El reloj cucú
Ben estaba decidido en empeñar el catalejo que su abuelo le había regalado hacía algunos años para su cumpleaños; aunque lo usó un par de veces y le guardaba mucho cariño, el aniversario de sus padres había llegado y no había juntado suficiente dinero; además, el dinero que había ahorrado lo había dejado en casa y el tiempo jugaba en su contra, así que tomó el catalejo y fue a la casa de empeño y ofreció el objeto. Con el dinero recibido compraría algo grandioso en la tienda de antigüedades que se encontraba en la misma calle. Estaba seguro que en ese lugar encontraría algo lindo para ambos.
El señor que atendía la casa de empeño se sorprendió al ver a un niño en su tienda, sin embargo, no hizo ningún comentario hasta que Ben se presentó. Era un hombre que rozaba los cuarenta, tenía poco pelo en su cabeza, pero era oscuro como su exuberante bigote y llevaba unas gafas de marco redondo.
Ben levaba tras su espalda un morral y dentro del morral se encontraba el catalejo. Esperó hasta estar frente al mostrador y exhibió el objeto ante el vendedor.
—Buenas tardes, ¿Cuánto me daría por esto? —preguntó Ben con toda la seriedad del caso.
—¿No eres muy pequeño para estar en este lugar? —respondió el vendedor cruzándose de brazos.
—En unos meses cumpliré los quince años —contestó Ben, sin importarle la seriedad en aquel hombre y antes de que replicará continuó—: necesito dinero para comprar un regalo para el aniversario de mis padres ¿sabe?, y no junté demasiado dinero.
—Hmmm, ya veo —pronunció el hombre mientras miraba al pequeño—. Tal vez te interese cambiarlo con algo que te agrade del lugar.
Ben entrecerró los ojos y comenzó a inspeccionar el mostrador; después miró hacia más allá, pero no había nada que le llamara la atención.
¿Qué podría regalarles a ambos y que les gustara? Pensó, en aniversarios anteriores les había regalado chocolates, objetos que había hecho con materiales que tenía en casa, pues cuando llegaba esa fecha veía videos de manualidades y siempre se le ocurrían ideas divertidas y sus padres lo recibían con mucha felicidad; incluso en una ocasión les preparó la cena, aunque era muy pequeño para saber de cocina y sus padres le prohibían usar la estufa, pero en aquella ocasión, una vecina se ofreció a ayudarle y ambos guardaron el secreto. Desde los diez años se había convertido en una tradición y sus padres se alegraban por tener un hijo tan generoso y que tuviese presente una fecha tan importante como esa.
—La verdad es que no veo nada interesante —dijo Ben, después de repasar nuevamente el mostrador y lo que había más allá.
—Eso es un problema, niño —rebatió el vendedor—, y para darte dinero necesito la autorización de tus padres.
—Pero, señor...
—Pero dada la situación —le interrumpió el hombre—¸haré una excepción.
Ben sonrió y agradeció por tan gentil gesto.
—Solo puedo darte esto —habló el hombre, entregándole un fajo de billetes.
Ben contó el dinero y vio como el hombre lo guardaba en un sobre blanco, similar al que usaban algunas personas para guardar las cartas que envían por el correo postal.
—¡Es perfecto, muchas gracias! — canturreó Ben y salió del lugar.
—Ten cuidado —dijo el señor antes de que Ben desapareciera de su campo visual.
El chico admiró por unos minutos el sobre y lo guardó en un bolsillo de su chaqueta de invierno. Para esas fechas, el frío anunciaba la llegada del invierno con lluvias repentinas y, con suerte, en ocasiones nevaba.
Del cielo surgió un estruendo acompañado de rayos que se veían a lo lejos. Aquel ruido hizo que Ben reaccionara y saliera corriendo en dirección a la tienda de antigüedades.
Ellos son viejos, seguro habrá algo que les guste, pensó.
Aunque aquello no era del todo cierto, su padre y su madre tenían treinta y ocho, y treinta seis años, respectivamente; pero ante los ojos de él, ya eran viejos y por ello su idea de regalarles algo de aquella tienda.
Cuando llegó a la tienda, mandó sus manos al bolsillo de su chaqueta, para darse cuenta que el sobre ya no estaba.
—¡Rayos! —refutó y apretó los puños.
Seguramente no había guardado bien el sobre y, con el movimiento de su ropa, se había caído en medio de su trayecto. No estaba seguro de lo que había pasado; sin tiempo que perder regresó sobre sus pasos, para su sorpresa, en ninguna parte del suelo se encontraba el sobre.
Gruñó y soltó gruesas lágrimas por la frustración. Se limpió su cara con el dorso de la mano y caminó nuevamente a la tienda de antigüedades.
Mandó sus manos a los bolsillos; en ellos encontró un par de monedas y dos billetes, para algo le serviría ese dinero. Ajustó el gorro de lana que llevaba sobre su cabeza y justo antes de llegar a la tienda, la lluvia se hizo presente. Además de comprar el regalo de sus padres, esperaba resguardarse de la lluvia que había llegado antes de lo previsto.
Mientras caminaba en el interior del lugar, veía a todos lados como si estuviese en una tienda de dulces, nunca se imaginó que encontraría objetos tan interesantes en un lugar como ese, cuántas historias guardarían cada uno de ellos y, por alguna razón, se sentía fascinado por todo lo que veía a su alrededor. Era como estar en un museo.
Una mujer de pelo blanquecino se acercaba hasta él, tenía un rostro surcado de arrugas, pero lucía bastante agradable. Llevaba un vestido bastante colorido y un suéter de lana.
—Bienvenido, ¿busca algo en particular? —preguntó la mujer.
—Hola, busco un regalo para mis padres —respondió Ben y metió la mano en uno de sus bolsillos del pantalón—, solo que... perdí el dinero y ahora tengo esto. ¿Hay algo que me alcance con esto?
La anciana sonrió al pequeño y le pidió que la siguiera.
—Es tu día de suerte —agregó ella—, hay algunas cosas que se encuentran en oferta.
—¡Grandioso! —exclamó entusiasmado y la siguió hasta un lugar donde había unas escaleras que daban a un segundo piso.
—¿Qué le parece eso? —cuestionó la anciana y señaló hacia una de las paredes.
Allí, estaba un reloj cucú, según había dicho la mujer y a Ben le pareció bastante curioso pues solo conocía relojes de pulsera y algunos de pared de aspecto moderno. El reloj tenía forma de casa, pero la forma la escondía unas hojas grandes de madera que parecían hojas de arce y, en la parte de arriba, en toda la mitad había un ave de madera. Ante sus ojos era muy bonito y seguro quedaría bien en el cuarto de sus padres.
—Me lo llevo —respondió Ben y le sonrió a la anciana, y era una sonrisa sincera.
Tal vez sí era su día de suerte.
*
Tan pronto, como Ben entregó el regalo a sus padres, comenzaron a suceder situaciones extrañas en la casa. Al principio, las ignoraba; pero, con el paso del tiempo, todo lo que sucedía ponía muy nervioso a Ben, llevándolo al punto de decirle a sus padres que algo raro estaba ocurriendo, no obstante, ellos aseguraban que era su imaginación.
Ben escuchaba ruidos, las cosas cambiaban de lugar y, siempre que ocurría eso, el reloj cucú sonaba, como si predijera que algo malo iba a pasar o, por el contrario, todo ello ocurría por culpa de aquel reloj; pero eso era una idea ridícula, un reloj no podía cambiar las cosas de lugar ni causar ruidos a parte del particular cucú que sonaba a determinadas horas.
—¡Papá está tratando de arreglarlo! —le dijo su mamá una tarde—. Es muy antiguo, así que tiene sentido que suene a diferentes horas, no debes exagerar.
—Pero, mamá, estoy seguro que ese reloj es malo, ¡nos está atormentando!
—Desde que lo compraste te está atormentando a ti, es un viejo reloj, tal vez te cause temor, pero te aseguro que solo son invenciones tuyas —contestó ella y siguió concentrada en la comida que estaba preparando.
Ben no estaba convencido de ello, ese reloj lo estaba volviendo loco y buscaría la forma de tener pruebas de que no se equivocaba. Él aseguraba que ese reloj era maligno.
Una noche, una pequeña lechuza con plumaje del color del cobre se posó en la ventana de la habitación de Ben. Éste, asombrado, se acercó hasta la ventana y le dio un par de golpes con sus dedos para espantar al ave, pero no parecía inmutarse y solo se quedaba viendo hacia el interior de la habitación con esos ojos azabache que lo hacían sentir incómodo, aunque sí podía notarse que era muy bella a la vista.
—¡Fuera de aquí! —protestó Ben, dándole palmadas a la ventana.
Pero el ave no se inmutaba, lo que obligó al chico a abrir la ventana y espantarla con su mano; sin embargo, el ave fue más rápida y se adentró en la habitación.
Comenzó a volar de un lado a otro, tropezando con lo que encontraba a su paso y realizando un gran alboroto.
—¡Vete! ¡vete! —chillaba Ben, mientras brincaba y movía sus manos para espantar a aquella ave.
Mientras intentaba espantar al ave, al otro lado de la habitación, el reloj cucú reproducía su inconfundible sonido.
Hasta que, atraída por el alboroto, Susan (la madre de Ben), llegó a la habitación y encontró a su hijo saltando y dando manotazos al techo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.
Ben volteó a ver a su madre y le respondió:
—Hay una lechuza en mi ha.... —y no articuló ninguna palabra más, pues al ver a su alrededor, la lechuza ya no estaba—. Había una lechuza en mi habitación.
—Ya es tarde y debes dormir —dijo Susan mientras inspeccionaba el lugar, y todo frente a ella lucía normal—. No olvides cerrar la ventana, te puede dar un resfriado.
Tal vez se hubiese espantado con la llegada de ella, pero no estaba seguro, se encontraba muy asustado para pensar claramente; además, el sonido del reloj lo ponía mucho más nervioso. Atendiendo a la sugerencia de su madre, se acercó a la ventana y la cerró. Afuera ya no había nada.
Los siguientes días, la situación en casa se ponía cada vez más extraña, ¿cómo era posible que solo él viera las cosas cambiar de lugar y escuchara ruidos?
Al principio eran ruidos de cosas al caer, de algo golpeando la ventana, ruidos de pasos y luego, una mañana, escuchó una voz masculina pronunciar su nombre; esa fue la gota que rebosó la copa.
Armado de valor, entró a la habitación de sus padres, bajó el reloj cucú de la pared y lo llevó hasta la cocina; allí, lo puso en una bolsa negra y lo dejó frente a su casa con la pila de basura que pasaba ese día en la noche.
Para su sorpresa, a la mañana siguiente el reloj cucú estaba de vuelta en la habitación, como si nunca lo hubiese movido de su sitio.
—¿Por qué lo has traído? —preguntó Ben a su madre, quien salía del baño.
—Nunca ha salido de la habitación —respondió Susan—, ¿estás bien?
—Yo lo dejé en la basura —refutó Ben y regresó a su habitación.
Sabía que la situación se estaba saliendo de las manos y, tan pronto, llegó a su habitación, el grito de su madre lo hizo regresar a donde se encontraba ella y le preguntó qué había sucedido.
—Había... —comenzó a decir la mujer—, vi algo o alguien por el espejo, fue escalofriante, yo... sentí un escalofrío cuando lo vi.
—¡Es el reloj, mamá! —exclamó Ben—. Tenemos que deshacernos de él.
Susan era una mujer escéptica, pero tras aquella misteriosa situación y lo insistente que había sido su hijo, debía creerle.
—De acuerdo —habló la mujer—. Te creo, lo desecharemos.
Así, madre e hijo caminaron en dirección al patio de la casa: Ben con el reloj entre sus manos y su madre con una olla enorme en una mano y unas viejas revistas en la otra.
Ya en el exterior, la mujer deshojó las revistas y las puso dentro de la olla y luego le prendió fuego; cuando apareció una enorme llama de fuego, Ben tiró el reloj cucú a la olla y ambos vieron como bailaban las llamas, como crispaban y como emitía unos ruidos bastante nítidos, unos ruidos que sonaban como gritos.
—¿Acaso escuchaste...? —preguntó Susan.
—Sí, lo escuché —contestó Ben—. Te dije que había algo malo con ese reloj.
*
Unos días más tarde, Ben fue con su madre a la tienda de antigüedades para interrogar a la vendedora sobre el origen de aquel siniestro reloj del cual se habían desecho. La mujer los recibió con amabilidad y les indicó que buscaría algo referente a lo que buscaban.
Al cabo de unos minutos, la mujer regresó con un viejo cuaderno.
—Hubo una época en que anotábamos los objetos que llegaban y, también, a quien pertenecían —anunció la vendedora mientras bajaba las escaleras de la segunda planta—. Ese viejo reloj perteneció a una familia en el año de 1860 y, a la muerte de ellos, se dice que sus almas quedaron en los objetos que habitaban en la casa. Al parecer, uno de los miembros de esa familia quedó prendado al reloj cucú, afortunadamente se deshicieron de él antes de.... Antes de que algo terrible sucediera.
—Vi algo en el espejo hace unos días y mi hijo insistía en que oía ruidos y las cosas cambiaban de sitio, es la primera vez que nos sucede algo así —explicó Susan.
—Un espíritu travieso —respondió la anciana—. Tal vez se trataba de un niño.
—Pero... ¿cómo no le sucedió algo a usted o a los que regentan esta tienda? —preguntó Ben, con curiosidad.
—Hay diferentes elementos de protección desperdigados por toda la tienda —contestó la vendedora con una sonrisa—. No sabremos si algún objeto embrujado hasta que salga de la tienda.
—Tiene sentido —correspondió Susan y luego de ello, agradeció a la vendedora por tan valiosa información.
—Para su próximo aniversario volveré a los videos de manualidades —dijo Ben, mientras volvía a casa con su madre—. O, tal vez tome clases de cocina.
Susan soltó una sonora risa y luego Ben se unió. Aquella pesadilla había terminado.
Saludos,
Esta historia fue un sueño que tuve hace unos días y me desperté en la madrugada a anotar lo que recordaba, aunque en el sueño el regalo no era un reloj sino una caja musical.
Espero les haya gustado ✨
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