Capítulo 31: Las memorias de Aradis
Los tres caminos y el cielo estrellado se desvanecieron para dar paso a una oscuridad infinita. Desapareció también el dolor agudo de las manos de Alexia y el cansancio de sus piernas. En un instante, su cara entumecida por el frío de la noche dejó de sentirse congelada. La invadió el calor del ambiente. No era un calor abrasador como el del verano que te hace dar ganas de meterte dentro del freezer, sino algo más sutil y perfecto, algo que no se encuentra en ninguna estación ni en ningún clima.
En ese momento fugaz que permaneció flotando, Alexia creyó que ya no había tiempo, ni preocupaciones, ni vida. Que ese lugar era la nada misma y que pertenecía allí. Quería quedarse para siempre, desconectada del mundo, en paz.
De repente, la luz se apoderó de todo y la sacó violentamente de su ensoñación. El repentino cambio la obligó a cerrar los ojos y tapárselos con las manos que poco a poco volvían a arderle.
Estaba mareada y apenas podía mantener los ojos entrecerrados. No reconocía dónde se encontraba, sin embargo tenía la sensación de haber estado allí antes, al menos en otra vida. Se hallaba en el jardín de una casa. Podía ver la construcción de dos plantas alta e imponente frente a ella, distante a pesar de la cercanía y fría aunque estaba pintada de un amarillo chillón. La pintura podía parecer perfecta de lejos, pero si uno se acercaba, podían notarse los lugares donde estaba descascarándose, las grietas y los hongos debajo de los alféizares. Las ventanas de abajo estaban resguardadas con rejas y tenían las cortinas corridas, por lo que no se podía ver el interior más que a través de la puerta abierta. Lo único que Alexia distinguió en la habitación oscura fueron una mesa y una silla de caño con tapizado azul. Más que invitarla a entrar, aquella casa le hacía dar ganas de apartarse lo más lejos que pudiera.
El patio era un pedazo de césped con los yuyos crecidos, encerrado por un tapial de ladrillo. En él se encontraba una puertita de metal que, Alexia supuso, conectaba con el jardín de la casa del otro lado de la cuadra.
La medianera estaba bordeada de un extremo a otro por plantas de flores pequeñas. Alexia se encontraba sentada sobre una de ellas, por lo que imaginó que se había caído en medio de su confusión. Se levantó y se detuvo a mirar la pobre planta, pero esta no estaba achatada ni achicharrada como esperaba, sino que permanecía recta y con la misma vida que las que estaban a su lado. Pese a que la perspicacia de Alexia no se encontraba en su mejor momento, pudo darse cuenta de lo inusual que era aquello. Dejó de preguntarse dónde estaba y comenzó a cuestionarse cuán real era ese lugar.
En uno de los extremos del patio había un árbol joven de copa rala y, escondida del sol de mediodía bajo su sombra, se encontraba una niña. Estaba acostada en el pasto con los brazos debajo de la cabeza. Su remera y sus shorts blancos exhibían manchas verdes por el contacto con el pasto y sus pies descalzos, llenos de tierra seca. La niña llevaba sus cabellos enrulados del color de las llamas atados en una cola de caballo, lo que mantenía despejada su cara redonda y regordeta.
Alexia tuvo que acercarse a la niña para darse cuenta que esa chica era la misma que aparecía en las fotos de su cuarto, solo que con unos años menos. Esta tendría unos cuatro o cinco, no mucho más. Le costó reconocerse en la sonrisa y los hoyuelos de la niña y en la alegría de sus ojos color avellana. En el tiempo que pasó observándola, pensó que todavía había algo en ella que podía ser salvado.
La pequeña ni se inmutó cuando Alexia se detuvo a su lado. Pasó su mano por encima de la cara de la niña, de un lado a otro, pero no obtuvo ninguna respuesta, su semblante no cambió para nada, continuaba sonriendo.
Al principio, Alexia no entendía por qué la chiquilla reía en intervalos. Estallaba en carcajadas que se iban apagando, seguidas de una expresión de concentración que daba paso a otro ataque de risa. No fue hasta que una hoja del árbol le pasó volando al lado de la oreja que se percató. La niña usaba la magia para tirar de las hojas y hacerlas caer. Cada vez que tenía éxito y las veía descender sobre su cuerpo, lanzaba una carcajada. Alexia abrió la boca en un gesto de sorpresa. Se preguntó cómo era posible que ella pudiera hacer eso. Sus recuerdos no llegaban hasta su primera infancia, no obstante, siempre había estado convencida que toda su vida fue una inútil para la magia. ¿Quién le habría enseñado ese truco?
—Alexia —Una voz femenina se oyó a su espalda—, es hora de comer.
Alexia se dio vuelta al escuchar su nombre. El corazón se le ahogó en el pecho cuando vio a su madre parada a unos centímetros de distancia. Estaban tan cerca que hubiese sido capaz de estirar el brazo y tocarla.
Esa mujer no era uno de sus sueños, ni el producto de sus fantasías. Tampoco era la imagen que se formó en su cabeza con los retazos cargados de subjetividad que le regalaban las personas que la habían conocido y la recordaban. Aquella persona era casi real o, mejor dicho, lo había sido alguna vez.
Su cabello era como el de la foto velada. Los ojos marrones de párpados caídos le conferían a su rostro una expresión melancólica. Los cachetes inflados enmarcaban su nariz pequeña y respingada y sus labios finos atravesados por unas incipientes arrugas verticales. Tenía un par de kilos más de los que Alexia se habría imaginado y le sorprendió descubrir que se parecía más a la abuela que a ella.
—¡Alexia!
—M-mamá. —Sus labios temblaban y apenas pudo abrir la boca para hablar.
—¿Ah? —vociferó la niña a quien Claudia había logrado sacar de su ensoñación.
—¿Qué estabas haciendo? —inquirió la madre mientras veía como la última hoja caía frente a su nariz.
—Nada —murmuró la pequeña manteniendo la mirada gacha.
La madre le echó un vistazo a la casa y luego a la puertita de la medianera, como si quisiera asegurarse de que nadie más la escuchaba. En voz muy baja, pero que dejaba a las claras que estaba molesta, le dijo:
—¡Deja eso! Ya sabes cómo se pone tu padre cuando te ve haciendo magia.
—Pero, me gusta...
—¡No importa! ¿Quieres que vuelva a pasar lo del otro día? Después soy yo la que tiene que escucharte llorar y aguantar sus gritos —suspiró—. Maldito el día en que se me ocurrió dejar entrar a tu abuela en esta casa.
Alexia vio cómo los labios de la niña se curvaban hacia abajo e instantáneamente volvían a su lugar. Agachó la cabeza un poco más intentando ocultar que estaba a punto de llorar. Se puso de pie en un movimiento tosco. La madre la tomó de un brazo y la dirigió hacia la puerta abierta. Cuando la chiquilla se aseguró de que ella la ignoraba, volvió a levantar su mirada vidriosa.
Alexia no las siguió al interior de la casa. Se quedó estática bajo la sombra del árbol.
El vacío de la imagen de su madre por fin podía llenarse con algo.
—No finjas que no lo veo.
Escuchó la voz de la abuela mucho antes de que la imagen apareciera ante sus ojos.
De alguna forma había sido arrastrada al interior de la casa porque ahora se encontraba en el medio de la cocina. La luz atravesaba las cortinas color trigo tiñendo todo de un color amarillento cálido. A Alexia se le ocurrió que ese lugar bien podría ser un hogar y se preguntó por qué no lo sentía así. Había un jarrón con flores blancas, una televisión encedida e ignorada, olor a café recién preparado, tarta casera enfriándose en la encimera, una mesa con sillas ocupadas, una madre, una abuela y un gato negro, y estaba ella misma, un poco mayor pero aún sin fantasmas, tirada de panza en el suelo pintando de rojo el dibujo de un auto.
Alexia se sentó a la mesa entre la abuela y su madre. Halia lucía muy peculiar en ese recuerdo. Era la primera vez que la veía de carne y hueso, en colores sólidos, respirando, despojada de su atmósfera espectral.
—No es nada —dijo su madre y se acomodó el mechón de pelo que le caía sobre la cara.
Al principio, Alexia no lo notó porque la luz amarillenta lo hacía menos perceptible, pero mirando con atención al pómulo de su madre, vio la mancha verdosa de un moretón en vías a desaparecer.
—Debes irte de aquí, lejos —sugirió la abuela—. Él no te quiere y nunca lo hará. Él odia a las brujas...
—Él no nos odia.
—No, claro. Solo nos desprecia.
—Tú no lo conoces. A veces puede verme como a las demás
—¿Vas a quedarte con alguien que solo a veces te ve como una persona? Querida, déjame decirte la verdad otra vez: no vale la pena. Te amargas, pierdes el tiempo, expones a la niña y te pones en peligro por nada. Tanto te odias a ti misma como para hacerte esto.
Claudia se quedó mirando la espuma del café girar mientras lo revolvía.
—Él es lo único que tengo fuera del Círculo —replicó como si realmente se hubiese estado replanteando la posibilidad de dejarlo atrás.
—Entiendo que lo hayas visto como una oportunidad para salir. Pero ahora ya estás afuera, no tienes porqué quedarte a su lado.
—No parecías entender nada cuando te imploré que no me enviaras a la Academia y me dejaras tener otro futuro; tampoco cuando te enteraste de que me escapé de ese lugar, o al menos no es lo que entendí de tus gritos cuando regresé a tu casa. Él fue el único que me albergó después de que me echaste.
—Yo no te eché.
—Dijiste: «Mi casa, mis reglas y al que no le gusta se va». Te ocupaste de dejar bien claro que era tu casa para que a papá ni se le ocurriera interceder.
—Si me hubieses hecho caso, no tendríamos problemas ahora.
—Tú no los tendrías, yo estaría peor. Él me dejó trabajar de lo que quería, me dejó quedarme en casa después de que Alix nació y tengo un poco de tiempo para tejer o ver telenovelas si quiero. No será la gran vida para tí, pero la prefiero antes que estar atada a las decisiones de una vieja bruja y su séquito de hienas carroñeras. Lo único que me falta para olvidar es que tú dejes de hablarme del Círculo cada vez que vienes.
—Lo hago porque es importante. Elisa me cuenta todo lo que Bina dice de ti. Dejaron de ser sermones aleccionadores para todos, ahora solo son amenazas sobre lo que te hará. Ella tiene miedo que le des información a tu marido y...
—...que la usen para afectar a la gente del Círculo que ella aprecia tanto. Lo dices cada vez que vienes y no es verdad. Bina no le teme a nadie. Solo debe tener el ego herido porque su autoridad no impidió que alguien abandonara el Círculo.
—¿Ese no es motivo suficiente para que tú le tengas miedo a ella?
—¡Ay, mamá! ¿Tan ciega te tienen esas? El mundo no se rige por las reglas del Círculo...
—El mundo lo rigen quienes tienen poder y no existe nadie que tenga más poder que ella.
Claudia negó con la cabeza.
—Si no vas a dejar a este tipo por ti, si no te vas a ir de aquí por la amenaza de Bina, al menos hazlo por Alexia —dijo Halia—. No creo que observar cómo te trata él le haga bien.
—Ahora vas a fingir que te interesa mi hija cuando, hasta donde recuerdo, nunca te preocupaste por mí.
—Si no me importaran, ¿qué otra razón tendría para arriesgarme cada vez que vengo aquí?
—Entonces no vengas.
—En el caso de que ella se enterara que hablo contigo siendo una desertora, va a echarme a patadas del Círculo.
Claudia se quedó pensando un segundo y luego sentenció:
—No, será peor.
—Lo sé. —Desvió la mirada hacia la pequeña Alexia—. Pero lo vale.
Claudia abrió la boca para replicar y la volvió a cerrar al oír la puerta principal cerrarse con fuerza. Alexia estaba confundida, pero, al parecer, a Halia le bastó la expresión de horror contenido de su hija para saber que él había llegado. La pequeña Alexia juntó el papel y sus lápices y se levantó de un salto para empequeñecerse en un rincón de la cocina. Acto seguido, el hombre empujó la puerta de la cocina e hizo su aparición.
—¿Qué hace ella acá?
Su gruñido irritado le evocaba a Alexia reminiscencias desagradables. En su afán de alejarse de él, se fue hacia atrás hasta chocar contra la pared. La invadió una sensación opresiva, la misma que le daba cuando Bina la acorralaba con sus preguntas, la impresión de no poder escapar de lo que tenía enfrente.
—Yo ya me iba —se apresuró a decir la abuela. Sus palabras quedaron eclipsadas por el chirrido que produjo el arrastre de la silla sobre los mosaicos cuando la corrió para levantarse.
Le pasó por al lado a aquel hombre, tan cerca que su hombro casi lo roza. La abuela no demostró ninguna señal de amedrentamiento. Caminó, seguida por su gato, con su andar tan liviano y rápido como el que tenía después de muerta. Antes de salir de la cocina giró en redondo y advirtió por última vez:
—Claudia, lo creas o no ella va a venir y ustedes son demasiado débiles para hacerle frente.
Claudia miró a su marido para asegurarse de no interrumpirlo porque le gustaba que lo cortaran al hablar tanto como le agradaba que Halia los visitara.
—Déjate de tonterías, mamá —dijo después de soltar una risa nerviosa.
La abuela se dio vuelta y después de pasar por el marco de la puerta, la cerró de golpe, sin tocarla, frente a las narices de su yerno.
Lo último que Alexia pudo ver de ese día fue la cara roja, la vena hinchada y palpitante en la cien de su padre y sus ojos verdes desorbitados. Ya estaba comenzando a recordar.
Sus padres desaparecieron de la cocina y, con ellos, se fue también la agradable luz del sol. El tubo fluorescente encendido sobre la cabeza de la pequeña Alexia le dibujaba sombras muy poco estéticas en la cara.
Todo estaba calmo. No se oía en la casa ruido alguno aparte del tintineo de las zapatillas de la niña al golpear con las patas de la silla. Tenía la mesa frente a ella abarrotada de hojas y cuadernos. Podría decirse que estaba haciendo la tarea, de no ser porque se encontraba sentada con las manos debajo de sus piernas como si las estuviese obligando a mantenerse quietas y con la mirada fija en el papel abarrotado de letras que tenía enfrente.
La hoja no tardó en ascender por sí sola. Ni bien la primera le llegó a la altura de los ojos, la que estaba debajo comenzó a elevarse también. Todas las hojas sueltas se alzaron. El suyo era un vuelo sutil y en una sola dirección. Cuando la más alta llegó hasta el techo, la niña las soltó y todas descendieron planeando, enlentecidas por el aire y acabaron, algunas, mezcladas sobre la mesa, otras, desparramadas por el piso.
La niña se preparaba para repetir el truco en el momento en que el sonido de una llave en la cerradura de la puerta de entrada anunció una llegada. Supo en el acto que debía parar y quedarse lo más quieta y silenciosa posible. No hizo falta que aguzara el oído para detectar que los pesados pasos que se le acercaban pertenecían a su padre.
—¿Y tu madre? —preguntó él en cuando la encontró sola e inmóvil en su silla.
—Mamá salió. A la reunión de la escuela. —Y luego agregó en un murmullo—: Dijo que vendrías temprano.
—¿Qué?
—Que vendrías temprano a cuidar de mí.
Su padre cruzó la cocina para buscarse una cerveza. Alexia podía recordar las latas acostadas que ocupaban el estante superior, donde ella no podía llegar salvo que usara una silla. Recordaba también haberse tomado alguna que otra a escondidas.
Recién cuando el hombre cerró la puerta de la heladera y el soplido que produjo hizo volar las hojas caídas, se dio cuenta de que las había estado pisoteando.
—¿Qué es esto? —preguntó a tiempo que abría su lata de cerveza.
—Se me cayeron...
—Pues recógelas —le dijo y volvió a dejarla sola.
La pequeña Alexia continuó inmóvil hasta que los pasos dejaron de sonar y oyó el ruido del televisor en el canal de noticias. Ese era el ritual nocturno de su padre cuando no estaba afuera en el bar: prendía la televisión y, si había alguien para escuchar, se ponía a criticar al que sea que apareciera en los programas; sino se tomaba unas cuantas cervezas, se quedaba dormido en el sillón y al otro día despertaba de mal humor por el dolor de cuello.
En la cocina, los papeles del piso volvieron a elevarse y la niña puso todo su empeño para moverlos horizontalmente para regresarlos a la mesa. Se pasó de fuerza y uno la golpeó en la cara. La niña lanzó un bufido y repitió el movimiento una vez más. Solo un par flotaban cuando su padre se precipitó dentro de la habitación.
La chiquilla quedó helada y, por un segundo, su padre también, contemplando lo inexplicable. Alexia notó otra vez la vena de la cien de ese hombre hinchándose a medida que apretaba más y más la mandíbula.
Súbitamente el oxígeno abandonó la habitación. Alexia sintió cómo sus pulmones dejaban de funcionar y el aire a su alrededor ya no corría, produciendo una sensación de vacío. Todo estaba tan tenso y estático que, cuando la pequeña niña saltó de su silla, fue un shock, como una cachetada en la cara.
Su padre no pareció sorprendido para nada. Reaccionó con rapidez, a grandes zancadas salvó el espacio que lo separaba de la niña. Cuando llegó hasta ella, la pequeña Alexia estaba sujeta al pomo de la puerta trasera.
Ni bien el hombre le puso las manos en los hombros, ella comenzó a chillar. Sus gritos solo se sofocaron cuando él le tapó la boca con una de sus manazas.
—Muerde al maldito —vociferó Alexia invadida por la impotencia.
La respuesta de la niña fue mucho mejor porque, en el momento en que sus gritos ahogados se extinguieron, el tubo fluorescente del techo explotó, dejándolos a ambos bajo una oscura llovizna de esquirlas.
El hombre profirió un alarido asustado, no obstante las manos que aferraban a la niña por la cabeza y la cintura no se aflojaron.
—La puta que te parió —bramó—. Te dije que no hiciera eso. Te lo dije una vez, te lo dije dos y no me hiciste caso. ¿Cuántas veces más quieres que te lo advierta? Y después a la perra de tu madre se le ocurre decir que no soy un padre paciente.
Mientras hablaba, arrastraba a la pequeña Alexia hacia la mesada. Con sus debiluchas extremidades, ella trató de aferrarse al piso y a la pared, pero todos los puntos de apoyo parecían querer deshacerse de ella. Se agarró de la mesa, enroscó sus piernas en una pata y su padre se vio obligado a sacudirla. Al final, no le quedó más remedio que ceder y soltarse.
—Elegiste seguir el culto al diablo de esa vieja metida. No me queda más remedio que reprenderte.
La tiró contra el borde de la cocina. La niña rebotó y aprovechó el impulso para revolverse hacia atrás y escabullirse, sin embargo, se encontró con el cuerpo de su padre haciendo de contención.
—Te dije que no lo hicieras. Estás endemoniada como todas esas brujas.
Giró una perilla de la cocina y el fuego azulado nació de la hornalla más grande.
—Me obligas a...
Lo interrumpió el chillido desgarrador de la niña. Fue tan estridente que Alexia estaba segura de que debió escucharse, como mínimo, en toda la cuadra.
El hombre le agarró los brazos en un intento de contenerla. Las uñas de la pequeña se le hundieron en la carne. Sus gritos tomaron forma de un «No» que terminaba en un sonido tan agudo que debió ser perfectamente capaz de romper una copa de vidrio.
Su padre no se molestó en taparle la boca de nuevo. Se la desprendió de los brazos con una sacudida y atrapó sus muñecas. La lágrimas resbalaban por el rostro de la pequeña Alexia mientras luchaba inútilmente por mantener sus manos alejadas de la hornalla. Gritó aún más fuerte cuando uno de sus dedos tocó el fuego.
—¿Qué pasa? Los gritos se escuchan desde la calle —dijo Claudia conmocionada y agitada por haber corrido para entrar en la casa más rápido—. Suéltala.
El hombre desvió la vista de su tarea. A juzgar por su cara, no tenía intenciones de liberar a la niña, no obstante, ella aprovechó la distracción para encajarle un codazo en el vientre. Se deslizó hacia un costado y escapó. En su desesperación por llegar a la escalera, le pasó al lado a su madre y casi la choca.
Alexia subió detrás de la niña despotricando y jurando que, si ella hubiera sido grande, tan adulta como lo era ahora, lo hubiese doblegado, le hubiese dado su merecido, con magia o sin ella. Pero se mentía, sabía que eso era falso, que seguía siendo igual de débil y que todavía le temblaban las piernas al tenerlo cerca.
—¿Qué es lo que le estabas haciendo? —La voz de su madre le llegó con eco desde la planta baja.
Alexia se detuvo en seco cuando la niña le cerró la puerta de su cuarto en la cara, pero perdió el equilibrio y la atravesó como si la madera no fuese más que una ilusión.
Recordaba las paredes color durazno, el ropero negro gigante que ocupaba la mitad del espacio y el cubrecama de ositos sobre el que se sentaba junto a su tristeza todos los días para lamentarse por las cosas que aquel hombre hacía y decía. Lo recordaba, pero no lo sentía propio, a decir verdad, le causaba cierta repulsión.
Alexia se quedó parada luchando por mantener su cabeza dentro del cuarto en lugar de regresar abajo, hasta que le fue imposible no escuchar los gritos
—Es igual a ti —acusaba su padre.
—Pero también es tu hija.
—¿La viste? No tiene nada mío.
—¿Me vas a decir qué es lo que le estabas haciendo?
—Todo es culpa tuya que no la controlas. La dejas hacer cualquier cosa.
—¿Ella hizo...?
—Eres una madre horrible, espantosa. En vez de llevarla por un buen camino le enseñaste a...
—Yo no le enseñé nada —dijo Claudia mordaz.
—¿Entonces quién fue? La vieja de mierda que tu dejaste entrar, ¿no?
—No...
—¿Sabes qué? Da lo mismo. Tú hija ya está arruinada. Tu madre se ocupó de entregársela al demonio al que le rezan...
—No funciona así, te lo he dicho miles de veces.
—...No serviste para salvar a tu hija. No sirves para nada.
El silencio dejó que Alexia llevara su atención de nuevo a la niña que sollozaba.
—Lo intento, de verdad que lo intento —dijo al fin Claudia con la voz quebrada.
—No es suficiente y ahora ya no importa.
Se oyó un ruido. Los gritos en el piso de abajo cesaron y pronto se escucharon los pasos apresurados subiendo la escalera y el chirrido de la puerta al abrirse. Primero, Claudia asomó medio cuerpo por la puerta entreabierta, después entró y la volvió a cerrar. Se apoyó en la pared con los brazos cruzados. Tenía los cachetes enrojecidos y la respiración agitada. Sus labios formaron una línea de disgusto cuando los sollozos de la niña volvieron a hacerse audibles.
—Bueno, bueno. Deja de llorar —le dijo su madre.
La pequeña se sobresaltó al escucharla. Tenía la cara hinchada y apenas podía abrir los ojos por el escozor que le generaba la luz. Tuvo que limpiarse los mocos que le chorreaban hasta la barbilla antes de hablar.
—Él no me quiere.
—Tú también con eso —suspiró y después sentenció—: Sí, te quiere. Esa es su manera de querer. Te quiere. Pero no le gustan las brujas... y a mí tampoco. Así que no debes volver a hacer magia, Alexia. No lo hagas y todo estará bien. No va a volver a levantar la voz.
La niña negó con la cabeza antes de taparse la cara con las manos para seguir llorando.
—Promételo y deja de llorar.
—Lo prometo —dijo con voz quebrada.
Alexia intentó darse a sí misma el abrazo que su madre no se había dignado en ofrecerle, pero terminó traspasando la figura de la niña y sus brazos se encontraron en el medio, vacíos.
Claudia se levantó de la cama y se fue. Alexia la siguió hasta el baño donde su madre se encerró, se dejó caer al suelo y se echó a llorar en absoluto silencio. Se tapaba la cara con las manos, como su hija, sin embargo, ella no dejó escapar ni un gimoteo. Contemplarla era como ver una película sin sonido.
Aquella fue la escena más penosa que Alexia presenció en su vida. Nada le gana. Llorando allí, su madre se parecía más bien a una niña indefensa que la adulta que ella había necesitado. Pero no le provocaba tristeza precisamente por el hecho de que le encontrase semejanzas a su yo infantil, sino porque era su madre y no soportaba verla sufrir, no soportaba que fuera tan débil, no soportaba que ella también estuviese rota.
Todo ese tiempo había odiado a su madre cuando debería odiar profundamente a su padre. Pero, cómo no odiarla a ella también. Por no hacer nada, por quedarse, por decirle que alguien la amaba cuando era una completa mentira. Alexia se dejó caer en el piso helado del baño frente a Claudia y lloró también, solo que no se cubrió la cara ni contuvo los sollozos porque no había nadie en ese mundo para oírla ni para preocuparse por ella.
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