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Capítulo 32: Aquello de lo que no se habla


Claudia guardaba los bolsos preparados debajo de la cama, listos para cuando reuniera valor o debiera salir huyendo. Las cosas que había puesto dentro eran su única certeza, sobre lo demás no tenía idea. No sabía dónde iría, no sabía si dormiría en la calle o si terminaría en una pensión de mala muerte, no sabía si conseguiría robarle a su marido un poco de dinero o si tendría que pedirle prestado a su madre, no sabía si sería así por un tiempo o por el resto de su vida, no sabía si debía llevarse a Alexia o entregársela al Círculo. Todas esas dudas la agobiaban. Se suponía que un adulto no debería sentirse de ese modo, que debía tener seguridad, certezas, una vida construida, no un par de bolsos debajo de la cama.

Alexia la vio esconderlos y cerrar la puerta del cuarto antes de bajar a cocinar la cena. Ella estaba segura de que se iría sola en cualquier momento, quizás después de que todos en la casa se durmieran. Ese era el camino para que ella terminara tirada en la casa de la abuela y criada por su tía que no tenía intenciones de cuidar a una niña. Sin embargo, cómo había muerto su madre continuaba siendo una incógnita. Se le cruzó por la cabeza que tal vez, solo tal vez, ella no estaba muerta y todo había sido una mentira, por eso nadie hablaba de ello. La reconfortaba pensar que podía estar viva en algún lugar mejor que Mistrás y quizás no era tan miserable.

Observó a Claudia picando cebolla y tomate y metiéndolas en una olla para después ponerse a amasar. Se le revolvió el estómago al sentir el olor a salsa que emanaba la olla en el fuego. Iba a hacer pizza, la comida favorita de medio mundo y que ella, por algún motivo, odiaba.

Claudia ya había cocinado la masa y le estaba poniendo la salsa y el queso cuando su padre apareció. Llevaba una bolsa blanca grande en la que se marcaban los bordes de una caja. Por primera vez, no se le notaba la irritación en el rostro, al contrario, parecía bastante animado.

—El maldito está contento —comentó Alexia al aire—. De seguro lloverá.

—Buenas —saludó.

—Oh, hola.

—Traje una sorpresa para Alexia.

—¿Ah sí? —preguntó Alexia—. ¿Esa es tu forma de pedir perdón o qué?

—¡Alexia! ¡Baja! —gritó su madre en dirección a la escalera—. ¿Qué le compraste?

—Un auto...

—¿Así de grande?

—Con todo tienes problemas.

El semblante que a Alexia le daba miedo asomó en su cara, pero no llegó a aparecer del todo porque Claudia se apresuró a decir:

—Lo digo porque debe ser muy lindo. —Le echó un vistazo al horno para comprobar si el queso se había derretido ya—. ¡Alexia! Ven que ya vamos a comer.

—Tiene control remoto y esas cosas que le gustan a los niños.

—De seguro le agradará. Voy a buscarla. Siéntate que ya va a estar lista la comida.

Para cuando Claudia volvió con la pequeña Alexia a rastras, el hombre ya estaba acomodado en su silla en la cabecera, con la caja escondida debajo de la mesa.

—Sorpresa —dijo él sacando la caja de la bolsa y descubriendo el auto rojo brillante dibujado en ella.

La niña esbozó una expresión temerosa antes que cualquier cosa y después le mostró una sonrisa tímida.

—¿Para mí? —dijo y se le acercó con cautela.

—Sí, era lo que querías, ¿no?

La pequeña Alexia asintió y tomó la caja. Él le devolvió la sonrisa; ese gesto desentonaba en su cara y hacía dar la sensación de que había algo fuera de lugar en ella.

La pequeña Alexia permaneció en la cocina solo para comer una porción de pizza a la velocidad de la luz y después desapareció junto con su auto. Sus pasos empezaron a escucharse a lo lejos, corriendo detrás del runrún del auto y todavía se oían cuando sonó el timbre en el living.

—¿Quién será a esta hora? —preguntó Claudia.

—Algún desubicado.

Su padre fue a atender y tanto Alexia como Claudia lo siguieron. La niña pasó corriendo y jadeando por al lado de su madre, traspasó a Alexia y se perdió por el pasillo.

Cuando volteó a ver hacia la puerta, Alexia pegó un salto. Por encima del hombro de su padre, divisó la cabellera blanca y lisa que enmarcaba una cara igual de pálida y un par de ojos salvajes sin iris. Bina estaba allí, debajo del marco de la puerta, tan viva y nívea como siempre.

—Mierda —dijo Alexia atónita. Era como ver un fantasma, uno aterrador.

—¿Quién es usted? —preguntó su padre hoscamente.

Bina lo ignoró y se dirigió directamente a la madre de Alexia.

—Claudia, ¿no vas a invitarme a pasar?

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Alexia al oír aquella voz filosa y ronroneante.

Antes de que el hombre, claramente molesto, pudiese quejarse, Claudia le puso una mano en el hombro y tiró de él para que le dejara el paso libre a Bina.

—¿Quién te crees...? —comenzó a decir el hombre antes de que su mujer le pegara un codazo disimulado en las costillas.

—Pase, Maestra. —Claudia estaba tensa y le temblaba el labio inferior.

Bina avanzó despreocupada a tiempo que escrutaba la sala de estar. Sin pedir permiso, se sentó en el sofá con las piernas cruzadas y su gato trepó el sillón para ubicarse junto a ella. Hizo un gesto con la mano y en el acto apareció volando el vaso del vino que el hombre había estado bebiendo con la cena.

—Podría ser mejor —dijo después de oler la bebida y tomar un trago pequeño.

Como Bina siguió bebiendo y no parecía tener intenciones de comenzar a hablar, el padre de Alexia dijo:

—¿Por qué está en mi casa?

—Claudia, ¿por qué es tu perro guardián el que me está hablando y no tú?

—Cállate —susurró ella, como si bajando el volumen de su voz Bina no fuese capaz de oírla—. ¿Qué vino a hacer aquí?

—Ciertamente no vine a conversar demasiado.

Claudia tragó saliva y permaneció en silencio.

—Ves, no tengo nada que explicar —dijo Bina—. Me esperabas... te lo advirtieron. —Negó con la cabeza—. Una ya no puede esperar nada de sus súbditas.

Mientras Bina comentaba los pensamientos de Claudia, el padre de Alexia contemplaba la escena sin lograr comprender.

—¿De qué carajos está hablando esta vieja rara? ¿y cómo se atreve a pisar mi casa?

—Te he dicho que hagas silencio —vociferó Claudia más temerosa que enojada.

—No puedo creer que nos dejaras por este idiota.

—Fue un error.

—Vas a abandonarlo.

—¿Cómo? —el cuerpo del hombre se tensó—. Tu no pensabas escaparte de mí... —Sus labios continuaron moviéndose, pero de ellos no salió sonido alguno. Su boca y los músculos de la cara fueron perdiendo movilidad hasta paralizarse por completo. Después, los labios se le pegaron y una película de piel los unió como si fueran dos pedazos de metal soldados para siempre.

—Mucho mejor. No me sorprende que quieras irte.

Claudia observó al hombre alarmada mientras pensaba qué era lo mejor que podía hacer. Al final dijo:

—No solo deseo irme de aquí... Quiero volver.

Bina enarcó las cejas levemente, sorprendida.

—Todo este tiempo en el mundo de los ignorantes de la magia me ha hecho ver que no pertenezco a ellos. He cometido un error, el peor de toda mi vida. Me he pasado estos años rodeada de personas que me odian por lo que soy. Dejé que me denigraran y pisotearan, le hice caso cuando me prohibieron usar magia... —Bajó la voz y murmuró—: Usted tenía razón: soy débil, por eso ha pasado esto. Los ignorantes han hecho de mí lo que quisieron.

Bina asintió con la cabeza en un gesto comprensivo. Se levantó del sillón y caminó hacia la mujer mientras movía la copa de forma circular y el vino se agitaba en su interior.

—Por favor, Maestra —continuó Claudia—, permítame regresar. No quiero que mi hija crezca en un lugar horrible.

Bina avanzó hasta quedar justo enfrente de su interlocutora. La observó un buen rato en silencio. Sus ojos muertos transmitían compasión y hasta tristeza. Con la mano libre acarició suavemente la mejilla de Claudia, casi como lo hace una madre.

—Buen intento —dijo Bina. Sus dedos se cerraron sobre la cara de la mujer y sus uñas se le enterraron en las mejillas—. Siempre has sido una inútil y una estúpida, no cambiarás nunca. He decidido que no vales la pena...

Sin poder mover la cabeza, Claudia desvió la mirada hacia el pasillo y gritó:

—¡Corre, Alexia! —El aullido de su madre resonó por toda la casa abarcando cada rincón de ella y se multiplicó en un eco que duró unos segundos pero que a Alexia le pareció eterno.

La pequeña Alexia empujó la puerta del armario y salió tambaleándose de él. Llevaba en su cara una expresión desesperada. Corrió hacia la cocina, si lograba alcanzar la puerta que salía al patio, quizás tendría una oportunidad de escapar. Volteó a mirar hacia atrás y casi choca contra la pared. Debió creer que Bina se interpondría entre ella y la salida de alguna forma, por lo que cambió de dirección y se precipitó hacia la escalera.

Alexia siguió sus pasos a zancadas largas, sin tener la necesidad de correr tras ella. Bina hubiese tenido posibilidades de seguirla y atraparla o de usar algún hechizo que la inmobilizara y todo hubiese terminado para ella, sin embargo la Maestra ni se inmutó.

La niña llegó al segundo piso luchando por respirar, pero eso no la detuvo. Corrió por el pasillo y la habitación de sus padres hasta la ventana que permanecía abierta para que entrara la fresca ventisca de las noches de verano. En un rápido movimiento se subió al alféizar. Por instinto, Alexia extendió la mano para agarrarla de la cola de caballo y que no cayera al vacío. Los pelos se le escurrieron de su puño cerrado como si estuviesen hechos de agua. Sin mirar atrás, la pequeña saltó.

Alexia ahogó un grito cuando la vio caer y se inclinó a través de la ventana con la seguridad de que vería su cabecita reventada contra el piso. Pero cómo podría ser así, si aquello era un simple recuerdo. No estaba pensando con claridad. No había nada que temer, ella estaba viva y sana porque no se había roto nada, al menos no físicamente.

La pequeña Alexia aún estaba respirando, pero no se levantaba y eso la alarmó. Se esforzó en hallar en su cabeza el recuerdo de aquella noche, no obstante solo encontró un espacio vacío.

Dejó de pensar y saltó de la ventana ella también. Se estrelló contra el pasto. El golpe le dolió como si todo aquello fuese real, lo que la confundió todavía más. Se levantó cuidando de no apoyar las manos en el suelo y se sorprendió al no encontrar ninguna herida nueva.

—Despiértate —le dijo a la niña que continuó yaciendo a su lado, inerte.

Un ruido a líquido cayendo captó la atención de Alexia. Cuando levantó la vista de sí misma y miró hacia un costado de la casa, se encontró con un hombre que cargaba un bidón de nafta. Lo mecía de un lado a otro desparramando su contenido por las paredes y los incipientes yuyos que crecían a su alrededor. El hombre pasó al lado de la niña sin fijarse en ella, como si estuviera demasiado concentrado en su trabajo como para prestarle atención. Cuando lo tuvo enfrente, Alexia pudo ver más de cerca su cara gobernada por una expresión impasible. Sus ojos estaban perdidos en la nada, ni siquiera miraba donde volcaba el combustible. A Alexia le hubiese gustado pegarle una cachetada para ver si reaccionaba de algún modo o si seguía comportándose como un zombie.

Al llegar a la esquina de la casa, el hombre soltó el bidón. En el momento exacto en que este chocó contra el suelo, se oyó a lo lejos el rugido de las llamas. Bina debía de haber encendido la fachada de la casa. El fuego corrió con prisa siguiendo el camino que aquel hombre le había trazado y Alexia no tardó en verlo aparecer y devorar el amarillo de la pared.

Alexia se alejó un poco porque el calor se le hacía insoportable. La niña se enroscó apartando sus piernas de la cercanía del fuego, luego levantó la cabeza unos centímetros, profirió un «Ahhh», casi inaudible junto al sonido de las llamas, y volvió a dejarse caer.

Alexia se quedó mirando la casa con la boca abierta, los sentimientos enredados y completamente absorta en sus pensamientos. Ese había sido el final de sus padres. Ese recuerdo era la respuesta a la mitad de las preguntas, era todo aquello de lo que nadie hablaba nunca.

El incendio no llevaba ni cinco minutos encendido cuando se abrió la puerta trasera, la que unía el patio de la casa con el de su contrapartida del otro lado de la manzana. A través de ella, apareció la abuela Halia secundada por su gato y un hombre. A Alexia le costó distinguirlo entre las sombras, donde no era más que una figura alta y fornida, pero cuando se acercó y su cara se iluminó con las llamas, lo reconoció. Aunque faltaban los surcos profundos de sus arrugas que le daban un constante gesto de enojo, no cabía dudas de que era Jeremías Colman.

Por su parte, la abuela no había cambiado ni un poco. Tenía el cabello rubio atado en un rodete, los cachetes inflamados y rojos, los ojos pequeñitos bajo sus cejas finas, las arrugas en la frente y en los costados de la boca, el vestido negro estampado con florcitas y un volado blanco en el borde del cuello. Estaba idéntica a su eterna imagen espectral.

Alexia se quedó petrificada, con los músculos tensos, al caer en la cuenta de lo que significaba lo que había estado viendo. Ese pedacito de recuerdo, no solo era el final de su madre y su padre, sino que también era el último día de vida de la abuela. Una lágrima recorrió su rostro inmóvil y el calor del fuego la secó por completo antes de que llegara a su cuello. No se dijo a sí misma que debía de hacer algo para evitarlo, ya era tarde, ya se había resignado a ser solo espectadora de la muerte.

La abuela corrió hasta la pequeña Alexia que estaba a cuatro patas intentando encontrar la fuerza y la estabilidad para ponerse en pie. Sin tocarla, con un gesto simple de la mano, Halia le dió el empujón que necesitaba para levantarse. Cruzó un brazo por la espalda de la niña y la empujó hacia el fondo del patio.

—Vamos, querida —la apremió para que moviera los pies más rápido.

—¿Qué está pasando? —chilló el Colman que miraba la casa en llamas aterrorizado mientras un temblor recorría todo su cuerpo.

—Tenemos que irnos —dijo Halia con premura.

—¿Irnos? ¡No! Tienes que salvar a mi hermano —le gritó Colman—. Para eso te traje. No puedes dejar que se muera —dijo en tono amenazante.

La abuela no le respondió, en su lugar miró hacia atrás. Por un segundo Alexia creyó que la veía a ella, sin embargo su mirada la traspasó y fue mucho más allá.

—Te vas con la chiquita —le ordenó a Colman empujando a la pequeña Alexia hacia él.

—No. —El hombre se apartó—. Tienes que hacer algo, bruja. No te avisé de esto para que rescates a esta cosa y dejes a mi hermano... —Sus palabras llevaban todo su desprecio impregnado. El asco se le escapó hasta por los poros al pronunciar "bruja" y "cosa" para dirigirse hacia ellas.

Halia le pegó un empujón contra la medianera antes de que terminara la frase. Lo tomó por sorpresa, por lo que el hombre se tambaleó y se agarró de la pared para evadir la caída. A Alexia le hubiese gustado que efectivamente cayera y el tutor de metal de una de las plantas le atravesara el cráneo y saliera por su frente, pero las cosas nunca sucedían como ella quería.

—Escúchame, tu hermano está muerto y si no quieres morirte tú también, te vas a ir con mi nieta, ahora.

—Abuela, no me dejes —le imploró la pequeña Alexia antes de que Colman la tomara de un brazo con sus manos temblorosas y la arrastrara hacia la puerta.

La niña se resistió a caminar, por lo que Colman tironeó de ella tan fuerte que casi le arranca el brazo. Incluso después de alejarse de la abuela, la niña no le quitaba sus ojos implorantes de encima. Esa era la última vez que la vería en muchos años.

—Desaparece de aquí —le ordenó Halia. Su voz se quebró en las últimas sílabas por lo que la palabra se oyó inconclusa.

La abuela les dio la espalda quedando de cara al incendio. Quiso echarle una última mirada a la pequeña Alexia, pero ella ya había desaparecido entre la oscuridad de la casa vecina junto a Colman. El rostro inexpresivo de la abuela se desmoronó. Ya no tenía por qué fingir calma o seguridad.

Alexia no notó la presencia de Bina en la escena hasta que se detuvo a su lado. Estaba tan serena como si estuviera tomando el té en el patio de la Academia. La Maestra se paró a una distancia prudente de Halia. Llevaba las manos en los bolsillos de su túnica granate y conservaba su cabeza alta en un gesto de clara superioridad. Se comportaba como si nada allí significara un peligro para ella y probablemente así era. Aquello no significaba más que un contratiempo en los planes de su noche. Llegaría más tarde a dormir apaciblemente en su cama de seda. ¡Qué pena!

—La niña no tiene nada que ver en todo esto —fue lo primero que le dijo Halia. Trataba de mantener la compostura, pero su voz estaba inundada por un tono implorante y le costaba pronunciar las palabras sin emitir siseos.

Alexia observó como su salvadora se hacía chiquita y agachaba la cabeza. Se preguntó si, en ese momento, la abuela realmente creía que podía hacer algo o si estaba faltando a su regla máxima que tanto se cansó de repetirle.

—Esa rata me da igual. Si existe o no en este mundo, no cambia nada.

Halia suspiró. Alexia notó que los músculos de la abuela perdían un poco de rigidez, señal de que la tensión comenzaba a disiparse de su cuerpo. ¿Habrá encontrado esperanzas en esa frase? ¿Será que creía que existía algo dentro de Bina que todavía era humano?

—Entonces tu trabajo está hecho.

—Eso es lo que pensaba. —Bina cerró los ojos y exhaló como si estuviera demasiado cansada como para seguir allí parada.

—¿Hacer todo este desastre y matarlos no es suficiente? —inquirió Halia.

—Eliminarlos era necesario. Deberías saberlo. ¿Quién, si no soy yo, se encarga de poner orden en este Círculo? Por más que no lo quiera así. —Bina se preocupó por esbozar la expresión más sentida que pudo, no obstante, era tan falsa que nadie en el mundo se la hubiese creído.

—Ellos no habían hecho nada que dañara al Círculo... —La abuela se interrumpió de golpe.

—Aún, Halia —dijo de forma pausada—, pero eventualmente se hubiesen tornado peligrosos para las brujas. ¿No temías que se volvieran contra ti y tu otra hija? Después de todo, estas en la misma ciudad que ellos, hubieses sido su primer objetivo.

—Es mi hija.

—Y ella odiaba a las brujas, por ende te odiaba a ti.

Halia negó con la cabeza.

—¿Esperas que te de la razón por asesinar a mi hija?

—No. —Bina sonrió—. Yo no espero nada. Ya no importa lo que opines. He tomado una decisión con respecto a ti también.

Halia hizo un instintivo paso hacia atrás como si alejarse o salir corriendo fuese a protegerla de la Maestra.

—Es una pena que hayas venido. Todo podría haber sido de otro modo.

Bina sacó la mano derecha de su bolsillo. Su puño estaba cerrado sobre una tira de cuero lo suficientemente larga como para poder usarla de collar. Atada a ella por los dedos y por la muñeca cercenada estaba la Mano de Gloria. Por la proximidad, la estupefacta Alexia pudo apreciarla a detalle. Tenía la piel gris verdosa achicharrada pegada a los huesos, casi toda su carne parecía haberse consumido por el disecado o por el paso del tiempo. La grasa amarillenta, líquida a causa del calor, chorreaba con lentitud por sus dedos desproporcionadamente largos. Estos estaban coronados por pequeñas llamas que brotaban del lugar donde debían estar las uñas. Las llamitas brotaban verdes y se extendían por el aire con un color amarillo descolorido.

La mirada de Alexia se perdió en las llamas espectrales de la Mano de Gloria, en sus movimientos suaves, en el fundido de sus colores, en su poder irresistible... «¡Despierta, tonta!», se dijo Alexia a sí misma. Acto seguido, se alejó lo más que pudo de Bina y esa cosa, pero la distancia no atenuó la atracción que ejercía sobre ella, no logró dejar de mirarla. De haber estado realmente ahí, jamás hubiese conseguido despertar de ese ensimismamiento.

Cuando consiguió por fin apartar la vista y concentrarse en la escena, se dio cuenta de que la abuela estaba completamente captada por la luz de la Mano. Sus brazos le colgaban a los costados del cuerpo, laxos, pendiendo de sus hombros caídos. Tenía la cabeza torcida hacia un lado y la mandíbula caída. Su mirada ya no denotaba vida alguna, estaba perdida como la del hombre que incendió la casa.

Bina señaló hacia el mar de llamas, más específicamente, al lugar en el que se encontraba la puerta que daba a la cocina, abierta, invitándola a entrar.

—Ve —le ordenó a Halia.

La abuela comenzó a caminar lentamente en línea recta y con la conciencia anulada, mientras su gato iba de un lado a otro con impaciencia.

El corazón de Alexia golpeteaba duramente en su pecho, parecía que intentaba salírsele a través de la carne o reventarse contra las paredes de su tórax. Con cada paso que daba la abuela, la impotencia se le acumulaba un poco más. No podía salvarla, como tampoco podría salvarse a sí misma. Una vez más, era una inútil. Alexia la contempló caminar hasta las llamas sin siquiera intentar detenerla. Gritó al verla perderse en el fuego. Gritó mientras se carbonizaba lentamente y sin emitir sonido alguno. Gritó por lo que debería haber gritado la abuela, un grito agudo y lacerante para opacar su silencio.

Bina vio morir a Halia con una sonrisa en la cara, sin una gota de dolor o remordimiento. Se quedó allí contemplando mucho tiempo. Alexia hubiese preferido que se fuera y la dejase sola, gritando y golpeando el aire. La visión de la cara de Bina solo potenciaba la ira insaciable que ardía en su interior. Frente a ella, Alexia juró vengarse en silencio, olvidándose que no tenía sentido, que ya era tarde para eso.

Su voz no resistió mucho tiempo y comenzó a hundirse en la afonía. Ya no podía chillar y ni quedarse mirando su tragedia. Salió corriendo de la escena a través de la medianera. Con suerte podría reencontrarse a sí misma. 

Buscó a la pequeña Alexia entre las plantas que estaban junto a la puerta en el patio vecino, convencida de que no podría haberse marchado. Estaba convencida que esos recuerdos eran suyos y que habían sido encerrados en un rincón oscuro y abandonado de su mente. Sin embargo, la ausencia de la niña en la muerte de la abuela indicaba lo contrario. ¿A quién pertenecían esos recuerdos? ¿A Aradis, quizás? Si era así, ¿por qué la Diosa le estaba mostrando todo eso?

Cruzó el patio de la otra casa por un camino trazado entre los arbustos y los árboles de frutas que crecían salvajemente apoderándose del lugar. Mientras corría, su capa se enredaba entre las ramas que crecían en todas las direcciones. Una de ellas le rozó la mejilla y le dejó una raya ardiente en la piel, por lo que tuvo que cubrirse la cara con los brazos para continuar avanzando.

Cuando consiguió salir de entre las plantas, casi se choca con una de las columnas de la galería que esquivó de milagro, y se detuvo de golpe antes de darse de lleno con la pared. Miró de un lado a otro buscando la puerta y, cuando la encontró, se precipitó hacia ella. Forzó la manija, la empujó con todas sus fuerzas, pero no cedió.

Alexia se dejó caer al suelo lentamente. Intentó calmar su respiración agitada, no obstante, la angustia que le apretaba el pecho y hacía que se desesperara por inhalar un poco de aire, se lo impidió. Quería llorar, pero solo consiguió que una lágrima brotara de sus ojos, nada más. Ya no quería estar en ese recuerdo. Deseaba salir de ahí, volver al mundo real y seguir pretendiendo que nada de eso les había sucedido, que era parte de una película, una mentira creada para entretener. Así no tendría que hacer algo al respecto, no tendría que odiar tanto a todos.

—¿Qué mierda voy a hacer contigo?

Alexia escuchó la voz de Colman, cercana, pero aplacada por las paredes. Se levantó e intentó divisar algo por el vidrio labrado de la puerta que distorsionaba el interior. No vio ningún movimiento.

—No muevas tanto la cortina, nena.

Alexia se dio vuelta y fue hasta la ventana. Al otro lado del vidrio, en una rendija que se formaba entre el marco y la cortina logró divisar la cara de Colman que contemplaba el incendio a lo lejos con el ceño fruncido. Alexia se agachó y luego se arrodilló en el piso para quedar a la altura de la niña que estaba aferrada con una mano a la cortina. Los continuos temblores que recorrían el cuerpo de la chiquilla hacían que la tela se sacudiera. Alexia solo podía verle el ojo izquierdo bien abierto del que emanaba toda la rabia que contenía. Su iris avellana se derretía en un millar de lágrimas que se deslizaban por su mejilla, limpiándole el corte recto que tenía por debajo del ojo del que salía un poco de sangre. Alexia recordaba la cicatriz que le quedó en la mejilla por un largo tiempo después de eso y que los años achicaron hasta desaparecer.

Alexia arañó el vidrio en un intento inútil de secarle las lágrimas a la niña. La había encontrado, estaba ahí, rota frente a ella.

En ese momento la escena comenzó a desdibujarse. Alexia cerró los ojos a la espera de que aquel fuera el final de la pesadilla.


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