que entró en la biblioteca. Un rato después, Helena hizo lo propio asegurándose que pasara el suficiente tiempo para que a nadie se le ocurriera que la estaba siguiendo.

Allí había tantos libros, que la primera vez que entró, se quedó en la puerta mirando asombrada las estanterías. Debía tener unos nueve o diez años. No era la primera vez que sus padres la llevaban a la Academia durante la Semana de Laitha, sin embargo aún no había tenido la oportunidad de recorrerla. Se suponía que todos los niños debían quedarse en el comedor, y nadie había pensado, ni por un segundo, en desobedecer. Sin embargo, una niña de mirada insegura, que aún no había olvidado cómo sonreír, sugirió que todos fueran de excursión por aquellas inmensas salas desconocidas. Nadie quiso acompañarla. Helena la vio escabullirse de la cocina en soledad y la siguió unos minutos después. Llegó a divisar su espalda doblando por un pasillo antes de que desapareciera y entonces supo dónde ir.

Recordaba caminar por un pasillo, que no se parecía en nada al real, largo y oscuro, con candelabros de velas en las paredes de tanto en tanto. Alexia corría por ellos sorda a su llamado. Estaba segura que esa escena se había salido de una película de terror y adherido a su recuerdo.

Al final del pasillo, Alexia se detuvo frente a unas puertas que se abrieron solas frente a ella. Helena corrió hasta que llegó a su lado deseosa de ver qué estaba contemplando. Y ahí se encontraba la biblioteca, sin nadie en su interior, pero atiborrada de libros, más de los que ella podría leer en toda su vida. Antes de que se decidiera a poner un pie dentro, Alexia le tomó la mano y la arrastró entre las estanterías donde se pasaron el día dando vueltas sin que nadie se percatara de ellas.

Tenía los recuerdos enmarañados y no sabía bien su cronicidad, pero para ese entonces, Alexia todavía se sentía como una extraña, alguien por descubrir. Era más alta que ella, tenía media cara tapada por el cabello y la otra mitad que dejaba entrever unas mejillas regordetas y unos ojos tímidos. Le sonreía todo el rato mientras ella investigaba entre los libros. Tenía un vago recuerdo de haber sido feliz esa tarde como muchas otras que vinieron después.

Con su mirada de adulta, la biblioteca no le parecía tan grande e imponente, y la recurrencia con la que iba allí le había quitado todo lo que la maravilló antes. Cuando entró, el lugar tampoco le pareció tan apacible como aquel día. El pasillo que formaban las estanterías abarrotadas de libros pulcramente colocados le permitió ver la mesa en el fondo de la sala en torno a la que se había organizado la reunión. Un montón de figuras, hombres y mujeres, apenas iluminadas por las lámparas para leer y los cálidos destellos que le llegaban de la chimenea, estaban sentadas alrededor de ella. Otras tantas permanecían de pie o pululando alrededor de las estanterías. Una de ellas, una bruja que llamaba la atención entre las ropas negras de sus compañeros por el pañuelo rojo que llevaba en su cuello, caminaba de un lado a otro sosteniendo un libro abierto. Helena podía ver que sus labios se movían pero sus palabras no llegaban hasta sus oídos. Era como si el silencio sepulcral de la biblioteca le absorbiera la voz en pos de mantener su insonoro equilibrio natural.

No hizo falta que Helena se acercara para darse cuenta de que ninguno de ellos vivía en la Academia. Eran brujas y sabios hechos y derechos, no meros aprendices. Probablemente habían acudido allí infinidad de veces, desde que Helena vivía en el piso de arriba, en busca de la ayuda de los libros o de la Maestra. Pero eso era antes, cuando Bina aún regía allí. Después de su asesinato, eran pocas las personas que tenían ganas de poner un pie en la Academia, aunque hubiese pasado el tiempo, aunque su culpabilidad se determinara por lo que pasó ese día y no después.

La presencia de toda esa gente allí significaba que las cosas comenzaban a reacomodarse en la Academia. Parecía que la biblioteca entera vivía en un tiempo anterior, o había perdido la memoria y olvidado la muerte de la Maestra. Casi parecía que el Círculo no se encontraba en medio de una crisis institucional. A Helena le dieron ganas de sentarse cerca de ellos y simplemente fingir que nada sucedía. Qué fácil debía ser para el resto, todos estaban tan relajados, incluso Elisa.

Pero Helena no había ido hasta allí para mirar la nada. Se metió entre las estanterías, las repasó y tomó un libro al azar, ya que no encontró ninguno que le resultara familiar. Mientras caminaba, leyó el título: Introducción al uso ofensivo y defensivo de los muñecos vudú. Si alguien preguntaba, solo estaba repasando.

Cuando se dirigía hacia el rincón más desapercibido divisó a Chiara, sentada en los sillones junto a la chimenea, que le hacía señas para que se le acercara.

Conocía a Chiara desde hacía tanto que no lo recordaba. Probablemente la primera vez que se vieron todavía no habían aprendido ni a hablar. Sus madres eran amigas, no íntimas, pero sí de esas que se frecuentan lo suficiente como para que sus hijas se conviertan en mejores amigas. La madre de Chiara llegaba siempre a la casa de los Balcarce con los mejores chismes y se iba de allí con otros tantos que se ocupaba de repartir por todo el Círculo. Cada vez que dejaba la casa, la madre de Helena, después de manejarse con el mayor cuidado del mundo para mantener las formas, decía «Menos mal» y cuando regresaba a la semana siguiente la recibía con una sonrisa y budín casero. Mientras tanto las dos niñas se inventaban juegos en el jardín. Fue en una de esas visitas en las que ambas madres establecieron que enviarían a sus hijas a la misma escuela fuera del Círculo para que no se sintieran solas entre todos esos ignorantes.

Resultó que ambas niñas habían heredado las cualidades de sus madres. En poco tiempo, Chiara conocía a detalle la vida de cada uno de sus compañeritos y sus familias. La joven Helena, por su parte, entendió muy rápidamente que frente a Chiara, como a cualquier otro, era mejor mantener las apariencias. Se convirtió en la hija ejemplar y la alumna perfecta. Tenía el maravilloso don de adaptarse a cada una de las personas que conocía. Con el tiempo, se convirtió en la amiga más querida de casi todos los niños de su escuela, y sin duda, la más popular donde quiera que fuese. Aunque ella siempre le atribuiría todo eso a su esfuerzo por ser amable, genuina y su incipiente talento para leer la mente, a pesar de que sus padres sostenían que había aparecido muchísimo tiempo después.

Entre toda esa gente, la única persona que Helena siempre tenía a su lado y la primera en quien pensaba para hacer planes o armar su equipo en educación física era Chiara. Aún así, le pesaba no poder contarle nada de lo que realmente pensaba o sentía. Todo lo importante en su vida, o se lo guardaba o lo cambiaba por una versión más perfecta de lo que en verdad era, prefabricada para el chisme. Así pasaron los años y Chiara nunca se enteró de cosas como el pequeño secreto de las reuniones que mantenía con Alexia en la biblioteca, ni la simpatía que sentía Helena por ella. Todo ese tiempo, Chiara se la pasó hablando de lo miedosa e insulsa que era Alexia, hasta que se desayunó con la noticia de que su mejor amiga había pedido compartir cuarto con Alexia en lugar de ella. Chiara fingió que no le importaba y las cosas siguieron como siempre. Helena no notó ningún cambio porque casi no le prestaba atención. Todavía se divertía con ella, sí, pero no estaba en todo lo importante. Había tantas cosas nuevas que no tenía tiempo de preocuparse por lo que le pasaba a Chiara. Cada vez que lo pensaba le parecía horrible pero era la verdad. No estaba siendo una buena amiga.

No se dio cuenta de cómo se comportaba hasta casi tres años después, una noche en que no podía dormir y oyó los pensamientos de Chiara a través de la pared. Quería ser como ella, como siempre desde que Helena le leyó la mente por primera vez, pero ahora, esa era la única razón por la que permanecía a su lado.

Ya en las épocas de la escuela primaria, Chiara le tenía un poco de envidia, nimia al lado de cuánto la adoraba. Cosa que se acrecentó cuando dejaron atrás la parte más insulsa de su vida anterior y entraron en la Academia, donde todo lo que hacía Helena era considerado una maravilla. Ambos sentimientos la mantuvieron unida a Helena toda la infancia, después tomaron poder el pasado de buenos momentos compartidos y la costumbre. A Helena le hubiese dado pena que una parte importante de su vida haya derivado en algo tan insignificante y vacío como la rutina, pero no estaba prestando atención. Se disculpó con Chiara por su desidia emocional, pero era tarde. Lo que estaba roto permanecería así para siempre.

Helena no pudo disimular haberla visto y se resignó a sentarse con ella en el lugar más visible en toda la biblioteca.

—Hace rato que no te veo por aquí. ¿Dónde te estás metiendo últimamente?

—¿De qué hablas? Te vi anteayer en clase y ayer durante el desayuno.

Desde que Alexia se apareció en su cuarto, Helena comenzó a evitar lo más posible a todos sus compañeros. Confiaba en sí misma y era muy buena aparentando, pero eso no quería decir que su inconsciente no fuera a delatarla. Cada vez que hablaba con alguien, tenía tan presente el asunto para no tirar las cosas al tacho que sentía que en cualquier momento se le iba a escurrir entre los labios alguna verdad. Sobre todo había restringido al mínimo su contacto con Chiara. Desde que Alexia ya no estaba, Chiara solía meterse en su cuarto por las tardes y se quedaba allí hasta tarde. Hablaba hasta por los codos, le prestara atención Helena o no, y no se iba hasta que Helena cerrara sus libros y fingiera dormirse. No la quería metida en su cuarto y ya no la soportaba más, así que era mejor ignorarla a menos que sea de su conveniencia.

—Me refiero a que después de clases desapareces. Lucía y yo te hemos extrañado en los jueves de compras. ¿No te encerrarás a estudiar todo el día en las habitaciones o si?

—No. Tengo muchas cosas que hacer, eso es todo.

—Ay, por la Diosa. Ya te estás volviendo aburrida como tu novia.

Helena sintió que se le subía la sangre a la cara y que sus mejillas se teñían de rojo. Soltó una risita falsa como si el humor de Chiara le hiciera gracia.

—Debo estudiar más que nunca —comenzó a explicar—. Estoy muy próxima a reclamar el poder, para cuando llegue el momento, quiero estar segura de tener una buena base. Y ella no es mi novia... ni mi nada.

—Tranquila, solo bromeaba.

—Lo sé. —Helena acomodó el libro en su regazo y comenzó a hojearlo—. Tengo que darle una repasada a esto. Me espera una noche larga y ocupada —dijo enfatizando «ocupada» con hastío, por si Chiara tenía pensado robarle la noche.

—No te agobies. Con tu inteligencia no es necesario. Yo mataría por ser la mitad de buena.

Helena no despegó los ojos de su libro. Dejó pasar la frase de Chiara sin cuestionarla. Se concentró en invadir su mente. Sabía por experiencia que ella no podría impedirlo, ni se daría cuenta.

—Ay, no sabes —exclamó de repente Chiara.

Helena salió del trance con rapidez.

—No, no sé —dijo de mala gana.

—Me escribió Santi. —Cuando dijo su nombre se le dibujó una sonrisa ancha en el rostro.

—¿Enserio? —dijo Helena sorprendida. No creyó que después de los cinco meses que Chiara se pasó likeando todo lo likeable de su perfil sin obtener ninguna respuesta, él se dignara a dejar de ignorarla y darle una oportunidad. Tampoco creyó que ella se la daría de arrastrada tanto tiempo ignorando todos sus consejos de desistir.

—Hablamos un poco y me invitó a tomar algo el miércoles.

—Qué bueno. —dijo para demostrarle su apoyo. Quería agregar algo más, pero no sabía bien qué. En condiciones normales le hubiese dicho que le avisara si necesitaba ayudara con el maquillaje o que le prestara ropa—. Después me cuentas cómo te fue.

—Él es el que tiene el hermano lindo, ¿recuerdas que te lo enseñé?

Helena asintió. Ya veía venir todo el asunto. No recordaba la cara del chico ni nada. ¿Había fingido interés por él o le dijo a Chiara que no era su tipo?

—Cuando me lo cruce voy a hablarle de ti. Así después salimos los cuatro. —Cuando vio que Helena comenzaba a negar con la cabeza, insistió—. Vamos. Es lindo, juega fútbol y tiene algunos años más...

—No me interesa.

—¿Por qué? ¿Porque no es del Círculo o porque decidiste serle fiel a tu novia?

Chiara rio demasiado fuerte para la biblioteca, tanto que algunas de las personas reunidas dirigieron sus miradas de disgusto hacia ellas. Fue en ese instante en el que Helena divisó el semblante altanero y amargado de Julia Graf.

Helena le lanzó una mirada mortificante a Chiara. Respiró dos veces tratando de ralentizar sus palpitaciones, contó hasta diez y agradeció tener el don de la paciencia. Cuando hubo hecho todo eso ya no tenía ganas de retorcerle la lengua con una tenaza.

—Por supuesto que es porque no son del Círculo... —comenzó a argumentar, pero Chiara no la estaba escuchando.

—Nunca te interesas por ninguno de los chicos que te muestro. Vas a hacer que de verdad piense que...

—Ya cállate —dijo y estiró la pierna para pegarle una patadita en la pantorrilla.

—Auch.

—No seas tonta. Deja de hablar tan alto, estás molestando al resto.

Chiara puso los ojos en blanco.

—No le veo sentido. Dedicarle tiempo a alguien que no es como nosotras ni lo será nunca. Para después tener que dejarlo. Porque eso es lo que planeas hacer, ¿o no?

—No está prohibido que estemos con personas fuera del Círculo.

—Claro, pero tampoco le caerá bien a nadie. Yo no quiero ser de esas a las que dejan de invitar a las reuniones académicas o a las que todas miran mal durante la Semana de Laitha por vivir con alguien que no es un sabio ni tiene intención de convertirse en uno. Espero que tú tampoco quieras eso. —Antes de darle la oportunidad de responder algo, agregó—: Cuando te vincules mucho con ese tipo de gente, el resto te soltará la mano.

—Olivia se convirtió, reclamó el poder la última Laitha y tiene amigos fuera del Círculo. Andrea se casó con un mecánico...

—¿Y tú la ves aquí con Elisa? —inquirió Helena—. Andrea perdió todo su estatus cuando se casó. No digo que no puedas pasar el rato y usarlos para tu conveniencia, pero si la cosa va en serio es mejor mirar para adentro.

Chiara se cruzó de brazos y murmuró:

—Debería ser diferente.

—Hablando de esta reunión, ¿sabes por qué hay tanta gente hoy aquí? —le preguntó Helena aliviada de haber encontrado por dónde entrar al tema de su interés.

—Lo de siempre. —Se encogió de hombros—. Estudiando, supongo.

—¿Algún conocido?

Chiara la miró como si fuese estúpida.

—¿Necesitas lentes? Es el grupo de estudio de Elisa, el mismo de siempre.

Elisa la había invitado a formar parte de ese grupo el año anterior. La sorprendió, no tanto que pensara en ella, sino el momento en que decidió hacerlo, después de que enfrentara a Bina frente a casi todos los habitantes de la Academia. Justo en el momento en que ella hubiese esperado que los miembros del Círculo que conocían los detalles le cerraran puertas por su atrevimiento. «Tienes talento, quizás te interese», le había dicho. Helena la rechazó sin pensarlo demasiado y Elisa no insistió. La dejó pensando en cuánto talento necesitaría para una investigación documental.

La existencia de ese grupo le parecía impropia a Elisa. Era algo que Bina haría. Obligar a todo el mundo a que se preocupara por un asunto personal y mantenerlos trabajando para resolver sus problemas. Helena había creído que Elisa se ocuparía de su nuevo báculo por su cuenta hasta exprimir todos sus secretos. Pero como ella siempre había estado motivada por un afán divulgador, no le resultó del todo extraño que compartiera el proceso con quienes estuviesen interesados. A diferencia de Bina, ella no se reservaba sus poderes en pos de construir un misticismo a su alrededor.

—¿Siguen con eso? —inquirió Helena.

—Parece. —Echó una mirada al grupo—. Hay un par que conozco solo de vista. —Las estudió con disimulo por un momento—. Están Marta Durand y Victoria Roggero, y esas deben ser dos de las Jáuregui. También está Julia Graf, supongo que ya la viste. Al resto, quizás no las conozcas porque ninguna es de aquí.

—Sí, debe ser por eso. ¿Son todas del mismo lugar?

Chiara ladeó la boca.

—No creo. ¿Por qué quieres saber eso?

Helena se encogió de hombros despreocupada.

—Solo me llamó la atención que hayan vuelto después de lo que pasó.

—En algún momento teníamos que regresar a la normalidad. —Chiara juntó el montón de hojas que había en la mesa ratona y se puso de pie—. Me voy a comer algo, ¿vienes?

—No, tengo que seguir con esto. —Helena señaló el libro en su regazo.

—Que te diviertas —le deseó, y por fin, la dejó sola.

Helena fingió sumergirse en el libro. No había diferencia visible entre abstraerse en la lectura y entrometerse en la cabeza de la gente, solo tenía que recordar pasar la página de vez en cuando.

Probó con el par de brujas que le parecían más distraídas. Ni la que miraba por la ventana, ni la que jugaba con su gato la dejaron entrar. Después atacó a unos cuantos que estaban leyendo, pero no logró ver más que las palabras en sus libros ni oír algo que no fuese un murmullo ininteligible.

Siguió con Gonzalo, uno de los pocos que conocía por nombre. Era aprendiz cuando Helena ingresó en la Academia y lo había visto convertirse en sabio el octubre siguiente en la Semana de Laitha. Estaba sentado en el medio de una conversación entre Elisa y otro par, pero no le interesaba ni un ápice. «Esto es una total y completa pérdida de tiempo. ¿Qué hora es?» Helena vio en la pantalla del teléfono de Gonzalo que eran las cinco y veintiocho. «Podría estar terminando de ver la serie. Yo ni quería hacer esta mierda.»

Helena lo dejó pero su enojona voz la siguió atosigando.

«—¿Y si mejor nos vamos?», le preguntó a una chica que lo observaba de reojo desde el otro lado de la mesa. Ella sonrió al escucharlo.

«Hasta que al fin lo dice», pensó ella que hacía semanas que esperaba que Gonzalo la invitara a salir corriendo de allí y pasarla bien un rato. «—Vámonos».

Sofía, la instructora, que estaba oficiando de asistente de Elisa, los observó irse a ambos. En la visión de ese par de espaldas que se alejaban había algo de anhelo que llamó la atención de Helena. ¿Quién más que ella podría estar interesado en una investigación académica? Cuando se perdieron los pensamientos ruidosos de los desertores, Helena afinó el oído en dirección a la instructora.

«Ya no tiene sentido quedarme si no vine para esto. Era obvio que a Elisa no le iba a salir bien. Ahora nos tiene atrapados con esta investigación sin sentido. Todo lo que podemos saber de ese bastón ya está escrito desde hace años. Ah, pero hay que fingir. No entiendo por qué todas estas están aquí. Si tuviera el poder no me sentaría a leer libros todo el día. ¿Qué excusa puedo poner para irme? Le pido a alguien que me llame y finja que es una urgencia.» Helena la dejó cuando abrió un chat y se puso a escribir un mensaje de rescate para "Amorcito".

Le hubiese gustado poder sonsacarle más, pero al menos era un comienzo. Se preguntó qué estaría pensando Elisa, si se lamentaría por su fallo. Helena se debatió entre intentar entrar en su mente o ser cauta y quedarse con la duda. Decidió arriesgar.

Elisa leía en voz alta para las pocas que le prestaban atención. Helena la veía mover los labios pero no oía lo qué decía, solo escuchaba pensamientos a su alrededor, ni de suerte a Elisa. Se esforzó tanto que las palabras de Introducción al uso ofensivo y defensivo de los muñecos vudú se volvieron borrosas. Se masajeó las sienes con disimulo mientras trataba de volver a enfocar la visión.

Cuando volvió a ver se dio cuenta de que Elisa había detenido su lectura y escrutaba la biblioteca como un águila a punto de cazar a la presa más descuidada. Su mirada se cruzó con la de Helena, se detuvo un segundo y luego se desvió. Helena se hundió en el sillón y se tapó la cara con el pelo porque sentía que se estaba poniendo colorada. Era evidente que Elisa lo había percibido y ella decidió huir antes que insistir y librar una guerra silenciosa de la que saldría perdiendo. Probó con Sofía, pero de entrada no escuchó nada y no insistió.

Después de saberse derrotada por Elisa, Helena pasó media hora más en la biblioteca hojeando el libro. Se lamentó no haber elegido algo más interesante. Lo cerró cuando estuvo segura de que había pasado el tiempo suficiente, se levantó de su asiento y dio unas vueltas por la estantería otra vez como si buscara algo. Salió de la biblioteca con Introducción al uso ofensivo y defensivo de los muñecos vudú en las manos, sin voltear a ver al grupo por última vez. No se percató de que Elisa la seguía con la mirada y que cuando Helena llegó al pasillo ya estaba tras de ella.

Helena atravesó el pasillo y subió las escaleras. Fue con el chirriar de los escalones al ser pisados por otro par de pies además de los suyos que se dio cuenta de que alguien la seguía.

—Balcarce.

Al llegar a lo alto de la escalera, se sorprendió al escuchar su apellido en una voz que siempre la llamaba cálidamente por su nombre. Unos dedos que se enroscaron en su muñeca le hicieron dar un respingo. Se aseguró de recuperar la compostura antes de mostrarle la cara.

—No necesito preguntar para saber que eres tú la que ha estado intentando meterse en mi mente.

—¿De qué está hablando? —inquirió Helena simulando que la acusación la tomaba por sorpresa.

—Te la has pasado intentando leerme la mente.

Helena se llevó una mano al pecho y compuso una expresión de sorpresa. Por fin las clases de actuación que había tomado de niña le servirían para algo.

—Esa es una acusación gravísima. Yo no lo intentaría jamás.

—Helena...

—Sé que mi credibilidad disminuyó considerablemente en el último tiempo. No por ello va a dejar de sorprenderme que me esté diciendo esto. ¿Por qué presupone que fui yo?

Helena decidió mientras hablaba, que si no podía husmear en la mente de Elisa, intentaría sacarle alguna verdad en esa conversación.

—No te hagas la desentendida. Tú, yo y todos los demás sabemos que eres la única lo suficientemente hábil para hacer eso.

—Lo dudo. Había mucha gente ahí dentro.

—No soy estúpida y creo que tú tampoco. Entonces no entiendo por qué te empeñas en parecer más sospechosa de lo que ya eres.

—No he sido yo. De hecho, han intentado lo mismo conmigo ahí dentro. No intento acusar a nadie, pero al empeñarse en inculparme está ignorando al resto de las brujas que tiene alrededor. Me parece que, de no advertírselo, incurriría en un error. Yo no soy tan excepcional como usted cree, y aparentemente usted no es tan infalible como parece.

Elisa torció la boca y cerró su garra aún más estrangulando tanto la muñeca de Helena, que la chica sintió la presión de la sangre amontonándosele en los dedos.

—Te recuerdo que sin Bina aquí yo soy la Maestra.

Helena reprimió sus ganas de comentar lo conveniente que le era a ella que Bina estuviese muerta.

—No, no lo es. —dijo con seguridad—. Usted no tiene el Conocimiento, y si yo sigo siendo una de las principales sospechosas, nunca lo tendrá.

—Ve con cuidado.

Helena percibió la amenaza en sus palabras.

—¿Por qué? Yo quiero lo mismo que mi padre y el resto del Círculo... Lo mismo que usted, ¿no es así? Encontrar al verdadero culpable, que todo se aclare.

—Entonces no va a molestarte que sea yo la que entre en tu mente.

Helena trató de reírse pero lo único que consiguió fue una mueca de disgusto y un ruidoso resoplido.

—No, gracias. Valoro lo suficiente mi privacidad como para regalársela a cualquiera.

Sabía que Elisa no aceptaría su negativa y lo intentaría por la fuerza. Cerró sus ojos y su cara se llenó de arrugas. Construyó su pared ladrillo por ladrillo a la velocidad de la luz y esperó hasta que Elisa chocara contra ella. Cuando abrió los ojos ya sentía el incipiente dolor de cabeza que la atosigaría durante todo el día.

Sonrió con sorna ante la cara estupefacta de Elisa.

—No vuelva a intentarlo.

Agarró la mano de Elisa que todavía lo sujetaba, y uno por uno, destrabó los dedos que la apresaban. Sin decir nada más, le dio la espalda y se perdió por los pasillos. Temía haber empezado una guerra que no quería luchar. 


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