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Capítulo 39: El juicio


La mañana del juicio encontró a Alexia desvelada en el salón. Había usado las horas de insomnio para practicar algunas de las cosas nuevas que sabía. Descubrió en algún rincón de su mente el hechizo que Bina usaba para parecer una cuarentona en lugar de una momia de trescientos años. Después de usarlo, Alexia volvía a verse como una persona. Ya no lucía hinchada, ni roja, ni herida, ni cansada, ni desnutrida. Tenía color en las mejillas de nuevo; su cabello estaba peinado y planchado sin que ella hubiese movido un dedo; y, sobre todo, sus ojos volvían a ser verdes. Debajo de su disfraz, aún estaba lastimada y había cambiado pero nadie lo notaría.

Julia había regresado en la madrugada. Escondida en la oscuridad del salón, Alexia la escuchó entrar y llamar a Sombra. No fue hasta un par de horas antes del juicio que su tía decidió ir a molestarla. Cuando abrió la puerta del salón, Alexia ni se molestó en voltear a verla.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Julia.

—La abuela nos dejó para siempre...

—Ya era hora.

—No sabía qué hacer con el abuelo y lo llevé a un geriátrico para que lo cuiden bien. Vas a tener que pagarlo todos los meses.

Julia enarcó las cejas.

—¿Con qué motivo me cumpliste un sueño?

—Regalo de cumpleaños anticipado —murmuró Alexia. Se sentía incómoda por tener que concentrarse en ocultar su verdadera cara.

—Espero que, cuando llegue el día, me regales también no tener que volver a verte.

—Me parece que esa es otra cosa que llegará por adelantado.

Julia rió. Estaba tan segura y le emocionaba tanto que a Alexia le dieron ganas de empujarla por la barandilla del segundo piso. Su sonrisa de satisfacción se esfumaría con un par de huesos rotos.

—Pedazo de mierda —murmuró Alexia.

—¿Qué dijiste?

—Que eres un pedazo de mierda y estás medio sorda. Voy a cambiarme la ropa.

Pasó al lado de Julia de camino a su habitación.

—Hoy tal vez descubriremos dónde tienes guardado lo que te robaste y por fin tendrás que devolverlo.

Alexia se paró en seco. A pesar de haber estado segura, dudó de que Julia no hubiera visto los ojos; pero el semblante de su tía no denotaba sorpresa alguna, más bien sagacidad, estaba midiendo su respuesta.

—O tal vez lo devuelvas tú. —Se encogió de hombros y siguió su camino.

«Si tan solo supieras», pensó y se le escapó una risita.

La capa la escondía casi por completo cuando entraron en la sala de audiencias. La capucha le cubría el pelo y le evitaba las miradas. Veía a todos de reojo, ropas negras y caras desconocidas, ninguna que le interesara. Su gato se escondía entre los pliegues de la capa, receloso de sus pares que merodeaban a su alrededor. Alexia había pensado en ocultarlo, volverlo invisible, pero era demasiado para ella. Además de concentrarse en lucir bien, en su cabeza iba tarareando el opening de Pokémon por si a alguna chismosa se le ocurría meterse a ver.

Para llegar a su asiento en primera fila, pasó frente a un par de Custodias sentadas que siguieron a su gato con la mirada y se preguntaron entre sí, si efectivamente era ella. En respuesta, Alexia se quitó la capucha y le echó una mirada fulminante por sobre el hombro antes de acomodarse en una silla. Ambas se callaron y en cuanto Alexia desvió su atención, rieron por haber sido pilladas.

El padre de Helena estaba sentado a cinco sillas de Alexia, inclinado sobre unos papeles que hacían equilibrio sobre sus piernas. Estaba solo. Alexia se dio la vuelta y contempló las gradas, buscó a Helena entre toda la gente que revoloteaba. No llegaba a distinguir las caras que se movían como hormigas y se distorsionaba conforme miraba hacia arriba y a lo lejos. Se mareó y terminó viendo las variaciones de los tonos de negro en los mosaicos del piso. Si Helena no estaba a cuatro sillas de ella como la última vez, entonces no estaba en ninguna parte. Le había sucedido algo malo, muy malo, de otra forma, hasta la habrían obligado a presentarse. Alexia ya no pudo retomar la canción de Pokemon donde la había dejado y no consiguió pensar en otra cosa.

Las tres miembros del Tribunal entraron al recinto vacío en el centro de la sala y se acomodaron en sus lugares. El juicio iba a empezar en cualquier momento y Alexia estaba sola enfrentando a toda esas personas. Se revolvió en su asiento y volvió a echar una mirada a la puerta, pero no encontró a nadie.

Se paró y recorrió encorvada el trayecto que la separaba del padre de Helena. Cuando llegó hasta él, se quedó parada allí y no consiguió decir nada. Daniel levantó la mirada porque la chica le hacía sombra en el papel.

—¿Si? —dijo él con un tono que buscaba aparentar calma pero que, en el fondo, se sentía dubitativo e intranquilo.

«Estúpida. Sigo siendo una terrible estúpida», se dijo. Volvían a temblarle las manos, pero con las vendas casi no se le notaba.

—¿Qué haces? —dijo Julia a su espalda y la agarró con una mano de cada brazo para arrastrarla de vuelta a su asiento—. ¿Quieres ridiculizarte aún más?

—¿Dónde está Lena?

—¿Qué sé yo? No importa.

Alexia se quedó aplastada en la silla. Sintió una picazón que comenzó en el puente de la nariz y se extendió hacia los costados. En el último día, al dolor en los ojos, se le habían sumado los ataques de picazón que le daban de tanto en tanto. Se llevó las manos a la cara, pero se detuvo antes de tocar la piel; en su lugar, arañó el aire y suspiró frustrada.

Estaba tan concentrada en su incomodidad que tardó un rato en notar el cambio en el ambiente. Las charlas en voz alta se redujeron y la sala se transformó en un mar de cuchicheos. La voz de Helena era un grito tenue que Alexia apenas conseguía escuchar, pero que no podía ignorar.

Giró la cabeza hacia la puerta en busca de Helena. La vio bajar las escaleras, secundada por dos mujeres de tapados largos y ridículas boinas negras, que la agarraban una de cada brazo. Le incrustaban los dedos en la carne con fuerza desmedida y la tironeaban bruscamente de un lado a otro, como si fuesen dos perros y Helena, el trozo de carne por el que luchaban. Llevaba ropa arrugada y se notaba de lejos que aquella mañana no había tenido la oportunidad ni de lavarse la cara. Caminaba con la cabeza gacha y no intentaba escapar ni se resistía a avanzar hacia abajo. A Alexia le pareció estúpido que las otras dos la escoltaran de esa forma.

Las brujas se vieron obligadas a soltarla cuando llegaron a la fila en la que se debían sentar. Helena continuaba con los brazos cruzados, tensos para evitar que el temblor de su cuerpo fuera demasiado notorio, y la cara apuntando hacia el suelo al pasar frente a Alexia. Le dedicó una mirada disimulada que podía significar cualquier cosa y fue a sentarse en las sillas vacías entre ella y Daniel.

No gritaba, ni murmuraba, ni siquiera hizo un ademán de separar sus labios para decir algo, sin embargo Alexia la oía. Por primera vez escuchaba los pensamientos de Helena. Los únicos en toda la sala que le habían llamado la atención.

Afinó el oído en busca de claridad. Helena le daba vueltas a una conversación con su padre en la penumbra. Repetía la misma escena, la rebobinaba y la volvía a pensar en busca de detalles que se hubieran perdido las veces anteriores. Daniel decía lo mismo una y otra vez, y Helena se convencía de que en todas ellas mentía. A Alexia se le achicharró el corazón antes de dejar de escuchar.

—Silencio, por favor —gritó La Flaca y después de una larga pausa, continuó—. El día de hoy, el Tribunal escuchará las declaraciones de las acusadas y hará preguntas. Después se determinará cuándo será presentado el veredicto...

—¿No será hoy? —le preguntó Alexia a Julia en un susurro.

—Todo depende de lo que ustedes declaren.

—Tenemos una larga jornada —dijo La Flaca.

—Confiesa y nos iremos de aquí antes del almuerzo —le sugirió Julia al oído.

—¿Y terminar comiendo cenizas? No, gracias —respondió Alexia que ya quería que se callara.

—Que pase la aprendiz Helena Balcarce —pidió La Flaca.

Helena miró a su padre primero y después a Alexia en busca de apoyo. Ella le sonrió, aunque no estaba muy segura de que eso fuese lo que necesitaba.

Helena se levantó y, mientras entraba en el recinto cercado, iba alisandose la ropa con las manos y acomodándose el pelo, tratando de aplastar el frizz y poner en su lugar los mechones que se torcían de formas poco favorecedoras. Se paró detrás del atril. No tenía nada que apoyar en él así que puso sus manos.

—Helena, por cuestiones de seguridad —dijo La Flaca amablemente—, vamos a proceder a atarte. —Dejó un espacio para que Helena dijera que estaba de acuerdo, pero ella no abrió la boca—. Bueno. Didi haz lo tuyo.

Didi sacó lo que debía ser una fotografía de Helena, pero que Alexia no llegaba a distinguir desde donde estaba, y comenzó a darle vueltas con un grueso hilo negro a tiempo que murmuraba unas palabras ininteligibles.

Alexia se preguntó por qué estaban haciendo eso. No habían atado al resto de las personas que hablaron en las audiencias anteriores. ¿Temían que ellas intentaran algo cuando se suponía que solo debían hablar? ¿o que la desesperación de la condena las empujara a hacer alguna estupidez? Alexia debía prepararse bien antes de que le tocara su turno.

—¿A qué hora salió de la Academia el día de la muerte de la Maestra?

—A las siete y treinta y tres.

—Aproximadamente —acotó Mala.

—Exactamente —la corrigió Helena—. Miré el reloj de camino a la vereda.

»Íbamos todos los aprendices en grupo y caminamos juntos unas cuantas cuadras hasta que Alexia y yo nos fuimos quedando rezagadas. Pero, la mayor parte del tiempo, nos mantuvimos tan cerca que, si cualquiera de los demás hubiera volteado, nos habría visto. No fue hasta un par de cuadras antes de llegar al cementerio que los perdimos de vista y no volvimos a toparnos con ellos por el resto del día.

Alexia estaba cansada de repetir esa tarde, ya tenía suficiente con todas las veces que se lo había contado a sí misma. El gato muerto, el fantasma alicaído, los cadáveres putrefactos, la idea desestimada de huir lejos, el cansancio en los pies, el sillón duro del salón y el silencio. La historia de Helena era la misma, aunque depurada de todo sentimiento.

—Dígame si entendí bien —dijo Mala pensativa—. Usted afirma haber pasado todo el tiempo con Alexia Graf, sin perderla de vista.

—Sí.

—Entonces, ¿cómo explica que la nueva Maestra la haya visto dentro de la Academia en el mismo momento en que, según dice, ella estaba con usted a unos cuantos kilómetros de aquí?

—No me corresponde a mi explicarlo... pero lo único que se me ocurre es que Elisa mintió en su declaración.

Un murmullo recorrió las gradas. Elisa permaneció petrificada en su asiento, echó una mirada disimulada hacia arriba para ver la reacción de la gente.

Alexia deseaba saltar la valla y cerrar la boca de Helena para que no se hundiera más todavía, pero ella también se quedó inmóvil en su silla.

—Esas son acusaciones muy graves —advirtió La Flaca.

—No presencié nada relevante esa noche. —Helena hablaba muy rápido—. Aún así tengo mucho para decir, cosas que no ví, pero que sé porque Elisa me las contó. Verdades que ella no va a declarar aquí, ante ustedes, porque no le convienen.

—¿Cuáles son esas verdades, querida? —preguntó Didi.

—Ella planeaba matar a Bina. Tenía cómplices y ejecutores. Se reunía con ellos con la fachada de un grupo de investigación.

—¿Todo eso bajo la mirada de Bina? —inquirió Mala arqueando las cejas.

—Sí. Incluso trató de involucrarme a mí en él después de un incidente que tuve con Bina.

—¿Se refiere al día en que atacó físicamente a la Maestra durante una clase?

—Eh... sí. —Helena también era consciente de lo mal que sonaba—. Y yo me negué a participar, por supuesto.

Los dedos de Helena tamborileaban sobre la madera del atril. A pesar de solo verle la espalda, Alexia sabía que estaba nerviosa.

—Elisa fue a ver a Bina ese día, acompañada de su séquito. No sé quiénes, pero fueron dos más. Iban a envenenarla...

—El cuerpo presentó puñaladas.

—Algo les pasó. No sé qué, pero torció sus planes y las cosas terminaron como terminaron. Al final fue ella misma la que denunció el asesinato.

—Ya que sabe tanto, explíquenos cuál es la razón lógica para que una bruja de tanto renombre cometa semejante delito —espetó Mala.

—¿Poder? ¿Justicia? ¿Acabar con la desidia de Bina? No sé en qué creer...

—¿Cómo conseguiste esa información? —interrumpió La Flaca.

—Ella me lo contó. Lo tengo grabado en mi teléfono. —Helena sacudió en el aire el aparato.

—¿Así, sin más? ¿Sin que estés implicada en este grupo que describes?

—Sí... En realidad, no fue una conversación en igualdad de condiciones. Me refiero a que quizás yo me impuse mediante técnicas un tanto... perniciosas.

—¿Qué significa eso?

—La obligué a que me cuente la verdad.

—¿Cómo? ¿Con amenazas?

—Algo así. —Era un desastre, estaba encerrándose sola. Eso era lo que su padre había intentado evitar.

—¿Y cómo sabe que es la verdad? Bien podría ser un invento, una historia que le contó para que usted cesará en su accionar.

—No fue así.

—Preguntémosle —sugirió Didi.

—El Tribunal pide la intervención de la Maestra Elisa Roemmers para ser cuestionada —dijo La Flaca.

Elisa se puso de pie en señal de que estaba dispuesta a colaborar.

—¿Qué tiene para acotar, Maestra?

Elisa sonrió antes de decir:

—No tengo idea de qué está hablando.

—Les he dicho que lo tengo grabado —dijo Helena subiendo el tono de voz—. Tienen que escucharlo.

Apretó el botón para encender su teléfono, sin embargo, la pantalla no dio señales de vida. Lo soltó y lo volvió a apretar. Esta vez lo sostuvo por más tiempo que antes y el resultado fue nulo.

—¿Algo anda mal? —preguntó Mala.

—No entiendo por qué no se enciende. —Volvió a intentarlo.

A Elisa, que no le sacaba la vista de encima al teléfono, se le dibujó una sonrisa aún más ancha en la cara.

—No tenemos todo el día para esperar a que esta chica encienda un aparato defectuoso.

—Si no tienes tus pruebas, tendremos que continuar...

—No entiendo para qué me hacen hablar, si no tenían interés en escucharme desde el principio —masculló Helena. Su reacción la sorprendió tanto como a Alexia.

—Shhh —la mandó a callar Didi.

«Ese es el mejor consejo que se le puede dar», pensó Alexia.

—Gracias, Helena. Hemos terminado. Puedes volver a tu lugar. —La Flaca no le dio tiempo a replicar y continuó—: Gracias, Maestra.

—Gracias por escuchar —respondió Elisa y volvió a sentarse.

A Helena no le quedó más remedio que regresar sin protestar a su asiento. Cuando volteó, Alexia notó que su cara cansada llevaba una expresión de total decepción.

—Lo siento —murmuró al pasar frente a ella.

Alexia volvió a mirar los zócalos del suelo como si estuviera en penitencia. La atosigaban la cantidad de cosas pasaban por su cabeza al mismo tiempo. No conseguía sentir lo que creía que debía estar sintiendo, tampoco estaba segura de si eso era bueno o malo.

—Ahora, que pase la aprendiz Alexia Graf.

Ni bien La Flaca terminó la frase, Mala comenzó a envolver la foto con sus hilos negros. Alexia se aseguró de que todo estuviese hecho antes de que los hilos cubrieran por completo su imagen.

—Adelante —insistió Didi, haciéndole señas para que despegara el culo de su asiento.

Alexia se puso de pie y caminó por el silencio de la sala hasta su lugar en el atril. Allí, en el centro mismo del recinto, parecía que toda la gente alrededor se iba a precipitar sobre ella la sepultarían en cualquier momento. Las tres figuras en el estrado eran mucho más amenazadoras vistas de cerca. Le pareció que le dedicaban la misma mirada que su padre, la misma que Colman y Bina. La odiaban tanto como ellos. Ni siquiera la semi sonrisa de Didi servía para esconderle su desprecio.

—Bueno, empecemos. ¿Dónde estaba al momento de la muerte de la Maestra Bina?

Alexia la miró y no encontró la forma de responder esa pregunta. Todas las cosas que habían sucedido se mezclaban en su mente. Se sentía presionada por el mutismo de la sala, expectante a cada palabra que dijera.

—Saltémonos todas esas preguntas estúpidas —dijo al fin. Intentó aparentar seguridad aunque la voz le falló. Quería terminar con eso antes de perder el control de sus nervios.

—¿Cómo? —inquirió La Flaca desconcertada por el atrevimiento.

—Yo fui quien mató a Bina.


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