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Capítulo 30: Los tres caminos


La casa dormía cuando Alexia descendió los escalones desde el primer piso, tambaleante e insegura, deteniéndose en cada uno para estabilizarse. Llevaba a cuestas una bolsa de arpillera que se mecía de un lado a otro al son del chillido del gato en su interior y otra bolsa pesadísima con el resto de las cosas que necesitaba. Se había puesto dos buzos y su pantalón más grueso para hacerle frente a la helada de la madrugada. Atada al cuello llevaba una capa gruesa que salvó de las polillas del sótano en una de sus expediciones y que nunca antes había tenido la oportunidad de usar. Era negra, tenía unos bolsillos gigantes donde guardaba el cuchillo y una basta capucha capaz de cubrirle todo el pelo y ensombrecerle la cara. En otros tiempos debió de ser bonita, pero en ese momento, se le notaban las décadas pasadas en la humedad. Posiblemente pertenecía a una época en que la gente del Círculo vestía diferente o la Semana de Laitha, que era el único lugar donde Alexia había usado algo parecido, caía en invierno.

Una vez abajo, Alexia soltó todo lo que llevaba encima en el hall para abrir la puerta. Mientras giraba la llave se sintió observada.

—Creí que estarías con el abuelo. —dijo a tiempo que ubicaba con la mirada a la abuela descendiendo por la escalera.

—Claro, aunque con el alboroto que está armando la torturada bestia que tienes ahí, le resulta difícil dormir. —La abuela suspiró—. ¿Quieres contarme por qué no lo sueltas?

—Lo necesito.

—Lo sé. Dejaste Sugerencias prácticas para el ritual de iniciación en la mesa de la biblioteca fuera de su lugar y he oído al gato llorar hasta el cansancio todo el día. No te he encontrado a ti hasta ahora y no me hace falta preguntar dónde has estado...

—Ni lo digas. —La frenó Alexia para que no mencionara a Helena.

—¿Es un plan conjunto?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó temerosa de que ella también estuviera al tanto de lo que pensaba.

—Mejor así. No quiero que estés sola allá afuera.

—¿Estas... bien con eso? —Alexia se sorprendió que no la sermoneara para que desista del plan.

—No es algo a lo que yo deba oponerme y, como están las cosas, no hay nadie que pueda autorizarlo. Además, es mejor que seas un miembro del Círculo a todo derecho, por si algo sucede... ya sabes...

Alexia asintió. Si moría, eso quería decir la abuela. La mayoría en el Círculo creía que siempre se tenía que estar en paz con la Diosa, sobre todo si uno sabía con anterioridad que iba a tirar la pata pronto. Y no existía mejor manera de que la Diosa estuviera contenta después de todas las veces que Alexia la había insultado que jurándole fidelidad eterna.

—¿Crees que estoy preparada? —preguntó después de pensárselo un rato.

—Tú eres la única que puede saber eso.

—Ni siquiera estoy segura de qué se supone que tiene que suceder. El libro no lo describe todo.

—Yo creo, y esto es muy personal, dudo que otros opinen lo mismo, que cada una debe enfrentarse con la verdadera cara de su alma. Es por eso que no está escrito en el libro y nadie habla de ello. ¿Qué crees que vaya a decir tu alma?

—Qué profundo. —Alexia puso los ojos en blanco. Le parecía romántico y ridículo, cosas que solo la abuela diría. Prefería evadirse de la pregunta. No era algo de lo que estuviese dispuesta a hablar porque no sabía quién era y porque, en el fondo, le daba miedo aceptarlo.

La abuela suspiró.

—¿No te parece exagerado? ¿Dramático? —continuó Alexia—. No le encuentro sentido.

—Si no te conoces a tí misma...

—¿Alguien ha fallado? —la interrumpió.

—Sí.

—¿Qué les pasó?

—No regresaron con nosotros.

—Entonces no sabemos qué les sucedió.

—Pero aún podemos imaginarlo. Creo que eso es peor.

—Estoy jugada, supongo. —Se encogió de hombros.

La abuela arrugó la frente y, antes de que abra la boca, Alexia agregó:

—Pero no te preocupes. Si algo surge, improvisaré. Es cosa de todo los días y, ¡mira!, sigo aquí, viva después de todo.

—Que lo minimices no me deja más tranquila.

—Estaré con ella, abuela. Todo va a ir bien.

Se echó el saco con el gato al hombro y este se removió contra su espalda. Agarró el otro, más pesado porque contenía la olla, un botellón con agua, el chispero y demás. Cargó con todos sus bártulos hasta la esquina y allí llamó a un taxi.

El conductor que acudió iba mirando su celular; para cuando estacionó y la vio parada bajo la farola de la calle, ya era demasiado tarde para emprender la huida.

Alexia se acercó a la ventanilla y el hombre, a pesar de que los separaba el vidrio se echó hacia atrás.

—Hola —saludó ella titubeante y, para no espantarlo más, esbozó una sonrisa que buscaba ser simpática.

El conductor se pasó la lengua por los labios resecos.

—Busco a Colman —dijo.

—Esa soy yo. —Volvió a sonreír.

—Tú... —balbuceó confundido.

—Es mi apellido, el de mi padre —se explicó para que no creyese que buscaba engañarlo.

Abrió la portezuela de atrás y se dispuso a meter todas las bolsas en el asiento trasero. Dejó la bolsa del gato en el piso del auto y, una vez sentada justo detrás del conductor, se aseguró de tenerlo entre sus pies para que no se moviera demasiado. Después, se acomodó y se relajó, ya estaba adentro, no necesitaba fingir para retenerlo.

—Llévame a la salida sur, y me dejas poco después de la cuarta bajada.

—Eso es... lejos.

Alexia vio por el espejo retrovisor como tragaba saliva el conductor. Estaba incómodo por tenerla respirándole en la nuca y fuera de su campo de visión. Cuando puso el auto en marcha, las leves sacudidas alteraron al gato. Empezó a revolverse entre los pies de Alexia y a emitir maullidos primero leves, apenas audibles, pero que, conforme se adentraban en la oscuridad inerte de la ruta, ganaron intensidad. Sonaban como el llanto lastimero de un niño y el conductor lo escuchó. Alexia lo sorprendió un par de veces vigilándola por el espejo retrovisor, mientras ella trataba inútilmente de calmar al gato, hasta que sus miradas se cruzaron y el alarmado conductor se aseguró de no volver a repetir la acción.

—Los bebés son molestos, ¿no te parece? —comentó Alexia demostrándose a sí misma que podía hasta bromear con los ciudadanos de Mistrás, siempre y cuando estuviesen más temerosos que ella—. No tendría uno propio ni que me pagaran. Prefiero los de los otros, al menos esos me los puedo sacar de encima cuando me fastidian.

El comentario podría haberle costado el viaje, pero, en lugar de obligarla a caminar un largo trecho, el conductor volvió a tragar saliva, abrió la ventanilla y sacó un poco la cabeza para tomar aire.

—Vas a congelarme —se quejó Alexia mientras se ponía la capucha de la capa—. Ciérrala.

El hombre volvió a subir el vidrio. El trecho que quedaba se concentró en el camino y cuando llegaron al lugar que Alexia le había indicado no pronunció palabra.

—¿Me cobras? —le pidió ella inclinándose hacia adelante para tenderle un billete y tomar otro de las manos transpiradas del taxista—. Gracias. Que tenga una buena noche.

Eso fue todo. Ninguna otra interacción con él. En el mejor de los casos el hombre se olvidaría de ese viaje tan rápido como ella, pero no lo creía muy probable.

El auto aceleró de vuelta hacia la ciudad por encima del límite de velocidad y no tardó en desaparecer. Sin las luces de los faros, Alexia no podía ver casi nada. Tuvo que hacer malabares con los pesados sacos que acarreaba para llevar la linterna de su celular en lo alto. Para complicarlo aún más, el gato seguía contorsionándose en su espalda, incluso le clavó una uña a través de las telas que los separaban.

—La mierda. Maldita bestia. —se quejó mientras luchaba por desengancharlo—. Haces todo más difícil.

Caminó por una calle de tierra rodeada por alambrados que cercaban la siembra de la temporada. Las plantas eran lo suficientemente altas como para que se escondiera en ellas cualquier cosa. No lo pensó antes, pero estando allí, sola, con el miedo rondándole por la cabeza, le pareció una estupidez haber acudido. De vez en cuando soplaba una brisa que movía las hojas y las ramas que se cernían sobre el camino. Por el rabillo del ojo, las veía oscilar sobre su cabeza y adquirir algunas formas humanas y otras no tanto.

Se detuvo cuando el haz de luz que salía de su teléfono hizo brillar el alambre de púas de un cerco frente a ella. Giró a un lado y vio que el camino de tierra se prolongaba más allá de la luz, giró hacia el otro, lo mismo. Era la unión de tres caminos, había llegado.

—¿Helena? ¿Estás ahí? —preguntó en voz tan alta como se lo permitió su garganta, reseca por el aire frío y el silencio.

Le respondió el ulular de una lechuza y una nueva ráfaga de viento.

—Ahora a esperar.

Pateó las piedras sueltas del camino y se sentó en la tierra. Con suerte, a la Diosa no le importarían las manchas de polvo en su ropa.

Se mantuvo atenta al camino por el que había llegado, expectante a que la figura de Helena apareciera entre la calma de las sombras. Después, se le ocurrió que quizás podría aparecer por alguno de los otros dos senderos y comenzó a vigilarlos también. Esperó por lo que el tedio hizo parecer más de una hora y Helena nunca llegó.

Se estaba empezando a preocupar por ella. El camino de Helena hasta allí era mucho más largo de lo que había sido el suyo, pero estaba convencida de que nada malo le había sucedido. Ni choferes asesinos, ni violadores a los costados de la ruta ni monstruos agazapados en el sembradío. Ellos no podrían con Helena, pero había otras que sí.

Alexia pensó en abandonarlo todo y regresar después, sin embargo había puesto demasiado esfuerzo en llegar hasta allí.

Soltó un suspiro desganado antes de levantarse y casi por inercia comenzó a preparar el fuego y la olla. Todavía guardaba la esperanza de que Helena llegara en el tiempo que tardaba hervir el agua.

Continuaba sola cuando las burbujas comenzaron a aparecer en el agua junto con su mayor problema: el gato. No lo había sacado de la bolsa desde que lo atrapó y lo consideraba casi imposible. Podría estar atontado, pero, en el momento en que abriera el saco, saldría corriendo y, aún si no lo hiciera, ¿cómo lo metería en el agua vivo?

Lo puso entre sus piernas y lo apretó para que se quedara quieto. Ante la presión, el gato chilló y se revolvió más, pero no consiguió nada. Cuando abrió la bolsa y metió la mano sintió el pelo erizado del lomo del animal. Se aferró al cuero suelto de su cuello y lo sacó de la bolsa. Ni bien lo sostuvo en alto, las patas del gato surcaron el aire con las garras preparadas para cortar lo que sea que se encontraran. Se columpió sobre la olla hirviendo y cuando el vapor lo alcanzó, se hizo una bolita e intentó ir hacia arriba para volver a bajar y clavar sus patas en el borde de la olla justo antes de tocar el agua. La cacerola se movió y Alexia llegó a agarrarla por el mango antes de que se le volcara encima.

—Mierda. Estúpida —se dijo a sí misma. Respiraba agitadamente y el corazón galopaba en su pecho por el susto—. No se me ocurre mejor cosa que hacer...

Dejó la olla y trató de agarrarle las patas traseras. Recibió unos cuantos arañazos y el gato estuvo a punto de resbalársele. Casi, casi lo pierde. En un movimiento rápido, a pesar del dolor le retorció una pata y, sin soltarla, logró agarrar la otra. El gato profirió un grito lastimero antes de que Alexia lo hundiera en el agua abrasadora.

Junto con el gato, sumergió ambas manos hasta la muñeca. Fue como meter dos cubitos de hielo en un horno. El calor la atravesó como mil agujas. Ahogó un grito y contuvo el acto reflejo de apartarse del dolor para mantener al enloquecido animal dentro. Rebuscó con la mirada hasta encontrar la tapa caída al lado de la olla. Sacó una mano calcinada con la que apenas logró asir la tapa. El contacto con el metal le resultó insoportable. Se mordió el labio para contener otro alarido de dolor y puso la tapa en su lugar. El gato, encerrado en ese caldo, todavía tuvo fuerzas para tratar de salir. Alexia presionó la tapa con ambas manos para encerrarlo hasta que el cacharro regresó a la inercia.

Solo se había permitido gimotear por el dolor, sin embargo, en cuanto vio sus manos enrojecidas y destrozadas, gritó con todas sus fuerzas. El su voz desgarrada se hizo eco en la nada y puso a trinar un par de cuervos escondidos en la oscuridad.

Las lágrimas le inundaban la cara y el escozor trascendía los límites de la quemadura y le llenaba el cuerpo. Estaba sola, perdida y ciega y nadie iría nunca a buscarla y se le estaban desarmando las manos. Se le ocurrió que bien podría estar muerta o muriendo, en el purgatorio, a un paso del infierno, y que nadie se había presentado a anunciárselo.

—¿Qué he hecho? —le preguntó a la nada cuando volvió a mirar la olla cuya tapa se bamboleaba por el vapor, pero que no daba señales de contener nada vivo—. He vuelto a matar y ahora estoy muerta —se lamentó.

Se alejó de la olla sin apartar la vista de los escasos centímetros que iluminaba el fuego debajo de ella. Aquel era el único punto, además del suelo bajo sus pies, que sabía con seguridad que no estaba vacío.

Oyó un crujido a su espalda y, con el corazón en la boca, se dio la vuelta. Allí, luminosa y perfecta, se encontraba la mujer del cuadro. Un poderoso haz de luz caía sobre su cuerpo, por su pelo azabache, y bañaba su piel dándole un tono azulado. Estaba cubierta de joyas, hasta sus cuernos de antílope lucían enroscados finas cadenas de oro que terminaban en diamantes que pendían y se enroscaban en su cabello. Su fastuoso vestido rojo, bordado con piedras resplandecientes, ajustado en el torso, con una falda interminable y mangas enormes le confería una imagen imponente. Pero no era en los adornos donde estaba su peso real. Su cara condensaba la serenidad del depredador más grande e infalible a punto de atacar y la jocosidad de alguien a quien le acaban de contar un muy buen chiste. Sus labios rojos voluptuosos eran capaces de obnubilar a cualquiera cada vez que pronunciaba palabra. Y sus ojos contenían la eternidad, pasado, presente y futuro inyectados en ellos.

—¿Muerta? —Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba y de su pecho salió una risa que se asemejaba a un ronroneo—. No estás muerta... aún.

Alexia permaneció inmóvil mientras la Diosa se le acercaba. No podía pensar en otra cosa más que su figura hipnótica. Se le puso la piel de gallina cuando sus manos le agarraron la cara con firmeza, en un gesto que podría haber sido dulce si no hubiera aplicado tanta fuerza. La cara de la Diosa estaba tan cerca que Alexia podía sentir cada una de sus exhalaciones. Creyó que iba a besarla, pero justo antes le susurró:

—Aradis.

La Diosa sopló un aire caliente en su boca. Después, todo lo que quedaba del mundo en la unión de los tres caminos desapareció.


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