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Capítulo 13: El almuerzo


La audiencia terminó y, en un segundo, las gradas se convirtieron en un mar de personas y animales ansiosos por salir a la superficie. Helena también estaba deseosa de abandonar la humedad del subsuelo, sin embargo permaneció sentada a la espera de una oportunidad para intercambiar, al menos, un mínimo gesto con Alexia. Ella no la había vuelto a mirar en todo el tiempo que pasaron allí bajo la lupa del Círculo. Había jugado bien su papel, y ahora Helena la observaba atropellarse junto con los demás para subir.

Daniel estuvo al pendiente de la espalda de Alexia hasta que se perdió por la puerta, entonces dijo:

—¿Vamos? —Y mientras subían, agregó—: Estuviste bien hoy.

—Yo no hice nada. —Helena se encogió de hombros.

—Por eso mismo. —Daniel esbozó una sonrisa—. ¿Quieres ir a almorzar?

Helena asintió. Le emocionaba dejar atrás el tumulto de gente y regresar a casa, aunque sea por un rato. Cuando llegaron arriba, esperaba encontrar un poco de aire, pero el grupo de gente apostada en la superficie, le robaba todo el oxígeno, igual que cuando estaban bajo tierra.

—¿No piensan en irse? —le preguntó a su padre, pero él no llegó a escucharla, estaba demasiado ocupado saludando a todo cuanto se cruzaba.

Tuvo que dar unos cuantos empujones a las personas acumuladas para comentar extensamente el juicio y que obstruían todas las salidas del hall. Algunos la observaban con recelo, otros volteaban molestos por haberlos empujado, pero ella no los veía porque iba con la cabeza gacha para evitar todo contacto con cualquiera que pretendiera retenerla en una conversación. No tenía intenciones de averiguar sus opiniones sobre nada, ni quería escuchar sus pensamientos entremezclados y ruidosos que la abrumaban.

Tanto se esforzó por pasar desapercibida que una bruja, que por algún motivo iba en el sentido contrario, se la llevó puesta. Helena alcanzó a levantar la cabeza para ver el perfil de una mujer castaña, con un flequillo que casi le tapaba los ojos y que exhibía una cicatriz a lo largo del pómulo.

—Lo siento —murmuró, aunque la bruja no se detuvo a escucharla.

Conseguir llegar a la vereda y subirse en el auto, silencioso y vacío, fue un alivio para Helena. Daniel condujo todo el trayecto hasta el restaurante sin pronunciar palabra. Helena no iba prestando atención al camino, por lo que no notó hacia dónde iban hasta que su padre estacionó.

—¿No vas a llevarme a casa? —preguntó Helena sin hacer ni un ademán para desabrocharse el cinturón de seguridad.

—Tu madre no se sentía bien cuando la dejé esta mañana.

Ya sabía lo que quería decir que su madre no estuviera bien, pero no pudo evitar buscarla en los recuerdos de su padre. Pudo verla enroscada en la cama con los ojos bien abiertos y la frente arrugada. No lloraba, eso era algo común en ella, pero aun así podía distinguirse la tristeza en su rostro.

—¿No se te ocurrió que quizás yo quisiera verla o ella a mí?

—No ha salido de casa en una semana, tampoco recibe visitas...

—¿Dejarla sola es cuidarla bien? —preguntó Helena al distinguir el pensamiento en él. Suspiró tan fuerte como pudo para que su padre la oyera. Destrabó el cinturón y se bajó del auto con brusquedad. Trató de cortar la conversación para no tener que seguir pensando en su madre. A pesar de que su padre no hablara, Helena lo oía, sabía hacia dónde se dirigían sus pensamientos.

Daniel se apeó del auto y, sin notar que Helena estaba rehuyéndole, o muy probablemente, obviándolo a propósito, siguió hablando mientras ambos entraban al restaurante.

—En este momento, no es a ella a quien trato de cuidar principalmente.

—No me has permitido ir porque ella no querría verme a mí, ¿no es así? Yo soy lo que intenta ignorar del mundo, aquello de lo que quiere escapar ahora.

No le dolía ni sentía ganas de llorar, porque ese día se había tomado la última pastilla que le robó a su madre, pero cuando llegara la noche, se terminara su efecto y estuviese sola, aquella pequeña conversación le pasaría factura.

—Yo no lo hubiese dicho de ese modo...

—La forma en que tu lo nombres no va a cambiar lo que es.

—Ella lo ve todo negro. Cree que tu vida está arruinada y que es culpa de ella. Me ha dicho que quizás no te prestaba suficiente atención.

—Díle que no es así.

Su madre la suponía culpable. No le había dado ni una oportunidad cuando la vio por última vez. Ella asintió todo el tiempo, mientras Helena juraba y perjuraba que no tenía nada que ver con ningún crimen. Incluso la abrazó, pero fue un gesto frío y débil, Helena podía sentirlo desmoronándose a su alrededor. Cuando su madre se encerró en su ateliér y la dejó sola, no hizo ni un intento de seguirla, ni de continuar aclarando lo que ya le había aclarado. Las palabras no surtirían ningún efecto. Ella y todo lo que pudiera hacer era insuficiente para recuperar su confianza. Gracias a eso, Helena comprendió que se encontraría con muchas más personas como ella, que duden de su inocencia hasta el día en que se muera e incluso después, al recordarla. Se llenó de impotencia, porque era lo único que podía hacer por entonces.

Junto con su padre, Helena se sentó en la única mesa vacía. Ella agarró la carta y la puso entre ambos. Dio vueltas entre las palabras sin prestar atención a su significado y terminó pidiendo lo mismo que su padre.

—Tú tampoco te sientes bien —apuntó él después de que la moza los dejara a solas.

—Me duele la cabeza, nada nuevo.

—Me llama la atención que Bina no haya inventado, en sus tantos años de vida, un remedio efectivo para eso.

—A esta altura me sorprendería que ella haya hecho algo bueno para el Círculo, desde el pleistoceno hasta que se murió.

—Cuidado con esos comentarios, pueden tomarte como una disidente.

—¿Vas a exponerme? —inquirió despreocupada—. Te sorprendería la cantidad de gente que lo piensa.

—¿Y que piensan que Elisa es mejor?

—Parece que el que lee la mente eres tú, papá.

—Ya me gustaría —dijo él y Helena detectó el anhelo en su mente—. Un par de Custodios me lo han dicho.

—Ah.

Helena se calló porque vio regresar a la moza con la bandeja llena. Les sirvió una botella de 7Up y un plato de ravioles a cada uno y volvió a irse. Helena revolvió desilusionada la carne anaranjada casi seca que se suponía que era salsa bolognesa. Tendría que haberle dedicado su tiempo a la carta.

—¿Puedo preguntarte algo?

Daniel asintió mientras masticaba un raviol.

—¿Cuántas cosas más sabes que no me has dicho?

Cuando terminó de pronunciar la última palabra se concentró más que nunca en los pensamientos de su padre. Vio a Bina nívea y pétrea sobre un charco de sangre con el torso y el cuello destrozados. Trató de captar todos los detalles, pero la imágen desapareció rápidamente en una confusa maraña de indecisión. De repente estaba viendo a los Custodios regando en combustible a una mujer maniatada y amordazada. El bramido desesperado de la garganta de la bruja se oía a pesar de sus limitaciones. Daniel agitaba un bidón sobre los cabellos de la condenada sin piedad. La certeza de que esa mujer no era del todo culpable estaba presente en cada una de las gotas que él dejaba caer. Helena esperó el momento en que su padre se detuviera y pidiera que la soltaran, esperó que hiciera lo correcto, pero eso no sucedió.

El recuerdo no tardó en cambiar, esta vez corría en medio de la noche en lo que parecía ser un descampado tras dos mujeres que llevaban boina. Perseguían a una persona cuya figura apenas se distinguía por la lejanía y la penumbra. Una de las mujeres movió la mano mientras decía algo que no había llegado a los oídos de Daniel y su presa cayó al suelo inmóvil. Al hombre no le quedó más remedio que ver como los tres se acercaban. La otra mujer, en la que Helena reconoció a la esposa de su tío, sacó una botellita, se agachó al lado del hombre y, tras obligarlo a abrir la boca, vertió el polvo blanco en su garganta. Los tres se alejaron confiando que la cantarella hiciera su efecto y aquel hombre amaneciera muerto. Daniel no dejaba de pensar que, si Bina lo había mandado, así debería ser.

Después, Helena se vio a sí misma con diez años menos, mínimo. Llevaba el pelo atado en dos colitas y corría hacia su padre con el boletín de calificaciones y una sonrisa en el rostro. Era el mismo día en que nombraron a su padre jefe de los Custodios, lo recordaba. La visión recorría la hoja llena de dieces con rapidez. «Muy bien, pero papá sacaba once, no diez», había dicho. Donde ella se había sentido insuficiente, lo que sentía su padre era, en realidad, orgullo. Sin embargo, para la Helena actual no había forma de constatar que no fuese un agregado para que ella lo viera.

—¡Basta ya! —le ordenó ella casi a los gritos.

Su padre alzó las cejas en una actuación de sorpresa para nada convincente.

—Lo siento —dijo Helena al ver que la pareja de la mesa de al lado giró para observarla. Luego se dirigió de nuevo a su padre—. Me evades de una forma... ingeniosa. —Nunca se había topado con alguien que bloqueara la información con otros recuerdos del modo en que lo hizo él. A la mayoría de los que no podían bloquearle el acceso completamente, no les quedaba más remedio que dejar que ella viera.

—Protejo mi privacidad. No es justo que me invadas de esa forma, creo recordar que no es la primera vez que te lo digo.

«Y no es la primera vez que desobedezco, solo que nunca te das cuenta», quiso decir Helena, pero en su lugar, agachó la cabeza y se puso un raviol en la boca.

—Aprecio tu talento, no creas que no —continuó él—. Cuando seas parte de los Custodios, te daré todas las cabezas que quieras para revisar de arriba a abajo en los interrogatorios. Hasta entonces, por favor abstente de hacer eso con la gente.

—Está bien. Lo dejaré, con la condición de que respondas a mi pregunta.

—Hay muchas cosas que no sabes, Helena...

—No me interesa si quemaste a alguien que no se lo merecía. Me insultas en mi inteligencia. Evades mi pregunta, como si yo fuera una tonta.

—No pienso que lo seas.

—Entonces, déjate de rodeos y dime si han ocultado más información sobre el caso todo este tiempo. Dime, ¿hay alguna otra sorpresa como la de la Mano? ¿Algo que decidiste no contarle al Tribunal o al Círculo entero?

—Las cosas no funcionan así. Yo no decido qué contar y qué no.

—¿Quién lo decide?

—Nadie. Las cosas son como son. Tengo evidencias y tengo que exponerlas todas. No oculto nada. Fin del tema.

—Si no eres tú, es la Maestra.

Su padre inspiró profundo antes de hablar.

—Lena, voy a dejártelo claro: nadie conspira contra tí. No hay ninguna trama secreta en la que yo, en realidad, soy un malvado que quiere arruinar tu vida con la ayuda de Elisa, que dicho sea de paso, siempre te ha guardado cariño. Tú no tienes que investigar nada, para eso estamos nosotros. Concéntrate en estudiar y, cuando te des cuenta, esta tormenta ya habrá pasado y tú te convertirás en la bruja que siempre quisiste ser. —Su padre estiró la mano por sobre la mesa para envolver la de Helena—. Voy a hacer lo que sea necesario para que no se te encuentre culpable de ninguna acusación grave.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué van a quemarme a mí también?


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