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Capítulo 25

Tomo una fuerte bocanada de aire y voy a la sala de espera hasta que el médico me permita pasar a ver a mi padre. Según el papel que me dio la enfermera, puedo volver a entrar a partir de la una y media de la tarde.

Le envío un mensaje a mi hermano justo cuando lo veo aparecer con una bolsa de comida para llevar y dos cafés más grandes que su cabeza. Se sienta al lado mío, estira las piernas y bosteza sonoramente antes de tenderme la bolsa y uno de los cafés.

—Supuse que, como eres idiota, no habías cogido nada para comer, así que ahí tienes. Tu comida favorita: pollo frito.

—Esa era mi comida favorita a los ocho años, Derek.

—Bah, como si tuvieras muchos más.

Pongo los ojos en blanco, pero acepto su pequeña ofrenda de paz.

—Papá ha estado a punto de tener una recaída —murmuro, poniendo a un lado la comida para tomar un sorbo de café porque siento que se me empiezan a cerrar los párpados solos.

Derek se tensa y le tiembla la mano con la que sujeta el café.

—¿Y cómo está?

—Los médicos dicen que está estable, solo ha sido un susto. Al parecer, logró embaucar a una enfermera para que le diera su móvil y le escribió a mamá. No sé qué es lo que le dijo, porque no he querido invadir su intimidad de ese modo, pero la discusión fue lo suficientemente fuerte como para que se pusiera muy nervioso y las máquinas saltaran como locas. No llegó a ser una recaída como tal, pero han tenido que sedarlo porque hay riesgo de que sufra otro infarto. No quiero que mamá vuelva a contactar con él, al menos mientras esté así.

—Me parece lo justo. Tengo que admitir que no fue muy... —Derek se rasca la nuca, incómodo—. sensible por su parte.

Teniendo en cuenta que Derek se pasa la vida alabando todo lo que dice nuestra madre, me parece un logro inmenso oírle decir algo así.

—No, no lo fue.

—Nunca pensé que fueran a divorciarse —admite, dándole un mordisco a una alita de pollo—. Es decir, supuse que en algún momento ella se cansaría de viajar o que simplemente papá se jubilaría y se irían juntos por ahí.

—Yo tampoco lo pensaba, si te soy sincero. Eran una de esas parejas que creías que durarían toda la vida, pero de pronto uno de los dos estalla y todo se va a la mierda.

—Por eso no tengo pareja, hermanito. Soy una hoja movida por el viento. —Hace una mueca—. Aunque ahora el viento me ha metido en una caja y no me deja salir, pero no pasa nada.

—No soporto tus metáforas.

Abro la bolsa y sonrío al ver que mi hermano recuerda exactamente cómo me gustaba el puñetero pollo frito cuando era un crío. Están hasta las dichosas salsas que suelo pedir siempre, incluyendo la de alioli.

—Y yo ya no soporto la empresa, pero tengo que encargarme de todo hasta que vuelva papá.

—Ya somos dos —admito. Tomo una bocanada de aire—. ¿Cuándo empezaste a sentirte así? Quiero decir, ¿cuándo empezaste a odiar la empresa?

Él se encoge de hombros.

—¿Puedo ser sincero sin que te enfades? —Le dedico una sonrisa tensa, de esas que indica que posiblemente me cabree, pero que igualmente prefiero su sinceridad a que me mienta en las narices—. Cuando me dio el brote y descubrí que podía, no sé, vivir mi vida sin tener que preocuparme por un salario o por otras personas, dejé de ver la empresa como una posibilidad y más como un castigo, ¿sabes? No me quitaría mi libertad por nada del mundo.

—A mí lo que me aterra es no estar a la altura. Siempre he estado por debajo de ti y tener que ocuparme de todo lo tuyo de golpe fue horrible. Toda esa gente que antes dependía de ti, ahora depende de mí, Derek. Y no sé si soy un buen jefe. Quiero serlo, quiero intentarlo, pero a menudo siento que todo esto es demasiado.

Derek se encoge de hombros.

—No es un trabajo fácil, pero eres mucho más capaz que yo. Muchísimo más, de hecho.

—¿Por qué dices eso?

—Porque a ti te importan las personas, Marcus. Y, por muy mal que suene esto, a mí solo me importa mi futuro. Soy más como mamá. Un egoísta de cojones.

—Al menos lo admites —gruño entre bocado y bocado.

—Pero de vez en cuando tengo detalles bonitos. Te compré pollo frito. Con el dinero que me da papá todos los meses. Pero mira el detalle.

—Cuando sea el jefe no pienso darte un duro, que lo sepas.

Mi hermano abre los ojos de par en par.

—¿Qué? ¿Cómo te atreves, enano de mierda?

—Puedo pagarte... si trabajas.

—Ah, genial, ahora me chantajeas.

—En absoluto. Lo que quiero es que hagas algo de provecho con tu vida. No puedes simplemente irte por ahí de viaje, viviendo del dinero de los demás, porque, en fin, ¡que no se puede y punto!

—Ya estoy haciendo algo de provecho con mi vida. No sabes la cantidad de cosas que he aprendido en estos últimos meses. Es como abrir los ojos a un mundo nuevo —señala, apartándose el pelo oscuro de los ojos.

Le ha crecido tanto que casi le llega por los hombros. Antes odiaba que el pelo le cayera en la cara, pero ahora es como si no le importara nada. En realidad, me alegro de que ahora sea más feliz, pero no me hace especial ilusión que deje todo de lado de ese modo. Quizá es que aún le guardo mucho rencor por haber sufrido ese puñetero brote psicótico.

Que evidentemente mi hermano no eligió sufrirlo, pero sí eligió tomar las drogas que se lo provocaron y también escogió abandonarlo todo después de curarse.

Son cosas que no puedo perdonarle fácilmente, pero que tengo que hacerlo porque es mi hermano y le quiero y porque, antes de que le ocurriera eso, éramos grandes amigos.

—¿Sabes qué? Te perdono —le digo, provocándole una sonrisa—. Por todo el marrón y por haberme abandonado con la excusa de que te ibas a un templo aunque sé perfectamente que estuviste en todos lados menos ahí. Creo que tienes derecho a vivir tu vida del modo en que te apetezca, pero no puedes contar conmigo para que te mantenga.

—Solo son diez mil pavos. ¡Se te caen del bolsillo!

—No se me caen. Es dinero que puedo emplear en la empresa y que emplearé. Si quieres un salario, ya sabes que siempre tendrás trabajo con nosotros.

Derek se encoge de hombros.

—Bueno, mientras papá viva tendré ese dinero y luego tendré la herencia, así que...

Estoy a punto de replicar que no debería contar con el dinero de los demás para sus caprichos, pero alguien me interrumpe.

—¿Cómo estás? ¿Cómo está tu padre? ¿Qué es lo que ha pasado? ¡Anda que me avisas, cabronazo! Me he enterado de rebote por este hippie drogadicto.

Levanto la cabeza como si tuviera un resorte en el cuello. Josh me mira, jadeando porque seguramente ha subido corriendo —cosas de ser un dramático patológico— y luego apoya las manos en las rodillas para tomar el aire.

—Putas escaleras, joder —resuella.

—Podrías haber tomado el ascensor —sugiero.

—Estaba ocupado, lo usaban para transportar una camilla y había hasta cola. Parecía que regalaran algo, vaya. Qué pereza. ¿Cómo está tu padre?

—Está en cuidados intensivos y lo han sedado porque estaba... en fin, muy estresado.

—Nuestra madre ha decidido pedirle el divorcio mediante un burofax —añade Derek.

—Es la reina de la falta de tacto —señala Josh haciendo una mueca.

—Pues no te lo voy a negar. Encima no podemos visitarlo hasta mediodía, así que, en fin, aquí estamos, atrapados en un bucle hasta que esto se solucione.

—¿Y Eli no ha venido?

Tomo una bocanada de aire. Oír su nombre me duele de una manera que no soy capaz de mencionar. Pero a Josh no le puedo ocultar nada, así que le cuento todo. Su rostro pasa por veinte expresiones distintas mientras le cuento todo y a Derek se le cae una pieza de pollo frito de la boca cuando oye lo de Abigail.

—Joder, tío. Eres el rey de las cagadas. ¿Quieres que le envíe un mensaje? Igual a mí me lee.

Es cierto. Tal vez a él pueda leerlo, así que lo intentamos.

Pero no. No nos lee el sábado, ni tampoco el domingo cuando mi hermano se marcha a hacer un recado y decide no volver. Ni tampoco cuando llamo a Cassie y me jura y perjura que sí le ha escrito a Eli recordándole que lea mis mensajes, pero que no puede obligarla a hacerlo por mucho que «le gustaría solo para que me calle de una vez».

El lunes por la tarde, mi hermano sigue desaparecido, Eli continúa sin responder a mis mensajes y la única buena noticia es que a mi padre lo trasladan a una cama de hospital normal. Sigue conectado a un millón de cables, pero al menos ya no está en cuidados intensivos, así que me siento más calmado.

La enfermera le trae a mi padre una bandeja con su almuerzo, que inspecciona con una ceja arqueada como si fueran a envenenarlo, y se come con una mano mientras lee el libro que le di con otra.

—Parece que estás mucho mejor —comento. A mí también me han traído el almuerzo, más un gesto de pena que otra cosa, pero aún no lo he tocado. Tengo el estómago hecho un nudo de marinero porque no paro de intentar imaginar cómo sería mi vida sin Eli y no lo consigo.

Y no hago más que preocuparme por si está bien, por si mi estupidez le ha hecho daño. Joder, ni siquiera sé si voy a ser capaz de perdonarme por haberla hecho sufrir, aunque fuera por culpa de un maldito despiste.

Soy imbécil.

—Yo estoy estupendamente —me suelta mi padre—. Tú luces mucho peor que yo. Parece que el infarto te dio a ti en lugar de a mí.

—No ha sido el mejor fin de semana del mundo, desde luego.

Mi padre ladea la cabeza y pone el libro en el borde de la cama, en un equilibrio tan precario que cualquier movimiento lo puede tirar. Lo empujo suavemente para que no se caiga.

—¿Es por la chica?

Levanto la cabeza, sorprendido.

—Bah, que soy un poco viejo pero no idiota. Sé que te estás viendo con Elisabeth Brown. No hace falta más que ver cómo trabajáis juntos.

Me rasco la barbilla, incómodo.

—No sabía cómo contártelo. Me daba miedo que la despidieras por eso.

—La norma que puse fue una pataleta, lo reconozco. También admito que no fue agradable ver lo que vi en ese archivo. —Sacude la cabeza, pensativo—. Pero en fin, lo que quiero decir es que hacía mucho tiempo que no te veía tan feliz y tan productivo. Es como si hubieras vuelto a nacer.

—Bueno... es posible que se haya acabado.

Mi padre ladea la cabeza con el ceño fruncido.

—¿Por qué?

Y no sé por qué lo hago, pero le cuento absolutamente todo. Le cuento lo del catfish; le hablo de cómo es Eli, de lo buena que ha sido conmigo, lo muchísimo que me ha ayudado. Le digo todo lo que me gusta de ella y le hablo sobre lo valiente que es y la fortaleza tan increíble que tiene. Le explico que no canta demasiado bien, pero que aún así se atreve a hacerlo delante de un montón de personas. Y que sonríe y lo hace a todas horas, y que tengo un miedo patológico a cometer un error y que esa sonrisa se desvanezca aunque solo sea por un instante, que me siento un lastre para ella. Que la quiero. Y que lo hago con tanta intensidad que a veces siento que voy a explotar y a terminar en un montón de trocitos en el suelo.

Mi padre se ríe a carcajadas con esto último y me dice que soy un poco dramático, que eso lo heredé de mi abuela, su madre, pero que si no quiero hacerle daño, lo mejor que puedo hacer es cuidarla.

—Ve a buscarla —me pide.

Quiero hacerlo, pero no puedo lidiar con la idea de abandonar a mi padre en un momento tan duro.

—Pero no quiero dejarte solo y Derek lleva desde ayer sin aparecer por aquí. ¿Qué pasa si te ocurre algo y yo no estoy aquí?

—Si me ocurre algo, va a suceder estés o no aquí. Yo dejé escapar a tu madre por miedo. Miedo a dejar la empresa sola. Miedo a lo desconocido. Miedo al cambio. No cometas los mismos errores que yo. No dejes que el amor se te escape. Sé valiente, búscala y recupérala. Salva lo que tienes, porque el amor es muy valioso y muy escaso. Demasiado, quizá.

—¿Desde cuándo eres tan poético?

—Desde que me rompieron el corazón. Literalmente.

Me echo a reír. Al menos, ha recuperado el sentido del humor. Ya es un paso.

—Está bien, pero voy a avisar a tus médicos de que estaré fuera un par de horas, para que me llamen si ocurre cualquier cosa.

—Marcus, no todo puede estar bajo tu control. Te aseguro que estaré bien si me dejas solo un par de horas.

—¿Seguro?

—Que sí, pesado. Vete ya, antes de que llegue tu hermano y empiece con una de sus pataletas.

Le doy un beso en la frente antes de salir disparado de la habitación.

—Gracias, papá. Te quiero.

—¡Pues no me quieres tanto cuando no me has traído ni un solo café! —me grita mientras estoy saliendo de la habitación.

El plan es ir corriendo a casa de Eli, hablar con ella, ponerme de rodillas si hace falta, explicarle todo y volver con mi padre

Me doy toda la prisa que puedo en coger el coche y conducir hasta su barrio y en cuanto aparco siento las náuseas en la boca del estómago. Tengo el libro que le quiero regalar en el asiento del copiloto, pero ni siquiera sé si debería dárselo ahora. ¿No sonará como si la estuviera comprando con un regalo?

Al final decido meterlo en una bolsa y hablar con ella primero, solo por si acaso. No quiero que el regalo se vea empañado por un mal momento.

No hay nadie en su casa. Lo sé porque sigue en horario laboral —ni siquiera me había percatado de esto hasta que me pasé diez minutos de reloj llamando a la puerta— y porque Gato el gato ha decidido atacar la puerta para que deje de molestar, así que me siento en el suelo a esperar a que Eli regrese.

Ni siquiera me doy cuenta de que me he quedado dormido hasta que alguien me despierta dándome un golpecito en el hombro. Es entonces cuando la veo. E, igual que siempre, me parece preciosa. Y me pongo tan nervioso que trastabillo al levantarme.

Y quiero contarle todo, pero las palabras no me salen. Sé que me pregunta algo, y ni siquiera soy consciente de que respondo y de que Jordan y Eli tienen una discusión sobre si me permitirán hablar o no.

Pero yo soy incapaz de ver algo que no sean sus ojos rojos. Ha llorado.

Y me siento como un monstruo, como la peor mierda de este mundo.

Pero entonces, ella me pone una mano en el hombro y, aunque la retira al instante, el gesto enciende una chispa de esperanza en mi interior.

Y es todo lo que necesito para contarle lo que ha pasado.

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