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Capítulo 34: Lo que pasó ESE día


Contuvo la respiración hasta que salió despedida fuera del agua. Creyó haber dado unas cuantas vueltas dentro del lago antes de atravesar de lleno el espejo receptor. El mareo hizo que cayera al piso. Sus cabellos mojados se le pegaron a la cara y le impedían ver cualquier cosa e incluso respirar. No fue hasta que intentó liberarse de la maraña que se dio cuenta de que todavía conservaba el cuchillo en una mano y al pobre gato en la otra. Soltó al gato que rápidamente se escondió detrás de su cuerpo.

Con una mano liberó su cara de los cabellos y se secó las gotas de agua que se le enredaban con las pestañas. Lo primero que vio fueron los listones de madera rojiza del piso. Esa no era su casa. Levantó la cabeza y se le cayó la mandíbula al reconocer donde estaba. La puerta corrediza cerrada, las cortinas bronce, los sillones bordó, la mesa ratona, el corazón, el bar, los cuadros, las brujas danzando en el aire tan desnudas y brillantes como siempre, y Aradis dedicándole una mirada piadosa al bulto negro en el suelo, que era Alexia, pero que también eran todas las otras brujas del Círculo.

El salón de la Academia resplandecía a la luz naranja, pronta a convertirse en crepúsculo, que se colaba por la ventana. Intuyó que había algo raro allí, algo que no cuadraba pero estaba tan confundida y desesperada que no fue capaz de decir qué.

Su corazón no se tomaba descanso y ahora palpitaba más rápido que nunca antes. Estaba temblando de frío. Si no hubiera estado empapada en agua helada, habría notado que en realidad hacía un calor de morirse. Pero su mente no estaba congelada. Los pensamientos se agolpaban y se atropellaban entre ellos impidiéndole concentrarse en lo esencial. Respiró hondo una, dos, tres veces e intentó vaciar su cerebro antes de comenzar a repasar los hechos.

Estaba tirada en el medio del único lugar donde no debía aparecer, todo por ser una estúpida y andar pensando en la maldita de Bina en lugar de seguir las reglas del hechizo. «¡Qué idiota!», pensó. Se contuvo de insultarse a los gritos, porque si lo hacía, alguien acudiría, abriría esa puerta y la vería... La vería con un cuchillo en la mano y la cara desencajada, regresando a la escena del crimen tal como lo hacen los asesinos de los programas de true crime. Acabaría por obtener el pase rápido a la hoguera si no salía de allí rápido.

Se puso de pie y volteó para cerciorarse que el gato la seguiría. Permanecía enroscado en una bola negra semi raquítica temblando de frío.

—Siento todo esto —se disculpó—. Esta es la última parada, lo prometo.

Un chirrido y el ruido de la puerta moviéndose sobre el riel le pusieron los pelos de punta. Se giró en redondo. El pánico se le salía hasta por los poros incluso antes de saber quién estaba parada en el marco.

—¿¡Qué carajo haces aquí!? —le espetó Elisa.

La miró de arriba a abajo. Alexia enroscó sus manos y el cuchillo en la capa antes de que los ojos de Elisa llegaran hasta ese punto. Para su suerte, no lo vio y su mirada continuó su camino hasta los pies de Alexia donde la capa de bordes raídos goteaba sobre la alfombra los restos del lago que se había llevado consigo hasta la Academia.

—¡Y estás arruinando la alfombra! —El alarido salió de su boca a tiempo que se agarraba la cabeza.

La desconcertada Alexia frunció el entrecejo al escuchar el reclamo sobre la alfombra. Una gota de agua se deslizó por un mechón de su cabello y le cayó sobre la nariz magullada. Se restregó los ojos porque la luz todavía le molestaba a la vista. En cuanto lo advirtió, se estremeció. La noche ahora era día y, para Elisa, ella solo era un peligro para la alfombra.

Sentía que pronto se asfixiaría, por lo que abrió la boca para tomar aire y emitió un siseo que Elisa confundió con la intención de formular alguna palabra.

—¡No quiero escuchar tus excusas! Ponte decente y vete al cementerio, ahora —le ordenó mordaz—. Sigue a tus compañeros. Más te vale que esta vez traigas algo en lugar de irte a vagabundear o cuando vuelvas te voy a obligar a limpiar esto con la lengua.

Estaba en ese día. Otra vez en ese día. Dudaba si aquello era bueno o malo, pero el hecho de que el peso asfixiante en su pecho se había aflojado, la hizo pensar que si andaba con cuidado aún no corría un gran peligro. Lo mejor era seguirle la corriente a Elisa, tenía que «ponerse decente» para poder huir de ella.

Le intrigaba saber qué era lo que ella estaba viendo. Se preguntó si tendría magulladuras notorias en la cara o si todavía le sangraba la nariz, si Elisa se había fijado en alguna rasgadura de la ropa o en las manchitas de sangre en el escote de su buzo. Probablemente no notó nada de eso, de otro modo lo hubiera declarado en el juicio. Elisa solo percibió que estaba sucia, mojada, con olor a alcantarilla, con la mirada perdida como en un trance asesino, secundada por un gato misterioso que de seguro no era suyo, no podía serlo, era imposible que lo consiguiera...

Elisa no estaba viendo al gato aún, pero en el momento en que Alexia avanzara, lo dejaría al descubierto. Elisa se estiraría para verlo esconderse entre los pliegues de su capa o el gato fallaría y se dejaría descubrir. Podía cambiarlo, todavía podía hacer que se fuera antes de tener que dejar la sala.

—¿No me escuchaste? —inquirió moviendo la mano frente a sus ojos petrificados para regresar su atención hacia la escena—. Sal de aquí.

Alexia no sabía qué responderle, ni qué decir para que la dejara sola, de modo que asintió y dejó escapar un balbuceo que tenía la intención de ser un «Sí».

Elisa no se movió ni un centímetro, mucho menos le sacó los ojos de encima. Alexia avanzó con las manos bien enroscadas en la capa. Temía que al estar a su alcance, le agarrara el brazo, la sacudiera y dejara al descubierto el cuchillo. Entonces la habría enterrado un poco más con su declaración.

Agachó la cabeza al pasar a su lado, para que no pudiese ver los detalles de sus magulladuras o algún rastro de sangre en su nariz. La vigiló de reojo, solo por si acaso. Elisa dio tres pasos hacia atrás para que el agua que chorreaba de Alexia no tocara su pulcra falda negra y sus zapatos de tacón. Podía sentir el olor a pescado que desprendía y no se le pasó por la cabeza la idea de entrar en contacto con ella.

Alexia salió del salón y subió las escaleras con cautela, procurando no hacer demasiado ruido. Ese no era su tiempo, hasta sentía que no era su mundo, es por eso que andaba con tanta prudencia.

Al llegar al segundo piso, se encaminó hacia el que había sido su cuarto. Era mejor hacer lo que Elisa esperaba por si ella todavía estaba vigilándola. Su habitación era la última del largo pasillo de la derecha, la más lejana e inaccesible de la casa. Alexia caminó entre las puertas cerradas que pertenecían a los demás aspirantes. No había ninguna ventana por lo que la luz llegaba allí de un modo extraño a través de un par de claraboyas con vidrios amarillos, lo que le daba una sensación calida a la penumbra. Llegó a su puerta, más oscura que las demás y, sin liberar sus manos de la capa, dio dos golpecitos sutiles, por si acaso. Nadie respondió a su llamado por lo que giró el picaporte y se deslizó dentro de la habitación vacía.

Agarró la silla del tocador y la colocó de modo que trabase la puerta. Soltó el cuchillo sobre su escritorio y comenzó a caminar de aquí para allá, de un lado a otro, en círculos hasta que las piernas agarrotadas empezaron a temblar otra vez y la obligaron a detenerse. Podía pensar lo mismo parada que dando vueltas como una maniática.

Debía irse, lo sabía. Tenía un espejo en frente para hacerlo, salir pitando de ahí antes de cagarla. Lo sabía, entonces, ¿por qué dudaba?

Elisa había insistido demasiado en que se fuera y Alexia no quería darle el gusto. ¿Sus intenciones habrán sido sacarla de en medio para poder asesinar a Bina tranquila? Por más que no lo admitiera del todo, Helena estaba convencida que todo había sido parte de su plan. Si era así, el asesinato ocurriría. ¿Cuándo? ¿en las próximas horas quizás? Con seguridad antes del anochecer. Alexia miró el reloj colgado en la pared, eran las siete y cincuenta y seis. Tenía que apresurarse a decidir.

Sin darse cuenta, volvía a ir y venir a los pies de la cama. En uno de esos giros se topó de nuevo con el espejo que usaba para visitar a Helena. Podía cruzarlo y regresar a su tiempo, volver a casa, quitarse toda esa mugre, curarse las heridas y descansar. Pero si se iba, ¿realmente sanaría? No le sorprendió que la respuesta sea «no». Entonces, ¿por qué mejor no advertirle a Bina y cambiar el futuro? Solo tenía que animarse a entrar en las habitaciones de la Maestra y hablar. Pero... ¿la escucharía? No. Por más que fuera la Alexa del futuro y supiera todo lo que estaba por suceder, seguía siendo Alexia. Bina no le daría crédito a sus palabras. Y, de todos modos, si ella no la escuchaba, ¿por qué dejar que muriera así, sin más? ¿por qué debía privarse de golpearla en la cara? Nunca volvería a tener esa posibilidad. Cerró su mano en un puño imaginando que la tenía en frente y dio un respingo ante la punzada de dolor.

Antes de salir de la habitación se acomodó el cabello mojado casi lacio. Sacó una de las toallitas desmaquillantes del cajón del tocador y se la pasó por la cara y el cuello para quitarse la sangre y el barro que se le había pegado al meterse al lago. Le hubiese gustado sacarse la ropa mojada, pero no podía permitirse dejarla allí y extraviarla en el tiempo; sobre todo perder la capa, que ya se arrepentía de haber rasgado. 

Se miró al espejo y respiró profundo tres veces antes de volver a agarrar el cuchillo de carnicero.

No le quedaba más por hacer. Para bien o para mal, tenía que enfrentarse a Bina.

Salió al pasillo desierto y avanzó lentamente. Una parte de ella la tiraba hacia atrás, de vuelta a la habitación, aún cuando su mano temblorosa giró el picaporte y abrió la puerta de la habitación de Bina.

No hizo falta buscarla con la mirada, lo primero que vio al entrar fue la figura de la Maestra frente al ventanal que daba al balcón, recortada sobre el cielo anaranjado del atardecer. Estaba de espaldas a Alexia, contemplando el exterior. Llevaba suelto su cabello lacio y blanco que le cubría la mitad del cuerpo. Tenía puesta una de sus túnicas negras que le confería la misma forma que un poste.

El gato de Bina, escondido entre los almohadones del sillón, profirió un gruñido en la dirección de Alexia. Solo eso bastó para que Bina girara la cabeza y le mostrara su perfil aguileño al tiempo que la miraba por sobre su hombro con aquellos ojos blancos lechosos que infundían temor. Soltó un bufido cuando la reconoció y volvió a girar la cabeza.

—¿Que te hizo pensar que puedes meterte aquí sin invitación? —dijo en un tono de lo más tranquilo, pero que en el fondo denotaba irritación.

El simple sonido de su voz le había dado escalofríos otrora y lo esperable era que, esa tarde, su presencia la inquietara como mínimo. Había visto a aquella mujer masacrar sin mover un dedo. Debía tenerle miedo. ¡Claro, que debía temer! Pero sus reacciones parecían estar totalmente desfasadas.

—Vengo a decirle que...

—¿Y eso te parece razón suficiente para interrumpir mi actividad contemplativa?

—...va a morir hoy.

—¿Es otra de tus predicciones?

—No exactamente.

—Lárgate. —Volvió a echarle otra mirada—. Vas a ensuciar mi alfombra.

—¿Lo único que les importa son las alfombras?

—Me interesan las cosas relevantes, no las estupideces que vienes a decirme, niña. Vete rápido que espero visitas.

Alexia se rió. Un sentimiento se le cruzó por la cabeza. Se lo pensó dos veces antes de ponerlo en palabras:

—Voy a ser tan feliz cuando seas un cadáver —murmuró. Era una mentira, pero Bina no tenía cómo saberlo.

—Lárgate.

—No es lo único que tengo para decir. También tengo preguntas.

—¿Preguntas? —Bina soltó una carcajada burlona—. Como si yo fuera a responderlas.

—Lo vas a hacer porque esta es la última oportunidad que tengo para entender. ¿Por qué mataste a mis padres?

La pregunta tomó por sorpresa a Bina que volvió a girar un poco para mirarla de arriba a abajo. Sus ojos se abrieron como platos cuando vio al gato de Alexia escondido entre su capa.

Las miradas de ambas se encontraron y Alexia sintió como los incisivos iris blanquecinos de Bina se adentraban en su mente. Pensó en el recuerdo que le mostró Aradis, como le salió, a fragmentos desordenados, y quedándose fijada a las secciones que le habían resultado más dolorosas.

—¿Quién lo hubiese dicho? —comentó Bina para sí y volvió a darle la espalda.

—Respondame. ¿Por qué ellos?

—Porque tu padre quería atacarnos de alguna forma delirante y tu madre le daría toda la información que tenía sobre el Círculo a voluntad o no. Él era una persona tan desagradable.

Alexia no replicó. «Desagradable» le parecía hasta un adjetivo demasiado liviano para describir a su padre.

—Mi madre...

—Abrió la boca más de una vez. ¿No ves por qué no puedo permitir que se vayan del Círculo?

Alexia estrujó el mango del cuchillo hasta que las lágrimas se le saltaron por el dolor.

—¿Eso es todo? ¿Nada más? —dijo mientras negaba con la cabeza—. Entonces, ¿por qué Halia? Fue sumisa hasta la muerte... e incluso después de ella.

—¿Qué más quieres que te diga? —Bina se encogió de hombros—. Porque puedo.

La liviandad con la que lo dijo enfureció a Alexia. Tuvo que apretar los dientes para no empezar a gritarle como una loca.

—Te odio —dijo al fin en un murmullo inentendible mezclado con un par de lágrimas.

—¿Y qué es lo que vas a hacer? ¿Intentar matarme?

—Te detesto —dijo Alexia casi gritando por lo que tuvo que esforzarse para calmarse—. Arruinaste mi vida.

—¿Arruinar? Deberías agradecérmelo. Te saqué de encima a un idiota maltratador, te abrí mi casa y te presté mi conocimiento.

—Ahora quieres que crea que te preocupas por mí.

—Solamente estoy señalando los hechos. Podría haberte matado a ti también esa noche, pero no lo hice. Si eres algo en esta vida es gracias a mí.

—Soy... como usted. Yo también puedo...

—¿Como yo? Eres tan patética que hasta logras hacerme reír. No tenemos nada en común.

Alexia observó su espalda por un rato mientras dejaba de llorar y se secaba las lágrimas con la manga.

—¿Por qué no volteas? —preguntó.

—No voy a cederte mi momento de contemplación.

—Sabes quién viene a matarte, lo has visto, ¿no?

—¿Qué te tomaste? Nadie va a matarme. Qué estupidez.

—¡No lo ves! —dijo Alexia casi emocionada después de pensarlo un segundo—. No ves el futuro. —De repente una pieza encajó en su lugar—. No puedes. Es por eso que lo desestimabas en las clases

—Como ya lo dije, es una habilidad inservible con la que solo gente mediocre como tú puede perder el tiempo.

—No sabes...

—¡No hay nada que yo no sepa! No se trata de saber o no...

—Entonces dime, dime qué sucederá. Me parece que no logras ver con claridad. Inútil. Es que no te esfuerzas lo suficiente y si así fuera, igual no lograrías nada, estúpida.

Las manos de Bina se cerraron en un puño.

—No se puede saber todo. —ladró Bina—. No mientras ella no lo quiera así.

—¿Ella? —Alexia jugó la carta del desconocimiento, le salía bien—. ¿Quién?

Bina exhaló una carcajada forzada.

—Aún sabiendo su nombre no la conoces. Inservible e imbécil. Tú nunca cambiarás, ¿verdad, Graf? No tienes voluntad de progreso. Ni tacto para cerrar la boca a tiempo.

Bina tanteó alrededor de su cuello hasta encontrar la cadena del collar del Círculo, acto seguido, empezó a enroscarla. Los eslabones hacían «clic» a medida que se iban encontrando unos con otros. No se detuvo a pesar de la presión en su cuello, siguió enroscando mientras sonreía. No volteó a ver, sabía muy bien lo que sucedía a su espalda, cómo la piel se ponía violeta alrededor del collar de sus víctimas y se extendía hacia arriba a medida que pasaban los segundos. A pesar de no escuchar que Alexia emitiera sonido alguno, imaginó que ella trataba de implorar piedad y, en lugar de súplicas, de su garganta solo salían unos quejidos asfixiados. Imaginó como su boca se abría en busca de aire y como sus ojos desorbitados vagaban por la habitación. Imaginó sus manos aferradas al metal ceñido intentando, por todos los medios, romper la cadena para liberarse.

—Ni siquiera te atreves a mirarme mientras intentas matarme —dijo la voz de Alexia junto al oído de la Maestra.

Bina llegó a darse vuelta justo antes de que la chica le enterrara el cuchillo en el cuello. A pesar de que Alexia empleó todas sus fuerzas, la hoja penetró a medias en la carne. Arrancó el cuchillo de un tirón y fue como si hubiera destapando una canilla de sangre. Bina alargó su mano hasta los cabellos de Alexia y tiró de ellos para intentar evitar que volviera a apuñalarla, pero ella le pegó un empujón. No sintió dolor alguno cuando la garra de Bina le arrancó un mechón de pelo. Enterró el cuchillo en el abdomen de la Maestra con poca precisión, pero con la suficiente fuerza como para que se desplomara.

En la cara de Bina apareció una sombra que Alexia no había visto nunca antes, la sombra del miedo y de la certeza de que iba a morir al fin. La Maestra llevó sus manos a la empuñadura del cuchillo. No intentó sacarlo sino que parecía envolverlo para que Alexia no pudiera tomarlo de nuevo. Un hilo de sangre comenzaba ya a asomarse entre sus labios arrugados.

Alexia se precipitó sobre ella y le clavó las uñas en el dorso de las manos. No fue necesaria demasiada fuerza para sacarlas de en medio. Cuando extrajo la hoja de su estómago, Bina escupió más sangre sobre el brazo a Alexia. En lugar de asquearse, ella le sonrió y enterró el cuchillo una y otra y otra vez hasta que la sangre dejó de fluir de las heridas porque sus venas se habían secado por completo.

—Me obligaste a odiarte. Me obligaste... Tú... me obligaste —murmuraba una y otra vez mientras le asestaba una puñalada tras otra—. Me obligaste... Me obligaste a matarte.

No paró hasta que fue conciente de que estaba convirtiendo en picadillo el pecho de Bina.

A medida que el cuerpo se había drenado de la sustancia vital, se achicharró. Las extremidades se encogieron y toda la carne que rodeaba los huesos se consumió en un instante, al igual que la del torso y la cara. La piel arrugadisima se ceñía a los huesos en algunas partes y en otras colgaba como si no fuera más que un pedazo de cuero suelto tirado sobre el cadáver. En la cabeza le quedaban tres pelos blancos y estaba igual de arrugada que el resto del cuerpo. Su cara era casi una calavera: la nariz achatada y rugosa y los labios contraidos sobre los pocos dientes que se mantenían unidos al cráneo. Lo único que no había cambiado eran sus dos globos oculares blanquecinos que parecían un par de bolitas de vidrio más que un componente de ese cuerpo perecedero. Sobresalían de las cuencas hundidas y parecía despegadas del resto la cabeza. Eso era aquello por lo que todos se preocupaban: dos esferas inmortales llenas de niebla.

Alexia se agachó, agarró ambos ojos, uno con cada manos y tiró de ellos. Se escuchó un leve ruido a desgarro al separarlos de lo que quedaba de Bina. Pesaban más de lo que esperaba y se sentían viscosos al tacto, aunque eso probablemente haya sido porque sus manos estaban llenas de sangre. No había imaginado nunca tenerlos en su posesión, pero cómo no tomarlos ahora que estaban a su alcance, cómo dejar pasar la oportunidad.

Los guardó en el bolsillo y le echó una ojeada a la habitación. Su propio gato, imperturbado debajo de la mesita de café, se lamía una pata para limpiarse la sangre. Sobre el sillón, estirado entre los almohadones, yacía el gato de Bina, igual de muerto que ella. El animal no había intentado atacarla, sino que se debió de limitar a observar su inminente final.

Algunas gotas rojas habían saltado hasta las paredes blancas y los muebles cercanos. El mar de sangre inundaba la alfombra y se le adhería a su ropa pegajosa y maloliente. En su centro, el cadáver raquítico parecía estar a punto de hundirse. Le resultaba increíble que aquella cosa raquítica hubiera inspirado miedo alguna vez.

Recién ahí, mientras observaba el desastre y la adrenalina se disipaba, Alexia se dio cuenta que todo ese tiempo, a pesar de que lo negara hasta el hartazgo, la asesina de la Maestra había sido ella y nadie más; y que, por primera vez después de meses, no se sentía del todo mal con el papel que le tocó.

Aquella cáscara vacía acurrucada en el suelo no le provocaba nada más que asco y una sensación de triunfo que aparecía entre el odio que siempre le había tenido.

—Son las leyes de la vida, Bina —dijo por si su espíritu permanecía por allí para escuchar—, por fin has retornado a ellas.

Fue entonces que recordó que el Conocimiento no sería lo único que se llevaría ese día. Revolvió entre la tela de la túnica de Bina, le fue difícil distinguir al tacto entre los huesos y la Mano de Gloria. Tocó una protuberancia en un costado del torso, de forma extraña y demasiado grande para ser parte de su cuerpo. Le costó encontrar el bolsillo interno escondido que guardaba la Mano.

La sacó y la sostuvo por el cordel atado a los dedos. Estaba igual de achicharrada que en su visión, solo que esta tenía unos manchones de sangre sobre la piel grisácea. La limpió con una parte de la capa mojada pero libre de sangre. Mientras lo estaba haciendo, cayó en la cuenta de que era una idea terrible, ahora la Mano tendría olor a pescado por un buen tiempo.

Seguía frotando la sangre cuando oyó un ruido en el pasillo. Se quedó muy quieta tratando de descifrar de dónde venía el golpeteo de los zapatos sobre la madera del piso acompañados por un par de voces ininteligibles.

«Bina esperaba visitas», pensó. «Tengo que escapar de aquí o me encontrarán... No, no había sucedido así, ¿verdad?».

Miró a su alrededor en busca de una salida que no fuese el balcón. En la habitación había dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda. Debía elegir con la certeza de que, cualquiera que fuese su elección, sería la correcta.

Le echó un último vistazo a ambas, corrió hacia la derecha y cerró la puerta tras de sí. Lo primero y único que vio dentro del baño de Bina fue el espejo rectangular del botiquín sobre el lavamanos. Abrió una de las puertecillas y revolvió las cosas que había dentro en busca de un lápiz delineador o un labial, pero lo único que encontró fue un pote de crema hidratante. Lo sacó y empezó a embadurnar el espejo preguntándose cómo se metería allí dentro.

Escuchó el ruido del pestillo al destrabarse y el rechinar de la puerta abriéndose. El par de voces abandonó la conversación que mantenían y permaneció en silencio.

—Parece que se nos han adelantado —la voz de Julia le llegó desde el otro lado de la pared.

—Cierra la puerta —ordenó Elisa—. Esto está muy mal.

Alexia se sentó sobre el lavabo y alzó en brazos al gato mientras le suplicaba sin palabras a aquel trozo de porcelana que no se rompiera bajo su peso. Consiguió pararse a pesar de que sus pies se apoyaban inseguros sobre la superficie cóncava. Se sostuvo con una mano del borde del botiquín debatiéndose cuál era la mejor forma de pasarlo.

—No tiene ojos —dijo Julia horrorizada—. Se los llevaron.

—No es posible. —La voz de Elisa sonaba histérica.

—Hay huellas.

Alexia oyó pasos rápidos que se acercaban. Tenía que apurarse. Pensó en su cuarto y en el 12 de julio de 2022, se esforzó en visualizarlo a detalle. Lo último que escuchó antes de echarse de cabeza dentro del espejo no fue la puerta del baño abriéndose ni a Elisa quejándose; sino algo que bien podía ser una visión del futuro o un recuerdo muy vívido, el susurro claro de la voz de Helena diciendo:

—...Que el fuego te sane y el viento te aleje...

Cayó de cara sobre el piso de madera en la oscuridad de un cuarto que podría haber sido cualquier cuarto, no obstante, Alexia decidió confiar en que era el suyo.

Trató de sentarse en el suelo pero la cabeza le daba vueltas y tuvo que permanecer tirada para evitar caerse. Abrazó al gato que se había echado a su lado, y enterró su cara en el pelaje suave.

—Estoy muy cansada —murmuró.


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