Capítulo 6: La conspiración
No había nada que Colman deseara más que una medida de whisky para calentarse después de pasar todo el día trabajando. Apenas podía llevar todo los casos que tenía en el estudio, pero ni por un instante pensó en perderse las internas del partido para las elecciones. Había esperado por años el momento justo, y estaba convencido de que esta vez al menos la mitad del partido lo quería a él y la gente lo elegiría a él, no a otro. Era su momento para seguir con el legado familiar. Como su padre y su abuelo, y como su bisabuelo antes que ellos, estaba convencido que sería electo y tendría su oportunidad de poner en orden la ciudad. Pero antes necesitaba un whisky.
Salió de la oficina y condujo como casi todas las noches al bar de Paco. Allí ya debían estar esperándolo Dante y Tolo, sus amigos de toda la vida, en la mesa en medio del local, la más cercana a la barra, para poder hablar con Paco y con cualquiera que estuviese alrededor.
Por ese entonces, disfrutaba más que nunca transitar las calles de la ciudad. Sus carteles electorales inundaban de forma anticipada cada espacio público que había estado en blanco. Su cara omnipresente era inevitable para cualquiera que pisara Mistrás, no había nadie que no supiera quién era. Para Colman, detenerse en cualquier esquina era el equivalente a mirarse al espejo, algunos más pequeños en los postes de luz, y otros, más grandes, pegados a las paredes.
Cuando entró al bar no se encontró ni con Tolo ni con Dante. Pasó junto a la olvidada mesa de pool y unos sillones retirados donde César y el resto de los mecánicos de su taller jugaban a las cartas por monedas en una mesa de café. En su camino hasta la barra, fue saludando a todos los conocidos que levantaban la vista y le sonreían. Estaba su médico, a quien había vencido en el poker dos noche atrás; Carlos y Lili, la pareja con la que arreglaba el país de vez en cuando, y el diácono del pueblo al que cada tanto le pagaba alguna cerveza y había bendecido su campaña unos días antes.
Colman se sentó solo en las banquetas de la barra bajo uno de los focos amarillos que colgaban del techo. Desde su posición veía a Gladys, la esposa de Paco, pulular por la cocina.
Le resultó extraño no tener alguien que le contara las noticias del día. Aquel bar era un hervidero de chismes, el lugar al que tenía que recurrir cualquiera que deseara estar bien informado. Por lo general, en Mistrás eran noticia cosas como los nuevos libros que compraba la biblioteca o el cumpleaños número 100 de la abuela de alguien. No solía suceder nada relevante, pero eso no era un problema, se podía inventar o exagerar y el relato era igual de entretenido. A fin de cuentas, si suficientes personas se lo creían, qué importaba que no fuera cierto. Real o no, cualquier cosa era más entretenida que mirar la nada. Así que Colman afinó el oído para escuchar con disimulo las tres voces que conversaban en la mesa a sus espaldas.
—¿Y a dónde lo llevaron?
—Al hospital. No sé si después lo habrán trasladado.
—Marita me dijo que no reaccionaba cuando lo subieron a la ambulancia.
—Yo no llegué a ver bien porque había mucha gente amontonada. Creo que sí, pero igual el nene estaba muy mal.
—¿Se sabe quién lo chocó?
—Sí, el pobre hombre se quedó a ayudar.
—¿Pobre? El muy bestia se lo llevó puesto.
—Bueno, capaz que no fue del todo su culpa.
—¿Enserio? ¿Es problemático ese chico?
—No. Bah, no sé. Yo lo decía porque comentan que los corrió la bruja y por eso se cruzaron en la calle. Les debe haber hecho algo porque para que se asusten los chicos de ahora es medio difícil.
—Mira si va a ser por eso...
—La chica estaba ahí parada. Yo la ví. Hasta se reía.
—¿Qué chica?
—Una flaca, jovencita, con unos pelos colorados horribles.
Colman se sobresaltó al escuchar la descripción. De repente, la conversación se había vuelto más que interesante para él. Echó una ojeada sobre su hombro a quienes había estado escuchando. Uno de ellos se amacaba levemente en su silla sostenido solo por dos patas mientras jugueteaba con un cigarrillo apagado en la boca; otro, considerablemente más joven, se apoyaba sobre la mesa y sostenía una mirada atenta hacia el primero mientras se rascaba un incipiente bigote; y el último, agitaba en círculos su vaso para revolver los hielos y lo que le quedaba de whisky.
—No la conozco —apuntó el del vaso.
—Yo tampoco. ¿Tú crees que fue ella?
—Seguro. —El hombre se quitó el cigarrillo de la boca y comenzó a girarlo entre sus dedos—. No me vas a decir que estuvo ahí de casualidad.
—Buenas noches, señor Colman —saludó Cami, la moza, preparada para servirle lo que deseara. Le ofrecía su mejor sonrisa, como todas las noches a pesar de estar secretamente harta de él y de todos los viejos que se amontonaban en el bar, pero no se atrevería nunca a hacérselo notar a nadie—. ¿Le traigo lo mismo de siempre?
—Sí, chiquita —dijo él, un poco molesto por la interrupción—. Ha sido un día agitado, ¿no?
—Ni lo diga. ¿Se ha enterado de lo que sucedió en la mañana?
—He oído algo, pero agradecería los detalles...
—Si quiere la historia completa y de primera mano, debería hablar con Néstor —señaló con la cabeza al hombre que Colman había estado escuchando a escondidas.
Néstor apoyó las cuatro patas de su silla en el piso y se volvió hacia ellos al escuchar su nombre.
—¿Cómo le va? —Colman se estiró para tenderle la mano—. La señorita me estaba diciendo que usted estuvo esta mañana...
—Oh sí, sí. Terrible, ha sido terrible.
—Eso estuve escuchando. Antes mencionó a una chica...
—Claro, ¿la conoce?
—Más o menos. ¿Qué ha hecho ella?
—Dicen que fue la que provocó el accidente. No sé si los asustó o los persiguió o los engualichó.
—Por favor, Nestor. El señor Colman no debe querer escuchar esas pavadas —intervino Cami.
—¿Pavadas? —inquirió Colman—. No son pavadas. Yo he visto... —Dejó la frase en suspenso. No pensaba revelarles todo de una vez, ni hablarles de su pasado. Prefería guardarse lo personal, el resto, lo utilizaría—. Espero que a ti nunca te pase nada, que ni te las cruces en esta vida.
—Ese niño se la encontró y mira lo que pasó —acotó el más joven.
—Vaya a saber uno qué le hizo.
—Me lo puedo imaginar.
—¿Usted las vio alguna vez haciendo brujería? —le preguntó el chico a Colman.
Colman compuso un semblante grávido y asintió.
—Ví más que eso y creo que sé mejor que cualquiera aquí de lo que son capaces.
—Eso dígaselo al chico Ortega —intervino el que bebía whisky.
—Claro, voy a ir a verlo ni bien pueda para averiguar qué fue lo que pasó con exactitud. Es importante esclarecerlo, ¿no? Por el bien de nuestra comunidad. Creo que todos queremos vivir tranquilos, entonces tenemos que aplastar a esta gente como no dudaríamos en hacerlo con un ladrón o un asesino cualquiera.
La atronadora voz de Colman había atraído las miradas de las demás personas en el bar quienes poco a poco se fueron acercando a la mesa para no perderse de nada. Colman era consciente de que se estaba convirtiendo en el centro de atención del pequeño grupo allí reunido y pensaba usarlo en su favor.
—¿Aplastar no es un poco mucho? —inquirió dubitativo el diácono a quien le faltaban unos cuantos datos de lo sucedido—. Después de todo no sabemos bien lo que pasó.
—Sí, quizás me excedí —accedió Colman—. A lo que voy es que hay que cambiar las cosas. No podemos permitirnos que esas brujas crean que pueden hacer lo que quieran, ir por ahí metiéndose con nuestros hijos, y que no van a tener ninguna consecuencia.
»Es sabido desde hace mucho, antes de que nosotros naciéramos, que esta gente, los Graf, son peligrosos. Mejor dicho, peligrosas —se corrigió—. De los hombres no hay mucho para decir.
—El oculista no parecía malo —acotó un hombre mayor que había acercado su silla para escuchar.
—¿Qué habrá sido del doctor? Nunca más se lo vio por el pueblo.
—A lo que voy —continuó Colman haciendo caso omiso a los comentarios—, es que alguien tendría que haber prevenido esto, pero bueno... sabemos como vienen siendo las cosas. Aquí todos hacen lo que quieren y después nos lamentamos.
—¿Dónde estaba usted cuando todo sucedió? —inquirió, levantando una ceja, Sebastián, uno de los mecánicos que había dejado de jugar a las cartas con César para integrarse a la charla.
—¿Disculpa?
—Con todo respeto, usted habla de los que "tendrían que haber hecho", pero, ¿qué estaba haciendo usted mientras esta chica hacía... lo que sea que se supone que hizo?
—No es eso lo que deben preguntarse. —Ya no le hablaba directamente a Sebastián, él no le importaba demasiado, sino que se dirigía a todos los demás congregados a su alrededor—. ¿Dónde estaba la policía? ¿Eh? ¿Dónde está la justicia? ¿Han hecho algo en todo el día?
—A los policías ni los cuentes. No van a agarrar a los ladrones rastreros menos a estas locas. Últimamente uno no sabe si son unos vagos o qué —dijo Tolo que acababa de llegar secundado por Dante y acercaron un par de banquetas para sentarse junto a Colman.
—Mi cuñado está en la fuerza y dice que tienen miedo. Si están acobardados ellos que tienen las armas que les compramos con nuestros impuestos, imagínate cómo podemos estar nosotros.
—La justicia no movió ni un dedo todavía, pero a esos no les creo que tengan miedo. No se si se acuerdan, ustedes eran muy jóvenes —Paco, el dueño del bar, hablaba a los gritos desde la barra—, ni se inmutaron cuando se murió la nena esa, la hija del oculista, y... ¿cómo se llamaba? ¿Amalia? En fin, la vieja esa que creo que ya se murió. Él dijo que había sido un accidente doméstico, pero yo tengo mis serias dudas. Escuché varias veces que la mataron haciendo un ritual. No sé si algo les salió mal o la idea era sacrificarla. La Graf la mandó a cremar enseguida, para que no haya forma de saber cómo murió.
—¿En qué momento pasó eso?
—Cuando eramos chicos, yo me acuerdo —afirmó Colman.
—A pesar de que la bruja tapó todo, ¿qué creen? ¿Alguien los investigó? Nadie. Y así estamos.
—¿Tu hermano no fue...? —alcanzó a preguntar alguien a Colman antes de que este lo interrumpiera.
—Ni hablemos de mi hermano, pobrecito. Otra víctima más. Una muerte horrible, no se la deseo a nadie. Todo por andar demasiado cerca de esa otra bruja para intentar averiguar a dónde se llevaron a nuestra abuelita.
—¿Qué le pasó a ella? —preguntó Néstor.
—La cooptaron y después se la llevaron. Mi padre, que era solo un niño, nunca la volvió a ver. Se imaginaran lo mal que le hizo su falta y cuánto lo vimos sufrir por ello, a pesar de los años que habían pasado —Colman suspiró y continuó indicando culpas, por si a alguien le quedaban dudas de que él no podía hacer nada oficialmente—: ¿Y qué me dicen del intendente? Aunque le quede poco tiempo, él es quien dirige esta ciudad.
—Menos mal que ya se va. Ese fue un inoperante desde que asumió. Las próximas elecciones si no se corre, lo corremos.
—Despreocúpate, no tiene chances.
—¿Ustedes creen que el que entre en su lugar va a tomar cartas en este asunto?
—Es lo que espero...
—No, si son todos iguales.
—Los van a manipular. —dijo Colman—. Se necesita alguien que tenga la moral fuerte y no se tiente con nada. Ustedes no se dan ni una idea de la organización que hay atrás de esas.
Un murmullo recorrió a los presentes.
—¿Enserio?
—Sí. Nosotros acá los vemos como una familia, nada más. Sin embargo, son un grupo gigante que abarca todo el país. El cáncer está por todos lados. Basta solamente ir a otras ciudades y escarbar un poco, van a encontrar de todo. De todo. Cosas horribles que no voy a mencionar porque hay algunas personas comiendo.
»Si solamente fueran plaga, no sería tan grave. La cosa es que hay un montón de gente importante enganchada con ellas. Y esto no es de ahora, viene desde hace décadas.
—¿Estás diciendo que son brujos también?
—No, al menos no me consta. Lo que sí te aseguro es que a la mayoría las brujas les hacen un par de favorcitos y consiguen lo que quieran. Imagínense las cosas que les deben pedir todos esos y la cantidad de plata que le pueden ofrecer. ¿De dónde creen que sale...?
—De los impuestos.
Colman asintió.
—¿Cómo puede ser?
—Yo creía que hacían aparecer el dinero de la nada, y en grandes cantidades.
—De seguro pueden hacerlo.
—¿Ahora las culparán también de la inflación? —murmuró un hombre de mediana edad, que había observado la conversación con escepticismo desde el principio y que ya se estaba cansando de oír el relato confabulador Colman y las conclusiones crédulas del resto.
—Las brujas viven tranquilas —continuó Colman sin hacer caso al disgusto general—. Miren el tamaño de la casita que tienen las que están acá y no mueven ni un dedo para trabajar.
—Tienen esa tienda...
—Para justificar que viven de algo, nada más.
Dante, que no era ningún tonto y conocía más que bien a Colman, sabía perfectamente lo que intentaba. Le guiñó un ojo a su amigo antes de decir:
—Habría que sacudir un poco el avispero, ¿no te parece?
Colman suspiró y se reclinó sobre el espaldar de la silla.
—Si nadie hace nada, no sería una mala idea.
—Cuenta conmigo... para lo que sea —le dijo Dante.
Colman levantó la mano en un gesto apaciguador, sin embargo se le formó una sonrisita de satisfacción en la cara. Tendría que darle un buen cargo a su amigo cuando ganara las elecciones.
—Puedo imaginarme qué es lo que piensan, pero no nos envalentonemos. En este momento en el que estamos todos tan sentidos por la salud perjudicada de ese niño, lo mejor es mantener la calma y apelar a la paciencia. No vaya a ser que terminemos convertidos en la misma mierda que ellas. Yo me voy a hacer cargo de la situación, no se preocupen. Primero voy a ir a hablar con el chico Ortega, necesito una perspectiva lo más certera posible.
—Venimos de allá —informó Lili, la arrugada mujer que siempre oía todos los delirios políticos de Colman—. No te van a dejar entrar a verlo. Como mucho tienes más suerte que nosotros, te cruzas a los padres y te cuentan algo.
—Bueno, ciertamente no puedo esperar a que el chico mejore. Tendré que ir a charlar un poco con la bruja esa. Vamos a ver qué hace.
—Vas a terminar como Encito.
—No me adelantes la desgracia. De todos modos, si no regreso, ustedes ya saben cómo tienen que reaccionar.
—¿Tanto vas a arriesgarte?
—La probaremos con una charla... amena, y si no responde bien y me ataca, nos veremos obligados a usar la fuerza. No me queda otra. Alguien tiene que ir a ponerles los puntos alguna vez, y si nadie piensa hacerse cargo, el que vaya tengo que ser yo.
Nadie le preguntó por qué y nadie lo puso en duda. Ninguno de los presentes sabría nunca, si lo que Colman había dicho esa noche era verdad, tampoco se detendría a cuestionárselo.
—Supongo que no vas a ir solo —dijo Paco.
—Pensaba en llevarme a mis amigos —señaló con la cabeza a Dante y Tolo—. No me voy a oponer a que alguien más me acompañe. Eso sí, la condición es que no me sigan ante la bruja.
—¿Qué? ¿por qué? —inquirió el joven que todavía estaba agazapado sobre la mesa expectante a la conversación.
—Es muy peligroso y no pienso arriesgar a nadie. Háganme caso. Los estoy cuidando.
—¿Qué pasa si la muy perra se pone brava y te confronta?
—Le devolveremos lo que nosotros consideremos justo. Haremos sufrir a esa bruja.
El hombre, que los había escuchado con escepticismo, se levantó y simuló ir al baño, en su lugar atravesó la puerta de salida y nunca regresó al bar de Paco. Cuanto más alejado de allí, menos posibilidades de caer en el discurso manipulador de ese desquiciado.
Después de tomarse un par de vinos con la gente que estaba en el bar, Colman decidió que era momento de ir a dormir. Le esperaba una semana agitada, sin dudas y tenía que estar preparado. Dante lo siguió afuera con la excusa de que lo llevara a casa. Cuando cruzaron las puertas del bar y el viento gélido les heló la cara, él le dijo:
—Lastimó a un niño sin piedad, no tendrá reparos en hacer lo mismo contigo.
Colman rió y le puso una mano en el hombro a su amigo.
—Por supuesto que lo hará, esa es la historia que les contaré a todos.
—Hablo en serio. Esa bruja, si no te destruye, te engatusa. Ten cuidado. Parece que tu familia siempre termina mezclándose con esas. No vaya a ser que tú también.
Si las miradas pudieran matar, la que le echó Colman lo hubiese dejado tieso en el acto. Dante creyó que lo golpearía, pero en su lugar, Colman dijo:
—Veo que recuerdas bien a mi hermano. Quizás, sí, yo también me mezcle con las brujas, pero para terminar con ellas. ¿No te parece que es hora de vengarlo?
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