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Capítulo 11

Empezamos con las playlists aquí también


Adoro ese instante justo antes de despertarme, cuando aún no soy capaz de enlazar un pensamiento coherente con otro y solamente estoy saboreando el momento. Disfruto de la sensación de unos fuertes brazos rodeándome por detrás, la respiración calmada rozándome la mejilla y la quietud que nos envuelve. Estamos enredados en brazos del otro y suelto un suspiro de satisfacción, estirándome mientras ahogo un bostezo contra la palma de mi mano.

Es en ese preciso instante cuando siento la enorme erección de Marcus contra mi trasero y doy un respingo. Marcus gruñe algo, apretándome contra él aún en sueños.

—Buenos días —murmura, bostezando.

—Buenos días. Tienes una erección y te estás frotando contra mí, por si aún no te habías dado cuenta de ello.

Marcus gruñe algo, pero echa las caderas hacia atrás para que su erección no me roce más de lo debido.

—Es una erección mañanera —susurra contra mi mejilla—. Tranquila, no voy a arrancarte ese camisón tan bonito.

Me giro hacia él, arqueando una ceja. Me duele la cabeza y la resaca empieza a hacerme efecto poco a poco.

—¿Ah, no? —le pregunto con voz pastosa.

—No —señala, sentándose en la cama para estirarse como un gatito. Él no parece tener resaca. Echa un ojo a su teléfono y pone mala cara—. Esto es biología pura, Eli. Todas las mañanas estoy duro como una roca, pero ahora mismo solo tengo tiempo para darme una ducha rápida y desayunar algo, así que no te hagas ilusiones.

Pongo los ojos en blanco ante ese alarde de un ego que, en realidad, no tiene. Creo que no he conocido a nadie más que tenga los pies en la tierra de ese modo, que no se considere por encima de ninguna otra persona pese a que, debido a su estatus, podría hacerlo perfectamente.

—No me las hago —le digo, siguiéndole el juego—. Es más, estoy deseando que te largues para dar vueltas por la cama y hacer la estrella de mar.

—Seguro —se burla, dándome un golpecito en la nariz—. Me echarás de menos a los dos segundos.

—Te tienes en muy alta estima, me parece a mí.

—Solo señalo hechos. Mi autoestima no tiene nada que ver con esto.

Una carcajada empieza a gestarse en mi interior y la contengo con gran esfuerzo, aunque soy incapaz de evitar la sonrisa ladeada que se me escapa.

—Estaré perfectamente sin ti, muchas gracias.

—Eso ya lo veremos cuando regrese.

Lanzo un gemido lastimero y me tapo la cara con la almohada.

—Ah, ¿que vas a volver? Qué tortura.

Eso le hace dudar durante un instante, el tiempo que tardo en apartar la almohada y poner una sonrisa malévola.

—No juegues con eso, Eli, que me lo creo y no vuelvo.

Al final soy incapaz de contener una carcajada.

—Siempre eres bienvenido a mi habitación para ver Aladdin.

—Paso de Aladdin, creo que sigo sin superar lo del karaoke —admite.

—¿Es que no te gustó que descubriera que te sabes la cancioncita de Troy y Gabriella de memoria, Marcusito?

A Marcus le tiembla un músculo de la mandíbula mientras se pone los pantalones vaqueros para hacer el camino de la vergüenza de vuelta a su propia habitación.

—No me la sé —responde cortante.

—Claro que te la sabías. Solo miraste la pantalla una vez y fue para disimular.

No lo desmiente, por supuesto. Sabe que le he pillado con las manos en la masa.

—Es que vi las películas. Una vez.

—Una vez al mes —le corrijo.

Él aparta la mirada, avergonzado.

—Es posible.

Le dedico una sonrisa de oreja a oreja antes de acurrucarme entre las sábanas y ahogar un bostezo. Cuando le miro de nuevo, Marcus está observándome con una sonrisa ladeada. El pelo le cae revuelto sobre la frente y tengo que contenerme para no levantarme de la cama y pasar los dedos por su pelo.

—¿Qué? —mascullo—. Tengo sueño. Y resaca.

—Pediré que te suban el desayuno y un ibuprofeno.

Lo miro con los ojos abiertos de par en par y bajo un poco las sábanas.

—¿Eres real? —pregunto—. No, no lo creo. Alguien ha debido pagarte mucho dinero para ser tan detallista.

—No soy detallista, solo te doy lo mismo que voy a tener yo —señala, rascándose la nuca—. Yo también voy a desayunar y a tomarme media caja de ibuprofeno.

—¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe a la reunión?

Marcus niega con la cabeza.

—Descansa. Luego nos vemos.

Asiento y le observo marcharse en silencio.

Es entonces cuando pienso en lo que ha ocurrido entre los dos y prácticamente me siento al borde del pánico. Me siento de golpe y cojo mi teléfono, que lo había dejado abandonado en la mesilla de noche después de que el empleado de la recepción subiera para darnos la llave de la habitación de Marcus.

Una llave que, al final, nunca utilizó. La dejó sobre su mesilla de noche y nos quedamos dormidos mientras veíamos otra película y lo cierto es que yo tampoco quería que se fuera.

Busco entre mis contactos hasta que doy con Jordan y le hago una videollamada. Ella, como si tuviera un radar para detectar cuando huelo a posible sexo, descuelga inmediatamente y lo primero que percibo es un borrón. La veo hacerme señas mientras se pone los auriculares y se encierra en uno de los cubículos del baño. Hago una mueca, había olvidado que Jordan sí que trabaja hoy.

—¡Ay Dios! Te has acostado con él —sentencia, aunque habla en susurros para que nadie la escuche y tiene la cabeza un poco ladeada, solo por si alguien llega. Ante mi expresión abochornada, entrecierra los ojos—. ¿Te has acostado con él, verdad? Te lo veo en la cara. Diría incluso que hueles a sexo, pero es imposible determinar el olor a través de una videollamada, pero ese pelo que traes es de recién follada. Y la cara es muy de camino de la vergüenza. Dime que por lo menos te lo has pasado bien.

Gimo y escondo la cara en la almohada.

—No me acosté con él, pero casi —gruño a través del tejido.

—¿Cómo que casi?

Levanto la cabeza. No sé cómo voy a poner en palabras el bochorno, con mayúsculas, que acabo de pasar.

—Me emborraché, me lancé y...

—¿Y? —insiste Jordan.

Veo, a través de mi propia pantalla, cómo me estoy poniendo cada vez más roja. Qué horror.

—Y me rechazó —gimo.

Ella frunce el ceño.

—¿Cómo que te rechazó? —me pregunta, aturdida— ¡Pero si él babea por ti!

—Pues sí, me rechazó. Y Marcus no babea por mí —mascullo—. Deja de inventar cosas, muchas gracias.

—¿Pero ni siquiera te besó?

—Ah, eso sí. Me besó. Bueno, nos besamos. Fue más o menos a la vez. —Hago una pausa, insegura de pronto—. Creo. Y luego me dijo no sé qué de que cuando me tocara no estaría tan... ¿borracha? No lo recuerdo bien. Solo sé que, al final, terminamos viendo una comedia romántica y nos dormimos en mi habitación, pero eso es todo. ¿Lo entiendes? Eso. Es. Todo. Y ahora se ha marchado diciendo que no tiene tiempo de nada más que de darse una ducha. ¡Una ducha! —le grito.

Jordan hace una mueca y pone los ojos en blanco.

—Vale, es de esos.

—¿Cómo que de esos?

—Que quiere ir despacio. Ya sabes, a velocidad de tortuga. Querrá que tengáis varias citas, que os deis la mano tímidamente cuando te acompañe a casa y que, tras cuatro semanas de idas y venidas, por fin os deis un beso. El sexo tardará más, como dos meses o algo así.

Eso es específico. Muy, muy específico. Y entonces reparo en que, quizá, Jordan está hablando por experiencia propia. Porque ella, de entre todas las mujeres del mundo, habrá vivido una relación así. Y quizá ese sea el motivo por el que ahora es una mantis religiosa que, después del sexo, se come a los hombres y los desecha.

—¿Así que eso es lo que te pasó a ti en tus primeras citas? ¿Por eso te convertiste en un monstruo del sexo?

Jordan no se echa a reír ni me suelta ninguna broma. Un latigazo de dolor cruza su expresión, pero se recompone fácilmente y me dedica una sonrisa débil.

—Que te lo has creído —responde, aunque lo hace sin mucho entusiasmo—. Jordan Williams Smith jamás se enamora.

—Siempre me ha parecido raro que tengas dos apellidos, ¿lo sabías? Encima ingleses.

—Mi madre y mi padre jamás dan su brazo a torcer —responde, dedicándome una sonrisa malévola.

—Pues igual que su hija.

Ella se echa a reír. Justo en ese momento, llega mi desayuno y Jordan me obliga a mostrárselo para, según ella, ver lo mucho que me conoce Marcus. Al final, deduce que me conoce mucho, aunque falló en el zumo por pedirlo de piña y no de naranja.

—Estaba claro que no podía ser perfecto —sentencia—. Bueno, que no lo es, es un poco idiota y un tecnoplégico, pero se lo perdonamos porque nos compra comida.

—¿Tecnoplégico? —pregunto, confundida, mientras devoro mis tortitas con fresas y nata.

Exhalo un suspiro placentero y me cuido de no gemir delante de Jordan.

—Que se le da fatal manejarse con las tecnologías. Ya sabes, un boomer atrapado en el musculoso cuerpo de un millenial.

—¿No crees que es irónico que se le den fatal las tecnologías? Trabaja en una empresa de tecnología, joder.

—Es lo que tiene ser el hijo del jefe, que puede ser un enchufado.

—Pues también es verdad.

Suspiro.

—Oye, que sepas que soy team Marcus —me informa Jordan, de pronto. Lo hace en voz tan baja que tengo que inclinar el oído hacia el teléfono.

Parpadeo, completamente segura de que estoy teniendo alucinaciones auditivas otra vez. La primera vez escuchaba a Henry Cavill susurrarme cosas al oído de madrugada. Estuve a punto de ir al psicólogo, claramente. Jordan se muerde el labio, en batalla consigo misma.

—A ver, ambas sabemos que él no suele pensar mucho antes de actuar, pero tiene buen corazón y te cuida —continúa—. Eso es lo que importa.

Marcus es perfecto. Pero no me atrevo a decirlo en voz alta, como si se tratara de un hechizo que se puede romper solo con pronunciarlo.

—Lo cierto es que no me siento del todo bien con esto. Quiero decir, hace una semana dejé que Simon me besara y ahora...

Me callo cuando Jordan mira hacia un lado y pone mala cara. Probablemente, alguien acaba de entrar en el baño. Abre la puerta de su cubículo y la veo echar un vistazo de un lado a otro. Parece un ave rapaz dispuesta a atacar a cualquiera que entre en su radio de acción. En cuanto se percata de que no hay nadie, vuelve a encerrarse y me mira con severidad a través de la pantalla.

—Que le den al señor S —me dice con seriedad—. Te está usando, ya te lo dije el otro día. Qué casualidad que se empiece a interesar en ti cuando el señor M lo hace, ¿no?

Me muerdo el labio, incómoda. El otro día, cuando regresé de la casa de Marcus, le conté todo lo que había pasado en mi cita con Simon y, desde entonces, Jordan se ha convertido en su enemiga pública número uno. Evidentemente, omití todo lo referente al problema de Marcus, no quiero airear su vida privada delante de mi amiga, por mucho que la quiera.

—Bueno, me vio mal en la oficina y...

—¿Sabes que vio cómo Sarah tenía un ataque de pánico y ni siquiera pestañeó? —me informa Jordan, sobresaltándome.

—No, no lo sabía.

—Pues ahí estaba Sarah, llorando, roja como un tomate y completamente segura de que Arnold Hawkes iba a acabar con su carrera inmediatamente por el asunto de la felación y Simon simplemente se detuvo a su lado, la miró un segundo y siguió su camino con esa sonrisa plástica de mierda. Hasta parecía divertirse, el muy cabrón. No me extrañaría que hubiera sido él quien llamó a Arnold. Ya sabes que el viejo no suele bajar nunca al Archivo.

Frunzo el ceño. No creo que Simon haya sido capaz de hacer algo así. Además, las cámaras del Archivo son de circuito cerrado y solo los Hawkes y el personal de seguridad tienen acceso a ellas.

—¿Por qué no me lo contaste antes?

Jordan se muerde el carrillo y veo el arrepentimiento cruzando su rostro. Se pasa una mano por la cara y suspira.

—Porque es el primer hombre en el que te interesas después de lo de Daniel. Porque pensé que iba a portarse bien contigo y se te veía tan ilusionada cuando empezó a hacerte caso que, joder, ¿cómo te iba a soltar de pronto que le había visto una bandera roja? Habrías pensado que estaba dinamitando tu relación o directamente te habrías puesto a sobreanalizarlo todo hasta amargarte y meterte en un convento. Por eso pensé que, quizá, era algo puntual, que tenía algún problema personal con Sarah y por eso no le importó verla mal. Pero después de lo que pasó en tu cita con él, me acerqué a ella y te aseguro que no ha cruzado con él más de dos palabras. —Jordan toma aire, frustrada—. Y a eso le sumamos que es evidente que en tus citas con él ha ido todo mal, Eli. Quizá tú no quieras verlo aún, pero en las citas no hay que esforzarse tanto para sacar un tema de conversación ni tienes porqué pasarte la mayor parte del tiempo temiendo que una palabra tuya le haga sentir mal.

No puedo echárselo en cara. Simon fue el primer hombre en el que me interesé después de lo de Daniel, entiendo que Jordan guardara esperanzas de que todo fuera bien. Después de lo mal que lo pasé, ni siquiera yo misma pensaba que podría volver a fijarme en otro hombre.

De hecho, estuve a un paso de forzarme un cambio de orientación sexual, aunque es evidente que eso no funciona así y que es feísimo incluso pensar en ello porque las lesbianas no son un recurso que usar cuando las heteros nos cansamos de los hombres. Pero, si con pulsar un botón pudiera cambiar de orientación sexual de verdad, probablemente lo habría hecho hace mucho.

—Lo sé. Lo veo. El domingo se encargó personalmente de matar cualquier tipo de interés que tuviera hacia él. Es evidente que no congeniamos en absoluto. Al principio pensé que si forzaba la conexión, iría mejor.

—Las conexiones no se fuerzan, surgen. Son como una chispa, no puedes provocarla si no tienes las herramientas adecuadas —señala Jordan—. Ahora, hazme el favor de ir al spa, darte un masaje y tomarte un puñetero daikiri mientras yo estoy en la oficina con esta cara de recién follada y dos horas de sueño entre pecho y espalda.

—¿Con quién ha sido esta vez? —le pregunto, curiosa.

—Con Nathan —gruñe, como si repetir fuera una desgracia para ella.

Abro los ojos, sorprendida, y ahogo un grito.

—¿Has repetido con la misma persona? ¿Tienes fiebre? ¡Ay, Dios! ¡Te estás enamorando!

Mi amiga pone los ojos en blanco y se echa a reír.

—El plan A falló, así que tuve que recurrir al plan B —me explica, enfadada—. Nathan era el único que podía tener calentito en mi puerta en una media de treinta minutos, así que lo usé a él.

Le sonrío con ternura. Desde luego, Jordan es la antítesis del romanticismo.

—¿Sabes? El día que te enamores va a ser divertidísimo. Seguro que terminas enamorada de la persona menos esperada. Un profesor de educación física, por ejemplo.

Jordan odia profundamente a los profesores de educación física desde que, a los trece años, el suyo la obligó a dar diez vueltas alrededor del campo cuando se encontraba mal.

—O un capo de la mafia, ya puestos.

—Creo que te van más los ladrones —argumento—. Ya sabes, por eso de que tú robas corazones.

Ha sido un chiste espantoso. Tanto, que la propia Jordan finge que va a vomitar en el váter.

—Cuelga ya antes de que vomite el desayuno, te lo pido por favor.

—Está bien, Jor —le digo, sonriendo—. Te quiero mucho. Nos vemos mañana.

—Yo a ti también, rubia explosiva. Pásalo bien en el hotel.

Después de una buena ducha y de descansar como es debido, me siento muchísimo mejor, pero aún así me juro a mí misma que no voy a volver a beber alcohol en las próximas veinticuatro horas, solo por si acaso.


Son cerca de las dos de la tarde cuando decido salir de la cama y vestirme. Me negué a bajar al spa porque eso requería poner en funcionamiento unos músculos que, durante horas, han estado fuera de combate, así que me he pasado la mañana entera leyendo y luchando con la resaca sin mucho éxito. Afortunadamente, el libro ha sido una buena panacea porque al menos no me he enterado mucho de mi sufrimiento mientras leía cómo la protagonista acababa con un ejército entero ella sola.

Me pongo uno de los vestidos anchos que traje y me dejo el pelo suelto. Después de esperar por Marcus, quien aún no ha dado señales de vida, me decido a dar un paseo por el hotel y almorzar en algún restaurante de la zona. Cojo mi bolso y me dirijo a la puerta cuando alguien llama.

Menuda puntería.

—Servicio de habitaciones —dice una voz al otro lado.

Ladeo la cabeza. Supongo que Marcus ha hecho alarde de su talento para los detalles por segunda vez consecutiva. Abro la puerta y lo primero que veo es a alguien sujetando una enorme bolsa de un famoso restaurante de pollo frito. El olor hace que me ruja el estómago.

Marcus hace la bolsa a un lado y me sonríe. Aún lleva el traje de ejecutivo y no sé si es por lo que pasó anoche, pero ahora lo veo mucho mejor bajo ese traje azul marino. Le arrebato la bolsa de pollo frito de las manos y la pongo sobre la mesa sin saludar siquiera.

—Buenas tardes a ti también —me dice, aún sonriendo.

Yo le devuelvo la sonrisa.

—Lo siento, es que me muero de hambre.

Marcus me da dos golpecitos en la cabeza, como a una niña pequeña, y se echa a reír. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ronronear como un gatito cuando me toca. Si esto va a ser así a partir de ahora, creo que estoy a punto de tirarme por el balcón.

Una cosa es que me guste y otra convertirme en una auténtica bobalicona de sonrisa fácil cuyo sustento son sus caricias y sus palabras bonitas. Algo que, visto así, no suena tan mal, pero me niego rotundamente a caer ahí. Me niego.

—Te entiendo, yo también.

Los dos colocamos la mesa y nos sentamos a cada lado. Devoramos la mitad del almuerzo sin apenas dirigirnos la palabra. La resaca es, claramente, mucho más fuerte que nosotros, pero no vamos a rendirnos sin luchar.

—Oye, ¿y qué tal ha ido la reunión?

Él casi se atraganta con una pieza de pollo.

—Bien, bien.

Arqueo una ceja.

—A ver, cuéntame qué ha pasado.

—Nada, en realidad. Hemos hablado de negocios y poco más. Lo cierto es que fue aburridísima y me escaqueé lo antes posible fingiendo que tenía jet lag.

—¿Jet lag por un vuelo de hora y media?

—Mejor eso que admitir que tengo resaca —señala, mordisqueando su pieza de pollo—. Además, no saben si he tenido otros viajes antes de este, así que es una excusa perfectamente válida.

—Pues también es verdad.

—Pues eso. Que me lo inventé, me largué y te traje pollo frito así que menos burlarte de mí y más agradecerme que sea una persona tan maravillosa.

—Solo es pollo frito, Marcus, no me has traído oro.

Marcus parpadea y yo, que ya comprendo cómo funciona su cerebro, sé exactamente lo que me va a preguntar antes de que lo haga.

—¿Quieres oro?

Exacto. Justo lo que pensaba que preguntaría.

—No. ¿Para qué quiero eso?

—Yo que sé, lo has propuesto tú.

—Era un ejemplo, imbécil.

—Ah, vale. A mí tampoco me gustan las joyas. ¿Qué necesidad tengo de ponerme un trozo de metal con el precio inflado? Es ridículo.

—¿Verdad que sí? Siempre he pensado en eso.

—Vivimos en un mundo absurdo —concluye.

—Como nuestras conversaciones —añado.

Él me mira, atónito.

—¿Crees que nuestras conversaciones son absurdas?

—A ver, un poco sí. No es como si fuéramos a resolver los problemas del universo o a dejar algún mensaje para la posteridad. No viviremos para ver cómo nuestras conversaciones terminan transformándose en citas célebres.

Le veo meditar mi afirmación mientras mordisquea un muslo de pollo frito. Es casi como si pudiera ver las ideas formarse en esa cabecita suya para luego ir desechándolas una tras otra hasta que, por fin, se encoge de hombros, rindiéndose.

—Odiaría convertirme en el idiota al que otro idiota cita para hacerse el interesante.

—Yo también. Prefiero vivir en las sombras, muchas gracias.

Al final, decidimos que el pollo frito es más importante que nuestra conversación, porque nos abalanzamos sobre la comida y dejamos de hablar durante los siguientes veinte minutos. Luego, recojo todo mientras Marcus me observa con una sonrisa juguetona.

—¿Sabes que mi habitación tiene jacuzzi? —me pregunta.

Ahogo una exclamación y casi dejo caer la bolsa con los restos del almuerzo.

—¿Y por qué la mía no?

—Porque soy el jefe —responde con sencillez—. Pero siempre puedo compartirlo.

Ah, ya veo por dónde quiere ir.

—¿Estás seguro? No quisiera molestar al señorito mientras se da un baño relajante —me burlo.

—Completamente —afirma, tirándome de la mano—. Vamos.

—¡Espera! Tendré que coger mi bikini, ¿no?

Él me echa un vistazo por encima del hombro.

—¿Para qué? Te lo voy a quitar igual.

Arqueo una ceja y planto los pies en el suelo, negándome a dar un solo paso más.

—No.

Él se gira hacia mí, sorprendido.

—¿No?

—No. Tú mismo lo dijiste: hoy no.

—Eso fue ayer —protesta.

—En realidad, fue de madrugada, así que técnicamente es hoy.

Marcus abre la boca y la cierra varias veces. Mientras tanto, yo recojo mi bikini de la maleta.

—Te lo estás pasando bien con esto de torturarme, ¿no?

—La verdad es que sí —admito—. Creo que encontré mi verdadera vocación.

—Molestar no es una vocación, ya deberías saberlo.

—Por supuesto que lo es.

Paso a su lado en dirección a mi baño y me cambio de ropa a la velocidad de la luz porque, aunque no lo voy a admitir en voz alta, estoy deseando compartir ese jacuzzi con Marcus. Cuando salgo, descubro que él está ojeando el libro que terminé hace un rato.

Levanta la cabeza al verme.

—¿Ya te has terminado este? —me pregunta.

Asiento con cautela, recordando que es un libro de fantasía y es probable que ni le interese.

—Sí. Y estoy muy enfadada con la autora. Termina en un cliffhanger y ahora tengo que leer el segundo. No sé si voy a poder vivir con esta angustia hasta que lea si lo que ha pasado al final se soluciona o no.

Él sopesa el libro entre las manos.

—¿Me lo prestas?

Parpadeo, confundida.

—¿Qué?

—A ver, podría comprármelo, pero si me lo prestas puedo empezarlo ya.

—¿Te gustan los libros de fantasía? —le pregunto, atónita.

—Pues claro —señala, como si fuera lo más normal del mundo—. ¿Ya te has cambiado? Hay un jacuzzi esperándonos.

No puedo creer lo que estoy oyendo. Es como si las puertas del cielo se hubieran abierto frente a mí y ahí está él, vestido de ángel.

Sacudo la cabeza, saliendo del trance.

—Sí, vamos. Y puedes quedártelo. El libro, digo.

—¿Qué otra cosa iba a ser? —me pregunta con una sonrisita burlona.

Me niego a entrar en su juego. Él coge el libro y me arrastra fuera de la habitación. Cuando llego a la suya, deja el libro sobre la cama y se mete en el baño para llenar el jacuzzi. Yo espero, sentada en el borde de la cama, cuando él aparece de nuevo.

Marcus se quita la chaqueta y la deja sobre la silla. Luego, se desabrocha la corbata con lentitud. Sus movimientos son calculados y a mí se me eriza la piel. Trago saliva cuando empieza a jugar con los botones de su camisa y a desabrocharlos uno a uno. Ni siquiera me está mirando; tiene la mirada perdida en el baño y la cabeza levemente ladeada mientras escucha el sonido del agua llenar el jacuzzi.

Madre mía, en unos minutos vamos a estar ahí los dos. Juntos.

Carraspeo y me miro los pies, balanceándolos en el borde de la cama. Al oírme, Marcus se arrodilla frente a mí y me roza la mandíbula con los dedos. Ese simple gesto hace que me encienda como una estúpida antorcha olímpica.

Levanto la mirada y me cruzo con sus preciosos ojos azules. Él me sonríe suavemente antes de dejar un beso en la comisura de mis labios, apenas un leve roce me hace entrar en calor.

—Entonces, ¿te vas a quitar el vestido ya o tengo que ayudarte? —susurra mientras siento su aliento sobre las mejillas.

Me muerdo el labio inferior.

—Igual puedes ayudarme —murmuro. Cuando sus ojos se oscurecen, me apresuro en añadir—: Pero ya sabes, solo a quitarme el vestido.

Él se echa a reír.

—Eres imposible.

Me tira de la mano para ponerme en pie y desliza los dedos por mis muslos. Apenas me roza con los dedos, pero yo ya me estoy derritiendo y, también, me arrepiento un poco de ponerle ciertos límites.

Marcus agarra el borde de mi vestido y lo va subiendo lentamente por mi cuerpo, arrancándome un estremecimiento de anticipación. Cuando está a punto de pasarlo por encima de mi cabeza, lo deja ahí, cegándome por completo.

Entonces vuelve a acariciarme, pero lo hace de otro modo totalmente diferente. Me roza la clavícula con los dedos y sus labios siguen el recorrido, incendiando cada minúsculo rincón como si mi piel estuviera en llamas.

Me agarro a su brazo y ahogo un gemido muy poco decoroso. Sus caricias descienden hasta mi estómago y se detienen justo en el borde del bikini.

—¿Sigues pensando que solo debo quitarte el vestido? —murmura con voz ronca.

Cierro los ojos y me quedo muy quieta, forzando a todo ese calor a disiparse.

No lo consigo.

En absoluto.

Aún así, es evidente que soy más testaruda de lo que Marcus esperaba, porque me quito el vestido yo misma y le lanzo una mirada desafiante.

—No me retes, Marcus Hawkes —le digo—, porque te lo advierto: este juego también se me da bien.

Él me dedica una sonrisa que muestra todos sus dientes.

—¿Y si nos dejamos de juegos y nos rendimos los dos?

Quiero hacerlo. Deseo rendirme y perder esta batalla más que nada en el mundo así que, armándome de valentía, doy un paso hacia él.

Aún tiene la camisa entreabierta y juego con los últimos botones hasta que se la quito y la deslizo por sus brazos. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no perder la cabeza cuando bajo las manos hasta su pantalón.

Marcus traga saliva, siguiendo cada uno de mis movimientos. Le quito el cinturón y tiro de la hebilla bruscamente. Luego, abro el cierre y su pantalón cae al suelo en un movimiento fluido. Es más que evidente que este juego le está gustando demasiado, a juzgar por lo que sus boxers dejan entrever.

Cuando estoy a punto de continuar con mi exploración, me empiezan a temblar las manos. Es un gesto inconsciente y me digo a mí misma que es porque llevo demasiado tiempo sin ir tan lejos. Porque, en realidad, por mucho que fantasee, lo cierto es que solo ha habido dos hombres en mi cama.

Y uno de ellos se encargó de que odiara la idea de llenar mi cama de nuevo, pese a que lleva vacía demasiado tiempo, pese a todas las horas que he pasado en esa maldita consulta convenciéndome a mí misma de que puedo seguir adelante.

Marcus me sujeta de la muñeca y me hace retroceder un paso, recuperando el espacio que tanto necesito. Me mira a los ojos, buscando tras mis pupilas algo que ni yo misma soy capaz de entender. Yo le sonrío y él, en respuesta, me acaricia la mejilla con delicadeza.

En el momento en que me suelta, carraspeo y le doy la espalda, dirigiéndome al baño.

—Supongo que el jacuzzi ya estará listo —le digo con voz neutra.

Este juego se va a volver demasiado complicado para los dos.

Marcus me sigue en silencio. El jacuzzi está lleno, así que cierra el grifo y luego avanza hacia mí. Me pone una mano en la mandíbula y me obliga a mirarle. Últimamente no deja de tocarme. Es como si necesitara sentir mi contacto para saber que sigo aquí, que soy real.

Es curioso que yo me sienta del mismo modo.

—¿Estás bien? Y no finjas que lo estás o esquives la pregunta como hiciste anoche, por favor.

La forma tan directa que tiene de preguntármelo hace que las palabras se me atraganten, pero decido que, si hay alguien a quien puedo contarle la verdad, es precisamente a él. A nadie más. Y no puedo esquivar la verdad para siempre porque, tarde o temprano, saldrá a la luz.

—Sí, lo estoy. Quiero decir... Estoy bien contigo, me siento cómoda, si es eso lo que te preocupa. El caso es que... A ver, creo que no hay forma suave de decir esto, así que lo suelto de golpe: Solo he estado con dos personas —digo atropelladamente—. Y de eso hace mucho. Y cuando digo mucho, digo, no sé, ¿un año y medio? Un año y medio, sí. Exactamente eso, porque pasó algo y yo no... —resoplo. No me siento capaz de continuar esa frase—. En fin. El caso es que me pongo nerviosa con todas estas cosas y me bloqueo y yo ya empezaba a aceptar que me volvería a crecer el himen y sería virgen hasta los cincuenta porque no me sentía capaz de tocar a nadie y de pronto llegas tú y me besas y ahora siento que sí soy capaz pero a la vez tengo miedo de bloquearme y ese miedo de bloquearme hace que me bloquee y... —Aprieto los labios, frustrada—. Ahora mismo no sé lo que estoy diciendo. Perdona.

Marcus me sonríe con delicadeza.

—Sabes perfectamente lo que estás diciendo —me dice suavemente—. Hagamos una cosa: tú marcas el ritmo. Si quieres que vayamos despacio, iremos despacio. Y si te apetece aumentar el ritmo, solo tienes que pedirlo. No voy a hacer nada que no quieras. ¿Trato?

Suelto todo el aire de golpe, aliviada.

—Trato.

—Y ahora, ¿te apetece ese baño en el jacuzzi o prefieres que vayamos al spa?

Miro a Marcus. Lo miro de verdad. Solo lleva puesta la ropa interior y la imagen es gloriosa. Y tengo claro —muy claro, además—, que quiero estar a solas con él, así que se lo hago saber.

Tomando todo el valor que tengo entre las manos, me meto en el jacuzzi sin dejar de mirarle a los ojos. Por poco resbalo al poner un pie en el jacuzzi, pero me agarro al borde y me hundo en el agua caliente. Me acomodo mientras las burbujas me masajean el cuerpo y siento que toda la tensión se va liberando poco a poco, como un nudo que se va deshaciendo lentamente.

Marcus me sigue y se sienta justo a mi lado, dejando un pequeño espacio entre los dos. Me está permitiendo elegir y no sabe cuánto se lo agradezco. Siempre tengo elección y me lo muestra con cada gesto.

Y eso es algo que necesitaba. ¿Cómo he tardado tanto tiempo en darme cuenta de que Marcus es encantador?

Me acurruco a su lado y él me pasa una mano por los hombros con delicadeza, besándome la coronilla. Me derrito entre sus brazos y le beso la mejilla, la nariz y luego los labios. Sus caricias son firmes contra mi piel y me encienden con cada roce. Le beso hasta que me falta el aire, hasta que besarle ya no es suficiente.

Pero, aún así, sigo haciéndolo.

Desde la última actualización, Catfish pasó de 6K a 18K y aún no me lo puedo creer. Han venido un montón de lectoras nuevas, todas encantadoras y que espero que se queden hasta el final.

Es que madre mía, hemos crecido muchísimo!!

Gracias, mil gracias ♥

Os quiero mucho a todas, que lo sepáis :)

A todas os deseo un Marcusito que os cante High School Musical, que sea comprensivo y os lleve el desayuno y el almuerzo cuando tengáis resaca ♥

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