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Capítulo 19



Una de las cosas que más me gusta de mí misma es que tengo una memoria fotográfica increíble. De un solo vistazo soy capaz de ver todos los detalles y repetirlos sin necesidad de volver a mirar.

Ahora, mientras estoy detenida frente a una habitación que no estaba destinada a ser descubierta, por un segundo odio mi buena memoria, porque sé que cada rincón se va a quedar guardado en mi memoria para siempre.

La luz ilumina la estancia y lo veo todo con claridad: la cuna de bebé en una esquina, el pequeño cambiador, la cómoda y todos los paquetes sin abrir. Hay una fina capa de polvo cubriéndolo todo, como si nadie hubiera entrado en esa habitación en los últimos meses. Quizá en mucho más tiempo.

Inconscientemente, doy un paso hacia el interior. No pretendo invadir su privacidad, pero es inevitable. Veo el móvil sobre la cuna, con sus conchas y sus peces estáticos, como si se hubieran detenido a medio camino de nadar.

A mi espalda oigo los pasos de Marcus y, como si estuviera obligándose a sí mismo a hacerlo, da un paso hacia el interior. Repasa con ojos vidriosos toda la estancia y un suspiro triste se le escapa.

—Hace un año que no pongo un pie aquí —murmura.

Siento deseos de darle la mano, de abrazarle o hacer cualquier cosa, pero en cuanto doy un paso hacia él, avanza hacia la cuna y pasa una mano sobre la superficie de madera pulida.

—No tienes que contármelo si no quieres.

Él niega con la cabeza y me dedica una débil sonrisa.

—Quiero hacerlo. Además, si no lo hago, sé que la curiosidad te impedirá dormir por las noches.

Fuerzo una sonrisa.

—Me conoces demasiado bien.

Marcus asiente, distraído, y roza el móvil con el dedo. El artilugio empieza a moverse, emitiendo una cancioncita suave que contrasta con su estado de ánimo.

—¿Recuerdas que, al principio de todo esto, te conté que hacía un año que había roto con mi novia?

Asiento.

—Fue por esto —me dice, señalando la cuna.

—No entiendo...

—Abigail se quedó embarazada y, aunque soy consciente de que soy bastante joven, también lo soy de que tengo una buena posición económica, así que tras sentarnos y hablar sobre ello, decidimos tener al bebé. Habíamos planeado casarnos tras el parto porque ella quería una boda por todo lo alto. No nos daba tiempo de hacerla en dos meses, antes de que el embarazo se hiciera evidente y ella se negó rotundamente a casarse estando demasiado embarazada porque no quería salir así en las fotos.

Frunzo el ceño. Una boda es un momento precioso, pero es evidente que ella estaba pensando más en la estética que en el acto de amor que es que una persona decida que quiere pasar el resto de su vida a tu lado.

—Solo tenía un mes de embarazo cuando mi hermano tuvo el brote psicótico. Todo fue un caos de psiquiátricos, hospitales, medicación y, al final, de un silencio atronador. Mi padre me pidió que ocupara su puesto desde el primer momento. Yo no quise hacerlo, Eli. No podía con esa presión. Ahí fue cuando todo se empezó a torcer.

Marcus se acerca a la cómoda, donde hay un precioso body de color amarillo con el dibujo de un pez koi. Se me cierra la garganta y no soy capaz de pronunciar una sola palabra.

—Abigail me obligó a aceptar. Lo pasé muy mal, empecé a sufrir crisis de ansiedad y tuve que empezar a medicarme. —Marcus resopla, pasándose una mano por el pelo—. Yo, que nunca he tomado ni una pastilla para el resfriado, de pronto no podía salir de casa sin estar drogado hasta las cejas.

—¿Y Abigail no te apoyó?

Niega con la cabeza y toda la tristeza que siempre ha intentado ocultar sale a la luz, derribando cualquier barrera que hubiera intentado contenerla.

—Al contrario, me hundió más. Discutíamos por todo, hasta por el restaurante al que quería ir a cenar. Ella no paraba de gritarme, de decirme que era un cobarde y que no servía para nada.

No estoy preparada para oír lo que viene a continuación, cuando Marcus se sube la manga de la camiseta y me enseña una cicatriz en el brazo. Ya había reparado en ella antes, pero algo me decía que no debía preguntarle.

—Esto fue del día en que me lanzó un jarrón a la cara. Puse el brazo para protegerme y uno de los trozos de cerámica me cortó el antebrazo. Ni siquiera me acompañó al hospital, así que tuve que conducir con una mano mientras presionaba la herida con la otra. Tuvieron que darme varios puntos. Cuando volví a casa, ella no paraba de decirme que era muy poco hombre. Yo solo le pedí que se calmara, que pensara en el bebé y en el futuro que nos esperaba. Pensaba que simplemente estábamos pasando una mala racha, que en algún momento se solucionaría. Ella ya era así antes, ¿sabes? Aunque no tanto. Tenía momentos en los que me insultaba, arrebatos en los que golpeaba cosas, pero nunca me había puesto la mano encima.

Se me corta la respiración y avanzo hacia él. Le tomo de la mano y recorro la cicatriz con dedos temblorosos.

—¿La denunciaste?

—Iba a ser la madre de mi hijo, ¿cómo iba a denunciarla? Sencillamente, no pude.

—Pero lo que te dijo, Marcus, lo que te hizo... Eso es maltrato.

—Lo sé —murmura—. Pero eso no fue nada comparado con lo que hizo después, cuando se percató de que yo no iba a salir fácilmente del pozo en el que me había sumido.

Trago saliva y le aprieto la mano para reconfortarle. Al ver nuestras manos entrelazadas, se le suaviza la expresión, pero la tristeza es como un océano que lo inunda todo.

—Un día desapareció. Se esfumó durante tres días enteros. Yo me volví absolutamente loco, Eli. Tanto, que mi padre tomó cartas en el asunto y descubrió que se estaba alojando en un hotel a veinte minutos de aquí, así que fui a visitarla. —Se le escapa una risa ronca y me doy cuenta de que está conteniéndose para no llorar. Yo solo quiero abrazarle hasta que el dolor se vaya—. Creía que me estaba engañando con otro. Lo peor es que fui con la intención de suplicarle que volviera a casa. A fin de cuentas, la relación se estaba yendo a pique y yo estaba convencido de que era mi culpa.

—No lo fue.

Marcus me mira y asiente débilmente.

—Ahora lo sé, pero en ese momento no.

Él me suelta la mano para guardar el pequeño body en el primer cajón de la cómoda.

—Ella estaba sola en su habitación. Lucía pálida y parecía que tenía fiebre. Me preocupé muchísimo y la ayudé a llegar hasta su cama. Entonces vi los papeles que tenía en la mesilla de noche.

Le tiembla la voz y a mí me tiembla todo el cuerpo.

—Había abortado, Eli. En secreto, como si fuera un crimen. Cuando le pregunté si pensaba decírmelo algún día, me respondió que no podía esperar que tuviera un hijo con alguien como yo. Que primero tenía que madurar y convertirme un hombre y que entonces, solo entonces, se pensaría el hacerlo.

»Lo peor es que, si ella me hubiera contado que no estaba segura, la habría llevado yo mismo a abortar. No tenía ninguna intención de obligarla a hacer algo que ella no quisiera, ¿entiendes? Un hijo es algo muy importante, una decisión de dos y jamás se me habría pasado por la cabeza que fuéramos padres si ella no quería o no se sentía preparada para ello.

No sé qué decir. Estoy tan congelada que lo único en lo que puedo pensar es en cómo hacer que todo ese dolor desaparezca, que los malos recuerdos se borren de su memoria para siempre.

—Ella abortó y decidió ocultármelo y eso ha sido lo peor que me han hecho en toda mi vida, pero también me hizo abrir los ojos y ese mismo día rompí con ella. Le pagué a un servicio de mudanza para que empaquetara todas sus cosas y las llevara a la casa de sus padres y regresé aquí, a esta casa, con una habitación para un hijo que nunca tuve y la presión de un trabajo que, en aquella época, no era capaz de sobrellevar.

Luego me mira y lo que leo en su expresión me hace querer romper a llorar.

—¿Crees que tenía razón? —me pregunta en apenas un susurro—. ¿Que soy un cobarde por no poder con todo esto?

Le tomo la cara entre las manos.

—Eres la persona más valiente que he conocido jamás, Marcus. Y, si algún día se te olvida, yo siempre estaré aquí para recordártelo.

Nos abrazamos durante tanto tiempo que se me entumecen los brazos, pero me niego a soltarle. Marcus es un náufrago en medio de la tormenta y no pienso permitir que las olas lo arrastren al fondo del mar. Nos mantendremos firmes, con la cabeza sobre el agua y aguantaremos la tempestad pase lo que pase.

Es increíble lo mucho que hemos conectado y lo importante que se ha vuelto para mí en un periodo tan corto de tiempo, pero ahora mismo sé a ciencia cierta que haría cualquier cosa por él, por liberarlo del dolor y que vuelva a sentir que es una persona válida.

Cuando me separo de él, observo la habitación con otros ojos.

—¿Hay algo que siempre hayas querido hacer? ¿Un hobbie que no te atrevas a confesar? —le pregunto.

Él me mira con extrañeza.

—Bueno, siempre he querido escribir, pero no tengo mucho tiempo. ¿Por qué?

—Porque este será tu estudio de escritura.

Al principio parpadea, confuso.

—Eli, no sé si voy a ser capaz...

—¿Sabes lo que me dice mi psicóloga cuando estoy en una situación como esta? Que dé un pequeño paso cada vez.

Cojo una cestita blanca llena de chupetes, baberos y biberones y se la tiendo.

—Empecemos deshaciéndonos de esto. Podemos donarla a alguna madre primeriza.

Marcus mira la cesta y leo la duda en sus ojos, pero no deja que se asiente.

—Sí, podemos hacer eso.

Pero, cuando nos hacemos con una caja de cartón y meto la cesta dentro, lo sorprendo abriendo los cajones de la cómoda y sacando montones de ropa. Aún tienen las etiquetas y huelen a colonia de bebé. Se me encoge el corazón cuando se aferra al primer montón de ropa antes de tendérmelo.

Llenamos la primera caja antes de lo esperado. Miro a Marcus con cautela y es él mismo quien se decide a llenar la segunda. Y después viene una tercera y una cuarta y una quinta.

Cuando las tenemos todas, nos dejamos caer en el sofá y yo busco en mi móvil alguna organización que ayude a madres primerizas sin recursos. No tardo en dar con una, llamada Segundas oportunidades y se la muestro a Marcus.

—Mira, esta organización ayuda a madres primerizas que han huido de situaciones de maltrato. Creo que podrías donar algo allí.

Él echa un vistazo a la página web de la organización y, sin pensarlo dos veces, llama por teléfono.

Quedamos con ellos al día siguiente. Al parecer, tienen una situación de emergencia y todo lo que les donemos les va a venir bastante bien. Esa noche nos acurrucamos en el sofá, vemos películas y hablamos muy poco porque Marcus tiene la mente en otra parte y eso está bien, porque a veces, cuando intentas sanar tus heridas, necesitas un momento para intentar recordar quién eres.

De madrugada, mientras estamos abrazados en la cama y justo antes de que me quede dormida, Marcus me da un beso en la coronilla.

—Gracias por esto, Eli.

Aunque quiero responderle, el sueño me vence.

A la mañana siguiente, cuando estamos tratando de encajar los muebles en el maletero del coche, Petrov se asoma al balcón.

—¿Qué hacéis? —pregunta. Tiene una ceja arqueada, como si no le importase, pero en sus ojos veo el brillo de la curiosidad.

—Vamos a donar algunos muebles a la beneficencia, pero tenemos algún problema para que quepan en el coche.

Petrov se echa a reír.

—¡Eso es lo que pasa con los coches de hoy en día, que no cabe ni un alfiler! Muy bonitos, pero poco prácticos —Sacude la mano en el aire—. Esperad ahí, que saco mi coche.

El coche de Petrov parece un tanque de la Segunda Guerra Mundial y ni siquiera tiene cinturones de seguridad, así que no sé hasta qué punto es legal, pero dentro conseguimos meter la cuna, ya desmontada, y un par de cajas. Yo me pongo en el asiento trasero, encajada entre una caja llena de juguetes y el lateral de la cuna. Apenas puedo moverme, pero la asociación no está muy lejos.

Tenemos que dar tres viajes para conseguir llevarlo todo y, cuando damos el último, las voluntarias de la organización aún están peleándose para poder clasificar lo que llevamos en el primero.

Petrov estira las piernas mientras nos observa descargar los últimos muebles. Le hemos prohibido cargar con peso, ya que el día anterior nos confesó que padecía de lumbago. Protestó varias veces y nos amenazó en ruso hasta en dos ocasiones, pero no cedimos ni un ápice. Lo último que queremos es que sufra una crisis mientras descarga cajas.

—¿Sabes qué es lo que más odio de ser viejo? —me pregunta cuando paso a su lado.

—¿Que te aburres muchísimo? —le respondo con una sonrisa socarrona.

—Aparte de eso. Que todo el mundo me trata como si fuera un viejo —gruñe—. Todavía me siento como un molodoy, pero nadie me cree.

Definitivamente, Petrov me está poniendo al día con mis conocimientos de ruso. Tardo casi un minuto en comprender que me está diciendo que aún se siente joven.

—¡Estás joven, pero el lumbago no perdona!

—¡Tonterías! Si te duele, te aguantas. A mi otets, mi padre, le faltaba una pierna y aún así seguía trabajando como si nada, ¿por qué voy a quejarme yo de que me duela un poco la espalda? ¡Bah! ¡Nyet! ¡Me niego a convertirme en un viejo!

Me echo a reír. Ayer no dijo más que algún insulto suelto en ruso, pero ahora que parece sentirse más cómodo a mi lado, termina hablando en una mezcla entre ruso e inglés que me resulta increíblemente graciosa. Petrov me parece de esos ancianos que, bajo toda esa fachada de viejos gruñones, son un encanto.

—Petrov, incluso yo he tenido achaques de lumbago. Eso no te convierte en un viejo, te convierte en una persona que ha tenido lumbago.

Él arquea una ceja y me mira de arriba a abajo.

—¿Tú? ¿Por qué?

—Me dio un tirón y de repente no podía ponerme derecha. Estuve en cama dos semanas, casi nada.

Petrov no se fía de mi palabra, porque entrecierra los ojos y parece estar a punto de insultarme en ruso otra vez. Cuando Marcus aparece por mi lado, lo agarro del brazo.

—Marcus, ¿verdad que cualquier persona puede padecer de lumbago? —le pregunto. Le doy un codazo disimulado, solo por si se le ocurre llevarme la contraria.

—Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Petrov está convencido de que lo tratamos como un viejo por tener lumbago.

—En absoluto.

Aunque Petrov no parece muy convencido, finalmente cede y nos deja cargar con las cajas y los muebles. Terminamos agotados y, cuando estamos subiendo de vuelta al coche, Marcus se queda un poco atrás y le entrega un cheque a una de las voluntarias. Lo hace disimuladamente, pero la chica, al ver la cantidad, no puede evitar ahogar un grito que habría captado la atención de todos los vecinos en un kilómetro a la redonda y le da las gracias tantas veces que termina siendo incómodo.

No dice nada cuando subimos al coche, tampoco cuando nos detenemos en una heladería, nos sentamos en la terraza y Petrov discute con una paloma que se le acercó demasiado, asegurándole que, en los malos tiempos, había comido carne de paloma y que empezaba a echarla de menos. La paloma se lo tomó como algo personal, porque echó a volar y decidió cagar sobre el helado de Petrov. Menos mal que ni siquiera le estaba gustando. Al final, le compro una tarrina de dos bolas de chocolate y, aunque finge que no quiere más helado, termina devorándolo en menos de un pestañeo.

Luego pasamos por una tienda para elegir el color de las paredes de la habitación. Nos decidimos por un color hueso y regresamos a su casa cargados con brochas, pintura y plásticos para el suelo. Dejamos que Petrov cargue con la bolsa de las brochas para que no discuta con nosotros otra vez. Lo dejamos todo en la habitación y el anciano mira a su alrededor, curioso.

—Cada cosa llega a su momento. No te preocupes tanto —le dice a Marcus—. Bueno, creo que ya he tenido suficiente movimiento por hoy. Me voy a casa, dyeti. Limpiad las paredes antes de pintar, así la pintura agarra mejor. ¡Paká!

Petrov se marcha farfullando algo en ruso que no logro traducir. Al final, resuelvo que tendré que desempolvar mi libro de ruso porque podría estar insultándome y yo necesito saber cómo responderle.

—¿Qué ha dicho? —me pregunta Marcus.

—Hasta luego.

—¿Tú también te vas?

—No, idiota. Solo te traduzco lo que ha dicho Petrov. Bueno, una de las cosas. El resto no lo he entendido.

—No sabía que hablaras ruso.

—Lo básico para no morirme de hambre si me pierdo en Moscú, pero nada más —admito.

—¿Y cómo es que le ha dado por hablar en ruso de repente?

—Porque es ruso. Y los rusos quieren hablar en ruso.

Él arquea una ceja, pero no me discute.

Inmediatamente, Marcus y yo nos ponemos a trabajar. Limpiamos las paredes y el suelo y cubrimos todo el suelo con plástico. Solo eso nos lleva más de una hora, así que cuando nos ponemos a pintar es bastante tarde, pero no nos importa.

Marcus pasa el rodillo por la pared mientras yo me centro en retocar los detalles. El color es precioso. Él está tan centrado aplicándolo que apenas repara en que me estoy acercando hasta que es demasiado tarde y ya le he dibujado una línea en el trasero.

Él se da la vuelta, sorprendido.

—¡Eh! ¿Qué has hecho?

Me encojo de hombros y escondo el pincel tras mi espalda.

—No sé de qué me hablas. —Señalo la pared—. Te has dejado eso sin pintar.

Marcus entrecierra los ojos y mete el dedo en el bote de pintura.

—Y esto también —replica con una sonrisa maliciosa.

Ahogo un grito y salto hacia atrás, aunque no lo suficientemente rápido. Marcus deja una línea de pintura en mi camisa. Abro la boca, sorprendida.

—¡Oye! ¡Me vengaré!

Él se cruza de brazos.

—No hay venganza que valga. Me he limitado a devolverte el...

No termina de decir la frase cuando ya he dejado una línea de pintura en su camisa. Él abre los ojos y se mira, sorprendido. Y justo un instante después, agarra un pincel y lo hunde entero en el bote de pintura y yo, que ya estoy preparada para su contraataque, echo a correr.

No llego muy lejos. Siento su brazo alrededor de la cintura y un segundo después la humedad de la pintura en la mejilla. Marcus se echa hacia atrás y me mira, sonriendo.

—Ahora estás más guapa.

—¡Te voy a matar!

Me abalanzo sobre él, brocha en mano, y ambos caemos al suelo. Marcus me agarra de la muñeca y mi brocha sale volando, pero me niego a rendirme tan fácilmente. Pego mi mejilla a la suya y le dejo un rastro de pintura en la cara.

—¡Já! ¡Empate!

Marcus me mira fijamente, parpadeando mientras las gotas de pintura le resbalan por el cuello y me acaricia la mejilla. Yo estoy jadeando por la carrera, pero él ni siquiera parece afectado.

Me pierdo en su mirada, en esos ojos azules con los que sueño cada noche, y me doy cuenta de una realidad que he estado evadiendo desde hace un tiempo. Estoy a punto de decírselo, las palabras pugnan por salir, por confesar lo que siento.

Y justo en ese momento, me acaricia los muslos y asciende hasta colarse bajo mi camisa. Siento la humedad de la pintura deslizándose por mi piel y me quedo completamente en blanco.

Abre los botones de la camisa uno a uno y hunde el dedo en las gotas de pintura que han caído por todas partes. Luego, ladea la cabeza y desliza el dedo por mi estómago. Intento levantarme para ver qué está dibujando, pero me pone la otra mano en el hombro y me obliga a quedarme quieta.

—Cierra los ojos e intenta averiguar qué estoy escribiendo.

Resoplo.

—¿Sabes lo difícil que es relacionar formas a través del tacto?

Él arquea una ceja, divertido.

—Precisamente por eso te digo que lo intentes. Sé que no lo vas a conseguir, perdedora.

—Porque tú lo digas. A ver, escribe.

Cuando empieza a deslizar el dedo por la piel de mi estómago, lo hace con tanta lentitud y suavidad que pierdo la concentración varias veces.

—No me he enterado de nada —confieso.

Marcus suelta una carcajada y me da un beso en la comisura de los labios antes de inclinarse de nuevo sobre mi estómago.

—Vamos letra por letra. ¿Cuál es esta? —traza una línea vertical en mi estómago, seguida de una horizontal—. Cierra los ojos, que te desconcentras.

—Es que quiero ver lo que haces —me quejo. Luego frunzo el ceño e intento centrarme, en vano—. ¿Una... T?

—Exacto.

La siguiente también la averiguo a la primera. Una línea vertical y tres horizontales.

—Una E —replico con seguridad.

—Mira, ya vas aprendiendo. La primera palabra es "te".

El resto de letras van saliendo con facilidad y yo, que tengo un espíritu increíblemente competitivo, empiezo a emocionarme cada vez que acierto. Una q, seguida de una u, luego viene una i. En la r hubo una pequeña crisis.

—¡Una uve! —le dije, emocionada.

—No. Vuelve a intentarlo.

—¡Pero ahora estás dibujando otra letra! ¿Estás intentando confundirme, Marcusito? ¡Porque por ahí sí que no paso! —protesto.

—No, estoy dibujándola en mayúsculas, gruñona.

—¡Una p!

—¿Y el otro palito qué, nos lo comemos?

—Ese me lo como luego —respondo.

A Marcus se le escapa una carcajada tan fuerte que termina por atragantarse.

—No hay quien pueda contigo. Venga, lo dibujo una vez más.

Es una r.

—Vale, ahora tenemos la t, e, q, u, i, e, r... —me paro a mitad de mi recital y abro los ojos. Marcus me está mirando con la sonrisa.

—Te quiero —me confiesa.

—Incluso en eso te tienes que adelantar —protesto, más por los nervios de aquella declaración que por estar enfadada de verdad—. Te lo iba a decir justo antes de que empezáramos con el juego.

Marcus pone los ojos en blanco y se echa a reír.

—Mentirosa. Seguro que me habrías dado las gracias y te habrías quedado tan tranquila.

—¿Pero cómo te atreves? —le rebato, dándole un golpecito en el hombro—. No, ¿sabes qué? Puede que tú lo hayas dicho primero, pero yo lo diré más veces. Te quiero, te quiero, te quiero, te quie...

Mi confesión muere cuando Marcus me besa como si yo fuera el oxígeno que tanto ha necesitado y yo le devuelvo el beso con exactamente la misma intensidad. Le saco la camiseta por encima de la cabeza y, con las manos llenas de pintura, juego a dibujarle corazones por el estómago, los hombros, pequeñas estrellas en los brazos y un enorme te quiero en el pecho.

Sus labios recorren mi cuello y descienden por mi pecho. Trazan círculos en mis pezones y me arqueo contra él, lo que le hace sonreír. Chupa, succiona y muerde hasta que me sacudo bajo él, deseando más.

Esquiva la pintura de mi estómago y continúa bajando. El resto de mi ropa termina en un montón, llena de pintura y totalmente inservible. Marcus la lanza al otro lado de la habitación sin mirar y la camisa termina dentro del bote de pintura.

—Menuda puntería, ahora me debes una camisa. Y unas bragas —gimo, al ver que también están hechas un desastre—. Que sepas que esas eran de algodón del bueno.

—Recuérdamelo luego, que ahora estoy muy ocupado.

Me muerde el interior del muslo y se me atasca la respiración en la garganta cuando desliza la lengua por mi piel hasta terminar en ese punto tan sensible de mi anatomía.

Me sacudo en un temblor cuando acompasa los movimientos de su lengua con los de sus dedos que, tras trazar círculos perezosos en mi clítoris, terminan dentro de mí. Definitivamente, sabe perfectamente lo que hace. Si existiera un máster en masturbación, este hombre habría sacado matrícula de honor. Es más, pondrían su foto en una vitrina junto a un trofeo. Se mueve con delicadeza al principio, deleitándose con las sensaciones que me arranca con cada acto, con la forma en que me muevo contra él, pidiéndole más, necesitando más.

Solo cuando el primer orgasmo me atraviesa como una flecha y caigo sobre el suelo como un fardo, incapaz de moverme, Marcus se detiene.

—Vale, retiro lo dicho —jadeo—. Valió la pena que me destrozaras la ropa.

—¿Valió la pena? —me pregunta—. Cariño, todavía no he terminado contigo.

Se cierne sobre mí y me besa con delicadeza. Tiene los labios hinchados y la sonrisa más hermosa que he visto jamás. Es de esas personas que parece que brillan, que te iluminan el día con los gestos más sencillos.

Ay, joder. Estoy enamoradísima de él.

—Me vas a matar —suspiro.

—A besos —señala, besándome el cuello. Se me escapa un gemido—. Y a orgasmos.

Me río y le acaricio el pecho, emborronando los dibujos que había hecho tan solo unos minutos antes y trazando el contorno del destino al que mis dedos van a llegar, descendiendo por su estómago hasta el borde de su pantalón.

Nunca me he comido a nadie con la mirada de esta forma tan visceral. No puedo apartar los ojos de él, de cada centímetro de su piel. Ni siquiera sabía que era posible desear a alguien del modo en que lo deseo a él. Es algo que supera cualquier expectativa que pudiera tener. Es más, cualquier descripción sobre el deseo en un bestseller romántico se quedaría a la altura del betún si la tuviéramos que comparar con lo que siento en este momento.

Y es que, literalmente, siento que como no sigamos adelante voy a estallar en mil pedazos. Ni constelaciones ni hostias. Exploto como una granada de mano.

Marcus contiene la respiración cuando suelto el botón de su pantalón y me ayuda a quitárselo. Esta vez, no me tiemblan las manos. Estoy movida por un deseo vibrante, tan intenso que apenas consigo arreglármelas para arrancarle la ropa interior y rodear su miembro con la mano.

Él se pone de rodillas y mueve las caderas contra mi mano, gimiendo mi nombre una y otra vez. Cada vez que oigo mi nombre salir de sus labios siento como si yo fuera la única persona de su mundo. Es una sensación absolutamente delirante, que hace que quiera gritar de emoción y llorar al mismo tiempo. Creo que soy incapaz de gestionar la cantidad de emociones que siento en este momento, así que lo único que puedo hacer es ponerme de rodillas y ponerle la mano en el pecho para que se tumbe y expresar con mis labios lo que soy incapaz de decir en voz alta.

Marcus me acaricia el pelo con delicadeza mientras yo me llevo su erección a la boca y le doy el placer que tanto ansía.

Es increíble lo bien que me siento con el simple hecho de ver cómo se retuerce de placer bajo mis manos y mis labios. Y sé que las comparaciones son odiosas, pero nunca antes me sentí de ese modo con Daniel.

Sé que está a punto de llegar al límite cuando me aparta ligeramente y me atrae contra él. Me da un beso en la comisura de los labios y me acaricia la mejilla con tal ternura que solo quiero acurrucarme entre sus brazos.

—Dame un segundo —me pide—. Ahora vengo.

Yo no pierdo el tiempo y le miro el culo mientras sale de la habitación. Suspiro. Qué guapo es.

Regresa apenas un minuto después con un preservativo. Evidentemente, no habíamos traído ninguno a la habitación porque no se nos pasó por la cabeza que nos pondríamos a hacerlo en medio de la sesión de pintura.

Se sienta en el suelo y se lo pone a toda velocidad. Tira de mí para que me siente sobre él y obedezco. Me pone el pulgar sobre la barbilla para obligarme a mirarle y sonríe maliciosamente.

—Sé que aprovechaste para verme el culo, pero yo también habría hecho lo mismo. Es más, ponte en pie, que quiero verte.

—¿Prefieres verme antes que esto? —le digo, bajando un poco sobre su miembro.

Se le escapa un gemido y niega con la cabeza.

—Ahora mismo quisiera hacer las dos cosas a la vez, pero es evidente que no puedo, así que sigue con eso que estás haciendo, que se te da de maravilla.

Bajo un poco más y dejo que se hunda en mí. Al ver que voy más lentamente, Marcus empuja las caderas hacia arriba y termina lo que empecé. Me rodea las caderas con un brazo mientras ambos nos movemos al unísono, tan cerca que apenas hay espacio entre nuestros cuerpos.

Nuestros movimientos son cada vez más erráticos, más apresurados. La delicadeza se esfuma por la puerta y solo queda lugar para un placer salvaje que nos embriaga.

Tumbados sobre el plástico, llenos de pintura y con la piel perlada por el sudor, contemplamos el techo de la habitación vacía que pronto adoptará una segunda piel, resucitando de entre las cenizas como un ave fénix.

Las personas somos como habitaciones. Podemos renovarnos, cambiar y convertirnos en lo que siempre quisimos ser, solo tenemos que reunir la fuerza suficiente para deshacernos de aquello que nos mantiene atados al pasado.

—Te quiero —murmuro.

—Yo también te quiero, mi pequeño faro —responde él.

Cierro los ojos, respiro y disfruto de la paz de este momento un rato más.

¡Hola! 

Espero que hayáis disfrutado del capítulo de hoy.

¿Esperabais que Marcus tuviera un secreto así? ¿Qué opináis de lo que le hizo Abigail? :/

Desde mi punto de vista, ella tenía todo el derecho del mundo a no tener el bebé, pero Marcus merecía saberlo porque él la habría apoyado de todos modos. 

Os dejo una ilustración que hizo LaSunset de Eli, Marcus y Gato que me parece preciosa ♥  Mil gracias por el detallazo, Moni ♥♥♥


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