Capítulo 1
Simon Goldstein se pavonea por la oficina como si todo el mundo tuviera la obligación de estar a sus pies.
No le falta razón, en realidad. Es nuestro supervisor, le debemos obediencia y sumisión. Bueno, sumisión no, pero, siendo sinceros, a mí me encantaría estar de rodillas frente a él. Sin ropa, a poder ser.
Dios, he perdido la cuenta de las veces que he fantaseado con cómo sería hacerlo con él. De hecho, una vez me llamó a su despacho para hablar sobre un informe y tuvo que repetirme las mismas preguntas varias veces porque me resultó imposible no imaginar que me tiraba sobre el escritorio, me levantaba la falda y me follaba ahí mismo. Probablemente debió pensar que era estúpida, lo cual no está muy alejado de la realidad.
Lo cierto es que empiezo a pensar que he perdido el norte por culpa de Simon, ¿pero quién podría culparme? Es un hombre de los que no se suelen ver a menudo: rubio, alto, fornido y con un bronceado de un tono perfecto y natural, nada que ver con esos bronceados naranjas que suelen verse por ahí. Incluso tiene los ojos azules. ¡Azules, maldita sea!
Joder, es que parece sacado de una revista.
—Lo estás haciendo otra vez, Eli —escucho decir a Jordan.
Doy un respingo. Jordan, mi compañera, ha adquirido la costumbre de avisarme cada vez que me quedo mirando a mi supervisor como si fuera un postre y yo estuviera a punto de darle un mordisco en los genitales.
Jordan carraspea y se atusa los bucles negros que decoran su bonito rostro con forma de manzana. Es una muñeca, pero a nadie le engaña su apariencia: todo el mundo sabe que lleva al diablo en su interior y que solo me quiere a mí. A veces pienso que simplemente me ha adoptado como si fuera su mascota.
—Lo siento, es que hoy se ha puesto la corbata azul —me excuso.
El azul es mi color favorito. Al menos, lo es desde que Simon ha empezado a llevarlo.
—Tienes un correo en la pantalla, Elisabeth —dice Jordan, obligándome a apartar la mirada de mi dios griego particular para centrarme en el trabajo. Cuando me llama por mi nombre completo es como una advertencia.
Strike dos, Elisabeth.
Trago saliva. Sé que está mal que me coma a mi supervisor con la mirada, y lo seguiría estando incluso si él supiera que existo. La normativa de la empresa es bastante clara en ese aspecto: están prohibidas las relaciones íntimas entre empleados, al menos en horario laboral. Esta norma tan a la antigua, en realidad es de reciente aplicación. Se propuso el año pasado, cuando el señor Arnold Hawkes encontró a Sarah haciéndole una felación a Martie en el archivo.
El pobre hombre, que es ni más ni menos que el dueño de la empresa, salió de allí con la cara tan roja que todos pensamos que le estaba dando un infarto. Sin embargo, tomó una bocanada de aire, convocó una reunión y estuvo gritando durante veintisiete minutos exactos. Los conté porque, como no tuve valor para mirarle a la cara, me pasé todo el tiempo mirando cómo el minutero se arrastraba a través del reloj.
Aunque Arnold Hawkes tiene pensado relegar el control de la empresa en su hijo, el insoportable de Marcus Hawkes, la norma seguirá vigente, y dado que solo veo a Simon en el trabajo, puedo despedirme de mi intento de confraternizar con él de una forma más íntima.
No es como si el hombre fuera a darme una oportunidad, claro, pero...
Sacudo la cabeza. El correo.
Me centro en el trabajo y respondo a varios emails antes de que Cassie, mi coordinadora, decida interrumpirme. Deposita una caja llena de documentos en mi escritorio con tanta fuerza que me sobresalto.
—Elisabeth, clasifica estos documentos en el archivo —me dice secamente.
Aprieto los labios. Cassie se ha empecinado en hacerme la vida imposible. Y no, este no es uno de esos casos en los que las mujeres competimos por un hombre o alguna estupidez de gran calibre. Lo cierto es que Cassie y yo éramos muy buenas amigas hasta que decidimos que ambas queríamos el ascenso que el señor Arnold Hawkes nos había ofrecido.
Como sabíamos que solo había un puesto, entramos en un modo de competición del que, aunque ella haya ganado el ascenso, aún seguimos incapaces de salir.
La veo alejarse de mi puesto taconeando sobre la moqueta negra y exhalo un largo suspiro.
Moqueta. Una elección nefasta, en mi opinión. Si mi jefe pusiera un buzón de sugerencias, dedicaría cada día de mi existencia a quejarme sobre la dichosa moqueta.
Jordan me mira a través de sus gafas redondas y se rasca la mejilla.
—¿Algún día vais a hacer las paces? —me pregunta con esa voz pausada que suele utilizar cuando toca un tema peliagudo y no quiere que salte como un resorte.
—No lo sé —admito—. Supongo que podremos hablar cuando deje de comportarse como una zorra competitiva.
—Tú también te comportas como una zorra competitiva, Elisabeth.
—Sí, pero ella empezó —refunfuño.
—Creo que empezasteis a la vez.
Aprieto los labios. Sé que tiene razón, pero Cassie y yo somos demasiado orgullosas para dar nuestro brazo a torcer, así que es muy probable que nuestra guerra personal se prolongue unos meses más.
Bloqueo la pantalla del ordenador y observo la caja de documentos. No entiendo qué necesidad hay de clasificarlos a la antigua, cuando existen softwares que encriptan los documentos y los mantienen a buen recaudo, pero las normas de la empresa son así y yo no puedo hacer nada al respecto más allá de taconear demasiado fuerte y farfullar mientras me dedico a colocar cada carpeta en el lugar que le corresponde.
—Voy a clasificar esto antes de que Cassie encuentre otro motivo para venir aquí y amargarme el día.
Jordan asiente y me encamino hacia la habitación del pánico. Al menos, así la llamo yo. Para entrar, no solo debo pasar mi tarjeta de empleada, sino que debo teclear una clave. La puerta parece recién salida de un búnker. Puro acero, doble hoja y cierre automático. En cuanto estás dentro, solo puedes salir con clave. Incluso puedes ver a través de una ridícula pantalla quién se está acercando a la habitación. Sí, tanta seguridad solo para guardar toda la actividad de la empresa con sus clientes. Proyectos que se han descartado, otros que se han llevado a buen término, fichas de clientes... Aquí se puede encontrar literalmente de todo.
Lo cierto es que me pregunto porqué se sigue usando este método: es lento, poco eficaz y prácticamente nunca se consultan los archivos. Además, Jordan tiene una tendencia insana a archivar mal los documentos, así que muchas veces se extravían y después me veo en la obligación de pasar la tarde buscándolos sin éxito.
La habitación del archivo es enorme. Paredes blancas y pulcras, una luminosidad espectacular y unas estanterías metálicas que un mal día van a sepultar a alguien. Me pregunto cómo las han anclado al suelo.
Dejo la caja sobre la mesa de clasificación, que consiste en una mesa de metal que parece recién sacada de un quirófano, algún bolígrafo ocasional —normalmente no duran más de dos días sobre la mesa porque sospechamos que hay un cleptómano suelto por la empresa— y un ordenador para imprimir las etiquetas y ayudar en su clasificación.
Al menos, esa batalla la ganamos. Al principio, el señor Hawkes se negaba rotundamente a incluir un sistema de clasificación mediante códigos de barras, pero, tras demostrarle su eficacia —no hay más que introducir el nombre del cliente para que muestre en qué sección exacta se clasifican sus archivos y pasar el documento por el lector para obtener información adicional—, finalmente tuvo que dar su brazo a torcer.
Para mi desgracia, es la única batalla que he ganado en un año y tres meses.
Tras varios minutos imprimiendo etiquetas y lamentándome de mi existencia, escucho que alguien abre la puerta. Prácticamente no presto atención, deduzco que es Jordan, Allie o cualquiera de las compañeras que tienen acceso al archivo, pero Jordan me habría saludado y, la última vez que la miré, Allie estaba embarazadísima y a punto de dar a luz, así que ha dejado de venir.
Además, sea quien sea, no deja de mirarme. Tengo la sensación de su mirada clavada en la maldita nuca.
Tomo una fuerte bocanada de aire y me giro en su dirección. Prácticamente me caigo de culo cuando veo al Marcus Hawkes mirándome fijamente. Tiene una expresión extraña. Aunque no le conozco mucho, siempre que me he cruzado con él le he visto muy distraído, poco hablador y, en conclusión, extremadamente capullo. Quizá soy rápida para juzgar a la gente, pero no me puede caer bien un futuro jefe que nunca saluda a sus empleados.
Hay que reconocer, eso sí, que Marcus Hawkes es guapo y, encima, es de mi edad. Veintidós años recién cumplidos. Tiene el pelo castaño y liso, los ojos azules, la nariz recta y los malditos pómulos marcados. Además, se nota que hace deporte. Eso sin contar con el hecho de que siempre va bien afeitado. Nunca he entendido a las mujeres que encuentran atractivo a un hombre con barba de tres días. Deben ser masoquistas, porque besar a alguien así es como enrollarte con un erizo: pincha más de lo que gusta.
Termino de pegar la última etiqueta sobre el archivo antes de hablarle.
—Eh... Buenas tardes, señor Hawkes —le saludo, aunque siempre me ha resultado extraño dirigirme a Hawkes padre y Hawkes hijo del mismo modo, por lo que agradezco que nunca se me acerquen a la vez—. ¿Necesita que le ayude a encontrar algún documento?
Él arquea una ceja y esboza una sonrisa divertida. Mete las manos en los bolsillos. Aunque tiene una postura relajada, su mirada impone muchísimo. Es como un león a punto de saltar sobre un cervatillo.
—Señor Hawkes —repite, casi como si estuviera saboreando las palabras. Tiene la voz grave y armoniosa. Lo cierto es que no me lo esperaba, lo imaginaba con voz chillona e insolente. Hawkes avanza hacia mí y de pronto me siento muy incómoda—. Seguimos guardando las formalidades, supongo. Qué pena.
—¿Disculpe? —le pregunto a media voz.
Marcus Hawkes me pone una mano en la mandíbula y me obliga a mirarle a los ojos. Estoy tan rígida como las estanterías de metal que hay a nuestro alrededor y el corazón se me desboca como si fuera un caballo a galope. ¿Qué diablos le pasa?
Retrocedo para deshacerme de su agarre, pero choco con la mesa de metal y escucho con claridad cómo se caen la mitad de los informes al suelo. Mierda.
—Creo que tendrás que esforzarte un poco más para que te perdone por ignorarme durante semanas —ronronea.
Abro la boca para explicarle que se equivoca de persona —en lo que a mí respecta, no he hablado con Marcus Hawkes en la vida—, pero mi voz muere sobre sus labios. Hawkes me besa como si llevara tanto tiempo deseando hacerlo que es incapaz de controlarse. Siento sus manos sobre mis caderas y el miedo se me enrosca en la garganta.
Por un segundo, me quedo completamente en shock, paralizada como un conejo ante los faros de un coche. Después, entro en pánico y le doy un empujón.
Él se aparta rápidamente, confundido ante mi reacción. Aprovecho el momento para poner una buena distancia entre los dos y rezo para que la respete. La puerta del archivo está a su espalda y necesito poner el código para salir, así que no tengo escapatoria. La adrenalina me sube como la espuma.
—¿Qué diablos te sucede, Elisabeth? —me pregunta. Siento la rabia en sus palabras y eso me aterroriza aún más.
—¡Eso querría saber yo de usted! —le grito. Me paso una mano por la boca para limpiármela, como si con ello pudiera borrar lo que acaba de pasar—. Esto es... ¡Esto es acoso laboral! ¡Que sepa que pienso denunciarle ante el sindicato!
Marcus da un respingo, sorprendido.
—Pero...
No dejo que termine la frase. Me tiemblan tanto las piernas que, cuando me precipito fuera del archivo, tengo miedo de colapsar y no ser capaz de llegar hasta la puerta, o que él mismo me retenga.
Por suerte, no sucede ninguna de las dos cosas. Introduzco la clave con manos temblorosas y, cuando la puerta se abre, prácticamente me lanzo fuera.
Es como si mi propio cerebro hubiera activado el modo automático. Camino por el pasillo, sin rumbo, mientras pienso en lo que acaba de pasar. El hijo de mi jefe (y, por extensión, mi futuro jefe) me ha acosado sexualmente y yo he respondido empujándole y amenazándole.
Es evidente que esto no va a terminar nada bien para mí. Voy a perder mi trabajo, el puesto por el que he luchado durante tanto tiempo. Qué diablos, debería renunciar yo misma. No podría seguir aquí ni aunque le denunciara. Me cruzo con Martie, que frunce un poco el ceño al verme y de pronto siento que el mundo me está aplastando.
Las náuseas me atraviesan y echo a correr hacia el baño. Me precipito hacia el primer cubículo y los espasmos me atraviesan mientras vacío el contenido de mi estómago en el váter. Me tiembla todo el cuerpo y sollozo. Es como si aún tuviera su mano en la cintura y tocándome la barbilla.
Me juré que no volvería a permitir que un hombre me utilizara. Lo prometí.
Pero ahora voy a perder mi trabajo. El esfuerzo del último año se va a ir a la basura por culpa de un cabrón que no sabe respetar a las mujeres.
El aire se me escapa de los pulmones y se niega a entrar de nuevo. Me caigo junto al váter y hundo la cabeza entre las rodillas. Frustrada, trato de calmarme a la fuerza. No puedo tener un ataque de pánico ahora. Cierro los ojos y respiro hondo. Cuento hasta cien al revés una y otra vez.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Los segundos se han deformado como un cuadro a través de una botella. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero que he corrido una maratón sin moverme del sitio. Levanto la cabeza con cautela y tomo una última bocanada de aire. Los sollozos han parado y el corazón no me late como si fuera un caballo desbocado. Me pongo en pie con cuidado, aferrándome a la pared y temerosa de que me fallen las piernas.
En cuanto compruebo que no voy a caerme, me arreglo el maquillaje en el espejo e intento regresar a mi puesto y fingir que no ha pasado nada.
El camino hasta mi mesa se me antoja increíblemente largo y tortuoso. Parece como si sucediera a cámara lenta y no puedo evitar sentir que todo el mundo me observa, que todos lo saben.
Casi puedo imaginar los engranajes de sus cerebros formando ideas que no tienen nada que ver con la realidad, como si fuera el juego del teléfono, distorsionando lo que en realidad sucedió para declararme como la única culpable de todos los pecados.
Acelero el paso y prácticamente esprinto hasta mi puesto. Me dejo caer en el asiento y exhalo un suspiro de alivio. Estoy sudando como si hubiera corrido una maratón y me siento exhausta. Solo quiero salir de aquí y regresar a casa.
—¿Qué te pasa? —me pregunta Jordan.
—Nada —murmuro con voz temblorosa.
Jordan se pone en pie y me tira del brazo para obligarme a levantarme. Luego, me arrastra por toda la oficina hacia la sala de descanso. Para nuestra desgracia, la sala está abarrotada, así que me guía hacia el enorme balcón de la oficina. Ahí nunca hay nadie, a excepción de los dos fumadores de siempre. Hoy, por suerte, están demasiado ocupados desayunando como para desperdiciar su valioso tiempo suicidándose con el tabaco.
—Vale. Lo primero que vamos a hacer es fumarnos un cigarro y ya, cuando te calmes, me cuentas qué es lo que sucede. ¿De acuerdo?
Nunca fumo, pero, en esta ocasión, no voy a rechazarlo. Quizá el humo me entre en el cerebro y lo nuble todo. Cuando intento llevarme el pitillo a la boca, me doy cuenta de lo mucho que me tiemblan las manos aún. Prácticamente tengo que abrir la boca como un pez para lograr ponerlo entre mis labios.
—Me ha besado —suelto de golpe después de la segunda calada.
Jordan abre los ojos de par en par y casi ahoga un grito de emoción. Casi. Porque, en realidad, acaba de chillar como si a un perro le pisaran la pata.
—¿Simon? —pregunta, alzando la voz.
Niego con la cabeza.
—El señor Hawkes. Marcus Hawkes —aclaro. Lo que me faltaba era que pensara que me había besado el mismísimo Arnold Hawkes, que puede que no esté mal para su edad, pero podría ser mi padre perfectamente.
Eso le sorprende todavía más.
—Oh dios mío —dice, haciendo una pausa teatral entre cada palabra—. No sabía que te gustara el futuro jefazo. ¡Eso es braguetazo asegurado! —Al ver que mi expresión de no cambia, frunce el ceño—. Espera... ¿Os habéis besado o te ha besado? Ay, dios mío. ¿Te ha besado a la fuerza? Vale, necesito que me sujetes porque estoy a punto de cometer un asesinato y sé de buena mano que en la cárcel no puedo llevar a Gato.
En otras circunstancias, me habría reído de que la prioridad de Jordan sea su gato y no la posibilidad de que la priven de su libertad, pero estoy demasiado mal como para hacerlo. Cuando le cuento todo lo que pasó en el archivo, Jordan tiene cara de haber pisado la mayor mierda del mundo y no saber cómo quitársela del zapato sin salpicar todo lo que hay a su alrededor.
—¿Pero a ese idiota qué le pasa? —escupe de pronto.
—No lo sé —admito con un suspiro. Apoyo los codos en la barandilla y echo un vistazo hacia la calle, donde la gente va y viene. Algunos alzan la vista y nos observan durante unas décimas de segundo antes de regresar a sus vidas—. Al principio creí que me había confundido con otra, pero dijo mi nombre. Mi maldito nombre, Jordan. Y a mí no se me ocurre otra cosa que gritarle y amenazarle con una denuncia.
—Es que es lo que deberías hacer, Elisabeth. Eso es denunciable. Es acoso sexual. ¿Sabes que hay gente que ha ido a la cárcel por eso?
La miro sorprendida.
—¿De verdad?
Ella sacude la cabeza y bufa como Gato cuando intento cepillarlo.
—No lo sé, pero deberían.
Jordan tiene una obsesión con inventarse datos para reforzar sus teorías, así que ni siquiera me sorprenden sus palabras. Se atusa otra vez el pelo y se ajusta las gafas.
—Vale, Elisabeth, vamos a calmarnos. Volvemos al trabajo y esta tarde nos tomamos una copa en el salón y vemos qué hacer. Tengo un par de conocidas en el sindicato, estoy segura de que podrán decirnos cómo proceder y que estarán, además, encantadas de joder a nuestro futuro jefe.
Asiento, incapaz de hablar.
—¿Te ves capaz de aguantar todo el día en el trabajo? Si quieres irte lo entenderé. Puedes fingir que te encuentras mal, yo te cubro con Simon. Puedo decirle que tienes una diarrea explosiva y que has tenido que irte.
Aunque me supone un esfuerzo monumental, le dedico una sonrisa a Jordan. No sé qué haría si ella no estuviera aquí conmigo.
—Tranquila, debo seguir con el trabajo. Además, Marcus Hawkes nunca está en nuestra sección, no creo que tenga que volver a verlo en lo que resta de día —digo, aunque es más para convencerme a mí misma que para convencer a Jordan.
—¡Esa es mi chica! —celebra ella—. Vamos a trabajar y esta noche pensamos una buena forma de destrozar a ese cabrón.
En cuanto llego a mi puesto de trabajo, Simon en persona me está esperando. Tiene una mueca de preocupación en el rostro y parece increíblemente incómodo. Jordan y yo compartimos una mirada.
—Buenos días, Elisabeth —me saluda—. Eh... El señor Marcus Hawkes quiere reunirse contigo en su despacho en diez minutos.
El pánico me sube por la garganta, empiezo a encontrarme verdaderamente mal y tengo que batallar contra mí misma para no salir corriendo de este edificio que se acaba de convertir en territorio hostil. Me siento en una guerra abierta y ni siquiera sé si estoy en un bando o solo soy una desgraciada que ha pasado por el medio y a quien van a fusilar como una condenada a muerte.
—¿Sabes dónde está su despacho? —Tardo apenas un segundo en asentir, pero Simon ni siquiera parece notarlo—. Es igual, yo mismo te acompañaré a la reunión.
Por mucho que me encantaría pasar tiempo con Simon, ahora mismo lo último que quiero es que me vea en este estado. Sería bastante ridículo que las pocas veces que pasemos tiempo juntos esté babeando o llorando. Va a empezar a pensar que soy un bebé.
—Yo la acompaño —se ofrece Jordan.
Tiene esa expresión en el rostro que me dice que está a punto de ir a la guerra y tiene todas las armas cargadas. Agradezco su ayuda, pero sé que, si Marcus Hawkes descubre que se lo he contado a mi compañera, las dos terminaremos despedidas.
—No es necesario que me acompañe ninguno de los dos —murmuro—. Gracias por avisarme, señor Goldstein.
Simon intenta insistir, pero no le doy tiempo. Paso a su lado y me precipito hacia el ascensor. En cuanto se abren las puertas, la música ambiental inunda la cabina. Pulso el botón del quinto piso y los temblores vuelven a sacudirme de pies a cabeza. Me concentro otra vez en mi respiración, pero es imposible calmarme.
Al final decido que no voy a ocultarme. Me da igual que Marcus vea lo mal que me ha dejado. Es más, se lo merece. Debería ver las consecuencias de sus actos. Debería sentirse mal por lo que ha hecho.
Nunca he estado en esta planta. Está, casi en exclusiva, reservada a la directiva de la empresa. Aquí están los peces gordos y sus asistentes, que les persiguen por toda la empresa como una sombra silenciosa.
Localizo el despacho de Marcus con relativa facilidad. Está junto al de su padre y tiene un cartel que reza su nombre. Su asistente, un hombre de unos treinta años que parece sepultado de trabajo, con docenas de papeles sobre el escritorio y una llamada en espera, levanta la cabeza cuando me ve y señala la puerta de su jefe antes de hundir la nariz en más y más papeleo mientras habla por teléfono.
Ni siquiera llamo a la puerta. Abro y me adentro en su despacho, aferrándome al pomo de la puerta como si no fuera capaz de dejarlo ir.
Encuentro a Marcus Hawkes apoyado sobre su escritorio. Está un poco despeinado, como si se hubiera pasado las manos por el pelo tantas veces que la cera ha terminado deshaciéndose. Traga saliva y veo cómo su nuez sube y baja con el gesto.
No me deja hablar, pero tampoco lo intento. Estoy apoyada junto a la puerta por si tengo que salir de aquí a toda prisa, aunque su asistente está lo suficientemente cerca como para oírme si grito. Aunque, sabiendo el trabajo que tiene, igual tarda un poco en ayudarme.
—He tardado en llamarte porque estaba intentando entender qué pretendes con todo esto —me dice con sencillez.
Es como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Ahogo una exclamación de sorpresa. Esto es el colmo. ¿Ahora pretende hacer ver que la culpa es mía? ¿Qué le provocó? ¿La forma en que ponía las etiquetas sobre los archivos o los zapatos que llevaba?
—¿De qué está hablando? —le pregunto con voz temblorosa—. Lo único que pretendía allí abajo era hacer mi trabajo.
Marcus pone los ojos en blanco, como si yo me estuviera burlando de él.
—No me refiero a eso y lo sabes.
—No, no lo sé, señor Hawkes. Solo sé que usted me ha besado contra mi voluntad. Eso es acoso sexual, debería saberlo.
Él levanta las manos al cielo, exasperado, y se pone en pie.
—¡Contra tu voluntad! —repite, como si no pudiera creer que yo hubiera sido capaz de pronunciar esas palabras—. ¿Esto forma parte de algún plan para denunciarme por acoso, verdad? ¿Has montado toda esta mierda para sacarme de la empresa?
—¿Qué? —balbuceo.
—Tendría sentido, claro. En un principio mi padre ni siquiera pensó en designarme a mí como candidato a la directiva. ¿Pero qué necesidad tenías de llegar a este extremo?
Frunzo el ceño. No estoy entendiendo nada de lo que está diciendo.
—Creo que no le sigo, señor Hawkes —digo en voz baja. Odio que me falle la voz en situaciones así—. Yo no he hecho nada para que usted actuara de ese modo. Solo intentaba trabajar.
Él se yergue y me dedica una mirada que hace que me quede completamente congelada en el sitio.
—Elisabeth, ya basta —dice con voz autoritaria—. Llevamos semanas hablando.
La noticia cae sobre mí como un jarro de agua fría. ¿Semanas?
Marcus habla con tanta seguridad que incluso me hace dudar de mí misma. ¿Y si le he hablado inconscientemente? ¿Hay algún chico con el que haya hablado que no se haya identificado a sí mismo? Sacudo la cabeza. No, eso no es posible.
—Señor Hawkes —remarco su nombre una vez más, como si por ello pudiera aplacarle o algo así. He perdido la cuenta de las veces que lo he pronunciado—, yo nunca he hablado con usted.
Es como si el mundo se hubiera pausado a nuestro alrededor. Marcus parpadea, atónito, durante casi un minuto de reloj. Luego hace el amago de reírse, como si lo que yo he dicho fuera un chiste. Al darse cuenta de que no reacciono, palidece. Después pasa por tantas expresiones que apenas logro registrarlas todas.
—Eso no es... No es...
Marcus se calla y prácticamente se abalanza sobre su ordenador portátil. Teclea furiosamente sobre él gira la pantalla hacia mí. Frunzo el ceño cuando me muestra lo que ha buscado.
Es una foto mía. En un perfil aparentemente mío. En una web que jamás he visitado. Compruebo los datos: Mi nombre es correcto, incluso la biografía podría ajustarse a lo que yo habría escrito. Las fotos no son antiguas, sino que se corresponden a las últimas que subí a mis redes sociales. Prácticamente podría decirse que soy yo, salvo por el pequeño detalle de que yo no he abierto esa cuenta.
—Ese perfil no es mío —murmuro.
—Pero eres tú.
—Pero yo no abrí esa cuenta —insisto.
—¿Entonces quién?
Tomo una fuerte bocanada de aire. Todo el mundo tiene, como mínimo, una amiga que haya sufrido o hecho un catfish alguna vez, pero yo nunca he sido esa amiga. No es que tenga una apariencia desagradable: rubia, ojos de color miel, metro setenta y tengo curvas en los sitios correctos... más o menos. Igual son curvas un poco más pronunciadas que el estándar, pero ahí están y estoy orgullosa de ellas.
Pero nunca, jamás, alguien se había tomado la molestia de hacer un perfil falso utilizando mis fotos.
Evidentemente, siempre hay una primera vez para todo.
—Lo lamento, pero creo que le han hecho un catfish —admito.
Marcus parpadea, confuso, y me doy cuenta de que no tiene ni la más remota idea de lo que le estoy hablando.
¿Un catfish? Miro a Elisabeth, atónito. No sé de qué está hablando, es como si de pronto se hubiera puesto a parlotear en un idioma distinto sin darse cuenta. ¿Qué demonios tiene que ver un pez gato con todo esto?
—Es cuando una persona se hace pasar por otra con objetivo engañarle, de ligar o cosas así —me aclara ante mi silencio.
Frunzo el ceño.
—Eso no tiene mucho sentido.
—No —me concede—, pero hay quien hace este tipo de cosas igualmente. Quizá no sabía que yo trabajaba en la misma empresa que usted.
—Sí que lo sabía —le aclaro—. Esa persona lo sabe todo sobre usted, por eso me lo he creído.
Dios. Sabía que meterme en una página de citas era mala idea. Sabía que hablar con ella era mala idea. Y, aún así, seguí adelante porque evidentemente soy estúpido.
Hace veinte minutos estaba increíblemente enfadado con Elisabeth (con la falsa, al parecer) porque, después de haber tenido una larga conversación sobre las ganas que tenía de follármela en el archivo y la cantidad de cosas jodidamente prohibidas que pensábamos hacer ahí abajo, actuaba como si no me conociera. Y ahora tengo delante a la Elisabeth de verdad temblando como un papel, aterrada porque pensó que iba a abusar de ella en una zona que, además, es de acceso restringido. Si hubiera seguido adelante, nadie habría podido ayudarla.
Por el amor de dios, ¿qué he hecho?
Me estremezco de pies a cabeza y me muerdo el puño de pura frustración. Jamás tocaría a una mujer sin su consentimiento, pero acabo de hacerlo y me siento como una auténtica escoria. Si se abriera un agujero en la tierra, saltaría a su interior sin dudarlo un instante. Es más, me tiraría del balcón si supiera que la caída me mataría inmediatamente, pero, aunque este es un quinto piso, el balcón solo está en el segundo, así que como mucho me partiría las dos piernas y pasaría unos meses escayolado e intentando rascarme la pierna por debajo de la escayola con unos palillos chinos.
—Lo siento muchísimo, Elisabeth —le digo. Intento controlar el temblor de mi voz, pero literalmente es imposible. Esto no puede estar pasándome a mí, es jodidamente absurdo—. No... Dios, si hubiera sabido que todo esto era un catfish jamás le habría puesto una mano encima. Sé que las palabras no pueden borrar mis actos y lo comprenderé si quiere tomar medidas contra mí. No me opondré a ello. A fin de cuentas, me lo merezco.
Eso hace que Elisabeth deje de temblar y me mire, confundida.
—¿De verdad? —me pregunta—. ¿Y no va a despedirme?
—¿Cree que voy a despedirla por un error que cometí yo? —le pregunto, confundido—. Si alguien tiene que pagar las consecuencias de sus actos, sería yo, no usted. Mi padre tampoco se volvería contra usted, eso se lo puedo asegurar.
Ella se frota las manos, incómoda, y veo cómo el rubor sube a sus mejillas.
—Lo siento, es que pensé que... —traga saliva y es incapaz de continuar hablando.
—No se preocupe —le digo, suavizando la voz—. Su puesto no peligra aquí, indiferentemente de las medidas que desee tomar respecto a lo sucedido. Eso se lo garantizo.
Ambos nos quedamos en silencio. No sé qué más decir, cómo solucionar la mierda que acabo de crear. ¿Le doy un aumento? ¿Vacaciones? ¿Le pido perdón de rodillas? ¿Le compro una casa en Las Bahamas? Todo me parece poco.
—No voy a tomar medidas —anuncia de pronto.
Su declaración me pilla por sorpresa y casi se me doblan las rodillas bajo mi propio peso. Creía que no tardaría en acudir al sindicato o a mi propio padre, algo que evidentemente me merezco, o que se marcharía de la empresa. O que acudiría a la policía, ya puestos. Es lo normal.
Pero jamás se me pasó por la cabeza que Elisabeth no quiera denunciarme por esto.
—¿Por qué? —le pregunto, confundido.
—¿No es evidente? —señala, gesticulando exageradamente—. Han usado ese perfil para provocar esta situación. Las relaciones entre compañeros de trabajo están prohibidas. Sí, ya sé que usted es el hijo del jef y que tiene más privilegios que el resto, pero estoy completamente segura de que su padre jamás permitiría que tomara el control de la empresa si se desatara un escándalo como este. Conozco al señor Arnold, él se preocupa mucho de la imagen que damos al exterior. No hay más que ver cómo debemos vestir —dice, tirando de su blusa como si fuera prueba suficiente de sus argumentos.
Me sorprende que una empleada conozca tanto sobre mi padre, principalmente porque daba por hecho que él apenas se relaciona con sus empleados. Quizá haya estado equivocado todo este tiempo.
—Muy perspicaz —admito, impresionado—. Mi padre me mandaría a Alaska de una patada en el culo si se enterase de que ha pasado algo así en su empresa. Y digo Alaska por no decir un país más alejado e incomunicado. Puede que incluso me meta en un búnker antinuclear.
Ella se sonroja un poco y aparta la mirada.
—Veo muchas series de detectives —me aclara. Carraspea y se mira las manos—. ¿Tiene idea de quién podría estar tras ese perfil?
¿Quién? ¿Aparte de toda la empresa? Literalmente cualquier persona puede estar tras el catfish.
—No, la verdad es que no. Debe ser alguien de la empresa, alguien cercano a usted o que tenga acceso a sus redes sociales.
—O sea, cualquier persona que trabaje aquí —se queja—. Mis redes sociales son públicas y tiendo a ser muy... abierta respecto a mí misma.
—¿Sí? —le pregunto con interés. Luego sacudo la cabeza, recordando que ella no es la misma persona con la que he hablado todas estas semanas—. Quiero decir... Eso va a ampliar el radio de búsqueda. No será fácil.
—No. Lo que no entiendo es por qué alguien querría usarme a mí para hacerle daño a usted. Hay mejores candidatas —dice.
Detecto la tristeza de su voz cuando pronuncia las últimas palabras, como si estuviera acostumbrada a ser invisible, a que todos elijan a las demás menos a ella.
Frunzo el ceño. ¿Es que no se ha mirado en un espejo? Incluso después de haber llorado, Elisabeth sigue siendo increíblemente preciosa. Ni siquiera sé cómo es posible que haya pasado desapercibida entre tanta gente, porque, una vez la has visto de verdad es como un diamante: no deja de brillar.
Tiene el pelo dorado y ondulado que le cae sobre los hombros y se balancea cada vez que camina o hace un gesto más brusco de lo habitual y sus ojos del color de la miel. Su piel también tiene una tonalidad similar, es como si hubieran escogido una sola gama cromática para crearla y les hubiera salido maravillosamente bien. Me encantaría felicitar a sus padres por el buen trabajo que han hecho creándola, pero evidentemente no es algo que vaya a hacer. Creo que ya he completado mi cupo de meteduras de pata hasta la próxima década.
Y, siendo sincero, aunque quiero decirle lo que pienso sobre ella, tengo miedo de decir algo inapropiado y que se asuste aún más, así que decido usar el comodín.
—No diga tonterías. Además, cualquier persona puede ser objetivo de un catfish.
Ella aprieta los labios, pero no responde. Vaya, probablemente he vuelto a cagarla.
Me doy cuenta de que, lamentablemente, ella es la única persona que puede ayudarme en esta situación. A ella también le afecta, alguien ha intentado dañar su imagen, ha intentado hacerle daño físico y emocional. Esa persona debe odiarla lo suficiente como para hacer una monstruosidad semejante. Quienquiera que esté tras ese perfil podría haber provocado una violación, por el amor de dios. Es tan grave que solo de pensarlo siento la bilis en la garganta.
Tenemos que encontrar a quien ha hecho esto y hacerle pagar por ello, no solo por mí, sino por el daño que le ha causado a Elisabeth. Tomo una bocanada de aire, armándome de valor.
—Quizá esto es pedirle demasiado, pero... ¿Querría ayudarme a encontrar al catfish? Yo no tengo ni idea de cómo hacerlo y temo que, si le pido ayuda a alguien más, esto trascienda y nos afecte a los dos.
Elisabeth se muerde el labio inferior. Si me dice que no, estamos jodidos.
Hooooooooola! Pues aquí estamos, un mes más, una novela más. Como habréis adivinado, la novela es una comedia romántica. ¿Que quién es el interés romántico, decís? ¡Buena pregunta!
Espero que os haya gustado el comienzo de esta historia y que la disfrutéis tanto como yo estoy disfrutando de escribirla.
¡Un abrazo a todas y gracias por el apoyo!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro