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9. LA PRINCESA Y LA BRUJA HACEN UN TRATO

Capítulo 9. La princesa y la bruja hacen un trato.

Catherine esperaba que no fuese demasiado tarde para salir de aquel armario, buscar su maleta en la habitación, y correr hacia la estación de trenes con esperanzas de subirse al ferrocarril y bajarse en la primera estación más cercana a su hogar. Esto era una locura, estaban siguiendo a un castor que podía hablar hasta lo más profundo del bosque y casi congelándose del frío que hacía en aquel mítico lugar, hasta podía observar la posición de alerta que Peter y Susan tenían adoptada.

—Hace tres meses fui a un campamento de entrenamiento de la escuela para unirse a la armada, creo que puedo ser un digno rival para un castor si resulta ser un enemigo. —mencionó Peter con su voz temblorosa, aunque no sabía si era por el miedo o por el frío que sentían hasta en los huesos.

—Si es que no nos lleva con más castores y terminemos siendo puré de humanos porque ustedes no quisieron volver a buscar comida. —murmuró Edmund con algo de enojo, refugiado detrás de Catherine, pues había comenzado a nevar y el largo abrigo de Cat combinado con su porte y altura cubrían a Ed de los helados copos que caían.

—¿Falta mucho para...

—¡Shh! —el señor castor casi le gritó a Susan, quien indignada juzgó al animal con la mirada, todos estaban hablando y, cuando justo a ella se le ocurre preguntar si debían seguir caminando por mucho tiempo hasta congelarse, el animal la hace callar de esa manera tan maleducada. —Aquí no, hija de Eva. Debo llevarlos a un lugar donde podamos tener una auténtica conversación y, de paso, cenar.

Todos, incluido Edmund, se sintieron más que contentos al escuchar la palabra "cenar". Así que por consecuente, todos apretaron más el paso detrás del nuevo amigo castor. Después de una media hora, todos comenzaron a sentirse muy cansados y hambrientos, hasta que de improvisto los árboles comenzaron a ser más escasos frente a ellos y el terreno descendió en una pronunciada pendiente. Al cabo de unos segundos salieron a cielo abierto, aún nevando, y ante sus ojos apareció un precioso panorama.

Estaban de pie en el borde de un valle, al fondo había un río congelado. Justo debajo de donde estaban se había construido un dique y cuando lo vieron, todos recordaron de improviso que los castores se pasan la vida construyendo diques y estaban casi seguros de que el señor castor había hecho aquél. También observaron que en ese momento su compañero lucía una especie de humilde expresión; esa que alguien usa cuando observa algo que ha creado o escrito. Así pues, fue simple cortesía que Lucy alabara las afueras del dique.

El señor castor sonrió con orgullo y los invitó a pasar, entrando el primero y luego los demás.

—Ya estamos aquí, cariño. —dijo el castor, estirando sus patas y sacudiendo la nieve de su pelaje. —Los he encontrado. Aquí están los hijos de Adán y las hijas de Eva.

Lo primero que vio Cat fue a una anciana castora de aspecto gentil sentada en una esquina con su máquina de coser. La señora interrumpió de inmediato su trabajo y se puso de pie en cuanto entraron los niños.

—¡Así que por fin llegaron! Temía que el castor los hubiera llevado a beber vino con su amigo tejón... por favor, siéntense, hay pescado con papas y tengo un pastel de manzana en el horno. —dijo con emoción, aplaudiendo levemente y luego arreglando su pequeño delantal verde. —¿Quién pensaría que yo iba a vivir para ver este día?

Dejaron sus abrigos en el pequeño sofá y se sentaron en los diminutos asientos que estaban frente a la mesa. La amorosa señora castor miraba emocionada a Peter y a Catherine, mientras les servía de cenar. Durante la comida, la pareja les explicó la historia de la reina blanca, donde podría estar el señor Tumnus y lo más importante; Aslan y una extraña profecía.

La injusticia verá su fin, cuando Aslan vuelva por aquí. Con su potente rugido, las penas habrán desaparecido, en cuanto los colmillos se muestren, el invierno estará herido de muerte, y cuando agite la melena, va a regresar la primavera. Al mismo tiempo la sangre azul con la mortal se va a mezclar, los dos polos opuestos la misma espada van a emplear, y todos juntos de la mano la maldad van a vencer.

—Eso no rima mucho. —murmuró Susan, intentando contener la risa ¿Que clase de profecía era esa?

El señor castor parecía indignado, ¿De todo lo que les habían explicado le importaba más que la profecía no rimara? Increíble. Molesto y lleno de indignación, se levantó de su asiento y se acercó a Peter y a Catherine, sin pensarlo dos veces, le arrebató el cuchillo del pescado a Peter y le hizo un corte en la mano derecha.

—¡Hey! —exclamaron todos, Lucy incluso se levantó enojada y con una servilleta aplicó presión en la herida de su hermano, pero incluso antes de poder decirle algo al animal, este repitió su loca acción en la mano izquierda de Catherine, quien al estar pendiente de Peter no se dió cuenta hasta que el ardor empezó a molestarla.

Los demás pensaron que ya era el colmo, ¿que le sucedía al animal?

—¡Véanlo por ustedes mismos! irrespetuosos... —murmuró el castor dejando el cuchillo ensangrentado en la mesa. —Dejen que la sangre de ambos se junte y verán lo serio de esta situación.

Lentamente, Lucy sacó la servilleta con la cuál le ponía presión a Peter y antes de que su hermano cometiera asesinato contra el castor, juntó las sangrientas manos de los mayores. Al principio no entendía que se supone que tenía que ver, hasta que la sangre que caía de los cortes se mezcló, y en menos de un segundo ya no había herida.

—¿Qué diablos?

Peter y Lucy parecían impresionados, lo que había pasado parecía ser digno de un acto de magia. Pero por otro lado, Susan y Edmund estaban completamente molestos. Catherine se mantenía neutral, de verdad pensando que el problema era ella, quizás había comido algo en mal estado y ahora estaba alucinando gracias a la intoxicación.

—Les dije que esto era una pésima idea, pero nunca me escuchan...

—Y yo les dije que vale la pena quedarnos. —murmuró Lucy, tomando la mano de la princesa y de su hermano, sin importarle que seguían con sangre.

—¡De ninguna manera! —exclamó Susan, quien había tomado el papel de la persona más coherente, viendo como su hermana buscaba bobamente una explicación a lo que acababa de pasar. —¡Somos niños! venimos de Finchley y no pelearemos en ninguna estúpida guerra.

Mientras que Peter limpiaba su sangre con una servilleta y escuchaba atento la pelea verbal de los castores con Susan, Edmund se abrigó y acompañó a Cat a la cocina para poder lavar bien su mano con el agua tibia que había en una olla. En tanto Catherine no podía creer nada de lo que estaba sucediendo, lo que acababa de pasar era totalmente imposible.

—Tengo hambre. —susurró Edmund, observando por la ventana un punto entre dos colinas que estaban un poco más lejos.

—Acabamos de comer. —le replicó Catherine con una sonrisa algo confundida al escuchar al azabache, limpiando las gotas de sangre que habían caído a su vestido, los gritos se seguían repartiendo en el dique contra el pobre señor castor (incluso su esposa le estaba regañando por su imprudente acto) y Edmund parecía no haberla escuchado, ya que abría despacio la puerta del pequeño hogar.

Catherine secó sus manos mojadas y agarró rápidamente un abrigo del perchero, todavía algo confusa al ver a el azabache dejar entrar el frío y alejarse cada vez más de la morada de los castores. Aun así se encaminó por la oscura nieve para seguir a Edmund y traerlo de vuelta antes que sus hermanos se dieran cuenta y tuviesen otra razón para discutir.

•••

—Edmund, por favor recapacita. —pidió la princesa, siguiendo al azabache hasta el destino escogido por Edmund.

Media hora había pasado desde el arrebato de locura de Ed, media hora desde que abandonaron y se separó de manera involuntaria de los demás Pevensies por seguir al azabache. ¿Se arrepentía? La respuesta era incierta, claro que no quería estar a esas horas de la noche en la fría nieve, pero tampoco quería dejar al niño solo.

—No lo entiendes, Cat. —murmuró Edmund, con las mejillas rojas y entumido en su abrigo. —Ella me hará príncipe.

—Escuchaste a Lucy y a los castores, ella no es reina por derecho, no tiene el poder para hacerte príncipe. —Catherine estaba entrando en desesperación, sus dedos y extremidades se estaban poniendo pálidos y no paraban de tiritar. —Ven conmigo, los demás deben de estar preocupados.

—Lo siento. —dijo con una expresión dolorosa, para luego seguir su camino hasta las puertas del castillo de hielo, el cual estaba al frente de ellos, aunque dentro su corazón le rogaba darse la vuelta e irse por donde vino con Catherine, pero su hechizada mente le impedía darse la vuelta, estaba prohibido huir.

Catherine sollozó, preguntando qué era lo correcto ahora; Volver con los demás y contarles lo sucedido, arriesgándose a que se molesten con ella por dejar solo a Edmund, o seguir al azabache y asegurarse que nada malo le suceda, estando ahí para él en caso de que se arrepienta y así poder volver los dos con los demás Pevensies. De inmediato tomó una decisión, volviendo a seguir a Edmund, quién ya se encontraba dentro de la horrible y fría fortaleza de hielo que la bruja hacía llamar su palacio.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó Ed con brillo en sus ojos al notar que Cat estaba con él en aquel lugar lúgubre y helado. Tal vez él podría decirle a la reina blanca que la hiciera princesa de Narnia también.

—Siempre. —le dijo Catherine, somnolienta. Ya le estaba dando igual el frío porque se estaba acostumbrando, se iba a preocupar luego cuando su sistema nervioso decidiera que no vale más la pena gastar de la energía que le queda en algo tan simple como tiritar y finalmente muriera congelada. —¿Sabes dónde está ella?

—Supongo que en su trono. —el azabache se encogió de hombros, observando el millón de estatuas súper realistas de seres mitológicos y animales que decoraban lo que parecía ser el salón principal, para luego adoptar una pose divertida. —Hey, mira esto.

Recogió un carbón de lo que solía ser una fogata (lo cuál Catherine encontró rarísimo, ¿Por qué alguien habría hecho una fogata en el lobby de un palacio?) y con burla le dibujó unos lentes y bigotes a una estatua de un puma.

—Deja eso. —susurró Cat, aunque debido a la situación le pareció un poco divertido. —No creo que a la reina le parezca divertido que decidieras modificar su estructura decorativa.

—Oh, vamos. —Edmund soltó una carcajada al mismo tiempo que retrocedía sonriéndole a su nueva amiga. —Seré su príncipe después de todo, seré su heredero. Narnia será mía en un futuro.

El azabache continuó su camino, con Catherine siguiendo. Llegaron hasta una gran escalera de hielo y con mucho cuidado la subieron. Allí en lo más alto se encontraba un gigante y precioso trono congelado, con carámbanos saliendo por detrás dándole una apariencia elegante pero aterradora. Edmund se distrajo observando el gran asiento congelado, para luego acercarse y tomar su lugar en este.

—Edmund, sale de ahí. —Le regañó Catherine, observando nerviosa por si la bruja llegaba, sabiendo más que nadie que aparte de la corona, el trono era siempre lo más preciado y sagrado de un monarca.

—Esto será mío. —susurró el azabache, el cuál parecía no importarle lo que Cat decía. —Es maravilloso...

Se deleitó por unos segundos más, ignorando como su trasero parecía querer dejar de existir por estar sentado tanto tiempo en una estructura plana, dura, y para colmo, congelada.

—¿Te gusta? —una frívola voz se escuchó a través del salón, enviando escalofríos a los presentes.

—Sí, s-su majestad. —saludó Ed con nervios, levantándose rápidamente del trono, prescindiendo de cómo su abrigo se quedó pegado al hielo brevemente y el material quedó estampado en el asiento.

—Sabía que te iba a gustar. —La bruja sonrió con cinismo, mientras se sentaba en aquel helado trono, para luego mirar a Catherine. —¿Ella es tu hermana, Edmund? ¿Dónde están los demás?

Catherine se puso alerta ¿Cómo sabía la bruja la existencia de los demás?

—N-no, su majestad.

—Vaya, dime Edmund... ¿tus hermanas son sordas? —La reina le preguntó con algo de seriedad, observando sus uñas.

—No.

—Y, ¿es tu hermano tonto?

—Yo creo que sí, pero mi madre dice que...

—Entonces, ¡¿Cómo te atreves a venir sin ellos!? Te pedí específicamente que trajeras a tus hermanos. —la bruja exclamó con ira, asustando de momento a Cat y Ed. —Pero me has traído a la mitad del rompecabezas... supongo que no eres tan inútil después de todo.

—Tengo más información, reina mía. —se apresuró a decir Edmund, antes de que a Jadis le diera otro arrebato. Y bajo la decepcionada mirada de Catherine, Edmund le contó a la bruja sobre Aslan.

La princesa fue testigo de cómo el blanco rostro de la bruja se desfiguraba al escuchar el relato de Edmund, y también de cómo apretó sus rígidas manos tan fuerte que sus uñas se enterraron en la palma y la sangre comenzaba a brotar, dándole color al suelo del palacio.

—¡Qué! ¿Aslan? —exclamó la reina luego de que Edmund terminará la historia, con un destello de pavor en sus fríos ojos. —¡Aslan! ¿me estás diciendo la verdad? si descubro que me has mentido...

—Por favor, no hago nada más que repetir lo que dijeron. —tartamudeó Edmund, preso del miedo, intentando esconder su cuerpo detrás de su amiga.

Pero la reina ya no prestaba atención, sino que se dirigió a un feo enano con sombrero rojo que permanecía detrás de un pilar y le ordenó estrictamente que preparara un trineo con arneses sin cascabeles.

—Y en cuanto a ti... —le dijo a Edmund después de dar sus órdenes y que la criatura saliera corriendo y resbalando por el hielo. —Me has traído la sangre azul. Me encargaré que tu ejecución no sea tan dolorosa, ya no me sirves. Ni tú, ni tu familia.

Edmund retrocedió aterrado, ¿Ejecución? no quería morir. Aún era joven y tenía tanto por vivir, todavía no se disculpaba con Lucy por jugar con sus sentimientos, ni con su mamá por tratarla como si ella tuviera la culpa de que su padre haya ido a la guerra.

—Entonces déjalo ir. —La voz de Catherine se hizo escuchar bajo los congelados tímpanos de hielo que decoraban el cielo del palacio. —Si ya no les sirven, déjelos ir. La profecía no puede cumplirse sin la de sangre azul, y me ha quedado claro que esa soy yo. Su majestad, le ruego que deje ir a Edmund, yo cumpliré la condena que le corresponda.

—Catherine... —Edmund negaba con su cabeza, demasiado asustado por la situación como para terminar la oración, sólo quería echarse a llorar y que Susan lo consolara como ella sabía hacerlo, con un vaso de leche tibia, galletas que ella misma preparaba y cubierto de mantas mientras le leía un libro escogido por él.

—Son familia, no puede separarlos. —Volvió a hablar Cat, observando como la reina blanca parecía pensar la propuesta. —Por favor, deje que Edmund vuelva con su familia, a cambio tiene mi lealtad y sangre.

Es un trato, hija de Eva. —aceptó la bruja blanca después de pensarlo por bastante tiempo. —Desde hoy, tú estás bajo mi mando y cumplirás cada orden que sea dirigida hacia ti. Me sirves mucho más que los que comparten lazo de sangre.

Hizo un ademán con su delicada mano, y cuatro monstruos aparecieron para sacar al hijo de Adán del palacio. Mientras este gritaba y pedía que Cat fuera con él. Pero ella no podía. Porque la sangre azul de Catherine estaba bajo las garras de Jadis, y tal como la profecía dicta: Narnia no conocería la libertad si la sangre de la princesa no se mezclaba con la de los otros cuatro mortales. El trato ya estaba cerrado, no quedaba nada más que hacer.

—Ve con los demás, diles que lo siento. —ordenó Catherine como última voluntad, y solo con su estricto tono de voz Edmund se dio cuenta de que la que hablaba no era Cat, sino que la segundogénita de los reyes de Inglaterra y la Mancomunidad de Naciones. —Saldrán de este lugar, volverán a Inglaterra y se olvidarán de que alguna vez me conocieron. Confío en que su majestad no intentará ningún tipo de emboscada ante ustedes, siempre y cuando prometan no volver a Narnia jamás.

—Tiene mi palabra, hija de Eva. —asintió la bruja con una sonrisa triunfadora, aunque en el fondo Catherine no confiaba en nada de lo que ella prometiera, y le rogaba a Dios cuidar de los hermanos hasta que estuviesen sanos y salvos en tierras humanas. Y en ese momento, los cuatro monstruos escoltaron a la fuerza al Pevensie fuera del palacio, ignorando sus gritos y pataleos, y le cerraron la puerta en la cara.

Capítulo editado.

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