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Capítulo 3: La desconocida del espejo


Alexia había pasado, por lo menos, la última hora viéndose al espejo. Hacía tanto que evitaba su reflejo que le fue difícil reconocerse al principio. Con el pasar de los minutos, su cerebro se había acostumbrado a que esa otra que tenía delante se moviera a su ritmo, suspirara con ella y se le cayeran algunas lágrimas a tiempo que sus mejillas se mojaban.

En esos días, toda vez que pasaba frente al espejo, ignoraba su reflejo por miedo a detestarlo. Cada mañana evitaba verse en el del baño, ya no se maquillaba ni se peinaba, y cuando se vestía, no se detenía a mirar cómo le quedaba la ropa. No le importaba cómo se veía, pero eso no evitó que se sorprendiera con la maraña que tenía en la cabeza o las ojeras violáceas contrastantes con su piel blanca, presentes en su cara a pesar de que dormía más que nunca antes. Si miraba con cuidado descubriría un par de pecas, resabios del sol intenso del verano, casi invisibles debido a que ya no pasaba mucho tiempo afuera. Su cara estaba más flaca y angulosa que antes y, sin rubor en las mejillas, parecía enferma.

No era consciente de haber adelgazado. Tuvo que levantarse el buzo oversize para comprobarlo. Al hacerlo, descubrió sus tatuajes y trató de concentrarse en ellos en lugar de en sus costillas sobresalientes. Eran lo único que estaba segura que le seguía gustando de sí misma. Las flores en el hombro rodeadas de ramitas que se enredaban en su antebrazo; el pájaro en el final de su esternón, con las alas desplegadas sobre las costillas; el león gruñendo en su pierna; el emoji de carita triste en uno de los lados de su cadera, y la araña en el otro; la serpiente alrededor de su brazo. Incluso le gustaba la horrible estrella en el tobillo que se había hecho a sí misma a modo de práctica.

No obstante, todos ellos no eran suficientes. Sentada allí ese día, Alexia se odiaba.

Creía que su problema era que siempre se había parecido demasiado a su madre. En realidad no recordaba nada de ella. Solo tenía una foto suya, no muy buena, colgada en la pared de su habitación. De niña, en la época en que se mudó a la casa de la abuela, había volteado el portarretrato para no tener que mirarla constantemente. Al principio la abuela se esforzó en ponerla de nuevo en su lugar, por lo que Alexia se tenía que enfrentar a ella para girarla todas las noches. Hasta que, en algún momento, Halia dejó de tomarse la molestia y su madre jamás volvió a ver otra cosa más que el revoque mal pintado. De eso habían pasado más de diez años y ella ya no recordaba los detalles exactos de su cara.

Más allá de la imagen, quién había sido su madre era un gran vacío que el resto de las personas se ocuparon de llenar. Para la abuela era silencio. Para la tía Julia, una estúpida que había abandonado el Círculo para vivir junto a los ignorantes. Para Bina era una desertora tan analfabeta en la magia como su hija. Para el Círculo era una traidora aliada de los enemigos de la magia.

En el pasado Alexia se había esforzado tanto por desligarse de ella, pero todo lo que consiguió fue parecérsele aún más. Cada vez que pensaba en ello se sentía asqueada.

Ya se había pasado la hora de bajar a desayunar y ella seguía obnubilada. A pesar de ello, decidió que todavía tenía tiempo para sentirse un poco peor. Fue hasta la pared y desenganchó el portarretrato. No se sorprendió al comprobar que la foto era muy diferente a lo que recordaba. Bina insistía en que tenía memoria de pescado, cosa que le había resultado graciosa las primeras veces porque entrañaba algo de verdad, hasta que la reiteración comenzó a molestarla.

La foto de su madre parecía ser de finales de los noventa, un par de años antes de que Alexia naciera. La habían tomado con una cámara analógica y algún error en el carrete consiguió que se velara. Más de la mitad de la foto estaba invadida por una franja blanca con bordes verdosos. Una porción del rostro y el cuerpo de su madre se asomaba en el costado nítido. No se había equivocado del todo. Mismo cabello enrulado, que en el pasado, Alexia se había dedicado a planchar todos los días; misma piel traslúcida; misma cara redonda, aunque con una ancha sonrisa que Alexia ya no podía componer y que le achinaba los ojos. Su madre tenía un destello rojo en las pupilas producto del flash que le confería cierto aspecto demoníaco. Su hombro enjuto y huesudo estaba aprisionado por un brazo y una mano sin cuerpo.

Alexia volvió a colgar el portarretrato al revés saliendo del breve trance masoquista. Convencida de que no servía de nada, se prometió no volver a tocarlo.

Abrió la puerta de su habitación, pasó por al lado del gato de Julia resistiéndose a propinarle una patada para ver, si de una vez por todas, se lo sacaba de encima. Bajó las escaleras que rechinaron bajo sus pies a cada paso y tuvo que dar un salto para evitar pisar el último escalón que se hundía cada vez que se le aplicaba un poco de peso. Cruzó el comedor desierto arrastrando los pies y entró en la cocina.

El abuelo estaba sentado en su silla de ruedas frente a la mesita desayunadora. Tenía la mirada perdida en el borde de la mesa cubierta con un mantel amarillento, más allá de su comida. De vez en cuando tomaba una de las tostadas untadas en mermelada de calabaza del plato que la abuela le había preparado. Masticaba muy lentamente cada tostada que se llevaba a la boca y después sorbía un poco de té de su taza con pajita. La abuela permanecía sentada a su lado observándolo y cuidando que no volcara la bebida sobre el suéter y la manta que llevaba encima de las piernas.

Alexia esperó a que el abuelo terminara de darle un trago al té para abrazarlo y darle un beso en la mejilla. Él, que todavía no se había percatado de su presencia, giró su cabeza para poder ver quién había llegado.

—Buenos días, abuelo.

Él no respondió en el acto, sino que se tomó un tiempo mientras su cerebro procesaba la cara de Alexia, luego sonrió.

—¡Ohh! ¿Cómo estás? Por fin me viniste a visitar, ¿eh?

Alexia suspiró mientras se debatía entre informarle otra vez que vivían bajo el mismo techo o seguirle la corriente. Al final terminó regalándole una sonrisita forzada y diciendo:

—Sí, claro. —Y agregó—: Hoy me levanté temprano, aunque no parezca.

—¿A qué se debe el milagro? —preguntó la abuela.

—Necesito que me ayudes con algo...

—¿Cómo? —inquirió el abuelo que creyó no haber entendido lo que Alexia decía.

—Lo siento, abuelo. Estaba hablando sola. Ignórame. Quería proponer un tema para la clase.

Alexia se dirigió hacia Halia de nuevo y el abuelo miró desconcertado el lugar al que su nieta hablaba. Sus ojos solo contemplaban una silla vacía y un par de migas que se movían solas por la mesa y se amontonaban todas en un punto, para luego convertirse en una línea vertical, otro montón, una línea horizontal, y así hasta el cansancio.

La abuela se había pasado los últimos veinte minutos jugueteando con las migajas de aquí para allá. Ya no intentaba comunicarse con él, se había dado por vencida. Lo que le había resultado difícil antes que le diera el ictus, se volvió imposible después.

—Podrías llevarlo a tomar aire a la galería, así charlamos más tranquilas —sugirió la abuela.

Alexia esperó a que el abuelo terminara su té y empujó su silla hasta el patio donde lo dejó bajo la media sombra.

—Deja que me dé el sol en las piernas, Claudia.

Alexia lo corrió un poco más adelante mientras aclaraba:

—No soy mi madre. Soy Alexia, Alix, ¿me recuerdas?

—¡Ah! ¡Alexia! —El abuelo soltó una carcajada—. ¿Cómo estás? —Frunció un poco el entrecejo y le preguntó—: ¿No debería estar en la escuela?

—No, abuelo, ya no.

A veces él la confundía con alguna de sus hijas y, a esas alturas, Alexia ya se había acostumbrado a no tener una identidad definida para él. Pasaron once años desde que tuvo el primer ictus y luego del segundo —que sobrevino un año después—, cada tanto Alexia dejaba de ser Alexia y se transformaba en la tía Anna, que murió siendo aún una niña; o en Claudia, su madre; o, muy de vez en cuando, en Julia.

Cuando el abuelo se recuperó por segunda vez y salió del hospital, le tomó un par de semanas identificar a Alexia. En ese lapso, Julia no dejó de insistir en que lo que se había borrado de su memoria no regresaría jamás.

—De ahora en adelante va a ser así para siempre. ¿Por qué lloras si no se murió? Sécate las lágrimas —le había dicho con frialdad.

Alexia lloró mucho y por mucho tiempo. No soportaba la idea de que todo lo que compartieron ambos, esos momentos que ella apreciaba tanto, se habían perdido para siempre de los recuerdos del abuelo; y que su imagen se le diluyera de la memoria hasta desaparecer. Si no había nadie más que recordase, ¿realmente había sucedido?

Después de un tiempo el abuelo comenzó a mejorar y Alexia supo que no todo se había perdido. Cada tanto volvía a llamarla por su nombre sin que ella tuviera que recordárselo. A veces, se esforzaba por contarle a detalle la tarde en que la llevó al cine a ver Alicia en el país de las maravillas y luego le compró un helado; o el día en que encontraron una paloma lastimada y cómo la cuidaron hasta que voló nuevamente; o la tarde de otoño en que leyeron El mago de Oz sentados en la galería. Se alegraba y ocultaba alguna que otra lágrima cuando él agregaba algún detalle que se le había pasado. En aquella época, casi se hunde en la melancolía y se pierde en ese pasado que le había dado todos esos pequeños momentos brillantes.

No obstante, esa mañana tan cercana al juicio, sabía que ella desaparecería completamente cuando no quedara nadie que lo ayudara a recordar. ¿Sería como si Alexia no hubiese existido nunca? ¿O él sentiría un incómodo espacio vacío y la certeza de que en otros tiempos le perteneció a alguien, pero que no sabría con qué llenarlo? Quizás era mejor así, que todo lo que ella fue se disipara lentamente hasta extinguirse por completo y no dejar ningún rastro de haber vivido. Al menos a él no le dolería.

Dejó solo al abuelo y regresó a la casa. Aprovechó la oportunidad para encerrar afuera al gato de Julia que la había seguido hasta el patio. Cerró la puerta y la ventana a su lado, e inmediatamente el animal comenzó a arañar con sus garras la madera.

Cuando entró en la cocina, la abuela ya había levantado las cosas de la mesa y preparado un café y tostadas con manteca para ella. Alexia nunca tenía hambre en las mañanas, solía conformarse con una taza caliente, pero las aceptó sin chistar como lo hacía también con todos los almuerzos y las cenas que a veces le costaba tragar y le hacían doler el estómago después de un par de bocados.

La abuela lucía algo triste y cansada aquel día. Cada vez que la veía así, Alexia se preguntaba si era posible que a un fantasma incorpóreo le faltasen energías, y si había alguna forma de que las recuperara.

—Hoy estaba un poco perdido —comentó la abuela—. Aun así se asusta cuando ve volar las cosas que tomo en mis manos.

—La verdad es que es un poco raro. A mi también me daba miedo cuando era pequeña.

El primer año luego de su muerte, Halia trató de enviarles alguna señal de que seguía allí. Comenzó prendiendo y apagando las luces de cualquier habitación en la que el abuelo se encontrara. No tardó en darse cuenta de que no podía transmitir ningún tipo de información de ese modo y se lamentó de no haber aprendido código morse cuando estaba viva. Su marido se convenció de que la casa tenía un problema eléctrico e hizo revisar la instalación por completo. Para el momento en que el electricista le dijo que estaba todo perfecto y que el problema debía tener otro origen, el abuelo ya se había acostumbrado a convivir con los focos titilantes y no le daba importancia.

Después, Halia empezó a dejarle pequeños mensajes escritos a dedo sobre los vidrios empañados de las ventanas o en la mesa del comedor con los crayones de Alexia. Cuando él pasaba cerca de los escritos sin prestarle atención, Halia tiraba al suelo cualquier cosa que estuviese cerca para atraerlo; y si se encontraba en otra habitación, solía arrastrar las sillas de un lado a otro. Para el abuelo, que se había tomado con calma el problema lumínico, esto era irritante, y en el fondo, le generaba un poco de miedo. No le daba crédito a lo que sucedía para no sucumbir en el terror ante la posibilidad de que una entidad maligna lo estuviese acosando.

—Lo recuerdo. —dijo la abuela—. El viejito estaba convencido de que todas las cosas inexplicables que le pasaban cuando estaba solo o cuidando de ti eran parte de un delirio. Me ignoraba para no tener que aceptar que estaba loco. Una vez, le escribí algo atrás de la puerta del frente. Cuando él volvió de trabajar, entró y ni le prestó atención. Se metió en la cocina, y mientras estaba medio desprevenido, fui y le volteé todo el especiero en la cabeza. Por suerte, pudo esquivar la mayoría de los frascos y no se cortó ni nada, aunque le debe de haber quedado algún que otro chichón. Después me tuve que poner a limpiar el piso que quedó hecho un desastre.

Alexia recordaba haberlo visto salir huyendo despavorido de la cocina. Estaba tan asustado que le contagió el miedo. Ambos permanecieron abrazados al lado de la puerta, por si era necesario salir corriendo de la casa.

—¿Por qué hiciste eso?

—Perdí los estribos. Estaba muy enojada. —La abuela negó con la cabeza—. No es fácil ser invisible. Parece que puedo ir donde quiera sin esfuerzo alguno, pero en realidad estoy atrapada. Estoy alejada del mundo y de todos los que quiero. Bueno... ahora que puedes verme, ya no es así. De todos modos, en general, para el resto de las personas es como si estuviera ausente y yo termino sufriendo por permanecer.

—Si el sufrimiento es tan grande, ¿por qué decidiste quedarte? —le preguntó Alexia, aunque intuía saber la respuesta y le despertaba, ya en ese entonces, un poco de culpa.

—Porque el amor por ustedes tres es más grande. —Halia contempló al abuelo a través de la ventana con aire melancólico—. Al menos ahora él no huye de mí como esa vez.

—No volvimos a entrar a la cocina hasta que llegó Julia. —Alexia dejó escapar una risita al recordar lo ridículos que habían sido ambos.

No es que el abuelo confiara mucho en Julia en ese entonces; pero, como él nunca se había inmiscuido en los asuntos de la magia y les tenía bastante recelo, Julia era la única persona que podía ayudarlo en lo que a lo sobrenatural respecta. Ella nunca le habló de Halia, pese a ser la única que podía verla, oírla, y por lo tanto, la única en saber del sufrimiento de su madre en la soledad del limbo en el que se encontraba.

La abuela también sonrió y luego suspiró.

—Poco después de ese día, pasó lo del ictus. Ahí fue cuando me di por vencida y dejé de escribirle y de romper cosas. Me cuesta no pensar que pudo haber sido diferente. Si tan solo Julia fuese menos... —La abuela dudó qué palabra sería la apropiada.

Se pasaron muchos adjetivos por la cabeza de Alexia, ninguno bueno.

— ...Rencorosa y más comunicativa —concluyó Halia—, las cosas hubiesen sido más fáciles.

—Probablemente.

Halia guardó silencio a la espera de que Alexia cambiara de tema y le contara qué se traía entre manos. Sin embargo, ella se quedó absorta en las burbujas de su café y no volvió a hablar.

—Alix, ¿qué era lo que necesitabas? —inquirió.

—Ah sí... —Tragó saliva antes de continuar con voz titubeante—. Estuve leyendo Aplicación mágica de las runas antiguas y encontré un hechizo que me pareció interesante.

Calló un segundo para medir la expresión de la abuela y asegurarse de que ella no hubiera deducido sus intenciones aún.

—¿Cuál es?

—Raido para viajes.

Halia pensó en mencionar que quizás ese hechizo sería demasiado complicado para su nivel, pero hubiese sido una pésima idea. Aquella era la única vez que su nieta había demostrado interés alguno en la magia, no iba a echarlo a perder.

—Está bien.

—¿Está bien? —inquirió Alexia sin poder creer que no había tenido que suplicarle para convencerla.

—Sí, está bien. —La abuela extendió su brazo sobre la mesa y depositó su mano sobre el de Alexia—. Viajar en el espacio y el tiempo no es una pavada. Tienes que prometerme que lo usarás con cautela y que no vas a meterte en más problemas por...

—Lo entiendo —dijo Alexia cortante. No iba a permitir que cuestionara sus fines—. Nada va a pasar.

La abuela no le preguntó para qué pensaba usar ese hechizo y Alexia lo agradeció, así no tendría que preocuparse en inventar una mentira nada convincente.

—Prefiero que así sea. Tienes mi confianza.

La mirada severa de la abuela hizo que Alexia se hunda en la silla. Tuvo ganas de prometerle que no iba a meter la pata y que si las cosas iban muy mal, lo único que saldría dañado de ese pequeño experimento sería su corazón después de que Helena la echara a patadas, nada más.

—Vamos a intentarlo de vuelta —insistió la abuela.

Alexia levantó una mano para golpear el espejo pero se detuvo a medio camino. Dejó caer su brazo con un suspiro y se volteó para que la abuela no viese que ya estaba haciendo pucheros. Antes de que lograse controlar sus expresiones faciales, Halia comenzó a decir:

—Recuerda, las facultades mágicas dependen en un 10% del poder que viene con la bruja, un 40% del estudio y práctica, y el 50% restante de creer que es posible lo que te propones hacer.

Solía repetirle aquello cuando Alexia todavía estaba en la Academia. La llamaba una vez cada dos días para cerciorarse de que las cosas marcharan bien. Le preguntaba por sus avances con la esperanza de obtener alguna vez una respuesta positiva. Alexia nunca le había hablado del maltrato de la Maestra, prefería que su humillación se quedara encerrada en la Academia. Se limitaba a decir que le iba mal, como siempre. Ese era el momento en que la abuela se explayaba con su monólogo lleno de porcentajes inventados a base de su experiencia. En realidad, Alexia nunca había leído nada que tuviese en cuenta el creer en una misma, Bina jamás lo mencionó y, personalmente, no pensaba que fuese así. Su problema no era ese, porque antes de toda la frustración, antes del fracaso, en las reuniones del Círculo y en los primeros días en la Academia jamás se le había cruzado por la cabeza que ella no podía. Pero al parecer así era, lo único que tenía de bruja era la sangre de su familia.

—Para con eso —le pidió.

—Por favor, inténtalo de nuevo.

Alexia agarró un pedazo de algodón limpio y lo baño en alcohol. Talló el espejo con fuerza hasta que las líneas negras que había dibujado con el marcador desaparecieron por completo. Tiró el algodón negro en el piso junto al montón que habían eliminado los rastros de sus incontables intentos.

—Esta vez trata de hacer la primera línea más larga, ¿si? —sugirió la abuela.

—Claro —asintió Alexia mientras agarraba el marcador y lo hacía girar entre sus dedos.

—Concéntrate. Tomate tu tiempo.

Llevaba todo el día encerrada en la habitación de los abuelos frente a aquel espejo de pie tan antiguo que se le habían comenzado a saltar los bordes, exhibiendo unas feas manchas herrumbrosas. Había repetido los pasos hasta sabérselos de memoria y ya comenzaba a sentir como se avecinaba el dolor de cabeza. La migraña se apoderaría de su cerebro aquella noche.

Para el almuerzo la abuela había decretado que ya no cometía fallas en la técnica, entonces solo le faltaba creer. Creer. Alexia se aferró a esa idea porque no encontraba otra respuesta. Necesitaba creer, se dijo, si no creía, tendría que pasarse toda la noche intentando y los días siguiente y toda la semana, si era necesario. No podía permitírselo, no. Esa sería su última oportunidad. Tenía que hacerlo bien. Podía hacerlo bien. Ella era... era... una bruja. Por más que no quisiera, lo era, no iba a continuar luchando contra eso. Era una bruja y podía hacerlo.

El marcador dejó de girar entre sus dedos. Levantó su brazo y lo hizo correr por el espejo hacia abajo, más abajo que la vez anterior. Después volvió hacia arriba y dibujó una línea zigzagueante que empezaba unida a la primera, se alejaba para formar un ángulo, volver a encontrarla y separarse de vuelta. Dejó caer el marcador.

Visualizó el living de la casa, mohoso, tenue y atestado de muebles de suntuosidad apagada. Temprano en la mañana ambas habían despejado el espejo ubicado sobre un aparador. Lo corrieron y apoyaron el espejo en el piso de modo que Alexia no se rompiera ningún hueso si lograba traspasar. El espejo no era tan grande, pero estaba segura que su cuerpo cabría en él. La otra opción que había sopesado la abuela era el espejo del sótano que pasó un tiempo bajo el agua por las inundaciones de los últimos años. Todavía estaba húmedo como el resto de las cosas olvidadas allí, amontonadas a su alrededor, por eso lo descartaron.

Alexia cerró los ojos e hizo un paso. Notó que estaba pisando el marco del espejo. Confió que aquella vez no se daría la frente contra la superficie fría. Se impulsó hacia adelante y trastabilló al no encontrar nada que la detuviese. Sin abrir los ojos, dio unos manotazos para intentar asirse al marco del espejo, en su lugar dió contra algo y escuchó un golpe seco, luego, un repiqueteó metálico. El aire había cambiado, notó rápidamente como un claustrofóbico olor a moho invadía su nariz.

Abrió los ojos y vio el sótano iluminado por la poca luz que se filtraba por una ventanita cercana al techo. A pesar de que un segundo antes estaba convencida, no podía creer que realmente lo había conseguido. No era exactamente lo que se propuso hacer, pero se le acercaba bastante. Un espasmo recorrió su cuerpo y no pudo evitar dejar salir una risita. Estaba parada de espaldas al espejo maltrecho, entre las cajas apiladas y los estantes llenos, donde muchos años atrás había encontrado la bola de cristal olvidada entre el polvo. Un montón de bártulos se encontraban esparcidos por el piso. Los había liberado de su encierro en la caja que derribó al aparecer allí.

Hizo un paso y sintió que algo se le clavaba en la suela de la zapatilla. Cuando se agachó para tomarlo, distinguió unas cuantas tijerillas, pinzas y que se asemejaba a un bisturí, pero no estaba segura de que lo fuera.

Se detuvo a contemplar el objeto que tenía en la mano. Le despertaba particular interés por sobre los demás. No tenía la menor idea de qué era aquello, pero le pareció una especie de pinza cuyos extremos se mantenían separados por la acción de un resorte que podía tensarse girando una pequeña ruedita enganchada al extremo de un tornillo.

En ese momento, una imagen se entrometió en su cerebro. Era aquel mismo instrumento que soltaba destellos dorados por el reflejo de la tenue luz del foco amarillo. Lo sostenía una mano, su mano, enfundada en un guante negro de nitrilo, como los que usaba para tatuar. Chorreaba de ella un líquido espeso. Una parte del aparatito estaba empapado en sangre y algunas gotas caían al piso. Después de la visión clara, le llegó el dolor de cabeza, agudo y penetrante, como si le hubiesen accionado una clavadora en las sienes.

No lo aguantó. Se esforzó por poner la mente en blanco. Esa era su técnica para escaparse de las percepciones indeseadas. Pensaba en una hoja de papel doblada que se iba abriendo de a poco, tapando cada vez más la escena hasta que la cubría del todo, y cuando llegaba a su máximo punto de concentración en la nada, estaba fuera.

La cabeza le daba vueltas. Sin darse cuenta se había arrodillado para evitar caerse. Permaneció allí cubriéndose la cara con las manos hasta que tuvo la sensación de ser observada.

La abuela, tan etérea e intangible como siempre, traspasó la puerta y se quedó mirándola desde la escalera. Se había asustado cuando no la encontró en el living y temió que Alexia se hubiera perdido en algún otro lugar. Sin embargo, cuando la vio entera en el sótano esbozó una amplia sonrisa que opacó su preocupación.

—Creo que esta vez sí funcionó.


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