Capítulo 3 (Parte I)
Si tuviera que poner un primer capítulo a mi historia de amor con Simon, habría empezado por la mañana en la que me encontró llorando en mi escritorio, me dio la tarde libre y coló su número de teléfono en la tarjeta del spa.
El segundo lo situaría en una conversación casual por teléfono. Un mensaje en el que le agradezco el gesto que ha tenido, convirtiéndose en el comienzo de largas noches de conversaciones a deshoras y confesiones en la soledad de mi habitación, con el pijama puesto y una copa de vino blanco a un lado.
El tercero, porque soy de romances rápidos, sería en la primera semana. Tras días hablando, decido que es hora de dar el paso y tener una cita. Iríamos a tomar una copa, cenaríamos algo y, antes del postre, nos daríamos cuenta de que lo único que queremos es comernos el uno al otro, así que iríamos a su apartamento porque está más cerca, nos arrancaríamos la ropa y lo haríamos en el salón, en la cocina y en su dormitorio, en ese orden. Por la mañana, al despertar, también lo haríamos en la ducha. Sería un pleno. El comienzo de una relación secreta entre un supervisor y su empleada. Compartiríamos miradas cómplices cuando pasara frente a mi escritorio y yo le miraría el culo de forma más o menos descarada cuando se estuviera alejando.
Eso, claro, habría sido si yo hubiera tenido la inteligencia suficiente para haber visto su número en el reverso de la tarjeta antes de que haya pasado el momento ideal para escribirle.
Porque, definitivamente, una semana es mucho tiempo cuando se trata de avivar una chispa del tamaño de un grano de arroz.
Aun así, me apresuro en anotar su número de teléfono y le mando un ridículo mensaje donde le agradezco lo que hizo por mí el otro día.
No creo que me responda, evidentemente. Después de una semana donde he tenido tanto trabajo que ni siquiera he levantado la cabeza del escritorio, ergo, ni siquiera le he saludado, dudo mucho que Simon recuerde que existo.
Probablemente ha sido un hecho puntual. Me vio llorando, decidió que daba mala imagen de la empresa y me envió a un spa para que dejara de molestar y pensara que la empresa se preocupa de sus empleados. Lo de su número de teléfono puede ser un error o lo habrá anotado en uno de esos impulsos raros de los que luego te arrepientes.
Cuando mi teléfono emite un zumbido, puedo jurar que mi corazón también se sacude. Tomo el terminal como si mi vida dependiera de él y abro el mensaje de Simon con manos temblorosas.
Simon: Espero que estés mejor. Te he visto muy animada esta semana.
Me ha visto.
Me. Ha. Visto.
Son tres palabras, pero para mí significan un mundo. Me entra un mensaje de Marcus, que tapa el de Simon, y lo deslizo hacia un lado sin leerlo. Ahora mismo, nada puede interrumpir mi felicidad.
Otro mensaje de Simon. ¡Ay, dios santo! Voy a gritar en medio de la oficina.
Simon: Si necesitas hablar o despejarte un poco, eres bienvenida en mi despacho. De hecho, ¿te apetece un té?
Me agarro al escritorio con tanta fuerza que se me ponen los nudillos blancos. ¿Qué hago? ¿Sería un movimiento muy desesperado si me levanto como un resorte y echo a correr a su despacho? ¿Y si tardo en responderle? Igual lo toma como una negativa y... ¡Ay, no!
Jordan arquea una ceja y echa el cuello hacia atrás, extrañada, como si me viera sacándome el sujetador y dejándolo sobre la pantalla del ordenador solo porque molesta. Cosa que, por cierto, me encantaría hacer. Ojalá pudiera teletrabajar, porque me pasaría el día en pijama y sin sujetador.
—Estás poniendo una cara un poco rara, así que voy a ser prudente y te voy a preguntar qué te pasa antes de dar por hecho que estás sufriendo un ictus.
—Es Simon —le digo con voz estrangulada mientras señalo el teléfono. Ni siquiera yo soy capaz de entender lo que he dicho.
—Definitivamente es un ictus —afirma, irguiéndose en el asiento—. A ver, levanta la mano derecha y tócate la nariz con la izquierda.
—No, idiota. Digo que... ¡Mira, mira!
Como soy incapaz de vocalizar, al final le tiendo el teléfono. Ella lee los mensajes de Simon a toda prisa y teclea algo en mi móvil. No me da tiempo de arrebatárselo cuando envía el mensaje.
Yo: ¡Por supuesto! ¿Cuándo te viene bien?
—¿Por qué has puesto exclamaciones? ¡Ahora pareceré desesperada! —me quejo.
—Estás desesperada por colarte en esa bragueta, deja que te ayude un poco —señala con una tranquilidad aterradora.
Simon: Termino la reunión en cinco minutos. ¿Te viene bien?
«Cualquier cosa que me pidas me viene bien», pienso. Literalmente cualquier cosa.
Yo: Sí. Nos vemos en cinco minutos :)
Jordan silba por lo bajo, atrayendo alguna mirada furibunda en su dirección. En esta empresa, la mayoría de compañeros de trabajo parecen haberse tragado a un octogenario, porque son incapaces de hacer una broma y se dedican a sus puestos de trabajo en cuerpo y alma. Algunos se lo toman como si estuvieran haciendo una operación a corazón abierto en lugar de llevar a cabo proyectos tecnológicos.
Hasta hace una semana, Martie trabajaba en un prototipo de un váter que pulveriza los excrementos y parecía que le habían asignado la cura de la humanidad, al muy idiota. Por cierto, el proyecto era un desastre. Se probó el prototipo con un maniquí y le quemó el trasero. Al parecer, no estaba bien calibrado.
—Cinco minutos. Este hombre va rápido —señala Jordan.
Estoy histérica.
—No estoy preparada para esto —lloriqueo—. Dime algo que me anime, por favor. Hablemos de cualquier cosa.
Jordan entrecierra los ojos y traza un camino invisible con las manos.
—No pienses en los primeros momentos, sino en el objetivo final. Visualiza la línea de meta.
Ah, genial, ahora quiere que visualice a Simon desnudo. Porque, definitivamente, esa es mi maldita meta.
—Creo que eso no me está ayudando —digo, apretándome el puente de la nariz.
—Vale, piensa en esto como una reunión de trabajo —señala ella, tomando su carpeta como si en su interior estuvieran las respuestas a todos mis interrogantes—. ¿Recuerdas cuando tuviste que hacer aquella presentación frente a unos inversores coreanos porque la traductora tenía una diarrea explosiva y era incapaz de estar veinte minutos fuera del váter?
Ahogo un gemido. No quiero recordarlo, pero las imágenes vuelven a mí como si las hubiera vivido ayer. Qué espanto.
—Fue, literalmente, el peor día de mi vida —gimo.
—¡Exacto! —dice ella con un entusiasmo que no me ayuda en absoluto—. Piensa que esto, en comparación a ese espantoso día rodeada de señores estirados para los que tu falda era demasiado corta y tu forma de expresarte demasiado feminista, es como un paseo en bicicleta.
Tiene razón. No voy a enfrentarme a inversores que, en el almuerzo de empresa, comentan por lo bajo el tamaño de mis tetas y piensan que no me doy cuenta de lo que están diciendo.
Voy a ver a Simon. El mismo Simon que me dio un día libre porque me vio triste. El mismo que siempre me ha ayudado. El encantador Simon, que sonríe y nos da ánimos siempre que cree que estamos decaídos o que, cuando los proyectos se nos hacen un poco cuesta arriba, nos convoca a una reunión donde nos sirve galletas y café, nos da una charla motivacional y nos deja descansar durante cuarenta y cinco minutos para que podamos despejarnos del todo. ¿Cómo voy a tener miedo de él?
Poco a poco voy calmándome y, cuando pasan los cinco minutos, me pongo en pie y voy a su despacho mientras Jordan levanta los dos pulgares como si fuera a jugar un partido en lugar de a una reunión no formal con mi jefe.
Llamo a la puerta y el mismísimo Simon en persona abre. Normalmente avisa de que podemos pasar y tenemos que entrar nosotros, pero esta vez no: estaba de pie, esperándome. Creo que me voy a desmayar.
Simon sonríe y me invita a pasar.
Vale, me tiemblan las rodillas.
—Siéntate, por favor. Voy a servirnos el té.
El camino desde la puerta de su despacho hasta el sillón se me antoja larguísimo. Me siento en silencio, con las piernas cruzadas, y tamborileo nerviosamente con los dedos sobre el reposabrazos mientras Simon prepara uno de esos tés de cápsula que son increíblemente contaminantes.
Con lo fácil que es tirar las hierbas en agua hirviendo y, aún con todo, hay quien escoge la vía más compleja: fabricar unas cápsulas diminutas y que contaminan muchísimo para limitarse a ponerlas en una cafetera, dejar la taza debajo y que la máquina haga el resto del trabajo sucio.
En cuanto están los dos tés preparados, Simon los deja en la mesita y se sienta en el sillón que está al otro lado.
—¿Te encuentras mejor? —me pregunta. Definitivamente, Simon no se anda con rodeos.
—Sí. Quería agradecerte lo que hiciste por mí la semana pasada, lo cierto es que necesitaba ese día de descanso.
Él me dedica una sonrisa. Parece que es la única expresión en su catálogo, como ese emoji que está en la lista de los más usados a fuerza de ponerlo en todas partes, pero no estoy en contra de que sea así. Tiene una de esas sonrisas brillantes que hacen que hagas cualquier cosa por él.
Cualquier cosa. Literalmente.
—No es nada, no podía verte a punto de llorar y permitir que siguieras trabajando durante horas. No habría sido justo —admite. Estoy a otra frase de derretirme por completo—. ¿Cuánto tiempo llevas en esta sección, Elisabeth?
—Un año —respondo con rapidez.
Ya se lo había dicho en la reunión anterior, pero deduzco que lo ha olvidado.
—¿Y ya se te propuso para un ascenso hace, cuánto, dos meses?
—Sí, aunque al final no lo obtuve.
—He de reconocer que me sorprendió que no obtuvieras el ascenso. Eras la más preparada de todos los candidatos. De hecho, fui yo mismo quien te propuso para que te dieran ese puesto —admite. Me sobresalto porque ni siquiera sabía que él había hecho eso—. He seguido tus progresos durante los últimos meses y has avanzado mucho.
—Muchas gracias, Simon. Escuchar eso es... es alentador. Supongo que no siempre se puede ganar, todos estábamos muy preparados para el puesto.
«Pero solo una se acostó con el hijo del jefe», quise añadir.
—Verás, no sé si estás informada de que Elliot Halls va a jubilarse en los próximos dos meses.
Elliot es otro de los coordinadores de nuestro departamento. Está encargado del equipo donde trabajan Martie y Sarah y se pasa el noventa por ciento del tiempo pegado a Simon, son como uña y carne.
—Había oído algo al respecto, pero no sabía que se jubilaría tan pronto —admito, tomando un sorbo de mi té—. Habrá que organizarle una buena despedida.
Quizá podría preguntarle a Simon si sería posible tomarnos una hora libre para hacer una pequeña merienda en equipo, con tarta y globos incluidos, y darle la despedida que se merece. Hasta donde yo sé, Elliot se ha desvivido por la empresa durante los últimos veinte años, así que merece un trato acorde a ello. Quizá pueda hacer una colecta en el departamento para comprarle un regalo, también.
—Por supuesto que sí. El caso es que necesitamos que alguien cubra su puesto y quería comentarte que te he propuesto a ti como candidata. Por supuesto, eso no significa que vayas a obtener el puesto, pero cuentas con mi apoyo y ese es un punto a tu favor.
Parpadeo como si estuviera intentando salir de un sueño. Incluso espero el momento en que Simon se eche a reír y me diga que es una broma. Solo llevo un año en la empresa, el puesto de coordinación solo se le podría ofrecer a una persona con varios años de experiencia. Es una responsabilidad enorme. Ya lo sabía cuando me presenté la primera vez y, por eso, haber perdido contra Cassie no me dolió tanto.
Por supuesto, trabajaré duro para aprovechar la oportunidad que se me brinda y conseguir ese ascenso, pero sé que, en circunstancias normales, nadie me lo habría ofrecido a mí.
—Eso es... Vaya —digo, estoy tan bloqueada como aquella vez que tuve que dar una charla sobre salud sexual frente a todo el instituto—. Muchas gracias.
—No me las des a mí, sino a ti misma. Es tu trabajo, yo solo le pongo voz.
Si tuviéramos más confianza, ahora mismo le daría un abrazo, pero no quiero incomodarle.
—Te prometo que no desperdiciaré la oportunidad que me has brindado.
Pienso aprovecharla. Eso es un hecho. Sé que mi trabajo en Hackaway Technologies es intachable, que siempre he llevado los proyectos a buen puerto aunque tuviera que arrastrar con todo mi equipo yo sola, así que las posibilidades son reales. Este no es un posible ascenso selectivo, es el fruto de todo mi esfuerzo durante el último año.
—Me alegra oír eso.
El teléfono de Simon emite un pitido. Aunque me encantaría pasar la mañana en su despacho, hablando sobre trabajo y cualquier cosa que se me ocurra, lo cierto es que tengo que regresar al trabajo, así que me pongo en pie y dejo la taza de té a un lado. Simon hace lo mismo.
—Antes de que te vayas, me gustaría comentarte una cosa más, Elisabeth —me dice con voz suave.
Me giro hacia él, nerviosa. Si hasta hace tres minutos era capaz de controlar la ansiedad, ahora mismo me siento como si fuera una bomba atómica a punto de tomar tierra.
—¿Sí? —pregunto con voz estrangulada.
—Quizá esto no es del todo apropiado, pero... ¿Te gustaría cenar conmigo luego?
Parpadeo. Esto no es igual a salir de un sueño, a ese momento en el que creo que sigo en mi mundo de fantasía y lo veo evaporarse frente a mis narices. Lo que me está pasando es real. Absurdamente real.
—Eh... S-sí, por supuesto —balbuceo.
—¿A las siete en el recibidor?
Asiento porque soy incapaz de pronunciar una sola palabra más sin ponerme a gritar de la emoción. Tengo que hacer uso de toda mi concentración para salir del despacho y sentarme en mi puesto. Jordan me mira con una ceja arqueada.
—Por la cara que traes, parece que te haya hecho un cunnilingus en pleno despacho.
Se me escapa una risita histérica.
—¡Ay, Dios! ¿Te ha hecho uno?
—No, pervertida —le digo, dándole un golpe en el brazo. Me inclino hacia ella para que nadie nos escuche—: Me ha propuesto para un ascenso, pero no puedo decírselo a nadie más por ahora.
—¡Pero eso es genial!
—Lo genial viene ahora —le confieso—. Me ha pedido que cenemos juntos hoy.
Jordan se tapa la boca y abre los ojos de par en par.
—Vale, vale. ¿Necesitas que deje el apartamento libre? Porque me puedo ir a cualquier sitio, e incluso a un hostal, si con eso por fin te puedes meter entre las piernas a tremendo monumento.
Me contengo para no empezar a reírme a carcajadas.
—No lo creo, pero, si al final vamos al apartamento, te enviaré un mensaje para que te quedes en la habitación y finjas que no estás oyendo nada de lo que está pasando.
Jordan levanta los pulgares.
—Eso es lo mismo que haces tú con mis conquistas —admite.
—¡Exacto!
—Pero por la mañana les interrogas mientras se toman el café y yo intento echarles —se queja.
—¡Es que nunca me cuentas los detalles! —protesto.
Jordan arquea una ceja, divertida.
—¿Por qué quieres saber los detalles de mi vida sexual, criatura pervertida?
—¿Si yo me acuesto con el señor S. no vas a querer saber cómo me fue? —le pregunto, arqueando una ceja.
La orgullosa de Jordan está a punto de negar con la cabeza, pero se lo piensa mejor y aprieta los labios.
—Está bien, tú ganas. Pero pienso ganar la próxima discusión, que lo sepas. Tengo un repertorio de argumentos guardados en el móvil y organizados por carpetas, solo tienes que darme cinco minutos para buscarlos.
Soy perfectamente consciente de que, de hecho, sí que los tiene guardados. Están tan mal organizados que tardaría más de cinco minutos en dar con ellos, además de que ya sé cómo rebatirlos.
—En cinco minutos ya me habré olvidado de lo que estábamos discutiendo —señalo.
—Pero seguiré sintiendo que he ganado.
—No lo creo. La emoción se desinfla como un globo, Jor.
Mi amiga hace un puchero que habría roto el corazón del hombre de hielo, pero yo me mantengo estoica porque ya la conozco lo suficiente para saber que ese puchero es tan falso como los pendientes de oro que lleva esta mañana.
—Eres una aguafiestas —se queja.
—Una aguafiestas que posiblemente vaya a echar el polvo de su vida.
—No me lo restriegues, que es el hombre más cotizado de toda esta planta y, probablemente, de las de abajo.
—¿Y el de las plantas superiores?
Jordan pone los ojos en blanco.
—Probablemente sea nuestro enemigo público número uno. Nunca he subido arriba, igual también idolatran al señor S —dice, imitando el mote que le he puesto para que nadie sepa que hablamos de él.
—Estoy absolutamente segura de que no hay una sola persona con la vista graduada que no idolatre al señor S —le concedo.
La jornada laboral se me hace extremadamente larga. Es como si el tiempo quisiera estirarse como un chicle solo para hacerme sufrir y ansiar la cita con Simon.
En realidad, ni siquiera sé si es una cita como tal, solo me ha propuesto cenar después del trabajo. No sería la primera vez que ceno con un compañero de trabajo sin ningún tipo de intención oculta. También es cierto que, en este caso, yo sí que tengo una intención oculta: estoy deseando ocultarme entre sus piernas, concretamente.
Me muerdo el labio inferior mientras recojo mis cosas y voy hacia el ascensor. La mayoría de compañeros ya se han marchado, pues su turno termina a las cinco, pero yo he decidido ampliar la jornada esta semana porque, siendo sincera, no tengo donde caerme muerta y necesito el dinero para sobrevivir. Me niego a pasarme otro mes sobreviviendo a base de sopas de sobre, ramen y macarrones con tomate.
Y, ya puestos, quiero poder comerme una ensalada con lechuga que no lleve tres semanas en la nevera. Y carne fresca, no esa asquerosidad congelada y llena de aditivos que sabe a plástico y está tan dura como la suela de un zapato.
Suspiro mientras hago un recuento del dinero que me queda en la cartera. Veinticinco euros. Puedo permitirme una cena siempre y cuando Simon no tenga la brillante idea de ir a algún sitio caro. Intentaré hacer presión para que eso no suceda, evidentemente.
Si propone algún sitio que pueda dejarme el resto de la semana comiendo sopa de sobre como si tuviera un resfriado crónico, pondré cara de decepción y le diré que no me gustan ese tipo de restaurantes.
Lo cual, por cierto, es mentira. Soy una fiel amante del buen comer, algo que es más que evidente para quien me mire durante más de dos segundos.
Veo a Simon en el recibidor y lo saludo con la mano, como si no lo hubiera visto siete veces (las he contado y he llegado a la conclusión de que tengo un serio problema con Simon a raíz de ello) en todo el día, paseando por aquí y por allá, recogiendo informes, dando algún sermón y de reunión en reunión.
Él me dedica una sonrisa de oreja a oreja y echamos a andar por la calle. Yo ya estoy preparando el diálogo mental para cuando saque el tema del restaurante.
—¿Dónde prefieres cenar? —me pregunta mientras se mete una mano en el pantalón. Su famoso maletín ha desaparecido, supongo que lo habrá dejado en la oficina o en el coche.
Finjo pensármelo, aunque en realidad mi primera idea es un restaurante coreano bastante económico y cuya dueña cocina una especie de pastelitos de arroz que me hacen babear como un San Bernardo un día de verano.
Vale, quizá ese lugar no es la mejor de las ideas. No quiero que Simon me vea babear en la primera cita o lo que sea esto.
—¿Te gusta la comida hawaiana? Hay un restaurante a dos calles de aquí que hace un poke bastante bueno.
—Nunca la he probado, pero me fío de ti —responde con esa sonrisa capaz de derretir los polos y acelerar el cambio climático.
Parpadeo para deshacerme del revoloteo de mis hormonas, que parecen querer tomar el control de mi propio cuerpo. Me moriría de vergüenza si Simon se diera cuenta, aunque fuera por un solo segundo, de lo que es capaz de provocar en mí con solo una ridícula sonrisa de las que parece regalar a diestro y siniestro.
Avanzamos en silencio por la calle hasta que nos detenemos frente al restaurante hawaiano. El cartel que reza Aloha es de color azul claro y decorado con algunas hojas de palmera. El interior es genial: mesas de mimbre, sombrillas de playa por doquier, flores de vivos colores y, para colmo, el personal es encantador. Es el paraíso en pleno centro de una ciudad gris y apagada. Justo lo que yo necesito.
Tomo una fuerte bocanada de aire y el olor a la fruta recién cortada y al pescado marinado inunda mis fosas nasales.
Simon no dice nada. Se limita a seguirme a través de las mesas hasta que llegamos a mi favorita: una mesa de mimbre bajo una sombrilla de flores. Hay una luz que incide directamente en la pared, donde alguien ha dibujado una playa enorme y azul.
Solo necesito saborear el olor de la brisa marina y sentirla en mi pelo para sentirme como en pleno Hawái.
—¿A que es genial? Es uno de mis restaurantes favoritos —le confieso.
Simon asiente.
—Sí. Nunca había estado aquí —me concede—. ¿Qué tal ha ido el día?
—Bien. Prácticamente he terminado el proyecto que me habías encargado.
Él abre los ojos de par en par, gratamente sorprendido.
—¿Tan pronto? No tenías que entregarlo hasta la próxima semana.
Me rasco la nuca, avergonzada. No me atrevo a decirle que el proyecto me gustó tanto que incluso trabajé un poco en él desde casa.
—Lo sé, pero es un proyecto sencillo y ha salido con facilidad —miento.
—En absoluto. Era un proyecto complicado y el plazo que te dimos ya era bastante ajustado. De hecho, pensaba que ibas a necesitar más tiempo —reafirma.
Me sonrojo hasta las orejas. No estoy acostumbrada a recibir halagos
—¿Y tu día qué tal ha sido?
—Agotador —admite con un suspiro—. No te haces una idea de lo aburridas e inútiles que pueden ser las reuniones de trabajo hasta que tienes que sobrevivir a una media de tres al día en las que no se avanza absolutamente nada.
—Vaya, creía que en las reuniones se hablaba de cosas importantes.
—Lo hacemos, pero muchas veces no llegamos a un consenso y tienen que repetirse una y otra vez hasta que el cliente acepta nuestras propuestas —admite, pasándose una mano por el pelo—. Ahora mismo estamos lidiando con un cliente que tiene todo lo que detesto: impuntual, caprichoso y volátil. Un día nos solicita una cosa y, cuando preparamos la base del proyecto para enviarla al departamento, la cambia y tenemos que empezar de nuevo.
Frunzo el ceño.
—¿Hablas del proyecto de la ecociudad tecnológica? —le pregunto.
Simon resopla. Es el proyecto más ambicioso de la empresa. Hasta entonces solo habíamos trabajado en pequeños proyectos tecnológicos, alguno de robótica, pero nada demasiado elaborado o a gran escala. En cuanto escuchamos el rumor de que un cliente quería que hiciéramos una ciudad completa para ellos, prácticamente nos volvimos locos.
—El mismo.
El camarero, un chico de pelo rubio y bucles rizados que le caen perezosamente sobre la frente, se acerca para tomarnos nota. Aún no me he aprendido su nombre y me da vergüenza preguntárselo. Creo que debería ponerse una de esas etiquetas con su nombre en el pecho para evitar estas situaciones incómodas, pero también me da vergüenza hacerle esa sugerencia. Le pido al camarero anónimo un bol grande con pollo y todos los ingredientes adicionales que pueden caber en un plato y Simon se limita a pedir una ensalada de salmón de un tamaño regular.
—Al principio solo iba a ser una ciberciudad —me informa en cuanto el camarero se ha marchado—. Un proyecto de ciudad autosostenible con tecnología punta. Estábamos a punto de arrancar los primeros preparativos cuando nos llamó para pedirnos que la ciudad no tuviera ningún tipo de emisiones contaminantes. Tras dos meses de tira y afloja, decidió que quería que fuera una ciudad que combinara tecnología y ecologismo. No es que el proyecto esté fuera de nuestro alcance, sino que es imposible llevarlo a cabo si, cuando empezamos a avanzar, nos detienen en seco.
—Hubo algunos rumores sobre la ciudad, pero no sabía todos los cambios que había experimentado.
—Ah, eso no es nada. En la última reunión nos ha dicho que quiere que la ciudad esté dentro de una cápsula y que la localización sea perfecta. La quiere al pie de una montaña donde nazca algún riachuelo que pueda correr por la mitad de la ciudad.
Abro los ojos, sorprendida. Ese proyecto es titánico y prácticamente una locura. Es una inversión enorme, algo demasiado grande.
—Eso es una locura. Se puede construir una ciudad ecosostenible que utilice tecnología punta, pero meterla dentro de una cápsula requeriría un trabajo de ingeniería demasiado grande y ridículo. Tendríamos que buscar a los mejores ingenieros y hacer un estudio sobre la viabilidad del proyecto.
—Y, antes de que llegue el resultado del estudio, el cliente cambiará de idea y decidirá que, no sé, que quiere que la construyamos bajo tierra.
—O bajo el mar, tipo Atlantis —añado.
Simon se lleva una mano a la cara y resopla con fuerza.
—Espero que no. Una ecociudad bajo el mar ni siquiera tendría sentido, apenas llega luz ahí abajo, así que dependería completamente del exterior. Eso sin contar con el suicidio que sería si los generadores de oxígeno dejaran de trabajar porque, no sé, un pez ha decidido colarse en su interior o un tiburón la ha cogido con la maquinaria.
—Lo único bueno es que, si el proyecto de la ciudad sale adelante, indiferentemente de su localización, va a suponer un avance increíble para la empresa.
—Sí, pasaríamos de hacer robots que dan los buenos días en los recibidores de los hoteles a una ciudad completa. Bueno, en realidad solo son treinta casas, pero es un proyecto gigantesco. Aún así confío en que, si el cliente se decide de una vez, será el mayor avance de la empresa en los últimos veinte años.
La comida no tarda en llegar, pero Simon no parece muy interesado en su bol de ensalada. En su lugar, continúa hablando sobre el proyecto.
—He pensado en proponer su localización en algún pueblo cercano, para ver si consigo que el cliente deje de obsesionarse con la idea de las montañas, pero habría que consultar cuáles se pueden expropiar.
—¿Y por qué no en un valle? —sugiero mientras picoteo el pollo.
Simon arquea una ceja, curioso.
—¿Un valle?
—Claro. El valle de Ashter podría ser un buen candidato siempre y cuando el proyecto no suponga una alteración del ecosistema local —le digo—. Verás, está lo suficientemente aislado de la ciudad como para permitir que los residentes vivan con tranquilidad, pero lo suficientemente cerca como para tomar cartas en el asunto si hubiera algún problema con los suministros.
Él se mesa la barbilla, sopesando la idea.
—¿Y qué lo diferencia de un pueblo?
—Oh, eso es sencillo. En los valles suele llover mucho y la humedad ambiental permitiría el cultivo de las cosechas, con lo que no habría problema con el suministro de agua y alimento. Respecto a la electricidad, habría que hacer un estudio, pero podríamos utilizar la energía eólica e incluso combinarla con la solar. Y, si fuera posible, se podría aprovechar la fuerza de los ríos para obtener energía. Son tres medios por los que podríamos sostener una ciudad energéticamente.
—Es una buena idea, desde luego. No nos obligaría a buscar una localización más alejada y nos podría permitir llevar a cabo un proyecto que combine naturaleza y tecnología de forma eficiente.
Sonrío como una niña que acaba de obtener la aprobación de su ídolo y tengo que contenerme para no saltar del sitio y empezar a gritar de la emoción.
—Seguro que si presentamos un proyecto así podríamos convencer al cliente —le digo.
—¿Crees que podrías trabajar en una presentación para un proyecto como este? Cuando termines con el proyecto actual, claro.
—Por supuesto. Puedo hacer un estudio y preparar algo, aunque no sé si seré capaz de hacerlo sola. Necesitaré un buen equipo.
—No te preocupes por eso —señala con una sonrisa—. Mañana por la mañana dejaré los datos en tu mesa.
—¡Genial! —digo con demasiado entusiasmo.
—De todos modos, no te he pedido que me acompañes a cenar para hablar sobre trabajo. No quiero que pienses que estoy haciéndote trabajar horas extras o algo así, no sería ético.
Ladeo la cabeza, confundida y con la esperanza latiendo como un millón de ardillas correteando a mi alrededor. Sí, eso soy, soy un millón de ardillas que se mueren por los huesos de Simon.
Me parece increíble mantener una expresión serena con el ritmo tan alocado que están tomando mis pensamientos, pero lo consigo.
—No te preocupes, me gusta mi trabajo.
—Eso es más que evidente, pero te he pedido salir porque creo que te vendrá bien despejarte y que nos conozcamos mejor.
Creo que el corazón se me va a salir del pecho y empezará a dar saltitos por la mesa. Es una imagen grotesca, pero, teniendo en cuenta el nivel de emoción que tengo ahora mismo en el cuerpo, me parece encantador porque lo visualizo con estrellitas y mucha purpurina.
—Oh —murmuro—. Está bien.
¿Que está bien? Definitivamente soy una idiota.
No podría haber dicho «yo también quiero conocerte, Simon», sino «está bien». Cerrarme puertas en las narices es mi especialidad.
Afortunadamente, Simon ha decidido tomárselo bien, porque probablemente no está acostumbrado a la falta de interés. No es que yo no tenga poco interés ni nada por el estilo, es que aparento no tenerlo. Cuando me pongo nerviosa soy como una especie de cadáver inexpresivo con pequeños tics nerviosos que puedo contener más o menos bien. Pincho un trozo de pollo y me lo llevo a la boca porque el silencio ya se ha extendido durante unos pocos segundos.
—Lo digo de verdad, Elisabeth. Quiero conocerte más.
Me trago el trozo de pollo sin masticarlo y me atraganto. Termino con un acceso de tos y bebiéndome el zumo de piña a tanta velocidad que me arranca un escalofrío por la acidez de la fruta.
Simon arquea una ceja. Definitivamente estoy haciendo el mayor ridículo del mundo. Ahora mismo quiero esconderme debajo de la mesa porque, madre mía, ¿cómo he podido atragantarme con un trozo de pollo solo porque Simon me haya dicho que me quiere conocer más? ¿Cómo me pondré si se le ocurre tocarme la mano o, lo que es aún peor, besarme?
—Lo siento, me he atragantado —admito con voz ronca.
—Mastica con cuidado, Eli —se burla.
—A veces me olvido de que hay que masticar.
Simon frunce el ceño un poco, pero luego sonríe.
—¿Qué haces cuando no estás trabajando? —me pregunta.
Cuando no estoy trabajando suelo ver series en bucle con Jordan, sacar a Gato de paseo por la ciudad (lo detesta hasta que llegamos al parque, donde disfruta como un condenado persiguiendo mariposas y mordisqueando margaritas), leer libros hasta que las letras empiezan a bailar en tantos sentidos que me siento incapaz de seguirles el ritmo y hago picnics temáticos en pleno parque. Me niego a decir eso en voz alta, estoy segura de que Simon me tomará por una rarita, sobre todo por lo de los picnics y Gato.
—Me gusta leer, pasear y, bueno, tengo una mascota. Más o menos. Es de mi compañera de piso, de Jordan, pero suelo encargarme de él muy a menudo. ¿Y tú?
—Escalada —admite—. Me gusta el deporte.
Odio el deporte. Es, literalmente, la actividad más detestable del universo. Espero que no sea el tipo de persona que adora hacer deporte en pareja, porque por ahí sí que no paso.
—Y a veces descanso en algún spa, pero, de todos modos, apenas tengo tiempo para eso. Trabajo mucho —continúa—. Más de lo que debería, pero tampoco me quejo. Me pagan bien.
—Vaya, eso está bastante bien.
Madre mía, he perdido la capacidad de mantener una conversación coherente.
—¿Y qué libros sueles leer? —me pregunta de pronto.
Me sonrojo hasta las orejas. No pienso admitir que leo fantasía, concretamente romántica, concretamente un tipo de fantasía que contiene escenas que un público menor de edad no debería leer pero que, irónicamente, es uno de sus mayores públicos. Probablemente él lea libros de autoayuda, de superación, libros autobiográficos de grandes empresarios y esas revistas para empresarios donde hablan sobre la cantidad de dinero que ganan y la que van a seguir ganando, pero yo no. Qué puedo decir, a mí me gusta leer a vampiros dándose lo suyo mientras luchan por salvar el mundo.
—Eh... Novelas de fantasía —digo— y terror. Me gustan mucho.
—No suelo leer ese género —señala—. ¿Es interesante?
—Es entretenido. Hay libros de todo tipo y para cualquier gusto —le digo con entusiasmo—. Es increíble la cantidad de cosas que se pueden hacer cuando te libras de las ataduras del mundo real y creas un universo nuevo a tu gusto. Puedes crear a magos capaces de manipular a los elementos, chicas que pueden escuchar las emociones de los demás como si fueran melodías que le cantan al oído o de trotamundos que conquistan reinos —enumero—. Se rompen todos los límites que te impone este mundo para crear otros totalmente diferentes, con sus propias reglas y su sistema de magia incluido. Es maravilloso, te lo aseguro.
—Suena interesante —admite—. Quizá puedas recomendarme una novela de fantasía.
Y aquí empieza el momento de pánico. Me baja una gota de sudor frío por la espalda. ¿Qué novela puedo recomendarle a una persona que nunca ha leído el género? No puede ser algo demasiado fuerte porque, evidentemente, necesita una inmersión lenta en la literatura. Quizá algo suave, como el realismo mágico, pinceladas de magia en el mundo real para luego meterlo de lleno en libros más profundos, como los de Brandon Sanderson o Tolkien. Sí, es mejor empezar por ahí. Quizá incluso pueda leer a Schwab. La adoraría.
—¿Qué clase de libros sueles leer tú? ¿Hay algo que te llame la atención sobre las películas de fantasía? —le interrogo—. ¿Prefieres fantasmas, zombies, magos? ¿El mundo medieval o el actual? ¿Un mundo diferente? ¿Te gustan los elfos? ¿Los enanos? ¿Las dos cosas juntas?
Simon parpadea, abrumado por la cantidad de preguntas que le he lanzado en apenas un minuto.
—Lo primero.
—¿Fantasmas?
—Supongo —dice, confundido.
—¡Estupendo! —exclamo, entusiasmada—. Te traeré algún libro de fantasmas a la oficina. No tienes porqué leerlo si no te gusta, solo es para que puedas entretenerte. Ya sabes, si no te gusta no tienes más que decírmelo y podemos buscar otro género que se adapte más a tus gustos —le digo, gesticulando muchísimo por los nervios—. Es un poco difícil sumergir a alguien en la fantasía por primera vez porque es un mundo muy amplio y tiene demasiada variedad, pero estoy segura de que, si trabajamos codo con codo, podemos encontrar algo que te encante.
Abandonamos el tema de los libros rápidamente y volvemos al que parece el único nexo que nos une: el trabajo. Pasamos casi una hora completa hablando sobre el proyecto y compartiendo ideas hasta que, al final, damos por terminada la noche.
¡Hooooli! Parece que ha pasado una eternidad desde el día en que publiqué el segundo capítulo de Catfish, pero lo cierto es que no hace ni una diez días!!
Sí, Eli tiene los mismos gustos pervertidos que nosotras, ¿qué podíamos esperar de una protagonista que fantasea con acostarse con su jefe? Y hablando de gustos pervertidos... ¿Hay alguna novela que tengáis en la estantería o en la biblioteca de Wattpad pero no querríais que vuestras parejas o familiares supieran de su existencia? 😏😏
Por cierto, si le dais mucho amor, es posible que la segunda parte del capítulo se desbloquee muuuuuuuuuy pronto ♥
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